DIARIO DE UN HOMBRE SUPERFLUO

 

 

 

Iván Turguénev

 

Ilustraciones de Juan Berrio

Traducción de Marta Sánchez-Nieves

Título original: Dnevnik líshnego cheloveka

© de las ilustraciones: Juan Berrio

© de la traducción: Marta Sánchez-Nieves

Edición en ebook: enero de 2016

 

© Nórdica Libros, S.L.

C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B 28044 Madrid (España)

www.nordicalibros.com

ISBN DIGITAL: 978-84-16440-54-2

Diseño de colección: Diego Moreno

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra, Ana Patrón y Susana Sánchez

Maquetación ebook: Caurina Diseño Gráfico

Contenido

Portadilla

Créditos

Autor

Ilustraciones

 

Aldea de Ovechi Vody, 20 de marzo de 18…

21 de marzo

22 de marzo

23 de marzo

24 de marzo. Frío crudo

25 de marzo. Día blanco de invierno

26 de marzo. Primer deshielo

27 de marzo. Continúa el deshielo

29 de marzo. Ligera helada; ayer deshielo

30 de marzo. Mucho frío

31 de marzo

1 de abril

Nota del editor

Contraportada

Iván Turgenénev

(Oriol, Rusia, 1818- Bougiaval, Francia, 1883)


Escritor ruso. Perteneciente a una familia noble rural, pasó su infancia en la hacienda materna hasta que se trasladó a Berlín para seguir estudios superiores, momento ene l que entró en contacto con la filosofía hegeliana.

De vuelta a su pías, se inició su carrera literaria con relatos que se inscriben dentro de la estética posromántica del momento (años treinta), mientras trabajaba como funcionario público, cargo que abandonó en 1843 por un gran amor, Pauline Viardot, cantante rusa contantemente en gira, con la que Turguénev mantuvo una apasionada relación

Juan Berrio

(Valladolid, 1964)


Lleva treinta años dedicado a la ilustración, el cómic y otros aspectos de la producción gráfica, mostrando sus imágenes en medios muy distintos. Desde sus inicios en la revista Madriz, no ha dejado de escribir y dibujar historietas, entre las que destacan Calles contadas, Miércoles –Premio Internacional de Novela Gráfica Fnac-Sins Entido 2012- y Kiosko. Disfruta creando libros difíciles de clasificar como Cuaderno de frases encontradas y Piso el barro, barro el piso. También es el autor de libros infantiles.

Aldea de Ovechi Vody, 20 de marzo de 18…

El médico acaba de irse. ¡Al fin lo he conseguido! Por más astucias que haya intentado, al final no le ha quedado más que expresar su opinión. Sí, moriré pronto, muy pronto. Los ríos se deshelarán y, a toda luz, la corriente me llevará junto con las últimas nieves… ¿a dónde? ¡Dios sabrá! También al mar. En fin, ¡qué se le va a hacer! Ya que hay que morir, que sea en primavera. Aunque puede que sea ridículo empezar un diario dos semanas antes de morir, ¿no? ¡Vaya por lo que me preocupo! Y ¿en qué son menos catorce días que catorce años, que catorce siglos? Dicen que ante la eternidad todo son naderías, sí, pero en este caso la misma eternidad es una nadería. Me parece que me estoy dejando llevar por especulaciones, es una mala señal: ¿no me estaré acobardando? Mejor será que cuente algo. Afuera hay humedad, sopla el viento, tengo prohibido salir. ¿Qué puedo contar? Un hombre decente no habla de sus enfermedades; componer una novela corta, no, no es para mí; para deliberar sobre asuntos elevados no me alcanzan las fuerzas; describir la cotidianidad que me rodea ni siquiera me entretiene; pero me aburre no hacer nada, y me da pereza leer. ¡Oh! Voy a contarme mi propia vida. ¡Una idea magnífica! Justo antes de morir se considera correcto y no va a molestar a nadie. Empiezo.

Nací hace unos treinta años de unos terratenientes bastante ricos. Mi padre era un jugador apasionado, mi madre, una mujer de carácter…, una mujer muy virtuosa. Solo que no he conocido a una mujer a la que ser virtuosa le causara menos placer. Había caído bajo el peso de sus méritos y atormentaba a todos, empezando por ella misma. En el transcurso de sus cincuenta años de vida no descansó ni una sola vez, no se cruzó de brazos; pululaba continuamente atareada, cual hormiga, y sin ningún beneficio, algo que no puede decirse de una hormiga. Un gusanillo inquieto la consumía día y noche. Solo en una ocasión la vi completamente tranquila, y fue precisamente el primer día después de su muerte, en el ataúd. Cierto que, al mirarla, me pareció que su cara expresaba cierto asombro; como si en sus labios semiabiertos, en sus mejillas hundidas y en sus ojos dócilmente inmóviles flotaran las palabras: «¡Qué bien se está sin moverse!». Sí, de acuerdo, ¡está bien desprenderse al fin de la conciencia abrumadora de la vida, del sentimiento obsesivo e inquieto de la existencia! Pero no se trata de eso.

