HOMICIDIO

V.1: Febrero, 2016


Título original: Homicide

© David Simon, 1991, 2006

© de Ante Mortem, Richard Price, 2006

© de Caso cerrado, Terry McLarney, 2006

© de la traducción, Andrés Silva, 2010

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2016

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Fotografía de cubierta: © David Lee / HBO


Publicado por Principal de los Libros

C/ Mallorca, 303, 2º 1ª

08037 Barcelona

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ISBN: 978-84-16223-48-0

IBIC: BTH

Conversión a ebook: Taller de los Libros


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HOMICIDIO

David Simon


Prólogo de Richard Price
Traducción de Andrés Silva

1

ANTE MORTEM


Jimmy Breslin escribió, refiriéndose a Damon Runyon: «Hacía lo que hacen todos los buenos periodistas: estar allí». Pero en Homicidio, esta crónica de un año en la Unidad de Homicidios del Departamento de Policía de Baltimore, David Simon no se limitó a estar allí, sino que plantó su tienda de campaña dentro de la policía. Como periodista y escritor, Simon siempre ha creído que Dios es un novelista excelente y que estar allí mientras él va escribiendo sus historias no sólo es una forma legítima, sino también honorable, de participar en el buen combate.* Simon sabe recopilar e interpretar los hechos, pero también es un adicto, y su adicción es la de prestar testimonio sobre lo que ve.

Lo digo con absoluta seguridad porque yo también lo soy. La adicción se desarrolla del siguiente modo: todo cuanto vemos en la calle —la policía, los traficantes en las esquinas, la gente que simplemente trata de sobrevivir y de mantener a salvo a sus familias en un mundo sembrado con todo tipo de minas ocultas— sólo nos abre el apetito y nos despierta el deseo de ver más, de estar más y más con quien quiera que nos acepte mientras persistimos en la interminable búsqueda de una especie de verdad absoluta urbana que nos elude. Nuestra plegaria es: «Por favor, Señor, sólo un día más, sólo una noche más, déjame ver algo, oír algo que sea la clave de todo, la metáfora perfecta que lo explique todo, que, como todo ludópata sabe, está en la próxima tirada de dados». La verdad está a la vuelta de la esquina, en el siguiente fragmento de conversación oído al azar en la calle, en la próxima llamada de radio, en la siguiente compraventa de droga, en el próximo rollo de precinto policial que se abra, mientras la bestia que es Baltimore, que es Nueva York, que es el Estados Unidos urbano, como una esfinge insaciable de enigmas incomprensibles, engulle un alma desgraciada tras otra.

O quizá es simplemente que somos incapaces de cumplir las fechas de entrega…

Conocí a Simon el 29 de abril de 1992, la noche de los disturbios de Rodney King. Ambos acabábamos de publicar libros importantes. El de Simon era el que tiene usted entre manos, el mío era una novela, Clockers. Nos presentó nuestro común editor, John Sterling. El momento resultó casi cómico: «David, este es Richard; Richard, David. Deberíais ser amigos: tenéis mucho en común». Y, por supuesto, lo primero que hicimos fue ir derechos al otro lado del río, a Jersey City, uno de los lugares más calientes esa noche, a buscar a Larry Mullane, un inspector de homicidios del condado de Hudson que había sido para mí un excelente Virgilio durante mis últimos tres años como escritor. El padre de David había crecido en Jersey City, y era muy probable que los Mullane y los Simon se hubieran cruzado por el barrio durante generaciones, así que conectaron enseguida. Los disturbios de Jersey City en sí mismos se demostraron elusivos, siempre a la vuelta de la esquina pero siempre fuera del escenario, y lo que más recuerdo de esa noche es la compulsión de Simon por estar allí, que para mí fue como encontrarme con mi hermano siamés perdido tiempo atrás.

Nuestro segundo encuentro se produjo años después, cuando, tras el horror de Susan Smith en Carolina del Sur, me embarqué en una especie de gira de Medea para preparar el terreno para mi novela Freedomland. Se había producido una tragedia vagamente similar en Baltimore: una madre blanca de dos niñas de raza mixta había prendido fuego a su casa adosada mientras las niñas dormían dentro. Alegó que quería allanar el camino al amor, pues según ella, a su novio no le entusiasmaban las niñas (algo que luego él negó).

A base de llamadas, David me puso en contacto con todos los protagonistas del drama dispuestos a que los entrevistara: los inspectores que realizaron el arresto, la madre del novio, la abuela tres veces desgraciada, el árabe propietario de la tienda al otro lado de la calle, adonde había huido la madre, aparentemente, para llamar al 911. (Su primera llamada, dijo el tendero, fue a su madre; la segunda fue para avisar a los bomberos.) Desde un punto de vista periodístico, la historia había caducado hacía tiempo, pero Simon, en su obcecación por conseguirme a la historia, se puso en modo de trabajo. Era la primera vez en mi vida que debía seguir el ritmo de un reportero de calle, un auténtico reto mental y físico que, además de conseguir todas las entrevistas, implicaba también tratar de abrirnos paso hasta la escena del crimen por cualquier medio a pesar del policía que todavía la custodiaba. Tuvimos que descartar el ataque directo y trabajar mediante tretas; dar vueltas alrededor del objetivo y escalar las vallas de los patios traseros de las casas, hasta que, finalmente, nos encontramos dentro de la casa tiznada de hollín. Subimos por lo que quedaba de las escaleras y alcanzamos el pequeño dormitorio donde las dos pequeñas murieron asfixiadas por el humo. Al final logramos entrar y fue como estar de pie en el estómago de un tigre translúcido. Por todas partes —paredes, techo, suelo— vimos las negras estrías que habían dejado las llamas. Un desolador fragmento de infierno.

