El perfil
del infinito

El perfil
del infinito

VÍCTOR SAN JUAN

A la memoria de María Sánchez Gámiz,

persona especial, artista y madre

1

SÁLVEOS DIOS

No os quepa duda, señores –dijo el suboficial, no sin cierto atrevido tono de jactancia, apretando su sombrero contra el cráneo para que la brisa marina no se lo arrancara–. Estos ojos han visto decenas ¡qué digo! cientos de días de mar, monótonos, vacíos y tan sólo soportables por los incesantes trabajos cotidianos de la nave y quehaceres que la navegación e intendencia imponen a cualquier marino; vulgares singladuras que jamás se parecen unas a otras, pero cuyas peculiaridades sólo son materia aprovechable para soñadores, cronistas, literatos e incluso poetas; nunca para hombres de acción como vos o un servidor, pues os tengo por espíritus inquietos, ávidos de emoción, avatares y aventuras que, al servicio de las naves del rey, tan poco suelen prodigarse y, cuando lo hacen, el permiso de la superioridad para solazarse en ellas es tan raro como perla de gran pureza rodando por el plan de la sentina o distinguida dama en el más mugriento tabernucho del Puerto de Santa María. También –continuó imparable, incorporándose ligeramente sobre el barandal del alcázar en el que estaba apoyado– he vivido aterradoras y extenuantes jornadas de temporal en alta mar, turbiones en puerto comprometiendo el fondeo del navío e incluso mareas al capricho surgiendo inesperadamente de lo más profundo de la noche para levantar la nave y descomponerla estrellándola contra la costa. Jornadas fatigosas, qué duda cabe, en las que el cansancio y malestar arremeten audaces empujándonos al borde del sufrimiento, prueba, es sabido, por la que todo hombre de mar ha de pasar mostrando la fibra de que está hecho para superarla o quedar por ella irreparablemente marcado.

Se produjo entonces un instante de silencio antes de que nuestro interlocutor, el suboficial, prosiguiera tomando nuevos bríos, en tono más inspirado:

—Pero hay otras, ninguna como ellas, en las que cielo y mar, el azar o la fortuna parecen estar de nuestra parte. Conste que no hablo de los días, es decir, las bonanzas diurnas, sino de las quietas noches de mar: noches de embrujo incierto en las que el navío parece deslizarse sobre un todo vacuo e inaprensible en el que se hubieran disuelto agua y aire, mientras las estrellas del firmamento, reflejándose, ocupan todo el espacio que abarca la visión, haciendo así parecer que la nave no surca el agua, sino que… vuela. El perfil del horizonte desaparecido ha ya largo rato tragado por el torbellino de inmensidad, y entonces, oh hado mágico, surgen los duendes a uno y otro lado, próximos a las amuradas o chapoteando por delante del tajamar.

—Seguramente se refiere usted a los delfines –interrumpió escéptico mi maestro y mentor, monsieur De Nemours, reprimiendo un esbozo de sardónica sonrisa en la comisura de la boca. Su mente de erudito ilustrado debía cuadrar con dificultad los alardes verbales del modesto suboficial de derrota, el señor Talayón, que pareció quedar frustrado y también arrepentido de haberse dejado llevar en la conversación trabada con los dos desconocidos súbditos franceses.

—Delfines, sí señor –corroboró no sin cierta incomodidad, trasluciendo sus palabras un despechado sentimiento de traición hacia nosotros–. O toninas tal vez, las cuales, apareciéndose de este modo, el alma llenan de asombro, encanto y admiración.

—Con poco parecéis conformaros –replicó mi maestro, desconsiderado, agregando a continuación–: Las maravillas naturales, descritas o no, de las tierras hacia las que nos dirigimos son de mucha mayor singularidad; por supuesto, ni que decir tiene, sin menosprecio de las expuestas por vos, pues es de común acuerdo que los cetáceos son, de entre el orden de los mamíferos, de los más vivaces y desenvueltos. Incluso podríamos decir que alegres y despreocupados, ¿no lo creéis así?

