Lluís Duch

ANTROPOLOGÍA DE LA CIUDAD

Herder

Diseño de portada: Gabriel Numes

© 2015, Lluís Duch

© 2015, Herder Editorial, S. L., Barcelona

1.ª edición digital, 2015

ISBN: 978-84-254-3762-5

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Facienti quod in se est, Deus non denegat gratiam

TOMÁS DE AQUINO

 

 

 

 

 

A Blanca, Manuel y Mircea

Contenido

Portadilla

Créditos

Cita

Dedicatoria

 

Introducción

I. La relación naturaleza-cultura

II. El espacio y el tiempo de la ciudad

III. La ciudad: el espacio y el tiempo humanos

IV. Ciudades

Conclusión

Bibliografía

Información adicional

INTRODUCCIÓN

El estudio que presentamos tiene como centro temático de nuestra reflexión la segunda «estructura de acogida», la corresidencia, la ciudad.1 En el momento actual, los estudios en torno a la ciudad se han multiplicado intensamente. Desde perspectivas muy diferentes, se ha llegado a ser sensible, a menudo con inquietud e intranquilidad, a los cambios radicales que, en las primeras décadas del siglo XXI, está experimentando el medio urbano y el conjunto de la vida pública. No es insensato afirmar que la cuestión urbana hoy ocupa el lugar que a comienzos del siglo XX ocupaba la cuestión social. En todas las sociedades, con mucha frecuencia, parece como si la fractura urbana tomara el relevo de la fractura social de la segunda mitad del siglo XIX y primeras décadas del XX.2 No cabe duda de que, en relación con la vida familiar, política y religiosa de nuestros días, son muy numerosos los que experimentan la irrelevancia creciente de los valores del mundo cotidiano tradicional que antaño, con mayor o menor fortuna, habían otorgado orientación y confianza a individuos y grupos humanos. Charles Taylor, creemos que con razón, señala que en la modernidad «hemos pasado de un orden jerárquico de vínculos personalizados [propio del Antiguo Régimen] a un orden igualitario e impersonal; de un mundo vertical de acceso mediado a sociedades horizontales, de acceso directo».3

Redactar una antropología de la ciudad en las primeras décadas del siglo XXI exige tener en cuenta el significativo giro espacial (spatial turn) de los últimos cuarenta o cincuenta años; giro que muy particularmente consiste en una amplia reflexión crítica sobre las valencias propias del espacio, en especial a partir de la renovación de los estudios geográficos, frente a la importancia excepcional que en la cultura occidental tradicionalmente se ha concedido al tiempo.4 Estas mutaciones profundas —Karl Schlögel habla de «cambio de paradigma» en relación con las alteraciones radicales (casi desfiguraciones) sufridas por las urbes, en concreto por el habitar de sus ciudadanos— tienen precedentes muy significativos e influyentes como son, por ejemplo, las reflexiones, tan diferentes, pero sin duda alguna innovadoras, de Henri Lefebvre, Gaston Bachelard, Edward Soja o David Harvey sobre el espacio, y concretamente en torno a la ciudad como lugar privilegiado de casi todas las experiencias importantes del ser humano.5 «Hemos de aprender de nuevo a pensar el espacio», afirma otro innovador, Marc Augé, que señala que «la antropología siempre ha sido una antropología del aquí y el ahora».6 Se impone, por consiguiente, aproximarse a la realidad urbana a partir de una reinterpretación de los ingredientes materiales y mentales más decisivos que intervienen activamente en la espaciotemporalidad humana o espacio-tiempo vivido que, de hecho, ha configurado en las culturas humanas de todos los tiempos una real complexio oppositorum consistente en la armonización siempre in fieri de los lenguajes de la diacronía temporal con los de la sincronía espacial. En el momento presente, nos parecen urgentes tanto las aproximaciones antropológicas basadas en la extensión diacrónica como las centradas en la puntualidad de lo sincrónico. Los seres humanos, individual y colectivamente, tengan conciencia de ello o no la tengan, se caracterizan por aunar en la sucesión de sus presentes biográficos ambas dimensiones: continuidad en el cambio y cambio en la continuidad.