Pero volvamos a aquella primera noche en Jersey City. En cierto momento de aquella tarde llegaron rumores de que los alborotadores estaban atando cuerdas de piano en las calles para decapitar a los policías que iban en moto, y Larry Mullane, un ex policía motorizado, tuvo que dejarnos abruptamente. Nos encontramos solos en un coche de policía sin distintivos (un oxímoron como una casa), yo al volante y Simon en el asiento del pasajero. El consejo que nos dio Mullane fue: «Estad siempre en movimiento y, si alguien se os acerca, fingid estar muy cabreados y poned cara de malos». Y eso es básicamente lo que hicimos, lo que me lleva a la pregunta que siempre me ha torturado: ¿acaso los escritores como nosotros, obsesionados con ser cronistas, sea mediante el ensayo o la novela, de los detalles de la vida en las trincheras urbanas de Estados Unidos, escritores que dependemos en gran parte de la bondad de los policías para ver lo que necesitamos ver, acaso somos (oh, mierda…) obsesionados con la policía?

Y la respuesta creo que es: no más de lo que estamos obsesionados con los criminales o los civiles. Pero sentimos hacia cualquiera que nos permita ponernos en su lugar, a este o al otro lado de la ley, una inevitable empatía. En esencia, nos «incrustamos». Pero no es tan siniestro como parece mientras el mantra de agradecimiento sea más o menos este: «Como cronista te honraré con una descripción fiel de lo que he visto y oído mientras era un huésped en tu vida. Y, en cuanto a cómo vas a quedar, tú cavas tu propia tumba o construyes tu monumento siendo quien eres, así que buena suerte y gracias por tu tiempo».



Simon escribe con honradez y claridad sobre lo imposible que resulta el trabajo de un investigador de homicidios. El policía de homicidios sobre el terreno no debe lidiar sólo con el cadáver que tiene frente a él, sino también con lo que carga a sus espaldas: toda la jerarquía de jefes que responden a otros jefes, el inmenso peso del instinto de conservación burocrático. A pesar de lo populares que se han hecho los adelantos forenses al estilo CSI, a veces parece que la única ciencia en la que pueden confiar los investigadores que están al final de la cadena alimenticia de Homicidios es la ley de la gravedad jerárquica, que determina, firme e invariablemente, que, siempre que un asesinato llega a los periódicos o toca algún tipo de nervio político, la mierda fluye hacia abajo. Los mejores de ellos —aquellos que la mayor parte de las veces, aun bajo una presión tan enorme como superflua, hacen que los nombres escritos en negro en el plafón pasen a rojo— acaban con un aire de estar de vuelta de todo y con un merecidamente ganado orgullo elitista.

Homicidio es un diario de trabajo que mezcla lo mundano y lo bíblicamente atroz, y cuyas páginas contienen la voluntad, la avidez de Simon por absorber, por digerir lo que ve, por estar allí y transmitir el mundo que discurre ante sus ojos al universo que está más allá. Se percibe el amor hacia todo de cuanto es testigo, una fe implícita en la belleza de limitarse a decir que lo que sea que ve desarrollándose ante él en tiempo real es «la Verdad» de un mundo: así es como es, así es como funciona, así es como habla la gente, como se comporta, como exterioriza lo que siente, como se justifica; ahí es donde se defraudan a sí mismos, o trascienden sus límites, sobreviven o se hunden.

Simon demuestra tener talento para reflejar la enorme importancia de las pequeñas cosas: esa expresión de leve sorpresa que tienen los ojos de los que acaban de morir, la inefable poesía de un comentario inesperado, el ballet físico sin propósito de las esquinas, la danza inconsciente de rabia, aburrimiento y gozo. Él documenta los gestos, los términos cruelmente incorrectos, la forma en que los ojos se estrechan y los labios se estiran. Registra las inesperadas cortesías entre adversarios, el humor patibulario que se supone que le permite a uno salvar lo que queda de su cordura o humanidad o lo que sea que se ponga como excusa para hacer chistes sobre los recién asesinados, la sobrecogedora estupidez que impulsa la mayor parte de los actos homicidas, las estrategias de supervivencia que adopta la gente que vive en las circunstancias más extremas simplemente para sobrevivir un día más. Captura cómo las calles son un narcótico tanto para los soldados callejeros como para los policías (y para algún que otro escritor), que mantienen enganchado a todo el mundo al inevitable e inesperado siguiente drama que pondrá a ambos bandos en acción y enviará a los inocentes atrapados a refugiarse agachándose tras sus ventanas o escondiéndose en una bañera que se supone a prueba de balas: la familia que se pone a cubierto unida permanece unida. Y una y otra vez recalca el hecho de que hay muy poco blanco y muy poco negro ahí fuera, y muchísimo gris.

Homicidio es la historia de una guerra, y el teatro de operaciones se extiende desde las ruinosas casas adosadas de Baltimore Este y Oeste hasta las salas del Parlamento estatal en Annapolis. Revela, con no poca ironía, cómo las tácticas de supervivencia en las calles son un reflejo de las tácticas de supervivencia en el ayuntamiento y cómo todos los implicados en la guerra de la droga viven y mueren por los números: kilos, onzas, gramos, píldoras y beneficios para los de un bando; delitos, arrestos, porcentaje de casos resueltos y recortes presupuestarios para los del otro. El libro es un examen desde el punto de vista de la realpolitik de un municipio que vive inmerso en unos disturbios a cámara lenta, pero, a través de la persistencia de Simon, Homicidio nos muestra las pautas que se esconden tras el aparente caos. Baltimore es, de hecho, la encarnación más pura de la teoría del caos.

Con el éxito de la adaptación a televisión de este libro, Simon ha podido adentrarse en la ficción y nos ha brindado la brillante miniserie de seis capítulos basada en su siguiente libro, La esquina (coescrito con Ed Burns), y esa novela rusa disfrazada de serie de HBO que es The Wire. En estos últimos proyectos se ha soltado un poco y ha adaptado la realidad hasta darle una forma ligeramente artificial para que destaquen los temas sociales más polémicos e importantes. Pero incluso cuando se entrega a la libertad creativa de la ficción, su obra sigue siendo una exaltación del matiz, una exploración incansable de cómo el acto externo más insignificante puede provocar la más enorme revolución interior en la vida de una persona marginada o en el biorritmo espiritual y político de una gran ciudad de Estados Unidos.