El suboficial Talayón contempló a monsieur De Nemours un instante como miran a veces los peninsulares, hostiles y de hito en hito, sopesando ceñudos si la otra parte ha hecho un comentario atinado o, sencillamente, pretendía tan sólo tomarles el pelo; puede que sea en estos momentos cuando la atávica condición de la mayor parte de ellos queda en evidencia sin que lo sepan. En cualquier caso, el ayudante de derrota del navío Europa de Su Majestad Católica era marino disciplinado y sometido a la autoridad del piloto mayor, el señor Arcos, del comandante Del Postigo y el brigadier general Álava –para nosotros comodoro– que estaba al frente de la expedición. Un desplante o un comentario sarcástico en una esquina del alcázar, donde nos encontrábamos, sólo redundaría en menoscabo de su reputación, pudiendo incluso ser reprendido. Con sensatez, Talayón optó por una discreta retirada, no sin antes despedirse educadamente. De Nemours tal vez lamentó haber herido la célebre susceptibilidad hispana, y yo también me apené de que recelara de nosotros un espíritu libre e ingenuo como aquel que el pilotín había demostrado con su conversación. Mi mentor y maestro zanjó el caso entornando los ojos como un comediante:

—Querido amigo Jacques, estos españoles…

Desistiendo de añadir nada más. De hecho, con tan pocas palabras no habría podido expresar mejor su resignación, la enojosa molestia con la que parecía sobrellevar verse obligado a compartir principios y su elevada visión mundana con gentes de tan baja alcurnia como el suboficial; Jean de Nemours seguramente habría zarpado gozoso a bordo de la expedición de Louis Antoine de Bouganville, incluso habría sido capaz de convivir con los topógrafos y botánicos de los buques de James Cook en sus célebres cruceros de 1768 a 1779 o compartido sin dudarlo las inmensas penalidades de la expedición del conde de La Pérouse en 1785 (del que, por cierto, nada se sabía desde 1790), aun a riesgo de verse incomprendido por unas autoridades desbordadas por los recientes y lamentables sucesos de la Revolución.

Sin embargo, ninguna de estas oportunidades había quedado a su alcance; como tantos otros hombres de ciencia, hubo de resignarse a la idea de una extensa pero rutinaria vida académica en la escuela de Ciencias Físicas de París, o en la ingente Sociedad Geográfica. Cinco años antes, no obstante, recibió el ofrecimiento de partir para el soñado viaje en una expedición española, la del capitán don Alejandro Malaspina; ¿fue su orgullo o tal vez fueron sus prejuicios los que le empujaron a rechazar esta nueva oportunidad? ¡Quién sabe! El señor De Nemours jamás había dicho nada a nadie al respecto. Hubo otros franceses, sin embargo, que aceptaron gustosos, como Luis Neé, que embarcó de botánico en la corbeta Atrevida. ¿Se reprocharía entonces mi amo y maestro su desafortunada decisión?

El caso es que rara vez las oportunidades se repiten; mas, en esta ocasión, sí lo hicieron. Con el Directorio asentando aún la Constitución de este mismo año, el ministro español Godoy había reiterado el ofrecimiento al gobierno francés: la escuadra de don Ignacio María de Álava se disponía a zarpar para las costas de Chile, y, entre las misiones asignadas, contaba la experimentación de un barómetro Dolland y un cronómetro o reloj Le Roy. ¿Estaría dispuesta la República a facilitar un técnico científico perito en el funcionamiento de ambos avanzados ingenios, con un ayudante a su disposición? Sospecho que a Jean de Nemours le atrajo más el viaje en sí que el propósito para él destinado; mas poco pareció importarle. «No quiso el joven vino bermejo que de él se sació de viejo», dice el refrán, y así el altivo científico que vio partir a Malaspina sin inmutarse se aferró ahora con desesperación al que pensó último clavo ardiente que Álava y sus barcos le ofrecían. En el puesto de ayudante, pupilo o criado es donde un servidor de ustedes vino a la crónica de esta historia increíble de ocho años que había de llevarnos por todos los mares del globo; de las que uno sabe cuándo y cómo empiezan, pero desconoce a dónde van a parar o irán a dar sus huesos, o si será capaz de rematarla con vida. Magallanes, Cook y, por lo que parece, La Pérouse, no consiguieron esto último. La vida de otros, sin duda alguna, será el precio que nuevas aventuras hayan de cobrar.

