Mia Sheridan

 

 

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Traducción de Mª José Losada

 

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Título original: Archer's Voice

 

Primera edición: febrero de 2016

 

Copyright © 2014 by Mia Sheridan

This work was negotiated by Bookcase Literary Agency on behalf of Rebecca Friedman Literary Agency

 

© de la traducción: Mª José Losada Rey, 2016

 

© de esta edición: 2016, Ediciones Pàmies, S.L.

C/ Mesena,18

28033 Madrid

phoebe@phoebe.es

 

ISBN: 978-84-16331-79-6

BIC: FRD

 

Fotografía: Shutterstock

Diseño de portada: Mia Sheridan

Maquetación y rótulos de portada: Calderón Studio

 

 

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

 

 

Este libro está dedicado a mis hijos Jack, Cade y Tyler.

El mundo necesita tantos hombres buenos como sea posible.

Me siento orgullosa de proporcionar tres.

Hermanos hasta el final.

 

 

La leyenda de Quirón, el centauro

 

Los centauros eran conocidos por ser una raza de agitadores con bastante inclinación por la bebida y un desatado comportamiento sexual. Pero Quirón no era como el resto, a él lo llamaban el «buen centauro» y el «sanador herido»; era conocido como el más sabio, considerado y justo de los de su raza.

Por desgracia para él, su amigo Hércules le disparó una flecha envenenada cuando luchaba contra los demás centauros. Como Quirón era inmortal, no fue capaz de encontrar alivio a esa herida incurable y se vio forzado a vivir una agonía en vida.

Finalmente, Quirón se encontró con Prometeo, que también sufría como él. Prometeo había sido condenado al castigo eterno por los dioses; lo ataron a una roca, donde todas las mañanas enviaban a un águila a comer su hígado, que cada noche le volvía a crecer.

Quirón se ofreció voluntario para entregar su vida a cambio de la de Prometeo, liberándolo así de aquel tormento perpetuo. Cuando Quirón cayó muerto a los pies de Prometeo, Zeus premió su gentileza y entrega convirtiéndolo en una constelación de estrellas, la de Sagitario, cuya belleza se puede observar en el cielo desde cualquier parte.

Quirón simboliza el poder de transformación que posee el sufrimiento; el dolor, tanto físico como emocional, puede llegar a convertirse en una fuente enorme de fuerza moral y espiritual.

 

1

Archer, a los siete años

Abril

—¡Cógeme la mano! Ya te tengo —dije con suavidad. El helicóptero despegó del suelo cuando Duke cogió la mano de Cobra. Trataba de hacer poco ruido, porque mamá volvía a estar malita y estaba durmiendo en el dormitorio, así que no quería despertarla. Me había dicho que podía ver los dibujos animados en su cama, con ella, pero después de un rato se había quedado dormida, así que me fui a jugar con los G. I. Joe.

Cuando el helicóptero aterrizó, mis chicos bajaron de un salto y corrieron debajo de la silla, sobre la que había colocado una toalla para que fuera un agujero bajo tierra. Luego cogí el helicóptero y lo hice volar de nuevo, imitando el sonido de las aspas. ¡Ojalá pudiera chasquear los dedos y conseguir que se convirtiera en un helicóptero de verdad! Entonces le diría a mamá que subiera y nos iríamos muy lejos de aquí, lejos de él, y mamá no volvería a tener los ojos morados ni lloraría más. Y no nos detendríamos hasta que estuviéramos muy, muy lejos.

Me arrastré hasta el refugio y unos minutos después escuché el sonido de las llaves de la puerta de la calle, seguido de unos pesados pasos en el vestíbulo y el pasillo que se dirigían hacia el lugar donde estaba jugando. Eché un vistazo y vi un par de brillantes zapatos negros y unas esposas. Reconocí los pantalones del uniforme al instante.

Me arrastré para salir lo más rápido que pude.

—¡Tío Connor! —Cuando se arrodilló, me lancé a sus brazos, pero él se aseguró de mantenerme alejado del lugar donde llevaba el arma y la linterna de policía.

—Hola, campeón —me dijo, abrazándome—. ¿Cómo está hoy mi héroe favorito?

—Bien. ¿Quieres ver la fortaleza subterránea que he construido? —le pregunté, inclinándome para asomarme por encima de su hombro y señalar la fortificación que había hecho bajo la mesa usando mantas y toallas. Era una pasada.

—Por supuesto. —El tío Connor sonrió y siguió la dirección de mi mirada—. ¡Menudo trabajo, Archer! Nunca había visto una fortaleza tan impenetrable y chula como esta. —Lo vi parpadear antes de sonreír de oreja a oreja.

—¿Quieres jugar conmigo? —pregunté, devolviéndole la sonrisa.

Él me revolvió el pelo, sonriente.

—Ahora no, campeón. Más tarde, ¿de acuerdo? ¿Dónde está tu madre?

Aquello hizo que me pusiera serio.

—Er…, no se encuentra bien. Está durmiendo. —Miré la cara de mi tío y clavé la vista en sus ojos dorados. La imagen que me vino a la mente en ese momento fue la del cielo antes de una oscura tormenta, y sentí el mismo tipo de miedo. Me eché hacia atrás, pero la mirada del tío Connor se aclaró con rapidez y volví a sus brazos, apretándome contra él.

—De acuerdo, Archer, de acuerdo —dijo, haciendo que volviera a rodearle el cuello mientras me recorría la cara con la vista. Me devolvió la sonrisa cuando le sonreí.

—Tienes la sonrisa de tu madre, ¿lo sabías?

Aquello hizo que me pusiera muy contento. Adoraba la cálida y hermosa sonrisa de mamá; siempre conseguía que me sintiera amado.

—Pero me parezco a papá —señalé, bajando la vista. Todo el mundo me decía que tenía la mirada de los Hale.

Me estudió durante un momento como si quisiera decirme algo, pero luego cambió de opinión.

—Eso es bueno, campeón. Tu padre es un hombre muy atractivo —sonrió, pero no se reflejó en sus ojos. Yo deseaba parecerme al tío Connor. Mamá me había dicho una vez que era el hombre más guapo que hubiera visto nunca. Aunque luego pareció avergonzada, como si hubiera dicho algo que no debía. Seguramente porque el tío Connor no era mi padre, pensé. Además, mi tío era oficial de policía, un héroe. Cuando creciera, quería ser como él.