Tuve una infancia mala y triste. Mi padre y mi madre me querían, pero eso no me lo hizo más fácil. Mi padre, como persona entregada a un vicio vergonzoso y ruinoso, no tenía ningún poder ni ningún valor en su propia casa; era consciente de su caída y, sin fuerzas para dejar su pasión querida, intentaba al menos merecerse —con aspecto siempre cariñoso y modesto, con humildad complaciente— la indulgencia de su ejemplar mujer. Mi madre, en efecto, sobrellevaba su desgracia con esa longanimidad de la virtud tan magnífica y espléndida que tenía mucho de orgullo y amor propio. Nunca reprochó nada a mi padre: en silencio le entregaba el dinero que le quedaba y pagaba sus deudas; él la ensalzaba cuando estaba con ella y en su ausencia, pero no le gustaba quedarse en casa y a mí me mimaba a escondidas, como si temiera contagiarme solo con su presencia. Y entonces sus rasgos descompuestos respiraban tal bondad, la mueca febril de sus labios era sustituida por una sonrisa tan conmovedora, sus ojos marrones rodeados de arrugas finitas brillaban con tanto amor que, involuntariamente, pegaba mi mejilla a la suya, húmeda y cálida por las lágrimas. Yo secaba con mi pañuelo esas lágrimas y ellas volvían a derramarse, sin esfuerzo, como el agua de un vaso lleno. Yo también comenzaba a llorar y él me consolaba, me acariciaba la espalda, sus labios temblorosos me llenaban la cara de besos. Todavía ahora, veintitantos años después de su muerte, cuando recuerdo a mi pobre padre, unos sollozos mudos me suben a la garganta y el corazón me late, me late con tanta fuerza y amargura, se consume con una lástima tan angustiosa, como si todavía le quedara mucho tiempo por latir y algo por lo que sentir lástima.

Mi madre, por el contrario, siempre se dirigía a mí de la misma forma, dulce pero fría. En los libros infantiles suelen encontrarse estas madres, sentenciosas y rectas. Ella me quería, pero yo a ella no. Así es, rechazaba a mi virtuosa madre y quería a mi padre con todo mi ser.

Pero es suficiente por el día de hoy. El principio ya lo tengo y por el final, sea el que sea, no tengo que preocuparme. De él se encarga mi enfermedad.

21 de marzo

Hoy hace un tiempo extraordinario. Es un día cálido, claro; el sol juega alegre con la nieve derretida; todo brilla, humea, gotea; los gorriones gritan como locos junto a las vallas oscuras empañadas; el aire húmedo me irrita el pecho dulce y terriblemente. ¡La primavera, la primavera ha llegado! Estoy sentado debajo de la ventana y miro más allá del río, al campo. ¡Oh, Naturaleza, Naturaleza! Te quiero tanto, y de tus entrañas salí yo incapaz incluso para la vida. Ahí salta un gorrión macho con las alas desplegadas; chilla y cada sonido de su voz, cada pluma erizada de su pequeño cuerpo, respira salud y fuerza…

Y ¿qué puede deducirse aquí? Nada. Él está sano y tiene derecho a gritar y a erizar las plumas, mientras que yo estoy enfermo y he de morir, eso es todo. No merece la pena hablar más de esto. Y los llamamientos lagrimosos a la Naturaleza son cómicos y absurdos. Regresemos a la narración.

Como ya se ha dicho, tuve una infancia muy mala y triste. No tuve hermanos ni hermanas. Me educaron en casa. ¿A qué se habría dedicado mi madre si me hubieran entregado a un internado o a alguna institución del Estado? Para eso son los niños, para que los padres no se aburran. Vivíamos sobre todo en la aldea, a veces íbamos a Moscú. Tuve preceptores y maestros, como es costumbre; en mi memoria se ha quedado, sobre todo, un alemán raquítico y lacrimoso, Rickmann, un ser increíblemente triste y abatido por el destino, al que en vano consumía la penosa nostalgia por su lejana patria. Mi tío Vasili, apodado Gusynia, solía sentarse junto al horno, en el ambiente terriblemente cargado de la estrecha antesala, impregnada por completo de olor ácido a kvas1 añejo, sin afeitar y con su eterno caftán cosaco de arpillera azul, bueno, pues se sentaba ahí y jugaba a las cartas, al reto, con Potap, el cochero, quien acababa de estrenar zamarra de piel de oveja, blanca como la espuma, y botas irrompibles engrasadas con lardo, mientras Rickmann cantaba al otro lado del tabique:

Herz, mein Herz, warum so traurig?

Was bekümmert dich so sehr?

S’ist ja schön im fremden Lande.

Herz, mein Herz, was willst du mehr?2

Bebida rusa de muy baja graduación, obtenida de la fermentación de pan de centeno y frutas.

2 ¿Por qué estás tan triste, corazón? / ¿Qué es eso que tanto te desespera? / Se está bien en tierra extranjera. / ¿Qué más puedes pedir, corazón? (Traducción del alemán de Carlos Fortea).