Con aire melancólico, mi maestro y mentor inició un corto paseo hacia el coronamiento del buque; su figura espigada pero recia, embutida en el sobrio levitón de viaje, aparecía coronada por la espléndida cabellera castaña, sin recoger en coleta como la de los marineros, dándole cierto aspecto de viejo y robusto árbol superviviente a los estragos de la edad. Nemours, a pesar de tener más de cuarenta años, conservaba una buena dentadura y sana cabellera, pareciendo muchas veces más joven de lo que era realmente; observaba lánguido la extensión de mar picada por la aleta de sotavento del Europa, que el navío iba allanando con su estela como una gran apisonadora, mientras el sol arrancaba brillos de las pequeñas crestas de las olas en las que algunos pájaros marinos buscaban afanosos el sustento.

La escena de navegación aquella tarde de primeros de diciembre en el Atlántico, entre las islas Canarias y cabo Verde, era pletórica y ensanchaba el alma; tras unas pocas semanas de navegación, la escuadra al fin parecía haber encontrado buen viento y horizontes claros. El viejo navío San Pedro Apóstol seguía nuestras aguas con firmeza y precisión, levantando blancas orlas de espuma en la roda mientras sus pardos velámenes se superponían, unos sobre otros, con sus pantallas tensas y turgentes al viento. Más allá, el modernísimo buque español Montañés, también de setenta y cuatro cañones como el Europa y el San Pedro, alzaba su negra sombra vertical arando la superficie de la mar; las fragatas Fama y Nuestra Señora del Pilar, de treinta y cuatro y cuarenta cañones respectivamente, solían adelantar a los navíos por las noches, trepando además a barlovento con mayor facilidad. Ahora se hallaban por el través de estribor, arrizando juanetes y gavias menores para las horas de oscuridad.

Contemplándole, razoné que la actitud irritada de mi maestro tal vez se debiera a los desagradables incidentes de las semanas anteriores. En efecto, no existe nada peor para un ánimo impaciente y excitado que las esperas interminables. «Estos españoles –me confiaba exasperado, con la congestión del mareo pintada en su rostro, mientras aguardábamos fondeados frente a los castillos de Cádiz– no conocen el significado de la palabra partir». ¿Habría pensado De Nemours que todo sería trepar a bordo del navío Europa de la Real Armada y emprender la travesía hacia tierras remotas? No fue así. Como suele ser común al final del otoño (según supe después) entraron vientos atemporalados de componente sur nada más quedar los buques fuera del puerto, manteniéndonos fondeados en la bahía durante casi una semana; de haber podido, mi maestro se habría subido por los mamparos. Cuando al fin la brisa del norte hizo posible y propicia la salida, Álava decidió mandar los botes a Cádiz para recoger los últimos equipajes; luego, cómo no, hubo que subirlos a bordo y estibarlos en forma conveniente para la navegación. Mi amo se tiraba de los pelos. Aún se permitió el comodoro remitir la fragata Pilar a la bocana del puerto de Cádiz en busca de la última correspondencia antes de darse a la vela, definitivamente, el día 29 de noviembre del año 1795 de nuestro Señor.

Por fin la escuadra en camino, para alivio de mi maestro y mentor, fuimos a topar con una escuadra inglesa que nos doblaba en número y fuerza, media docena de navíos de combate, tres de ellos de tres puentes. Álava demostró ser jefe decidido cuando, a pesar de que los británicos interceptaban nuestro rumbo, lo mantuvo inalterable, llegando casi a la voz con varios imponentes buques que para nosotros, los franceses, ya eran enemigos a muerte. Sin embargo, los españoles, desengañados de la alianza que les había unido en los más crudos momentos de la Revolución, aún no se habían implicado en esta nueva guerra (la sexta y última del siglo), mostrando hacia ellos circunspección extrema rayando en abierta antipatía; correspondieron los ingleses, salvo el último buque de la línea, que saludó tocando con su orquesta hasta que ambas líneas de navíos se alejaron y el sonido iba quedando extinguido entre las olas.