El tío Connor se incorporó.

—Voy a ver si tu madre está despierta. Quédate aquí, jugando con los G. I. Joe. Volveré dentro de un minuto, ¿vale?

—Vale. —Asentí con la cabeza. Me revolvió el pelo de nuevo y se dirigió hacia la escalera. Esperé unos minutos y luego lo seguí en silencio. Daba un paso y me detenía en cada escalón, agarrándome a la barandilla antes de seguir adelante. Sabía cómo pasar desapercibido en aquella casa. Era importante que supiera cómo hacerlo.

Cuando llegué a la parte superior de las escaleras, me detuve ante la puerta de la habitación de mamá, escuchando. Estaba solo un poco entreabierta, pero era suficiente.

—Estoy bien, Connor, de verdad —escuché que decía mamá con suavidad.

—No lo estás, Alyssa —susurró él, y su voz se quebró al final de una manera que me asustó—. ¡Dios! Quiero matarlo. Estoy harto de esto, Lys. Estoy harto de esta rutina de mártir. Es posible que pienses que te lo mereces, pero no es así, y tampoco se lo merece Archer —dijo, escupiendo las últimas palabras de una manera que supe que tenía los dientes apretados como hacía a veces. Por lo general, cuando mi padre estaba cerca.

Después, solo oí llorar a mamá durante unos minutos antes de que volviera a hablar mi tío. Esta vez su voz sonaba extraña, sin ninguna inflexión.

—¿Quieres saber dónde está ahora? Salió del bar y fue a casa de Patty Nelson. Ha estado tres veces en su remolque desde el domingo. Pasé por allí y los escuché desde el coche.

—¡Dios, Connor! —La voz de mamá sonaba ahogada—. ¿Es que quieres que me sienta todavía peor…?

—¡No! —rugió él—. No —repitió en voz más baja—. Trato de que comprendas que ya es suficiente. ¡Es suficiente! Si crees que tienes que pagar una penitencia, ya lo has hecho. ¿Es que no lo ves? Nunca has tenido razón en eso, pero si quieres seguir pensándolo, digamos que ya lo has hecho. Has pagado más que suficiente, Lys. Hace tiempo. Hemos pagado todos. ¡Dios! ¿Quieres que te diga lo que sentí cuando escuché los sonidos que salían de ese remolque? Quise entrar allí y partirle la cara por humillarte de esa manera, por faltarte al respeto. Y lo más jodido de todo es que me hace feliz que esté con otra mujer, con cualquiera que no seas tú, que te has metido bajo mi piel. Pero en cambio, me sentí enfermo. ¡Enfermo, Lys! No podía soportar que no te tratara bien, a pesar de que si lo hiciera bien contigo podría significar que yo te perdiera.

Hubo un silencio en el interior del dormitorio durante un par de minutos. Quise entrar a echar un vistazo, pero no lo hice. Solo se escuchaba el suave llanto de mamá y un ligero crujido.

Por fin, mi tío volvió a hablar, con la voz ahora tranquila y tierna.

—Deja que te lleve lejos de aquí, nena, por favor. Lys, deja que te proteja, que me ocupe de Archer, por favor. —Su voz parecía contener alguna clase de sentimiento al que no supe poner nombre. Suspiré. ¿De verdad quería llevarnos lejos de aquí?

—¿Y qué pasará con Tori? —preguntó mamá en voz baja.

El tío Connor tardó un par de segundos en responder.

—Le diré a Tori que me voy. De todas maneras tiene que intuirlo, hace años que no tenemos un matrimonio de verdad. Lo entenderá.

—No lo hará, Connor —dijo mi madre, con voz asustada—. No lo entenderá. Hará algo para vengarse de nosotros. Siempre me ha odiado.

—Alyssa, ya no somos niños. No se trata de envidia, ni de una estúpida competencia. Se trata de la vida real. De que te amo, y merecemos tener una vida juntos. Tú, yo y Archer.

—¿Y Travis? —preguntó ella en voz baja.

Hubo una pausa.

—Llegaré a un acuerdo con Tori —argumentó—. No te preocupes por eso.

Otro silencio más.

—Tu trabajo, el pueblo… —dijo mamá.

—Alyssa —intervino el tío Connor con suavidad—. Nada de eso me importa. Si no lo tengo, da igual. ¿Es que todavía no lo sabes? Dimitiré, venderé las tierras… Vamos a vivir la vida que nos merecemos, nena. A buscar un poco de felicidad. Lejos de aquí…, de este pueblo. En algún lugar que podamos llamar nuestro. Nena, ¿no te gustaría? Dime que sí…

Hubo más silencio, solo interrumpido por suaves sonidos, como si estuvieran besándose. Los había visto besarse antes, cuando mamá no sabía que los espiaba, como ahora. Sabía que estaba mal, que las mamás no debían besar a hombres que no eran sus maridos. Pero también sabía que los papás no debían regresar a casa borrachos todos los días y pegar a las mamás. O que las mujeres no debían mirar a sus cuñados con el cariño que mostraba mamá en la cara cuando el tío Connor se giraba hacia ella. Todo era tan confuso y estaba tan mezclado que no estaba seguro de cómo ordenarlo. Por eso me fijaba en ellos, tratando de entenderlos.

—Sí, Connor, llévanos lejos de aquí —cedió por fin mamá, después de lo que pareció un largo rato. Vámonos tú, yo y Archer. Busquemos un poco de felicidad. Es lo que quiero. Tú eres lo que quiero. Eres lo único que he querido siempre.

—Lys… Lys… Mi Lys… —escuché que respondía mi tío con la respiración entrecortada.

Me escabullí y volví a bajar las escaleras, deteniéndome en cada escalón, sin hacer ruido…, moviéndome en silencio.

 

2

Bree

 

Me colgué la mochila al hombro, cogí el trasportín de mi perrita del asiento trasero y cerré la puerta del coche. Me quedé quieta un minuto, escuchando el canto de los grillos que resonaba a mi alrededor, casi ahogando el suave silbido del viento en los árboles. Por encima de mí, el cielo era de un azul profundo, y se veía a lo lejos el reflejo brillante del agua del lago entre las casas que tenía delante. Entrecerré los ojos para estudiar el letrero que todavía permanecía pegado en la ventana, frente a mí, anunciando que la cabaña estaba en alquiler. Era antigua y parecía un poco descuidada, pero poseía un encanto especial que me atrajo de inmediato. Podía imaginarme sentada en el pequeño porche por las noches, viendo cómo los árboles que la rodeaban eran mecidos por la brisa mientras la luna se reflejaba en el lago, a mi espalda, con el aroma a pino y a agua flotando en el aire. Sonreí para mis adentros. Esperaba que el interior ofreciera también aquel encanto, o que al menos estuviera limpio.