En la breve introducción a este libro intentaremos exponer de manera esquemática lo que hemos pretendido y lo que, conscientemente, por razones de diversa naturaleza, hemos evitado. Nos hemos propuesto poner de manifiesto un aspecto fundamental de nuestro discurso antropológico: la ambigüedad y la novedad no exenta de presencias más o menos ocultas del pasado de la actual realidad urbana, que contrasta ostensiblemente con la cuestión urbana tal como se ha planteado tradicionalmente.

En los años sesenta y setenta del siglo pasado, las polémicas —incluso las luchas callejeras— en torno a la ciudad se centraron mayoritariamente en el evidente déficit de urbanidad del urbanismo funcional, que se había impuesto como consecuencia ineludible de la organización casi militar y burocráticamente determinada de la ciudad industrial. En particular, fue el pensamiento de Henri Lefebvre, con su nuevo marxismo histórico-geográfico, el primero en intervenir con nuevas y en algunos casos ingeniosas propuestas en el debate sobre la ciudad a partir de una teoría dialéctica, tal vez excesivamente teórica, sobre la relación entre industrialización y urbanismo.7 Los estudios en torno al territorio urbano, según su opinión, mediante un «ejercicio tecnocrático», habían invadido la ciudad histórica, cuestionando sus derechos y privilegios, sus formas tradicionales de vida, y extendiendo y afianzando, al mismo tiempo, su influencia tecnocrática sobre el conjunto de la sociedad. En 1972, Manuel Castells, a partir de una concepción marxista con tintes estructuralistas que más tarde abandonará casi por completo, se opuso al pensamiento urbano de Lefebvre, a quien acusaba de haber sucumbido a las exigencias críticas de una ideología urbana con exagerados acentos economicistas. La ciudad como valor de uso, argumentaba Castells, solo en apariencia se oponía a la ciudad como valor de cambio de la industria capitalista.

Es evidente que, en todos los momentos de su larga y complicada historia, la ciudad ha sido el lugar privilegiado de las «luces» y de las «sombras» de la convivencia humana; ha constituido el ámbito más significativo en cuyo interior, luminosa y/o oscuramente, se ha plasmado la realidad más íntima y sustancial del hombre como ser fundamentalmente ambiguo que sin cesar vive y muere en la cuerda floja entre lo individual y lo colectivo. Con la ciudad nace una nueva configuración de la vida cotidiana, inédita en las sociedades nómadas y seminómadas, producto de una larga y no siempre irénica metamorfosis mental de sus habitantes, que se institucionaliza con variadas normativas, jerarquías, proyectos y decretos, con la finalidad de ocupar un espacio que ya no es «natural», sino artificial e histórico tendente a la centralización del poder y a su administración en todas sus vertientes y modalidades.

La ciudad no es simplemente el resultado del crecimiento de la aldea, también supone por parte de individuos y colectividades un giro copernicano de la mente, de la articulación en el presente urbano del pasado y el futuro, de las formas de entender y practicar el pensamiento y la acción humana, de concretar de modo visible y material en las plazas y calles de la ciudad los trayectos de la memoria de sus ciudadanos con escritos y monumentos, de la comprensión y la experiencia del tiempo humano más allá de los ritmos estacionales de la naturaleza. El tejido de relaciones que la conforman articula no sin esfuerzo y contradicciones las variadas formas que la constituyen, a partir de las posibilidades de todo tipo de que dispone cada territorio, el vivir del ser humano: el habitar, esto es, la construcción siempre culturalmente determinada de espacios y tiempos antropológicos que son, en realidad, por parte de los ciudadanos, versiones muy concretas de la articulación de distintas artificiosidades en forma de ritmos espaciales y temporales.

A partir de unas opciones ideológicas y metodológicas que hemos diseñado y fundamentado en algunos trabajos anteriores, la aproximación antropológica a la ciudad posee al mismo tiempo, como sucede en todos los asuntos humanos, limitaciones y posibilidades, aspectos positivos y negativos. La ciudad es una realidad polifacética, con diferentes y no siempre conciliables planos de significación, susceptible de ser descrita, analizada e interpretada desde múltiples perspectivas e intereses, y con la ayuda de utillajes antropológicos muy diversos e incluso contrapuestos. La ciudad, toda ciudad, como el mismo ser humano, es una coincidentia oppositorum, una magnitud políglota, que puede hablar y, de hecho, habla muchos lenguajes, los cuales, cada uno a su manera, son eficientes y competentes para expresar un aspecto de la realidad urbana y/o antropológica, pero que permanecen mudos, inducen al mutismo y, a veces incluso, pasan a ser tergiversadores de la realidad cuando se pretende aplicarlos a un ámbito, a una faceta de la realidad del hombre o de la ciudad que no les corresponde. Con eso queremos señalar que hemos limitado de manera drástica nuestra exposición a aquellas cuestiones que, desde nuestra opción metodológica e ideológica, nos parecían más importantes e irrenunciables.