Recordando esto y otros recientes hechos, decidí, en un rapto poco meditado de buena intención, tratar de reconciliar al señor De Nemours con nuestros anfitriones. Sujetando con fuerza las solapas de mi capote de mar para protegerme del frío que el viento marino traía, avancé respetuosamente hacia donde él se hallaba; volvió la vista hacia mí, lo que aproveché para decirle:

—Pero monsieur ¿no creéis que los españoles hacen hermosos buques como este?

Sonrió no sin cierta condescendencia y, alisándose el turbulento cabello con la mano derecha, tomó su tiempo para responder:

—Ese que ahí ves, querido Jacques, el que llaman San Pedro, fue diseñado hace más de veinte años por un maestro francés de Tolón, monsieur François Gautier, discípulo de Pierre Bouguer. Bouguer ¿recuerdas?, profesor de grado superior en la Academia. Y los otros dos, este Europa y el Montañés, han sido concebidos por ingenieros españoles, de la Escuela de Ingenieros fundada en la Península por el propio Gautier. Así que ya lo ves: España presume de navegar desde el inicio de los tiempos, pero América la descubrió un italiano y otro la bautizó. También alardean los españoles de haber dado la primera vuelta al mundo, que promovió el portugués Magallanes. Hasta que Cook y Bouganville no viajaron al Pacífico hace poco más de un cuarto de siglo nadie sabía dónde se encontraban las islas que decían poseer, considerando suyo este inmenso océano. Hasta que reyes franceses no vinieron a robustecer la corona española jamás fueron capaces de emprender por sí solos grandes empresas; y hasta que Gautier no les indicó cómo se construía un moderno buque de setenta y cuatro cañones, hubieron de arriesgar sus vidas y bienes a bordo de los primitivos engendros que sus maestros de ribera eran capaces de echar a las aguas.

Había hablado mi maestro con un punto de voz más subido de lo normal, así que no tuvo nada de extraño que el oficial de guardia, teniente Novales, le escuchara, probablemente entendiendo algo de su francés. Inocencio Novales era un muchacho algo mayor que yo, al que confieso envidiaba sinceramente, pues en pocos años de vida y carrera había atesorado experiencias para llenar varios volúmenes y conocido tipos humanos que se demostrarían peculiares y sorprendentes. Se echó a la mar muy jovencito, impelido por las historias de su padre, don Manuel Novales, que fuera segundo oficial de la corbeta Descubierta del propio señor Malaspina en su famoso periplo transmundista, y, como guardiamarina, había corrido la mar en el navío San Eugenio en el 94, insignia de don Gabriel de Aristizábal cuando, el mencionado año, expulsaron a los nuestros de Haití tomando Guarico y Fuerte Delfín. El teniente Novales, como era lógico, no podía soportar lo que acababa de escuchar de mi amo, pero, amparándose tal vez en el escaso conocimiento de nuestro idioma para seguir el juicioso dictado de la prudencia, hizo, entre los suyos, como que no se había enterado, a pesar de que en sus ojos podía leerse lo contrario, y el ardor de sus años mozos le impelía a dar justa réplica al señor De Nemours. Fue tal vez para desagraviar al español que le inquirí a este:

—Disculpad, señoría, por la escasez de mis conocimientos en comparación a la vastedad de los vuestros, pero ¿no es cierto que nuestros reyes sólo ocupan el trono español apenas hace un siglo?

De Nemours me dio unas palmaditas en el hombro antes de responder cortésmente:

—Bien dices, querido Jacques, que es mucho más lo que desconoces que lo que sabes; algo normal a tu edad. Mas no debes preocuparte; se trata de enfermedad que tiene cura.