—¿Qué te parece, Phoebs? —pregunté en voz baja.

Phoebe soltó un pequeño ladrido desde el trasportín.

—Sí, yo también lo creo —aseguré.

Un viejo sedán se detuvo junto a mi pequeño escarabajo Volkswagen, y el hombre maduro y calvo que salió del sedán se acercó a mí.

—¿Bree Prescott?

—La misma. —Sonreí y di un paso hacia él tendiéndole la mano—. Gracias por arreglarlo todo en tan poco tiempo, señor Connick.

—Por favor, llámame George —me invitó con una sonrisa al tiempo que avanzaba hacia la casa, levantando polvo y haciendo crujir a cada paso las agujas de pino caídas por el suelo—. No ha supuesto ningún problema. Ya me he jubilado, así que no es como si tuviera que cumplir un horario. Ha sido fácil.

Subimos los tres escalones de madera que conducían al porche mientras sacaba un manojo de llaves del bolsillo y se ponía a buscar la correcta.

—Vamos allá —me invitó, metiendo la llave en la cerradura y abriendo la puerta. Un leve olor a polvo y humedad me saludó en cuanto entramos. Miré a mi alrededor.

—Mi esposa viene tan a menudo como puede para limpiar lo básico, pero, como puedes ver, necesita una buena limpieza general. Norma ya no se mueve tan bien como antes, tiene artritis en la cadera. La casa lleva todo el verano vacía.

—No pasa nada. —Sonreí y dejé el trasportín de Phoebe junto a la puerta antes de avanzar hacia lo que parecía la cocina. El interior necesitaba algo más que una limpieza general básica, pero eso no impidió que me gustara. Era pintoresca y poseía mucho encanto. Cuando levanté las sábanas que cubrían los muebles vi que se trataba de elementos antiguos pero de buen gusto. Los suelos estaban formados por amplios tablones de madera de aspecto rústico, y el color de la pintura resultaba sutil y tranquilizador.

Los electrodomésticos no eran nuevos, pero tampoco precisaba más. No estaba segura de si querría volver a cocinar alguna vez.

—El dormitorio y el cuarto de baño están atrás —comentó el señor Connick.

—Me la quedo —lo interrumpí. Luego me reí y sacudí la cabeza—. Es decir, si todavía está disponible y llegamos a un acuerdo, me la quedo.

Él se rio entre dientes.

—Pues estupendo. Voy a buscar el contrato de alquiler al coche y podemos dejar resuelto el asunto. Están estipulados un par de meses de fianza, pero podemos hablarlo si supone un problema.

Dije que no con la cabeza.

—No, no es un problema. Me parece bien.

—De acuerdo. Vuelvo ahora mismo —indicó al tiempo que se dirigía hacia la puerta.

Mientras él estaba fuera, aproveché para recorrer el pasillo y echar un vistazo al dormitorio y al cuarto de baño. Los dos eran pequeños, pero, como había imaginado, servirían. Lo que más me llamó la atención fue el enorme ventanal que había en el dormitorio, con vistas al lago. No pude evitar una sonrisa cuando vi el pequeño muelle que se adentraba en el agua en calma y cristalina, que reflejaba de manera impresionante el intenso azul de la mañana.

Había dos barcos a lo lejos, apenas pequeños puntos en el horizonte.

De repente, mirando al agua, me embargó una extraña sensación. Tenía ganas de llorar, pero no de tristeza, sino de felicidad. Fue sentirla y desaparecer, dejándome con una extraña nostalgia que no fui capaz de explicar.

—Ya estoy aquí —dijo el señor Connick. Escuché que la puerta se abría y se cerraba y salí del dormitorio para firmar los papeles que me proporcionarían un espacio al que llamar hogar al menos durante los próximos meses. Aguardé contra toda esperanza que pudiera encontrar un poco de paz en aquel lugar.

 

Norma Connick había dejado en la casa todos los productos de limpieza, por lo que, después de haber arrastrado la maleta desde el coche al dormitorio, me puse a trabajar. Tres horas después, me aparté un mechón de pelo húmedo de los ojos y me incorporé para admirar mi trabajo. Los suelos de madera estaban brillantes, ya sin una mota de polvo, y había destapado los muebles y limpiado a fondo hasta el último rincón. En el armario del pasillo había encontrado ropa de cama y toallas, así que las puse a lavar en la lavadora que encontré junto a la cocina, las sequé en la secadora e hice la cama. Fregué también la cocina y el baño, y abrí todas las ventanas para dejar entrar la cálida brisa de verano que provenía del lago. No me había acostumbrado todavía a este lugar, pero por ahora me sentía satisfecha.

Saqué los pocos artículos de tocador que había metido en la maleta y los llevé al cuarto de baño antes de darme una larga ducha para lavar las horas de limpieza y viaje que llevaba encima. Había recorrido las dieciséis horas de trayecto que me separaban de mi ciudad natal en Ohio, Cincinnati, en dos intervalos de ocho horas, pasando la noche en un pequeño motel de carretera para llegar esta mañana. Me había detenido en una pequeña cafetería con Internet en Nueva York el día anterior para examinar online las propiedades en alquiler en la zona a la que me dirigía. El condado de Maine que había elegido como destino era muy popular para los turistas, así que después de más de una hora buscando algo a mi medida y cerca del lago, elegí un pequeño pueblo llamado Pelion.

Después de secarme, me puse unos pantalones cortos y una camiseta y cogí el móvil para llamar a mi mejor amiga, Natalie. Había intentado ponerse en contacto conmigo varias veces desde que le envié el mensaje diciéndole que me marchaba, y solo le había respondido con otro mensaje. Le debía una llamada.

—¿Bree? —respondió Nat, con sonido de voces al fondo.

—Hola, Nat, ¿te pillo en mal momento?

—Espera, que voy fuera. —Noté que cubría el teléfono con la mano y le decía algo a alguien antes de volver a responder—. No, no es un mal momento. Me moría por hablar contigo. Estoy almorzando con mi madre y mi tía, pero pueden esperar unos minutos. Estaba preocupada por ti —dijo en un tono algo acusador.