Hemos intentado no invadir el ámbito de la antropología de campo, o el del urbanismo, o el de la filosofía del derecho (tan urbana en ella misma), o el de la historia, o el de las tradiciones populares, o el de la estética, o el de la institucionalización de las estructuras urbanas, etcétera. En algunos casos, adoptándolas a nuestro esquema interpretativo, hemos hecho uso de exposiciones y estudios procedentes de las especialidades anteriormente mencionadas. A menudo con mucho provecho, como fácilmente el lector podrá comprobarlo a través de las referencias bibliográficas que ofrecemos, nos hemos servido de estudios y monografías realizados en el ámbito de otras disciplinas y especialidades con la finalidad de conferir a nuestra exposición mayor riqueza argumentativa. En el momento actual, a la inversa de lo que acontecía hace algunas décadas, las humanidades tienden a buscar la complementariedad y la transversalidad de las disciplinas que antaño se mantenían rígidamente cerradas sobre sí mismas. Sin embargo, en todo momento, por lo menos eso es lo que hemos pretendido, nos hemos esforzado por mantener nuestra aproximación antropológica dentro de las coordenadas que hemos considerado más convenientes y más de acuerdo con nuestro proyecto antropológico que, a continuación, expondremos.

Nuestro punto de partida ha sido que, desde las configuraciones urbanas más primitivas, la ciudad ha constituido la máxima expresión de la presencia cultural del ser humano en el mundo como diseñador y «constructor natural» de artificios. Una presencia cultural, debe añadirse, propia e insuperable del ser humano que en realidad ha establecido, en cada momento histórico, cuáles son las dimensiones de su auténtica naturaleza, caracterizada por estar siempre históricamente situada y sometida incesantemente a las irrupciones imprevistas y desconcertantes de las mil fisonomías de la contingencia. Al mismo tiempo, esta incesante contextualización biográfico-histórico-cultural de la naturaleza del hombre constituye una muestra de la radical insuficiencia del instinto humano (la «transanimalidad», en la terminología de Hans Jonas) para tomar posesión, construir y organizar humanamente la habitabilidad de su mundo cotidiano. Esta reflexión se convertía además en una confirmación explícita de la artificiosidad como la forma genuina e inevitable de presencia del hombre en la realidad mundana que es, siguiendo el pensamiento de Helmuth Plessner, una de las expresiones más convincentes de la excentricidad del hombre, la cual, a diferencia de los otros seres vivos, constituye su especificidad característica.

A partir de estas consideraciones, hemos comprobado la importancia excepcional de una de las cuestiones más controvertidas (sobre todo a finales del siglo XIX y comienzos del XX) y al mismo tiempo más ineludibles para cualquier praxis antropológica: las relaciones humanas entre naturaleza y cultura. Según creemos, estas relaciones son determinantes para diseñar el marco idóneo de cualquier forma de discurso antropológico. En efecto, lo que resulta paradójico en este conjunto de relaciones, móviles y siempre necesitadas de contextualización, es que se trata de dos términos que nunca pueden aislarse completamente, sino que en todo momento se encuentran autorreferidos y coimplicados como si se tratase de dos «hermanos enemigos». Sin embargo, hay que tener en cuenta que, para bien y para mal, en esta relación constitutiva de lo humano, el término «naturaleza» ha de ser descrito, obligatoriamente, ponderado e interpretado en términos culturales, lo cual implica además que, de alguna manera, es más bien imaginado y dado por supuesto que objetivamente descrito y comprendido.