Adivinando mi consideración hacia Novales, o tal vez intimidado por la feroz mirada de este, me tomó del brazo y, mientras limpiaba su pipa de maíz sacudiéndola por encima de la batayola, guió nuestros pasos hacia la escala por la que se descendía al combés. Por ella abandonamos el alcázar, descubriéndose ante nuestros ojos la timonera, donde dos hercúleos marineros que manejaban la rueda y un pilotín nos miraron con no demasiada simpatía; así que seguimos hacia proa, cruzándonos con varias brigadas de gavieros y juaneteros que, supervisados por los contramaestres de guardia, se disponían a cargar velas en previsión de la noche, a pesar de que el viento había moderado con el declinar del día. Como habíamos aprendido los días de mar precedentes, en los buques españoles se prefería que un inesperado amaine enlenteciera la marcha nocturna a que una brusca e inesperada acometida eólica de madrugada sorprendiera al buque pasado de trapo. Según los oficiales españoles, en los navíos británicos –siempre pendientes de no perder un minuto– no se tenían estas consideraciones, y por ello no era raro que sus buques amanecieran con uno o varios mastelerillos abatidos, como frecuentemente les sucedía en el golfo de León, cuyo lecho marino, bromeaban, debía estar alfombrado de restos de arboladura ingleses. De Nemours, cómodamente instalado ahora junto al cabillero de la mesa de guarnición, rellenó su pipa e inició el ritual de prenderla. Satisfecho con la aspiración de las primeras caladas, exhaló una densa nube de humo antes de preguntar:

—¿Sabes quién fue Carlomagno?

Por descontado, respondí con vehemencia. Desde la escuela elemental cualquier francés sabe quién fue el rey de los francos, coronado emperador por el papa León III el día de Navidad del año 800. Imperturbable, mi maestro prosiguió su interrogatorio:

—¿Conoces o has oído hablar de las tierras de Borgoña, vecinas de la Ile de France y regadas por los cursos del Loira y el Saone, donde se hallan el Cote D´Or y el valle de este último, ricos en viñedos?

Quién no ha oído hablar de la Borgoña, me dije, y su capital, Dijon, de la que procedía una rama lejana de mi familia materna. De Nemours pareció sorprenderse al oírlo.

—Entonces –dijo enigmático– has de saber que tienes ilustres paisanos.

Antes de continuar, dio una intensa sorbida a su pipa y, arrebujándose mientras cruzaba los brazos, comentó con aire pedagógico:

—Mucho antes de ser proclamado emperador, en el año 771, Carlomagno se anexionó la Borgoña, donde vivían pueblos burgundios, germanos y romanos; tras la muerte del emperador, la Borgoña fue propiedad de diversos señores, hasta caer en el siglo XIV en manos de la familia Valois. Desde este feudo se podía competir por el trono de Francia; así lo hicieron Felipe el Atrevido, Juan Sin Miedo, Felipe el Bueno y Carlos el Temerario, que se dejó la vida en 1477 ante los muros de Nancy; entonces Luis XI la Araña, que se había refugiado en la corte borgoñona huyendo de su padre, se la anexionó, aunque tuvo que repartir territorio con Maximiliano de Austria, que se había casado con la hija del Temerario, María de Borgoña, y sería por su parte elegido emperador, es decir, rey de Romanos, en 1493.

—Disculpad, señoría –le dije, contrito–, pero me he perdido.

De Nemours hizo como que espantaba moscas con la mano.

—Lo importante, Jacques, es que te quedes con que, a finales del siglo XV, el emperador de Austria poseía partes de la Borgoña por herencia de su esposa. La parte más valiosa, y que, a su vez, heredarían sus hijos, era el Franco Condado. ¿Empiezas ahora a comprender?

—Creo que sí, maestro –mentí–, pero continuad, por favor.

—Has de saber que Maximiliano tuvo de María un príncipe espléndido, un verdadero buen mozo, el que llamaron Felipe el Hermoso. A su debido tiempo –principios del siglo XVI– casó con la princesa Juana de Castilla, hija primogénita y heredera de los Reyes Católicos de España; una España que emergía plena de promesas tras el descubrimiento de América por Cristóbal Colón, pocos años atrás.

—Mis disculpas, señoría –reiteré–, pero no entiendo dónde vamos a parar.

—Muy sencillo, jovencito –reprochó De Nemours levemente contrariado–, si reflexionas un poco sobre lo que te he dicho.

Me miró entonces, expectante.

—Felipe casó con Juana –aventuré.