Con todo esto quiero decir que si Edith Wharton resucitara de entre los muertos y se interesara por los cabilderos municipales, los policías, los adictos al crack y el reportaje periodístico, y no le importase lo más mínimo qué ponerse para ir a la oficina, probablemente se parecería mucho a David Simon.

DOS

Jueves 4 de febrero


Es la ilusión de las lágrimas, nada más que eso. La lluvia cae como pequeñas perlas sobre los hoyuelos de su cara. Los ojos marrones, oscuros y fijos, están clavados en el pavimento mojado. Las mechas de pelo negro estallan alrededor de su piel oscura, enmarcando sus pómulos altos y una nariz coqueta y respingona. Tiene los labios entreabiertos y fruncidos en una ligera mueca. Incluso ahora, es hermosa.

Descansa sobre su cadera izquierda, con la cabeza girada hacia el otro lado, la espalda arqueada y una pierna doblada encima de la otra. Su brazo derecho está encima de la cabeza, y el izquierdo está completamente recto. Los dedos, pequeños y delgados, se estiran como si quisieran alcanzar algo o a alguien, que ya no está allí, al otro lado del asfalto. 

Tiene la parte superior del cuerpo parcialmente envuelta en una gabardina de vinilo rojo. Lleva pantalones amarillos estampados, pero están sucios y manchados. La parte delantera de su blusa y la chaqueta de nailon bajo su gabardina también están desgarradas, empapadas de sangre por donde la vida se deslizó de su cuerpo. Una única marca de ligaduras —la profunda mordedura de una cuerda o de un cordón— cruza toda la circunferencia de su cuello y cierra el círculo en la base del cráneo. Encima de su brazo derecho hay una mochila de tela azul, aún erguida en la acera y repleta de libros, algunos papeles, una cámara de fotos barata y un juego de maquillaje y sombras de ojos de tonos rojos, azules y púrpuras. Colores exagerados e infantiles, que apuntan diversión, más que seducción.

Tiene once años.

Entre los inspectores y agentes reunidos frente al cuerpo de Latonya Kim Wallace no se cruzan bromas fáciles, ni hay comentarios groseros ni humor de policía o indiferencia veterana. Jay Landsman sólo formula declaraciones precisas y frías mientras se desplaza por la escena. Tom Pellegrini está de pie, mudo bajo la ligera lluvia, dibujando un esquema de los alrededores en una húmeda hoja de su cuaderno de notas. Tras ellos, contra la pared trasera de una hilera de casas adosadas, está uno de los primeros oficiales del distrito Central que han llegado al lugar de los hechos, con una mano reposando sobre el cinturón de su pistola, mientras la otra sostiene distraída la radio.

—Frío —dice, casi para sí mismo. 

Desde el momento en que se descubre el cadáver, a Latonya Wallace la consideran una verdadera víctima, inocente como pocos de los que mueren asesinados en esta ciudad. Una niña, una alumna de quinto curso que ha sido usada y desechada, un sacrificio monstruoso en el altar de la maldad inequívoca.

Worden fue el que recibió la llamada, que llegó por la centralita, sobre un cuerpo anónimo situado en un callejón detrás del bloque número 700 de la avenida Newington, un bloque de casas residenciales de la sección Reservoir Hill del centro urbano. Al turno de D’Addario le había tocado pasar al día la semana antes, y cuando se iluminó la señal de llamada del teléfono a las 8:15, sus inspectores se estaban congregando para el pase de lista de las 8:40.

Worden apuntó los detalles en el dorso de una tarjeta de empeño y se lo enseñó a Landsman.

—¿Quieres que me encargue?

—No, mis chicos ya están ahí —dijo el inspector jefe—. Probablemente será un viejo drogata amorrado a su botella.

Landsman encendió un cigarrillo, localizó a Pellegrini en la salita del café y luego cogió las llaves de un Chevrolet Cavalier que uno de los inspectores del turno de medianoche acababa de dejar aparcado. Diez minutos después, ya estaba en la avenida Newington, llamando por radio a las tropas.

Llegó Edgerton. Luego McAllister, Bowman y Rich Garvey, la bestia de carga de la brigada de Roger Nolan. Más tarde aparecieron Dave Brown, del equipo de McLarney, y Fred Ceruti, de la brigada de Landsman.

Pellegrini, Landsman y Edgerton están examinando la escena. Los demás se alejan del cuerpo: Brown y Bowman caminan lentamente bajo la fina lluvia, por los patios adyacentes y los callejones repletos de basura, mirando el suelo en busca de un rastro de sangre, un cuchillo, un trozo de cuerda de diez centímetros que encaje con las marcas del cuello o un retazo de tela. Ceruti, y luego Edgerton, suben por una escalera de madera hasta los tejadillos del primer y segundo piso de las casas adosadas cercanas, para tratar de distinguir todo lo que no se vea desde el callejón. Garvey y McAllister no trabajarán el lugar de los hechos, sino que se concentrarán en los últimos movimientos conocidos de la niña: primero analizarán el informe de personas desaparecidas que se presentó un par de días antes, luego entrevistarán a los profesores, amigos y a la encargada de la biblioteca de la avenida Park, donde Latonya Wallace fue vista por última vez con vida.

En el interior de la puerta trasera del número 781 de la avenida Newington, a unos pocos pasos del cuerpo, Pellegrini deposita la mochila de color azul empapada por la lluvia encima de una mesa de cocina, rodeado por los inspectores, los agentes y los técnicos del laboratorio. La abre cuidadosamente y echa un vistazo a las posesiones de la niña.

—Casi todo son libros —dice al cabo de unos segundos—. Lo mejor será repasarlo con más calma en el laboratorio. No empecemos a sacar cosas aquí en medio.