Suspiré.

—Lo sé. Lo siento. Estoy en Maine. —Le había dicho anteriormente a dónde me dirigía.

—Bree, has huido. ¡Dios! ¿Llegaste a hacer equipaje?

—Cogí un par de cosas. Lo necesario.

La escuché resoplar.

—Está bien. Bueno, ¿cuándo vas regresar a casa?

—No lo sé. He pensado quedarme por aquí un tiempo. De todas maneras, Nat, no te lo he mencionado, pero estoy quedándome sin dinero. Acabo de entregar una buena cantidad como fianza para un alquiler. Tengo que conseguir un trabajo durante al menos un par de meses y ahorrar lo suficiente para poder pagarme el regreso a casa y los gastos de unos cuantos meses.

Nat permaneció en silencio.

—No sabía que estabas en una situación tan apurada. Bree, cariño, tienes una titulación universitaria. Regresa a casa y utilízala. No es necesario que vivas como una especie de vagabunda en un pueblo donde no te conoce nadie. Te echo de menos. Avery y Jordan te echan de menos. Deja que los amigos que te queremos te ayudemos. Podemos enviarte dinero si así puedes volver a casa con más rapidez.

—No, no, Natalie. De verdad. Necesito un… poco de tiempo, ¿de acuerdo? Sé que me quieres…, yo también… —dije en bajito—. Yo también te quiero. Pero tengo que hacer esto.

Permaneció un par de segundos en silencio.

—¿Es por culpa de Jordan?

Me mordí el labio.

—No, no del todo. Es decir, quizá eso fue la gota que colmó el vaso, pero no estoy huyendo de Jordan. Quizá era lo último que necesitaba, ¿sabes?, y todo se convirtió en… demasiado.

—Oh, cielo, no es justo que una persona tenga que pasar por tanto… —añadió con la voz suave. Por fin suspiró—. En parte te envidio… ¿El viaje te ha ayudado? —Percibí una sonrisa en su voz.

Solté una risita.

—Quizá…, de alguna manera, sí. Para otras cosas, todavía no.

—Así que no han desaparecido todavía —comentó Natalie por lo bajo.

—No, Nat, todavía no. Pero me siento bien en este lugar. Te lo digo en serio. —Traté de imprimir firmeza a mi voz.

Nat permaneció otro momento en silencio.

—Cielo, no creo que sea cuestión del lugar.

—No es eso lo que quería decir. Intentaba decir que parece un buen lugar para escapar… ¡Oh, Dios! Tienes que irte. Te están esperando tu madre y tu tía. Hablaremos en otro momento.

—De acuerdo —convine, vacilante—. ¿Seguro que estás bien?

Hice una pausa. Nunca me sentía completamente segura. ¿Lo estaba ahora?

—Sí, esto es muy bonito. He alquilado una casita junto al lago. —Lancé un vistazo por la ventana que tenía a la espalda, recreándome de nuevo en la hermosa vista del agua.

—¿Puedo ir a visitarte?

Sonreí.

—Espera a que esté instalada. Quizá antes de que vuelva.

—Está bien. Te echo mucho de menos.

—Yo también te echo de menos. Te llamaré de nuevo muy pronto, ¿vale?

—Está bien. Adiós, cielo.

—Adiós, Nat.

Di por finalizada la llamada y me acerqué al ventanal. Después me sumergí en las sombras de mi nueva habitación y me metí en la cama recién hecha. Phoebe se instaló a mis pies. Me quedé dormida en el mismo momento en que mi cabeza tocó la almohada.

 

Me desperté con el sonido del canto de los pájaros y el murmullo lejano del agua contra la orilla. Me giré en la cama y miré el reloj. Eran las seis de la tarde. Me estiré y me senté, tratando de orientarme.

Me levanté, con Phoebe trotando detrás de mí, y me lavé los dientes en el minúsculo cuarto de baño. Después me estudié en el espejo. Las oscuras ojeras seguían allí, aunque resultaban menos pronunciadas después de cinco horas de sueño. Me pellizqué las mejillas para poner en ellas un poco de color y esbocé una enorme sonrisa fingida ante mi reflejo antes de sacudir la cabeza.

—Vas a estar bien, Bree —me dije a mí misma—. Eres fuerte y serás feliz de nuevo. ¿Lo has entendido? En este lugar hay algo bueno, ¿no lo notas? —Ladeé la cabeza y me observé en el espejo durante un minuto más. Era mucha la gente que conversaba con su reflejo en el baño, ¿verdad? Era algo normal. Respiré hondo y sacudí de nuevo la cabeza. Me lavé la cara después de recoger con rapidez mi largo cabello castaño claro, que aseguré de manera desordenada en la nuca.

Fui a la cocina y abrí el congelador, donde había dejado la comida precocinada que había metido en la nevera del coche. No había traído demasiados alimentos, solo lo que tenía en la nevera de casa, algunos platos para microondas, leche, mantequilla de cacahuete, pan y algo de fruta. También había incluido una bolsa de comida para Phoebs. Sería suficiente para un par de días, pero luego tendría que acudir a una tienda de comestibles.

Abrí un envase de pasta congelada para microondas y esperé sentada ante la encimera a que se hiciera. Me la comí con un tenedor de plástico mientras miraba por la ventana de la cocina. Vi a una anciana vestida de azul, con el pelo corto y canoso, salir de la casa contigua y recorrer el camino hasta mi porche con una cesta en las manos. Cuando llamó a la puerta, tiré la caja de cartón, ya vacía, a la basura y me acerqué a contestar.

Al abrir, la mujer me brindó una cálida sonrisa.

—Hola, querida, me llamo Anne Cabbott. Parece que eres mi nueva vecina. Bienvenida.

Le brindé una sonrisa y cogí la cesta que me ofrecía.

—Yo soy Bree Prescott. Gracias. ¡Qué bien huele! —exclamé cuando levanté una esquina del paño que cubría la cesta y flotó hasta mí el dulce olor a muffins de arándanos—. Parecen deliciosos. ¿Le apetece pasar?

—En realidad, venía a proponerte si te gustaría venir a compartir un vaso de té helado conmigo en mi porche. Acabo de prepararlo.

—Oh —dudé—. Claro, estupendo. Deme un segundo para coger unos zapatos.