—Eso es –animó mi maestro esperanzado–. ¿Nada más? –preguntó al fin. Ante mi silencio, no sin cierta contrariedad, argumentó–: ¿No ves que, a la muerte de Isabel la Católica, Juana fue reina de Castilla y, por lo tanto, también Felipe: Felipe I de España?

—¡Un rey francés! –comprendí al fin.

—Eso es –corroboró mi maestro e instructor, aliviado, añadiendo–: Y no fue el único.

Arqueó las cejas fumando ahora la pipa con fruición, no sin cierto aire misterioso. Al fin había conseguido interesarme por la historia de los reyes españoles. ¡Felipe de Anjou no había sido el primero procedente de Francia!

—Tampoco lo fue Felipe el Hermoso –dijo ahora De Nemours, repentinamente iluminado por el sol posándose sobre el horizonte, por el través de estribor del Europa–. ¡Qué bonito atardecer! –exclamó con tono alegre y enaltecedor, añadiendo–: Creo que mañana tendremos un día excelente camino del ecuador.

—¿Hubo más reyes franceses? –le pregunté, haciendo, como se suele hacer cuando uno es joven, y sabe que delante de sí habrá multitud de días, por lo que la belleza de un atardecer más carece de importancia. Pero las historias de mi maestro, sin embargo, me habían intrigado.

—Desde luego, desde luego –dijo De Nemours–. Lo que te he contado es sólo el principio.

—Continuad pues –le animé.

Pero lo que se escuchó, en aquel momento, no fue la voz de mi instructor, sino las campanadas que anunciaban el cambio de guardia a bordo del Europa; a lo lejos, como las de una remota iglesia, sonaron en la noche tropical los tañidos del San Pedro, e incluso parecía llegar hasta nosotros, débilmente, el sonido de las campanas de las fragatas. Noche de paz, pensé, tal vez inspirado por la proximidad de las fiestas navideñas. De Nemours, ahora curiosamente pacificado por la llegada de la oscuridad, acabó su pipa y se acercó a la borda para limpiarla; un tropel de marineros bajaban de la arboladura por los flechastes para desaparecer con el rumor de sus pies desnudos y ásperos por la escala del pozo del combés, urgidos sin duda alguna por la promesa de una suculenta pitanza. Por mi parte, esperaba con ansiedad otro tipo de alimento, el que habrían de proporcionarme los conocimientos de mi maestro, el señor De Nemours:

—Sigamos, pues, tal como pides, aunque espero que los señores oficiales no se molesten si llego tarde a la cena.

El señor De Nemours, teniendo en cuenta su rango de asesor científico y su cualificación, era admitido en la cámara de la oficialidad, bajo el salón principal del alcázar, donde tenía sus habitáculos el almirante o jefe de escuadra. Cuando este no estaba a bordo, ocupaba las dependencias el capitán del buque, pero, ahora, el comandante García del Postigo se veía obligado a compartir la camareta baja con sus oficiales… y el huésped francés. De esta suerte, cualquier tardanza, que con la oficialidad no tendría más importancia que la de un descuido –disculpable en un varón sabio y despistado como mi amo– se transformaba en un grosero desaire que, por alguna razón que ignoro, el señor De Nemours parecía siempre propicio a fomentar. Para mí, el hospedaje era mucho más incómodo y austero, el sollado de criados, pajes y camareros, muchos de ellos pilluelos ganapanes que invertían el día en estúpidas disputas y diatribas por fútiles motivos; la comida no era buena (ingeríamos fundamentalmente sobras procedentes de las cubiertas superiores, aderezadas con «menestra» –que es como los españoles conocen al arroz, las habas y los garbanzos– algo de galleta, sardina salada y, los días especiales como el domingo, tocino con pan). Mas no podíamos quejarnos, pues, al decir de todos, peor se comía en el resto del sollado y en ambas baterías, pues el aprovisionamiento de los buques para la expedición había estado lejos de ser perfecto los últimos días en Cádiz. Así que toda la marinería, como los criados y pajes con los que compartía alojamiento, soñaban con los frutos tropicales de las selvas brasileñas, el sabroso aroma de la ganadería de las pampas o la frescura y sustanciosidad del pescado obtenido frente al cabo San Antonio, Maldonado o Bahía Blanca. Por lo demás, permanecer en guardia ante bromas pesadas, desafueros y malas intenciones de mis compañeros de catre acabó por ser reflejo que, cuando acababa por despertar mi mal humor, volvía a los agresores en dianas y víctimas propiciatorias ya que a casi todos superaba en edad, habiendo rebasado la adolescencia cuando ellos apenas estaban internándose en ella y el bozo no había dado aún señales de querer aparecer sobre sus labios y mejillas.