Solo a partir de la cultura concreta que en cada caso sirve de referencia para el discurso y la acción del investigador, puede señalarse algo del gran «ausente-presente» en hombres y mujeres, que es la «naturaleza». Esta es un supuesto omnipresente, pero que solo es mediatamente —incluso, interesadamente— accesible por vía cultural a través de las artificiosidades de todo tipo que se han diseñado y construido en un espacio y tiempo concretos. En el trayecto histórico de la humanidad, esta relación fundamental y omnipresente se encuentra en el origen de la emancipación del ser humano con respecto a los estrechos márgenes de maniobra que, de entrada, le otorgaba la mera instintividad. Además, ha constituido la base imprescindible no solo para la instalación urbana de las diferentes sociedades humanas, sino también para diseñar las formas de relación y comunicación que, desde la ética hasta la estética, de la religión hasta el derecho, de las maneras de mesa hasta la relación entre los sexos, desde la economía hasta el ocio, desde el urbanismo hasta el deporte, han tenido vigencia dentro de las distintas articulaciones de la urbe.

En realidad, la ciudad, a través de las peripecias, metamorfosis y extravíos de su trayecto histórico a lo largo y ancho de los tiempos, pone de manifiesto las posibilidades y los límites de la artificiosidad humana, de su creatividad e ingenio, pero también de las consecuencias a menudo devastadoras del conflicto y desorden, siempre inevitables y activos que, como universales humanos, irrumpen en los trayectos biográficos de individuos y grupos humanos. En cualquier faceta de la presencia del ser humano en su mundo cotidiano, el orden completo no sería sino un estancamiento sin aristas, inmovilismo total, apatía insípida como estado de ánimo individual y social, aniquilación de la potencia de la imaginación humana para crear mundos alternativos; sería, en definitiva, un orden entrópico que en principio solo la muerte puede instaurar. Pero la ciudad, porque como la misma cultura es vida, es movimiento incesante, éxodo hacia lo desconocido, pero anhelado, causado con frecuencia por el desorden y los íntimos deseos de transgredir los límites que sus mismos ciudadanos se han encargado de promover. La artificiosidad del ser humano, con todas las realizaciones positivas y negativas a que da origen, es una consecuencia inmediata de su insuperable estatuto cultural que, como veremos con cierto detalle, se caracteriza por disponer en cada ser humano y en cada cultura concreta de un tiempo y un espacio peculiares y al mismo tiempo irrenunciables, ya que ellos han constituido el marco indeclinable del pensamiento, de la acción y de los sentimientos de los humanos.

A lo largo de nuestra exposición señalamos con insistencia que para captar con rigor lo que ha sido y lo que, a pesar de los cambios profundos que habían intervenido en estos últimos cincuenta años, todavía es la ciudad de nuestros días como marco espaciotemporal donde manifestaba su configuración y operatividad la corresidencia (segunda estructura de acogida y reconocimiento referida a los diferentes ámbitos de la vida pública), había que tener en cuenta las variables y, en algunos casos incluso, opuestas representaciones a que históricamente habían dado lugar las relaciones entre naturaleza y cultura. O de otro modo: solo era posible entender la presencia urbana del hombre en su mundo concreto a partir de su constitución como ser cultural, es decir, como alguien que, imprescriptiblemente, nunca puede dejar de imaginar y de crear artificios culturales a partir de unas materias primas que, un tanto ingenuamente, calificamos de «naturales». Incluso el deseo de «retornar a la naturaleza», tan recurrente en momentos de crisis globales en la cultura occidental de todos los tiempos, o la actual «ideología ecológica», había que entenderlos como formas urbanas, más o menos críticas con respecto al statu quo, es decir, como articulaciones artificiales y alternativas a la vida social, política y religiosa que se presentaban como normativas y sancionadas en cada momento presente; articulaciones y alternativas que, como cualquiera otra manifestación articulada por la presencia del ser humano en este mundo, nunca podían dejar de moverse en la tensión entre la naturaleza (supuesta) y la cultura (más o menos real), entre la estabilidad y el cambio.