Pellegrini toma la mochila y la entrega con cuidado a Fasio, del laboratorio. Luego vuelve a su cuaderno de notas y revisa los datos puros y duros de toda escena del crimen (hora de la llamada, agentes presentes, momento de llegada de los mismos) antes de salir por la puerta y quedarse mirando a la niña muerta durante unos momentos.

La camioneta de la morgue, un Dodge negro, ya está aparcada al final del callejón, y Pellegrini observa a Pervis, uno de los forenses, acercarse por la acera y adentrarse en el patio. Le echa una breve mirada al cuerpo antes de encontrarse con Landsman en la cocina.

—¿Listos?

Landsman mira a Pellegrini, que durante unos instantes parece dudar. De pie en el umbral de la cocina de la avenida Newington, Tom Pellegrini siente el fugaz impulso de decirle al forense que espere, que deje el cuerpo donde está. Querría ralentizar el proceso y hacerse con una escena del crimen que parece evaporarse delante de sus ojos. Después de todo, es su asesinato. Ha llegado antes que nadie, con Landsman; ahora es el detective principal del caso. Y aunque la mitad del turno ya pulula por el barrio en busca de información, el responsable del caso será Pellegrini, tanto si se resuelve como si no.

Meses después, el inspector se acordará de esa mañana en Reservoir Hill con una mezcla de frustración y de pesar. Deseará haber despejado el patio trasero del número 718 de la avenida Newington, haberlo vaciado de inspectores, agentes, técnicos y forenses. Se sentará en su mesa del despacho anexo y se imaginará una estampa silenciosa y tranquila, donde él está al borde de la imagen, sentado en una silla o quizá en un taburete, examinando el cuerpo de Latonya Wallace y la zona aledaña con calma y precisión, reflexionando. Pellegrini también se acordará de que, en los primeros momentos de la investigación, se dirigió a los dos inspectores más veteranos, Landsman y Edgerton, entregando su propia autoridad en manos de quienes ya habían hecho lo mismo en muchas ocasiones. Fue una decisión comprensible, pero más tarde Pellegrini sentirá frustración, pues será consciente de que jamás tuvo el control real del caso.

Pero esa mañana, en la cocina atestada, con Pervis asomando por la puerta, la incomodidad de Pellegrini no es más que una sensación difusa, sin ninguna razón en la que apoyarse. Pellegrini ha terminado de esbozar la escena en su cuaderno y, junto con Landsman y Edgerton, ha recorrido cada centímetro del patio y también buena parte del callejón. Fasio ya tiene sus fotografías y está midiendo las distancias clave. Y sobre todo, ya son casi las nueve de la mañana. El vecindario se despierta, y a la mortecina luz de una mañana de febrero, la presencia del cadáver de la niña, destripado y despanzurrado sobre la acera mojada, bajo la perezosa llovizna, parece más obscena cada minuto que pasa. Incluso los inspectores de homicidios sienten el impulso natural y tácito de apartar el cuerpo de Latonya Kim Wallace de la lluvia.

—Sí, ya estamos —dijo Landsman—. ¿Qué dices, Tom?

Pellegrini se queda callado.

—¿Tom?

—No, no. Estamos listos.

—Venga pues.

Landsman y Pellegrini siguen la camioneta de la morgue hasta el centro, para obtener un avance de lo que dirá el informe forense, mientras Edgerton y Ceruti conducen en coches separados y se dirigen a una gris caja de cerillas en Druid Lake Drive, a unos tres bloques y medio. Los dos hombres arrojan las colillas frente a la puerta del apartamento, y luego avanzan rápidamente por el rellano. Edgerton vacila antes de llamar, y mira a Ceruti.

—Déjame esta a mí.

—Toda tuya, Harry.

—Tú la acompañas a lo del forense, ¿vale?

Ceruti asiente.

Edgerton llama a la puerta. Saca su placa e inspira profundamente cuando oye el sonido de los pasos que se acercan desde el interior del apartamento 739A. La puerta se abre con lentitud y revela a un hombre joven, de entre veinte y treinta años, que lleva tejanos y una camiseta. Reconoce y acepta la presencia de los dos agentes, incluso antes de que Edgerton tenga oportunidad de identificarse como oficial de policía. El joven los deja pasar y los inspectores le siguen hasta un comedor donde un crío está comiendo cereales mientras pasa las páginas de un cuaderno para colorear. La voz de Edgerton se reduce a un susurro:

—¿Está en casa la madre de Latonya?

No tienen tiempo de contestarle. La mujer aparece envuelta en una bata, al otro lado del comedor, con una niña a su lado, apenas adolescente, con las mismas facciones de la que hace unos minutos yacía en la avenida Newington. Los ojos de la mujer, aterrorizados y con ojeras, se clavan en la cara de Harry Edgerton.

—Mi hija. ¿La han encontrado?

Edgerton se la queda mirando, ladea la cabeza pero no dice nada. La mujer mira más allá de Edgerton y Ceruti, hacia el umbral vacío. 

—¿Dónde está? ¿Está… bien?

Edgerton vuelve a sacudir la cabeza.

—Oh, Dios mío.

—Lo siento.

La chica joven apaga un grito, y luego se gira para abrazarse a su madre. La mujer lleva a la niña en brazos y se da la vuelta, como si quisiera esconderse en la pared del salón. Edgerton observa cómo la mujer lucha contra una ola de emoción, mientras su cuerpo se tensa y sus ojos se cierran con firmeza durante un largo minuto.

El chico habla:

—¿Cómo…?

—La encontraron esta mañana —dice Edgerton, con voz apenas audible—. Apuñalada, en un callejón cerca de aquí.

La madre se da la vuelta hacia el inspector y trata de hablar, pero las palabras se pierden. Traga saliva y sigue sin decir nada. Edgerton se queda mirando mientras la mujer regresa hacia la puerta del dormitorio, donde otra mujer, la tía de la víctima y la madre del niño que come cereales, la recibe con los brazos extendidos. Luego el inspector se gira hacia el joven que ha abierto la puerta. Aunque está aturdido, parece que entiende y acepta las palabras que le dirigen.