Volví a la cocina, dejé los muffins en la mesa y me dirigí al dormitorio para ponerme unas sandalias.

Cuando regresé, Anne me esperaba en el porche.

—Hace una noche preciosa. Me gusta sentarme al aire libre por las tardes para disfrutar del clima. Dentro de nada estaré quejándome del frío que hace.

Caminamos hacia su casa.

—¿Vive aquí todo el año? —pregunté, mirándola de reojo.

Ella asintió.

—Casi todos los habitantes de esta orilla del lago somos residentes permanentes. A los turistas no les interesa este pueblo, solo aquella zona —indicó, señalando con la cabeza hacia el otro lado del lago, apenas visible en la distancia—. Es donde hay más atractivos turísticos. A los vecinos no les importa, aunque eso va a cambiar. La dueña del pueblo, Victoria Hale, planea un proyecto para expandir la zona y atraer a los turistas. —Suspiró mientras subíamos las escaleras de su porche y se sentó en una silla de mimbre. Yo me acomodé en un balancín para dos y me recosté en los cojines.

Su porche era hogareño y acogedor, lleno de muebles de mimbre blanco y cojines azules y amarillos. Había macetas con flores por todas partes, y las petunias caían en cascada por las barandillas.

—¿Qué opina usted sobre esa idea de atraer a más turistas?

Ella frunció el ceño.

—Oh, bueno… Me gusta la tranquilidad que respiramos en el pueblo. Prefiero que sigan yendo a la otra orilla… Tenemos algún transeúnte de vez en cuando, y eso es suficiente. Además, me gusta que el pueblo sea pequeño. Victoria quiere construir bloques de apartamentos, por lo que irán desapareciendo las cabañas junto al lago.

Fruncí el ceño.

—¡Oh, lo siento! —dije, al darme cuenta de que acabaría teniendo que mudarse.

Agitó la mano en un gesto de desdén.

—Yo estaré bien. Lo que más me preocupa son las empresas del pueblo que acabarán teniendo que cerrar debido a la expansión.

Asentí, todavía con el ceño fruncido. Permanecimos en silencio un rato después del cual dije:

—Estuve de vacaciones al otro lado del lago con mi familia cuando era niña.

Cogió la jarra de té que había sobre la mesita y vertió el líquido en dos vasos.

—¿De verdad? —preguntó mientras me ofrecía uno—. ¿Qué te ha traído ahora por aquí?

Tomé un sorbo de té con la idea de ganar un par de segundos.

—Me decidí a venir un tiempo porque fui muy feliz allí ese verano —expliqué, encogiéndome de hombros. Traté de sonreír, pero hablar de mi familia todavía me provocaba una opresión en el pecho. Forcé lo que esperaba que fuera una expresión agradable.

Me estudió durante un segundo mientras tomaba su té. Luego asintió.

—Bien, querida, creo que es un buen plan. Si este lugar te hizo sentir feliz antes, puede volver a traerte felicidad. Algunos lugares son adecuados para la gente, creo. —Me sonrió con calidez. No añadí que la otra razón por la que había venido era que fue el último lugar donde mi familia había sido realmente feliz y despreocupada. A mi madre le habían diagnosticado un cáncer de mama cuando regresamos de ese viaje. Murió seis meses después. A partir de entonces, mi padre y yo habíamos estado solos.

—¿Cuánto tiempo piensas quedarte? —me preguntó Anne, arrancándome de mis pensamientos.

—No estoy segura. En realidad no tengo marcado un itinerario. Sin embargo, voy a necesitar un empleo. ¿Conoce a alguien que solicite gente?

Anne dejó el vaso sobre la mesa.

—Pues sí. La cafetería de la ciudad precisa una camarera para las mañanas. Dan desayunos y almuerzos. Fui el otro día y había un cartel. La chica que trabajaba allí acaba de tener un bebé y ha decidido quedarse en casa para criarlo. El local está en la calle principal del pueblo, se llama Norm’s. No tiene pérdida. Es un lugar agradable y siempre está lleno. Diles que te envía Anne. —Me guiñó un ojo.

—Gracias —sonreí—. Lo haré.

Permanecimos sentadas en silencio durante un minuto, bebiendo el té y escuchando de fondo el sonido de los grillos y el zumbido de los mosquitos, que ocasionalmente se acercaban a mis orejas. Se escuchaban gritos lejanos de navegantes en el lago, seguramente recogiendo velas para dirigirse a tierra, y el suave ruido de las olas rompiendo en la orilla.

—Se está muy tranquilo aquí…

—Espero que no lo encuentres aburrido más adelante, querida, pero pareces necesitar una buena dosis de paz.

Dejé escapar un suspiro.

—Se le da bien leer a las personas —comenté—. Ha acertado bastante.

Ella se rio por lo bajo.

—Siempre he tenido don de gentes. Mi Bill solía decir que no podría ocultarme nada ni siquiera intentándolo. La vida, el amor y el tiempo también contaban. Acabas convirtiéndote en parte de otra persona, y no puedes esconderle nada de ti mismo. Aunque supongo que a algunos se les da mejor que a otros intentarlo.

La miré de lado.

—Lo siento. ¿Cuánto tiempo hace que falleció su marido?

—Oh, han pasado ya diez años. Sin embargo, sigo echándolo de menos. —La melancolía cubrió sus rasgos brevemente antes de que enderezara los hombros y señalara mi vaso con la cabeza—. Le gustaba añadir bourbon al té. Le ponía juguetón. A mí no me importaba. Lo mantenía contento, y a mí solo me llevaba un par de minutos tenerlo a punto.

Estaba en mitad de un sorbo y tuve que cubrirme la boca con la mano para no escupirlo. Después de tragar, me reí, y ella también.

Asentí con la cabeza un minuto después.

—Imagino que, en ese aspecto, los hombres son bastante simples.

Ella me sonrió.

—Algunas mujeres nos damos cuenta pronto, ¿verdad? ¿Te espera algún joven en casa?

Hice un gesto de negación.

—No. Tengo buenos amigos, pero nadie me espera en casa. —Cuando las palabras abandonaron mis labios, la verdadera naturaleza de mi soledad en el mundo fue como un puñetazo en el estómago. No era nuevo para mí y, sin embargo, decirlo en voz alta me hacía ser consciente de ello de una manera diferente. Vacié el vaso de té, tratando de tragarme la emoción que se había apoderado de mí repentinamente.