Como expresión del carácter ambiguo de la ciudad, nos ha parecido pertinente adentrarse, de manera esquemática, en la exposición de algunos aspectos de la problemática directamente relacionados con la ubicua y, con frecuencia, desconcertante presencia cultural del ser humano como habitante de la ciudad en el ejercicio de su oficio de ciudadano, cada vez más decisivamente determinado por la provisionalidad como consecuencia del cinetismo cada día más agudo y omniabarcante de la vida urbana del momento presente.8 Además, habida cuenta de que para el ser humano no hay —no puede haber— ninguna posibilidad extracultural, nos hemos interesado en temas como la burocracia, la vigilancia, la globalización, la identidad, el paisaje, etcétera, que inciden con intensidades, a menudo no debidamente calibradas, en la vida cotidiana de individuos y grupos humanos.

Como consecuencia inmediata de la relación antropológica entre «naturaleza y cultura», que en todas las formas de vida humana, explícita o implícitamente, ha orientado y configurado con matices muy dispares y en ocasiones contrapuestos el asentamiento urbano de hombres y mujeres, nos ha parecido que debíamos considerar con una cierta extensión la problemática en torno al espacio y el tiempo antropológicos, los cuales, más allá de la simple espacialidad indeterminada y del mero transcurrir no calificado del tiempo (chrónos), también son, a partir de la contraposición entre naturaleza y cultura, construcciones artificiales del hombre para crear ámbitos habitables, cosmizados, en medio del caos y de las tendencias caotizantes inherentes a la condición humana.

La ciudad es la resultante artificial, más o menos organizada y siempre alternando su cotidianidad entre la movilidad y el cambio, de la articulación del espacio y del tiempo antropológicos. Y complementariamente, todo hombre o toda mujer han sido espacial y temporalmente configurados, identificados, por medio de las dimensiones espacio-temporales de su ciudad que, de una manera u otra, también es un organismo vivo que, positiva y/o negativamente, determina los comportamientos y sentimientos de sus ciudadanos. Una especie de vaivén se da siempre entre el espacio y el tiempo urbanos y el espacio y el tiempo antropológicos, porque la ciudad siempre ha sido una realidad antropológica que se basa en que el ser humano posee unas fortísimas afinidades electivas con la realidad urbana de la que, directa o alusivamente, él es heredero.

A pesar de las innumerables dificultades que, desde todos los puntos de vista, ofrece la aproximación antropológica al espacio y al tiempo (la «espaciotemporalidad»), creemos que es inevitable no solo para circunscribir con sentido el marco físico y cultural de la existencia humana y las etapas de su trayecto vital desde el nacimiento hasta la muerte, sino también para concretar, en cada aquí y ahora, lo que son las múltiples relaciones que el ser humano mantiene consigo mismo y con su entorno humano y material. Cuando tienen lugar mutaciones importantes en estas dos realidades configuradoras de la existencia humana tanto a nivel individual como colectivo, entonces todas las relaciones sociales, políticas y religiosas se encuentran profundamen­te afectadas y de hecho, en muchas ocasiones, incluso profundamente trastocadas. Por ello, hemos dedicado especial atención a la actual sobreaceleración del tempo vital humano, un factor de capital importancia para cualquier aproximación antropológica a la vida cotidiana tal como se desarrolla en la ciudad de nuestros días. Estamos convencidos de que este hecho está interviniendo decisivamente, a menudo de una manera que presenta rasgos inquietantes, muy negativos, en todos los aspectos que tienen algo a ver con la presencia pública y relacional de hombres y mujeres de nuestro tiempo.

En los últimos capítulos de este estudio, evocaremos muy brevemente algunas consideraciones sobre la ciudad como tal (definición, tipologías, descripción, literatura). También aludiremos, aunque con una extrema concisión, a la problemática en torno al ciudadano, tomando como punto de partida la polis griega, que junto con Jerusalén y Roma han constituido desde antiguo las tres referencias urbanas esenciales y modélicas de la cultura occidental. Es evidente que en una sociedad como la presente, que tiende con fuerza a la «destradicionalización», la espaciotemporalidad urbana también experimenta nuevas y a menudo sorprendentes formas y fórmulas de habitación y praxis humanas con una aparente discontinuidad respecto a las que ofrecían los prototipos urbanos tradicionales. Sin embargo, no solo es necesario subrayar el impacto para bien y para mal de los cambios y discontinuidades, también es urgente poner de manifiesto las continuidades, lo que, a pesar de los evidentes y profundos cambios sociales y culturales que experimentan las urbes modernas y sus habitantes, constituye en el ser humano lo inmodificable, lo estructural que, a lo largo de los tiempos, con fisonomías y articulaciones muy variadas, nunca ha sido enteramente suprimido, aunque en ocasiones haya sido reprimido con dureza.