—Tendría que ir al laboratorio del forense para identificar el cuerpo. Y si es posible, nos gustaría que nos acompañaran todos a la central. Necesitamos que nos ayuden.

El joven asiente y desaparece en el dormitorio. Edgerton y Ceruti se quedan solos de pie en el comedor durante varios minutos, incómodos y violentos, hasta que el silencio se rompe con un gemido angustioso procedente de la habitación.

—Odio esto —dice Ceruti suavemente.

Edgerton se acerca a los muebles del comedor y toma una fotografía enmarcada de dos chicas, sentadas y con lazos rosas, posando contra un fondo de color azul. Con sonrisas estudiadas, del tipo «ahora-todos-a-sonreír». Con las trenzas y los rizos en su sitio. Edgerton sostiene la fotografía para que Ceruti la vea. El otro se ha dejado caer en uno de los sillones.

—Esto —dice, mirando la foto— es lo que pone al hijo de puta.

La adolescente cierra la puerta de la habitación lentamente y se dirige al salón. Edgerton devuelve la fotografía a su lugar y se da cuenta de que es la muchacha mayor que sale en la imagen.

—Se está vistiendo —dice la chica.

Edgerton asiente.

—¿Cómo te llamas?

—Rayshawn.

—¿Cuántos años tienes?

—Trece.

El inspector vuelve a mirar la fotografía. La chica espera que llegue la siguiente pregunta; no llega, y vaga de nuevo hacia la habitación. Edgerton camina lentamente por el salón, se acerca a la puerta del dormitorio y luego echa un vistazo a la diminuta cocina del apartamento. No hay demasiados muebles, nada pega con nada, y la tapicería del sofá del salón está muy gastada. Pero todo está limpio y ordenado. Muy limpio, de hecho. Edgerton repara en que la superficie de casi todos los muebles y vitrinas están ocupadas por fotografías familiares. En la cocina hay un dibujo infantil —una casa grande, el cielo azul, un niño sonriente, un perro sonriente— pegado con celo a la puerta de la nevera. En la pared hay una lista fotocopiada de eventos escolares y fechas de reuniones de la asociación de padres. Pobreza, quizá, pero no desesperación. Latonya Wallace vivía en un hogar.

La puerta del dormitorio se abre y aparece la madre, vestida y seguida de su hija mayor, y ambas avanzan por el estrecho pasillo. La primera camina como si estuviera aplastada, cruza el salón y llega a la entrada, donde hay un perchero y un pequeño armario ropero.

—¿Está lista? —pregunta Edgerton.

La mujer asiente, descuelga un abrigo de un perchero. El chico también coge su chaqueta. La adolescente vacila frente al armario.

—¿Dónde está tu abrigo? —pregunta la madre.

—Creo que en mi cuarto.

—Pues ve a buscarlo —dice la mujer con dulzura—. Hace frío.

Edgerton encabeza la procesión que sale del apartamento. Luego observa cómo la madre, el chico y la hermana se meten en el Cavalier de Ceruti, para el lento recorrido hasta la calle Penn, donde les espera una camilla de metal en una sala forrada de azulejos.

Mientras tanto, al sur de Reservoir Hill, en el extremo occidental del barrio, Rich Garvey y Bob McAllister rastrean cuáles fueron los últimos movimientos de Latonya Wallace. La familia presentó una denuncia por la desaparición de la niña a las 20:30 del 2 de febrero, dos días antes, pero dice lo mismo que docenas de informes parecidos que se acumulan cada mes en Baltimore. El expediente aún no se había convertido en un homicidio, así que las investigaciones se habían limitado a comprobar rutinariamente la información que había en los archivos de la unidad de personas desaparecidas del distrito Central.

Los dos inspectores se dirigieron primero a la escuela de Latonya para entrevistar al director, a varios profesores y a una compañera de juegos de la víctima, de nueve años, así como a la madre de la niña, pues ambas habían visto a Latonya con vida la tarde de su desaparición. Las entrevistas confirmaron los datos de la denuncia que había en personas desaparecidas.

En la tarde del martes 2 de febrero, Latonya Wallace volvió a su casa desde la escuela Eutaw-Mashburn. Llegó hacia las tres de la tarde y se fue al cabo de una media hora escasa, con su mochila azul. Le dijo a su madre que quería ir a la biblioteca del distrito en la avenida Park, a unos cuatro bloques del apartamento de la familia. Luego Latonya se dirigió al edificio de al lado, y llamó a la puerta de su amiga para ver si ella también quería ir a la biblioteca. La madre de la niña prefirió que esta se quedara en casa, por lo que Latonya Wallace decidió ir sola.

Garvey y McAllister siguieron documentando la cronología de los hechos en la biblioteca de la avenida Park, donde la encargada del turno de la tarde recordaba la visita de la niña con la gabardina roja. La bibliotecaria añadió que la niña sólo se quedó unos minutos, escogió una serie de libros casi por azar, sin preocuparse demasiado por el título o el tema de los volúmenes. De hecho, ahora que piensa en ello, la bibliotecaria también les cuenta a los detectives que la niña parecía pensativa o triste, y que se había quedado de pie, reflexionando, en la puerta de la biblioteca justo antes de salir.

Después, Latonya Wallace acarreó su mochila por una ajetreada calle de Baltimore durante un rato y luego se desvaneció, sin que ningún testigo reparara en ella. Habían escondido a la niña durante un día y medio antes de abandonar su cuerpo en ese callejón trasero. Dónde la habían llevado, en qué lugar había pasado más de treinta y seis horas —es decir, la escena principal del crimen— era algo que aún no sabían. Los inspectores iban a perseguir al asesino de Latonya Wallace con pocos indicios entre manos: únicamente contaban con el propio cadáver de la niña.