—Debería marcharme —dije—. Muchas gracias por el té y por la compañía. —Esbocé una sonrisa que ella me devolvió, y se puso en pie al mismo tiempo que yo.

—Ya sabes dónde estoy, Bree. Si necesitas algo, ven a verme.

—Gracias, Anne. Es usted muy amable. ¡Ah! Necesito ir al supermercado, ¿hay alguno en el pueblo?

—Sí. Haskell’s. Solo tienes que volver por donde has venido y lo verás a la izquierda. Justo antes del semáforo. No tiene pérdida.

—Muy bien…, gracias de nuevo —dije, bajando los escalones y haciéndole una pequeña reverencia.

Anne asintió, sonriendo, y me dijo adiós.

Mientras volvía a casa a través de mi propio jardín para coger el bolso, vi un solitario diente de león con todos sus pelillos. Me incliné y lo arranqué de la tierra para sostenerlo a la altura de mis labios. Cerré los ojos y recordé las palabras de Anne.

—Paz… —susurré un minuto después, antes de soplar y observar cómo la pelusa flotaba lejos de mi vista. Esperé que, de alguna forma, una de aquellas semillas llevara mi susurro a alguien capaz de conseguir que los deseos se hicieran realidad.

 

3

Bree

 

Estaba empezando a oscurecer cuando llegué al centro de Pelion. Parecía un lugar tranquilo, casi de postal antigua. La mayoría de las tiendas eran familiares o de un solo propietario, y había grandes árboles alineados en las amplias aceras, donde la gente todavía paseaba aquel fresco atardecer de finales de verano. Me encantaba esa hora del día. Había algo mágico en ella, poseía un toque de esperanza, algo que decía «No sabía si sería posible, pero ya se ha ido otro día, ¿verdad?».

Vi el letrero de Haskell’s y giré hacia el aparcamiento que había a la derecha.

Aunque todavía no me urgía hacer la compra, sí precisaba otros artículos de primera necesidad. Esa era la única razón que me había hecho salir de casa, porque, a pesar de haber dormido cinco horas, estaba cansada de nuevo y con ganas de instalarme en la cama con un buen libro.

No tardé ni diez minutos en salir de Haskell’s con mi compra y volver al coche. Ahora ya era noche cerrada; mientras estuve en el interior de la tienda se habían encendido las farolas, e iluminaban el aparcamiento. Cuando me bajé el bolso del hombro y cambié la bolsa de mano, el plástico se rasgó y se cayó todo al suelo de hormigón. Varios de los artículos rodaron lejos de mi alcance.

—¡Mierda! —maldije, agachándome para recogerlos. Abrí mi enorme bolso y metí el champú y el acondicionador que acababa de comprar. En ese momento vi que alguien se detenía a mi lado y me asusté. Alcé la vista justo cuando un hombre se agachaba, apoyando una rodilla en el suelo para recoger una caja de ibuprofeno que había quedado en su camino. Me quedé mirándolo. Era joven y tenía el pelo algo ondulado y de color castaño. Lo llevaba largo y descuidado, y su barba estaba más desaliñada todavía. Parecía guapo, pero era difícil asegurar cómo era su rostro bajo la larga barba y los mechones de pelo que le caían sobre la frente y las sienes. Llevaba unos vaqueros y una camiseta azul que se ceñía a su amplio pecho. Esta última había tenido algo escrito en la parte delantera en algún momento, pero ahora estaba tan descolorida y desgastada que no se podía leer.

Percibí todo eso durante los breves segundos que tardé en coger la caja de ibuprofeno de su mano extendida, y justo en ese instante nuestros ojos se encontraron y parecieron enredarse. Su mirada era profunda, y sus iris mostraban el mismo color que el whisky; unas largas pestañas oscuras enmarcaban sus ojos. «Unos ojos preciosos».

Mientras lo miraba, sentí como si algo vibrara entre nosotros, casi como si emanara de nuestros cuerpos e inundara el aire que nos rodeaba, casi como si pudiera rozar con los dedos algo tangible, algo suave y cálido. Fruncí el ceño confusa, pero incapaz de mirar hacia otro lado hasta que sus ojos se alejaron de los míos. ¿Quién era este hombre de aspecto tan extraño? ¿Por qué me había quedado congelada ante él? Sacudí la cabeza brevemente y me obligué a regresar a la realidad.

—Gracias —le dije, cogiendo la caja de su mano, que seguía extendida en el aire.

No me dijo nada, ni volvió a mirarme.

«¡Mierda!», repetí en silencio una vez más, al concentrar mi atención en los artículos esparcidos por el suelo.

Abrí mucho los ojos al ver que la caja de tampones se había abierto y que había varios esparcidos por el suelo. «¡Tierra, trágame!». Él recogió algunos y me los dio. Rápidamente los metí en el bolso al tiempo que lo miraba; él también me observaba, pero no había ninguna reacción en su rostro. Una vez más, sus ojos parecían distantes. Sentí que se me enrojecían las mejillas, y traté de iniciar una pequeña charla insustancial mientras me tendía el resto de los tampones, se los arrebataba y los echaba al bolso, conteniendo una risita histérica.

—¡Malditas bolsas de plástico! —jadeé, hablando con rapidez, para a continuación respirar hondo antes de continuar, un poco más lento—. No solo son malas para el medio ambiente, además son poco fiables. —El hombre me entregó una chocolatina de coco y almendras de la marca Almond Joy y un tampón, que dejé caer en el bolso abierto gimiendo para mis adentros—. He tratado de ser más responsable adquiriendo algunas bolsas reutilizables. Incluso compré algunas con unos motivos divertidos, ya sabes, lunares, líneas de colores… —Sacudí la cabeza, metiendo en el bolso el último tampón—, pero siempre me las dejo en el coche o en casa. —El hombre me puso en las manos otras dos chocolatinas—. Gracias —añadí—. Creo que con esas están todas.

Señalé con la mano las cuatro barritas que quedaban en el suelo y alcé la mirada hacia él, con las mejillas calientes.

—Estaban de oferta —expliqué—. No pensaba comérmelas de una sola vez ni nada. —No me miró, pero, cuando las recogió, hubiera jurado que percibí una leve contracción en su labio superior. Parpadeé y había desaparecido. Cuando me tendió las chocolatinas, lo observé con los ojos entrecerrados—. Me gusta tener chocolate en casa, ya sabes, por si tengo un capricho de vez en cuando. Todas estas me durarán por lo menos un par de meses. —Estaba mintiendo. Si acaso, me durarían un par de días. Incluso me comería alguna en el coche.