En los capítulos precedentes ya hemos considerado con bastante detenimiento aquellas cuestiones, sobre todo las relacionadas con la naturaleza y la cultura, el espacio y el tiempo, que sirven para proceder en la articulación de la presencia actual del ciudadano en la ciudad de los primeros años del siglo XXI. Hemos creído que no era necesario considerar con detenimiento aquellos aspectos de la problemática que, por lo general, son abordados por urbanistas, comunicadores, politólogos, sociólogos, animadores culturales, etcétera. Lo que se pide a un antropólogo, por lo menos es eso lo que creemos que se desprende de nuestra concepción de la antropología, es un diseño del marco general donde se sitúan las transmisiones de todo tipo que son, positiva y/o negativamente, factores constituyentes de las múltiples relaciones que se entretejen en la vida urbana de individuos y colectividades. Se trata, en consecuencia, de establecer los ejes fundamentales de la configuración espaciotemporal, siempre polifacética y amenazada por la anomía, de la realidad y de su intérprete por excelencia (el ser humano), en cuyo interior, por parte de individuos y grupos humanos, en la variedad de espacios y tiempos, sin posibilidad de eludir los estragos de la contingencia, se inscribe en la ciudad histórica y biográficamente, con sus luces y sus sombras, la convivencia o la malvivencia humanas.

Como punto final de esta introducción, tenemos la grata obligación de manifestar nuestro cordial agradecimiento a todos los que, de una manera u otra, nos han ayudado, alentado y ofrecido críticas valiosas para concretar este proyecto antropológico. Especialmente, deseamos expresar nuestro reconocimiento y gratitud a Benjamín Berlanga, Albert Chillón, Marco A. Jiménez, Manuel Lavaniegos, Xavier Marín, Joan-Carles Mèlich, Anna Pagès, Blanca Solares, Francesc Torralba y Ana María Valle, lectores muy calificados y sumamente benévolos de nuestros anteriores estudios sobre la vida cotidiana en el momento actual.

Montserrat, octubre de 2014

L. D.

1 Sobre las «estructuras de acogida», cf. L. Duch, La educación y la crisis de la modernidad, Barcelona-Buenos Aires-México, Paidós, 1998 (1.ª reimpr.), en donde analizamos los aspectos de la ciudad que se relacionan con las transmisiones propias de los procesos pedagógicos; íd., Simbolismo y salud. Introducción a la antropología de la vida cotidiana, Madrid, Trotta, 2002.

2 J. Donzelot, «La nouvelle question urbaine», en Esprit, noviembre de 1999, pp. 87-114, ofrece una reflexión que, a pesar de los años transcurridos desde su pri-mera publicación, continúa siendo muy actual.

3 C. Taylor, Imaginarios sociales modernos, Barcelona-Buenos Aires-México, Paidós, 2006, p. 186; cf. ibíd., pp. 188-189.

4 Véase K. Schlögel, En el espacio leemos el tiempo. Sobre historia de la civilización y geopolítica, Madrid, Siruela, 2007, esp. pp. 64-74; J. E. Malpas, Place and Experience. A Philosophical Topography, Cambridge, Cambridge University Press, 2007, esp. pp. 175-193.

5 El libro de Malpas, Place and Experience, op. cit., passim, ofrece una estimulante reflexión de carácter multidisciplinar sobre el espacio como base imprescindible, teórica y práctica al mismo tiempo, de todo el pensamiento y actividad del ser humano. Es especialmente interesante la aproximación que hace Malpas al insuperable «estar aquí o allá» para el desarrollo de los efectos y los afectos de hombres y mujeres concretos (cf. ibíd., pp. 92-108).

6 Véase M. Augé, Los «no lugares». Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad, Barcelona, Gedisa, 1996.

7 H. Lefebvre, Le droit à la ville, París, Anthropos, 1968.

8 Véase, por ejemplo, P. Sloterdijk, Eurotaoísmo. Aportaciones a la crítica de la cinética política, Barcelona, Seix Barral, 2001.