Y ahí es por donde Tom Pellegrini decide empezar. Él y Jay Landsman esperan en la sala de autopsias del sótano, en las oficinas del forense en la calle Penn, mientras observan a los técnicos extraer los datos fríos y clínicos de los restos mortales de Latonya Wallace. Los hechos parecen indicar un secuestro prolongado. El estómago de la víctima contiene una comida totalmente digerida compuesta de espaguetis con albóndigas, seguida de unos perritos calientes en estado de digestión parcial, y una sustancia fibrosa y fragmentada que parece ser chucrut. Un inspector llama a la cafetería de la escuela, donde le confirman que el menú del día 2 de febrero contenía espaguetis. Pero Latonya Wallace no comió nada en su casa antes de salir hacia la biblioteca: tal vez el asesino la retuvo viva el tiempo suficiente como para alimentarla con una última cena.

Mientras los inspectores están de pie en un extremo de la sala de autopsias y hablan con los forenses, el presentimiento de Pellegrini en la escena del crimen empieza a confirmarse. Abandonaron la escena de la avenida Newington demasiado pronto. Al menos una posible prueba se perdió para siempre.

Al saber del asesinato de la niña, cuando los inspectores y agentes aún trabajaban en el callejón, el forense jefe, John Smialek, corrió desde su oficina hasta Reservoir Hill. Llegó demasiado tarde, porque el cuerpo ya estaba en la morgue. De otro modo, habría podido utilizar el termómetro interno para calibrar la temperatura corporal del cadáver, lo que le habría permitido calcular con más precisión la hora de la muerte, gracias a la fórmula de disminución de grados por hora que emplea el sistema.

Sin una estimación de la hora de la muerte basada en la temperatura corporal, al forense sólo le queda guiarse por el rígor mortis (la progresiva rigidez de los músculos) y la lividez (la solidificación de la sangre en las partes dependientes del cuerpo). Pero el ritmo de cualquier fenómeno post mórtem es muy distinto en función del tamaño, el peso o la constitución de la víctima, o la temperatura exterior del cuerpo en el momento de la muerte, y por supuesto, la temperatura y las condiciones del lugar en que fallece. Además, el rígor mortis se instala en el cuerpo y luego desaparece, para volver a aparecer durante las primeras horas de la muerte: un forense tendría que examinar un cadáver más de una vez —y con varias horas de diferencia— para valorar correctamente el grado real de rígor mortis. En consecuencia, los inspectores que trabajan con estimaciones de la hora de la muerte se han acostumbrado a moverse en un abanico de entre seis hasta dieciocho horas. En los casos en que se ha producido descomposición en el cadáver, el forense aún lo tiene más difícil, aunque la laboriosa tarea de medir los gusanos extraídos de los restos para determinar su edad puede dejar establecida la hora de la muerte en un rango de entre dos o tres días. La verdad es que los expertos forenses a menudo no son capaces de ofrecer sino una estimación muy variable en lo que se refiere al momento de la muerte de una víctima. Los tipos que le decían a Kojak que su cadáver dejó de respirar entre las 22:30 y las 22:45 son pasto de chistes para los policías que patrullan frente a la boca del metro en un turno de noche tranquilo.

Cuando Pellegrini y Landsman le piden al forense que trate de ajustar su estimación al máximo, este les dice que parece que la víctima ha salido del primer estadio de rígor mortis y que, por lo tanto, lleva muerta al menos doce horas. Puesto que no hay descomposición, y teniendo en cuenta la ingesta adicional que hay en su estómago, los inspectores establecen su primera hipótesis de trabajo: Latonya Wallace fue secuestrada durante un día entero, y asesinada el miércoles por la noche. Luego, la abandonaron en el callejón de la avenida Newington a primera hora de la mañana del jueves.

El resto de la autopsia no revela nada nuevo. Latonya Wallace fue estrangulada con un cordón o una cuerda y luego brutalmente destripada con un instrumento punzante, probablemente un cuchillo de sierra. Su cuerpo muestra al menos seis heridas profundas en pecho y abdomen, lo que indica un grado de violencia e intensidad, que los inspectores califican de extremo. Aunque la víctima fue descubierta totalmente vestida, un desgarro vaginal reciente sugiere algún tipo de abuso sexual. Las muestras en busca de restos seminales en vagina, ano y boca dieron un resultado negativo. Finalmente, los forenses se dieron cuenta de que la víctima llevaba un pequeño pendiente en forma de estrella en una oreja, pero no en la otra. La familia confirmó más tarde que salió de casa llevando los dos pendientes.

Al examinar las heridas con más atención, Pellegrini y Landsman se convencen de que el callejón de la avenida Newington no es el lugar del crimen. Allí apenas había sangre, a pesar de que las heridas de la niña son graves y que debió sangrar en abundancia. La primera y más importante pregunta está clara: ¿dónde mataron a la niña? ¿Cuál es la verdadera escena de este crimen?

Cuando los inspectores que están destinados al caso se reúnen en la unidad de homicidios esa misma tarde, para comparar sus notas, Jay Landsman describe el siguiente resumen de los hechos, cada vez más obvio para todos los presentes en la sala: «La encontraron entre la biblioteca y la casa —dice el inspector jefe— así que el que se la llevó es un vecino. Probablemente debía de conocerle, porque pudo convencerla para que le acompañara por la calle en pleno día. Tuvo que acompañarla a un lugar cercano. Si se la hubiera llevado en coche, no habría vuelto al mismo barrio después de matarla para dejar allí su cadáver».

Landsman también dice, y todos están de acuerdo, que probablemente la niña fue asesinada a un par de bloques de donde la abandonaron. Incluso a primera hora de la mañana, razona, un asesino que acarrea el cuerpo de su víctima, apenas oculto por la gabardina roja, no se desplazaría a la vista de todos durante un trayecto largo.

—A menos que la llevase al callejón en coche —añade Pellegrini.

—Pero volvemos al tema del transporte. Si el tipo ya la tiene metida en su vehículo, para qué iba a dejarla en un callejón donde cualquiera podía mirar por la ventana y verle a él y a su coche —argumenta Landsman—. ¿Por qué no conduce hasta un bosque y la tira por ahí?

—Tal vez es tonto —dice Pellegrini.