El hombre se puso de pie, y yo lo imité, colgándome el bolso del hombro.

—Bueno, gracias por la ayuda. Por rescatar… mis artículos personales, el chocolate, el coco y… las almendras. —Solté una risita un poco abochornada antes de hacer una mueca—. Ya sabes, lo que realmente me ayudaría sería que dijeras algo que impidiera que siguiera sintiéndome cortada… —Sonreí, pero me puse seria al instante cuando su expresión cambió y en sus ojos apareció una mirada neutra que sustituyó a otra más ardiente que juraría haber visto momentos antes.

Se dio la vuelta y empezó a alejarse.

—¡Oye, espera! —lo llamé, andando tras él. Sin embargo, me detuve al instante y observé con el ceño fruncido cómo su figura se hacía más pequeña al comenzar a trotar con gracia hacia la calle. Una extraña sensación de pérdida se apoderó de mí cuando cruzó y desapareció de mi vista.

Me metí en el coche y permanecí allí sentada, inmóvil, durante un par de minutos, preguntándome por aquel extraño encuentro. Cuando por fin encendí el motor, me di cuenta de que había algo en el parabrisas. Estaba a punto de salpicarlo con agua, pero me detuve y me incliné hacia delante para estudiar qué era con más atención. Un montón de semillas de diente de león estaban esparcidas por el cristal. De pronto, se levantó una ligera brisa que las capturó y las puso en movimiento, haciéndolas bailar delicadamente sobre mi parabrisas antes de alzar el vuelo, alejándolas de mí, en dirección al hombre que acababa de marcharse.

 

A la mañana siguiente me levanté de la cama en cuanto me desperté. Caminé entre las sombras de mi habitación y miré hacia el lago. El sol de la mañana se reflejaba en él, arrancando un cálido color dorado. Un pájaro de gran tamaño volaba sobre las aguas y solo se distinguía un barco cerca de la otra orilla. Sí, sin duda podría acostumbrarme a eso.

Phoebe saltó de la cama y se sentó junto a mis pies.

—¿Qué te parece, chica? —susurré.

Ella bostezó.

Respiré hondo y traté de concentrarme.

—Esta mañana no —musité—. Esta mañana estás bien. —Me dirigí lentamente a la ducha con idea de relajarme, y la esperanza floreció en mi pecho a cada paso. Pero cuando giré el grifo, el mundo parpadeó a mi alrededor y el sonido del agua se convirtió en el de la lluvia, golpeando el techo.

Me veo asaltada por el temor y me quedo paralizada en el momento en el que un fuerte trueno me golpea los oídos y la sensación de metal helado impacta en mi pecho desnudo. Me estremezco cuando la pistola alcanza uno de mis pezones, duro como un guijarro por el frío mientras las lágrimas corren con rapidez por mis mejillas. Dentro de mi cabeza suena el agudo chirrido de un tren deteniéndose en las vías metálicas. «¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!». Contengo la respiración, esperando a que el arma dispare, con el terror helado fluyendo por mis venas. Trato de pensar en mi padre, tendido sobre su propia sangre una habitación más allá, pero el miedo es tan fuerte que no puedo concentrarme en nada. Empiezo a temblar de manera incontrolada mientras la lluvia continua cayendo contra…

El sonido de la puerta de un coche, cerrándose en el exterior, me trajo de vuelta al presente. Seguía de pie junto a la ducha, con el agua corriendo hasta formar un charco en el suelo por donde estaba abierta la cortina. Una náusea subió por mi garganta, y me volví justo a tiempo de vomitar en el inodoro. Me senté y permanecí allí, jadeando y temblando, durante varios minutos. Las lágrimas volvieron a surgir, pero intenté contenerlas. Apreté los ojos con fuerza y conté hasta cien. Cuando llegué al final, respiré hondo y me puse en pie para coger una toalla y secar el charco cada vez mayor frente a la ducha.

Me desnudé y me coloqué bajo el chorro caliente. Incliné la cabeza hacia atrás y cerré los ojos, intentando relajarme y regresar al presente, intentando mantener el temblor bajo control.

—Estás bien…, estás bien…, estás bien… —canturreé, tragando cualquier emoción, cualquier atisbo de culpa, entre ligeros estremecimientos. Quería estar bien. Y sabía que llegaría a estarlo, pero siempre me llevaba un tiempo ignorar la sensación de estar allí de nuevo, en aquel lugar, en ese momento de terror y dolor absolutos. Solían pasar varias horas antes de que la tristeza me abandonara, y no lo hacía del todo.

Todas las mañanas venía ese flashback, y cada noche me volvía a sentir fuerte. Cada amanecer tenía la esperanza de que ese nuevo día sería el que me sentiría libre, el que no soportaría el dolor de estar encadenada al sufrimiento de aquella noche que había marcado un punto de inflexión en mi vida.

Salí de la ducha y me sequé. En cuanto me miré en el espejo, pensé que tenía mejor aspecto que el resto de mañanas. A pesar de que aquel flashback había vuelto a invadir mi mente, había dormido bien, algo que no había ocurrido durante los seis últimos meses, y percibí una sensación de satisfacción que relacioné al momento con el lago que veía desde la ventana. ¿Había algo más pacífico que el sonido del agua golpeando con suavidad en la arena? Estaba segura de que algo de eso se había filtrado en mi alma o, por lo menos, me había ayudado a conseguir ese sueño relajado que tanto necesitaba.

Volví al dormitorio y me puse unos pantalones cortos color caqui y una blusa negra con manga francesa. Estaba pensando en dirigirme a la cafetería que Anne me había mencionado, y quería mostrarme presentable… Ojalá estuviera vacante todavía aquel empleo. Comenzaba a faltarme dinero, y necesitaba tener un sueldo lo antes posible.

Me sequé el cabello boca abajo, y lo dejé suelto sobre la espalda antes de maquillarme lo mínimo. Me puse las sandalias negras y me dirigí a la puerta. El aire caliente de la mañana me acarició la piel cuando salí y cerré.

Diez minutos más tarde, aparcaba el escarabajo delante de Norm’s. Parecía la típica cafetería de pueblo. Estudié el interior a través del enorme ventanal y vi que estaba bastante llena para ser un lunes a las ocho de la mañana. El cartel en el que ofrecían empleo seguía allí pegado, ¡bien!