—No —replica Landsman—. La escena del crimen está en ese jodido barrio. Probablemente el asesino vive en una de las casas adosadas del bloque donde va a dar el callejón. O la llevó a una casa vacía, un garaje o algo así.

La reunión se deshace, se forman pequeños grupos de agentes e inspectores; Landsman distribuye las tareas del caso.

Como inspector principal, Pellegrini inicia la lectura de las declaraciones de los familiares que esa mañana han recopilado un puñado de detectives. Digiere el rompecabezas que han construido los otros investigadores. Son cuestionarios, rellenados por los familiares de la niña, compañeros de colegio, la residente de cincuenta y tres años del número 718 de la avenida Newington que, al sacar la basura esa mañana, ha descubierto el cuerpo. Pellegrini escanea cada página con la vista alerta para detectar una frase poco común, un dato incoherente, cualquier cosa fuera de lo normal. Estuvo presente en algunas entrevistas; otras tuvieron lugar cuando él aún no había vuelto de la sala de autopsias. Ahora tiene que ponerse al día, trabajar hasta dominar todos los detalles de un caso que se está expandiendo con voracidad geométrica. 

Al mismo tiempo, Edgerton y Ceruti están sentados en el despacho de al lado, rodeados por una colección de bolsas de papel marrón llenas de pruebas, con los restos que ha traído la marea de la autopsia matinal: zapatos, ropa ensangrentada, muestras de las uñas de la víctima para detectar ADN o tipos de sangre, muestras de pelo y sangre de la víctima que se guardan para futuros cotejos, y una serie de pelos sueltos, caucasianos y afroamericanos, que se descubrieron encima de la víctima y que pueden tener algo o nada que ver con su asesinato.

La presencia de pelos ajenos queda debidamente registrada, pero al menos en Baltimore los inspectores de homicidios consideran que este tipo de indicios son los menos valiosos. Para empezar, el laboratorio no es capaz de identificar fuera de toda duda este tipo de restos; suelen tener éxito, sobre todo, con los de origen caucasiano. Particularmente en el caso de los pelos de origen afroamericano o caucasianos oscuros, sólo pueden aproximar las características que comparten las dos muestras, la del sospechoso que se haya identificado y la que se ha encontrado en la escena del crimen. El análisis de ADN, que puede relacionar las pruebas directamente con un solo sospechoso gracias al código genético, está cada vez más disponible para las fuerzas del orden, pero el proceso funciona mejor con sangre o muestras de tejidos. Para relacionar el ADN de un cabello con el de un sospechoso, es necesario al menos un cabello entero, con la raíz intacta. Más aún, Landsman y muchos otros detectives albergan serias dudas sobre la integridad de las pruebas de este tipo cuando llegan a manos del forense, donde se realizan una gran cantidad de autopsias en un entorno muy pequeño que dista mucho de ser ideal. Los pelos que se han recuperado de Latonya Wallace podrían proceder tranquilamente de la funda de plástico en la que se guardó el cadáver o de una toalla que se usara para limpiar a la víctima antes de investigar daños internos. Puede que sean pelos de los ayudantes del forense, de los investigadores o de los enfermeros que la declararon muerta, o del último cuerpo que se transportó con la camilla o se dispuso en la mesa de examen del forense.

Edgerton empieza a rellenar las casillas de una serie de formularios del laboratorio forense: una gabardina roja, manchada de sangre. Una chaqueta roja, manchada de sangre. Un par de botas de agua azules. Se solicita un análisis de sangre y de las pruebas. Análisis especial de huellas latentes.

Otros inspectores reúnen y catalogan las declaraciones de los testigos para el expediente del caso o trabajan en las máquinas de escribir de la oficina de administración, redactando un informe tras otro de la actividad del día. Otro grupo más de inspectores están reunidos frente al monitor del ordenador de la misma oficina, consultando los antecedentes penales de prácticamente todos los nombres que han obtenido en un primer escrutinio de la cara norte del bloque 700 de la calle Newington, un grupo de dieciséis casas adosadas cuyos patios traseros dan al callejón donde se encontró el cuerpo.

El resultado de las pesquisas en el ordenador es, en sí mismo, toda una lección sobre la vida en la ciudad, y Pellegrini, después de digerir las declaraciones de los testigos, empieza a leer las fichas que salen de la impresora. Son tan repetitivas que pronto se aburre. Más de la mitad de las cuatro docenas de nombres que se han introducido en el ordenador generan un par de páginas de arrestos previos. Atracos a mano armada, asaltos con agravantes, violaciones, robos, posesión de armas…; en lo que a conducta criminal se refiere, parece que en Reservoir Hill quedan pocas personas vírgenes. A Pellegrini le interesan particularmente la media docena de varones que han sido arrestados anteriormente por agresión sexual al menos una vez.

También se pasa por el ordenador un nombre que la familia de la víctima le dio a la policía, el del propietario de una pescadería en la calle Whitelock. Latonya Wallace trabajó algunas veces en esa tienda por muy poco dinero hasta que el novio de su madre —el joven callado que había abierto la puerta del apartamento a Edgerton aquella mañana— empezó a sospechar. El Pescadero, como se le conoce en el vecindario desde hace mucho tiempo, es un hombre de cincuenta y un años que vive solo en un apartamento en un segundo piso en la acera de enfrente de su pescadería. Se trata de una tienda de un solo piso y una sola sala, cerca del punto en que la calle Whitelock se dobla como si fuera un codo, en la pequeña franja comercial de la calle. La tienda en sí misma está a dos manzanas al oeste del callejón donde se tiró el cuerpo. El Pescadero, una buena pieza curtida por el tiempo, se mostraba muy cariñoso con Latonya. Demasiado cariñoso para el gusto de la familia de la chica. Habían corrido rumores entre los estudiantes de la escuela y sus padres, y a Latonya se le dijo explícitamente que no fuera a la tienda de la calle Whitelock.