Abrí la puerta y me saludó el olor a café y beicon, y los sonidos de las conversaciones y las risas procedentes de los reservados y las mesas.

Me adentré en el local y vi un hueco ante el mostrador, junto a dos jovencitas con pantalones vaqueros recortados y tops escasos que, evidentemente, no se habían parado allí de camino a la oficina.

Cuando me senté en un taburete, de vinilo rojo, la chica que estaba a mi lado me miró sonriente.

—Buenos días —dije, también sonriendo.

—Buenos días —me respondió.

Cogí el menú, y la camarera, una mujer madura con el pelo corto y gris que estaba ante la ventana de comunicación con la cocina, me observó por encima del hombro.

—Enseguida estoy contigo, cariño. —Parecía agobiada mientras miraba la libreta donde anotaba los pedidos. El lugar no estaba lleno, pero se ocupaba sola de los clientes, y parecía tener problemas para atender a todo. A esas horas de la mañana, la gente siempre exigía rapidez para poder llegar a tiempo a sus trabajos.

—No tengo prisa —aseguré.

Se acercó a mí unos minutos más tarde, después de servir un par de pedidos.

—¿Café? —me preguntó con aire ausente.

—Por favor. Y, como te veo agobiada, voy a ponértelo fácil. El número tres tal cual viene.

—Dios te bendiga, cariño —se rio—. Debes de tener experiencia como camarera.

—Sí que la tengo. —Le di el menú, sonriente—. Y sé que no te pillo en buen momento, pero he visto el letrero pidiendo gente que tenéis pegado en el cristal.

—¿En serio? ¿Cuándo podrías empezar?

—En cuanto quieras. —Solté una risita—. Puedo volver más tarde para una prueba, o…

—No es necesario. Tienes experiencia como camarera, que es lo único que se precisa para el trabajo. Estás contratada. Firmaremos el contrato más tarde. Norm es mi marido, así que tengo autoridad para contratar a quien quiera —aseguró tendiéndome la mano—. Maggie Jansen.

Sonreí.

—Soy Bree Prescott. Gracias. ¡Muchas gracias!

—Eres tú la que acaba de alegrarme la mañana —explicó mientras llenaba varias tazas de café.

Bueno, sin duda era la entrevista más fácil que hubiera tenido nunca.

—¿Eres nueva en el pueblo? —preguntó la joven que tenía al lado.

Me giré hacia ella con una sonrisa.

—Sí. Ayer me instalé.

—¡Genial! Bienvenida a Pelion. Me llamo Melanie Scholl, y esta es mi hermana, Liza. —La chica sentada a su derecha se inclinó hacia delante y me tendió la mano.

—Un placer conocerte —aseguré al tiempo que se la estrechaba—. ¿Estáis de vacaciones por aquí? —me interesé al ver que por los tirantes de sus camisetas sobresalían los lazos de los bañadores.

—¡Oh, no! —se rio Melanie—. Trabajamos en la otra orilla. De socorristas, durante las dos próximas semanas, mientras haya turistas. Durante el invierno trabajamos en la pizzería de la familia.

Asentí con la cabeza antes de beber un sorbo de café. Pensé que debía de tener mi edad; Liza, sin embargo, parecía algo más joven. Su aspecto era parecido, con el pelo castaño rojizo y los mismos ojos grandes y azules.

—Si tienes alguna cuestión que podamos resolverte sobre el pueblo, no dudes en preguntarnos —se ofreció Liza—. Nos sabemos todos los asuntos sucios. —Me hizo un guiño—. Podemos indicarte también a qué chicos te conviene evitar. Los conocemos a todos, es lo bueno que tienen los pueblos pequeños.

Me reí.

—De acuerdo, lo tendré en cuenta. Me alegro de haberos conocido, chicas. —Me empezaba a girar hacia la barra cuando se me ocurrió algo—. Mmm…, la verdad es que sí tengo una pregunta sobre alguien. Ayer se me cayó la bolsa de la compra en el aparcamiento del supermercado, y un joven se detuvo a ayudarme. Alto, delgado, buena constitución, pero…, no sé…, no me dijo ni una palabra… Tiene una barba muy larga…

—Archer Hale —me interrumpió Melanie—. Sin embargo, me sorprende que se parara a ayudarte. No suele prestar atención a nadie. —Hizo una pausa—. En general, nadie le hace caso tampoco.

—Bueno, no sé si le quedó otra elección —confesé—. Mis compras se desparramaron literalmente ante sus pies.

Melanie encogió los hombros.

—Sigue siendo extraño que te ayudara. Créeme. De todas maneras, creo que está sordo…, por eso no habla. Tuvo un accidente cuando era niño. Nosotras teníamos solo cinco y seis años, respectivamente, cuando ocurrió, a las afueras de la ciudad, en la carretera. Sus padres aparecieron muertos, lo mismo que su tío, que era el jefe de la policía local. Imagino que fue entonces cuando debió de perder el oído. Vive al final de Briar Road; hasta hace un par de años vivía allí con su otro tío, hasta que este, que lo educó y le dio un hogar, murió, pero ahora vive solo. Ni siquiera pisaba el pueblo hasta que su tío falleció. Ahora lo vemos de vez en cuando, aunque no deja de ser un solitario.

—¡Dios! —exclamé, frunciendo el ceño—. Qué historia tan triste.

—Sí —intervino Liza—. ¿Te has fijado el cuerpazo que tiene? Está claro que es genético. Si no fuera tan asocial, iría a por él.

Melanie puso los ojos en blanco y yo me cubrí los labios con la mano para no escupir el café.

—Por favor, no mientas —intervino Melanie—, irías a por él de cualquier forma si se te pusiera a tiro.

Liza lo consideró durante un segundo y luego sacudió la cabeza.

—Dudo que sepa qué hacer con ese cuerpo que tiene. Una verdadera pena… —Melanie volvió a poner los ojos en blanco y luego alzó la mirada hacia el reloj que había en la pared, detrás de la barra.

—¡Oh, maldita sea! Como no nos vayamos ya, llegaremos tarde. —Sacó la cartera y llamó a Maggie—. Tenemos que marcharnos, Mags, te dejamos el dinero en el mostrador.

—Gracias, cariño —dijo Maggie, que se dirigía hacia las mesas con dos platos.