Pellegrini descubre que el Pescadero también tiene historial en el ordenador, cuya base de datos registra todos los arrestos desde 1973. Pero la hoja del viejo no muestra nada excepcional: básicamente unos pocos arrestos por agresión, alteración del orden público y cosas por el estilo. Pellegrini lee la ficha cuidadosamente, pero no presta menos atención al breve e insubstancial registro del novio de la madre de la víctima. El trabajo de homicidios no concede ni un respiro al cinismo, y es sólo con la mayor reticencia que un inspector elimina a los más cercanos y queridos de la lista de sospechosos.

El trabajo administrativo se extiende más allá del cambio de turno de las cuatro y prosigue hasta que empieza a anochecer. Seis de los inspectores de D’Addario están trabajando horas extra sin ningún otro motivo que investigar el caso, pensando poco o nada en sus nóminas. El caso es la clásica bola roja y, como tal, todo el departamento le dedica su plena atención: la división de menores ha asignado dos inspectores para que ayuden a homicidios; la sección táctica ha destinado a otros ocho policías de paisano al operativo; investigaciones especiales, al otro lado del pasillo, envía a dos hombres de la unidad de delincuentes habituales; llegan dos hombres de las unidades de operaciones del distrito Sur y otros dos del Central. La oficina está abarrotada con el creciente rebaño de personas, algunas dedicadas a algún aspecto específico de la investigación, otras bebiendo café en la oficina anexa, todos pendientes de Jay Landsman, el inspector jefe y supervisor del caso, para que los guíe y les diga qué tienen que hacer. Los inspectores del turno de noche se ofrecen para ayudar, luego ven la multitud cada vez mayor que se agolpa allí, y gradualmente se retiran, tomando refugio en la sala del café.

—Uno se puede imaginar que hoy han matado a una niña —dice Mark Tomlin, uno de los primeros en llegar del turno de Stanton— porque son las ocho de la tarde y nadie del departamento de policía quiere irse a casa.

Tampoco quieren quedarse en la oficina. Conforme el núcleo que forman Pellegrini, Landsman y Edgerton continúa revisando la información acumulada durante el día y planificando los siguientes pasos, otros detectives y agentes que acaban de ser destinados al caso van desplazándose hacia Reservoir Hill, hasta que coches patrulla y Cavaliers sin distintivos zigzaguean por todas las calles y callejones entre la avenida North y Druid Park Lake.

Los agentes de paisano pasan buena parte de la noche puteando a los traficantes de Whitelock y Brookfield. Se alejan en sus coches y regresan al cabo de una hora para volver a putearlos. Los coches patrulla del distrito Central recorren todos los callejones y piden identificación a cualquiera que se acerque a la avenida Newington. Policías a pie barren las esquinas de Whitelock, desde Eutaw hasta Callow, e interrogan a todos los que les parecen fuera de lugar.

Es un desfile impresionante, un despliegue tranquilizador para todos los vecinos que ansían ser tranquilizados. Sin embargo, este crimen no tiene nada que ver con los traficantes de cocaína o los adictos a la heroína, ni con los atracadores o las criaturas que recorren las aceras día y noche. Se trata de un acto que ha cometido un solo hombre en la oscuridad. Hasta los chicos de las esquinas de la calle Whitelock, al mismo tiempo que los echan de sus puestos, dicen:

—Ojalá cojáis a ese cabrón, tío.

—Dadle fuerte.

—Encerrad al hijo de puta.

Por una noche de febrero, el código de la calle se deja a un lado, y los traficantes y adictos están dispuestos a hablar con la policía, darles información, la mayor parte inútil, mucha incoherente. En realidad, las maniobras de la caballería policial en Reservoir Hill no tienen tanto que ver con la investigación en sí como con un innombrado imperativo territorial, una muestra de orgullo. Es una forma de anunciar a los habitantes de este agujero apaleado de casas olvidadas que la muerte de Latonya Wallace no ha quedado enterrada en un montón de expedientes. Que desde el primer momento, está por encima del rutinario catálogo de vicios y pecados que desfila por los despachos. El Departamento de Policía de Baltimore, con su unidad de homicidios al frente, va a convertir el caso de la avenida Newington en un ejemplo para la comunidad.

Y aun así, a pesar de las bravatas y los gestos arrogantes que despliegan durante la primera noche después del descubrimiento del cadáver de Latonya Wallace, un espíritu parejo pero de signo contrario recorre las calles y los patios de Reservoir Hill, algo extraño y aberrante.

Ceruti es el primero en sentirlo, cuando se aleja dos pasos de un Cavalier en Whitelock y un imbécil trata de venderle heroína. Luego le toca a Eddie Brown, cuando entra en un local coreano en Brookfield para comprar cigarrillos, sólo para toparse de narices con un adicto bebido o colocado, que trata de empujar al inspector fuera de la tienda.

—Déjame en paz —gruñe Brown, apartando al borracho contra la acera—. ¿Estás loco?

Media hora más tarde, los espíritus se manifiestan frente a un puñado de inspectores y agentes, que están recorriendo la avenida Newington para echar un último vistazo a la escena del crimen. El coche avanza por el callejón inundado de basura, cuando de repente sus faros se posan sobre una rata del tamaño de un perro.

—Joder —dice Eddie Brown, saliendo del coche—. Mira el tamaño de ese bicho.

Los otros inspectores salen del coche para verlo de cerca. Ceruti coge un trozo de ladrillo y se lo tira, a una distancia de medio bloque. No acierta, por más de medio metro. El animal se queda mirando el Chevrolet con aparente indiferencia, luego se pasea por el callejón hasta dar con un gato vagabundo de respetable tamaño, contra el que se enfrenta acorralándolo hacia la pared cenicienta del bloque.

Eddie Brown lo mira, incrédulo.

—Pero ¿habéis visto ese pedazo de monstruo?

—Venga —dice Ceruti—. Ya he visto todo lo que tenía que ver.

—Llevo tiempo pateando estas calles —dijo Brown, sacudiendo la cabeza— y jamás, jamás había visto una rata arrinconar así a un gato.