—Felipe el Hermoso, borgoñón hasta la médula como vástago de borgoñona –inició su discurso mi maestro, inspirado– llegó a España para hacerse cargo de la corona de Castilla, vacante por el fallecimiento de su suegra Isabel desde 1506. Le acompañaba la absorbente reina Juana, con un niño de apenas seis años, venido al mundo en Gante con el alborear del siglo; la reina tuvo necesidad y, estando en el excusado, se alivió de este hijo, destinado a ser rey del mundo.

—Perdón, señoría –interrumpí– habéis dicho…

—Que vino al mundo en la letrina, sí; o en lo que más se le pareciera en palacio, que poco importa, pues lo importante, querido Jacques, es la lección de humildad, esto es, que varón que tan alto había de llegar iniciara su andadura tan bajo.

—Cierto es –reconocí impresionado.

—Este sería el gran rey, segundo monarca francés de la época y borgoñón, de España e Indias, don Carlos I. Pero antes te he de contar la breve historia de su padre Felipe.

—Primer rey –afirmé.

—¡No! –negó él–. Aún no. Restaba aún, vivo y coleando, el abuelo de Carlos, tal vez el mejor y más astuto monarca que haya tenido jamás algún país (o así lo entendió Maquiavelo, que escribió, inspirándose en él, el celebrado texto de El Príncipe), Fernando de Aragón, marido de la difunta Isabel, padre de la impulsiva Juana y suegro, por lo tanto, de Felipe el Hermoso. Inteligente, e indeciso, Felipe nunca supo por dónde andaba el viejo zorro de Fernando; este nunca estorbó al Hermoso ni a su hija, pero tampoco los dejó hacer, manteniéndose siempre atento pero en la sombra, en un discreto segundo plano. Así pudo ver cómo Felipe, desengañado de su esposa –la reina Juana era vehemente en exceso, celosa como villana e indecorosa, hasta el punto de que se llegó a dudar de su cordura– iba de banquete en banquete y de dama en dama, así que, según los que le acompañaban: «así va todo como va». Puso en puestos principales a sus amigos y cortesanos neerlandeses y borgoñones, lo que, como cabía esperar, desengañó por completo a sus súbditos, los atávicos castellanos. Quédate con este hecho, Jacques, pues, como si la vida se repitiera periódicamente –lo hace a veces– Carlos, su hijo, repetiría casi exactamente esta ejecutoria diez años después.

—Pero ¿qué había sido de Felipe y Juana?

El rostro de mi maestro tomó entonces un gesto de resignada fatalidad. La noche nos había envuelto en la oscuridad en un plazo que se me antojó muy breve. Las potentes bujías de las lámparas del Europa, brillando en los compartimentos, los lujosos salones del alcázar, el cuarto de derrota, la timonera y el pozo del combés, anulaban casi cualquier posibilidad de visión del exterior; a pesar de todo, como la noche no era lóbrega, podían distinguirse a lo lejos las luminarias de los otros buques, que nos hacían sentir acompañados. La noche, afortunadamente, daba la impresión de ser tranquila.

—No tuvieron suerte –afirmó De Nemours, chasqueando la lengua–. Después de muchos desmanes, tal vez a causa de ellos, Felipe el Hermoso murió un año después de llegar a España. Juana, desesperada, instintivamente acentuó su desequilibrio, lo que llevó a apartarla por considerar que había perdido la razón. El viejo zorro Fernando siguió en el trono hasta su muerte, en 1516, dejando la regencia a un cardenal, que llamó a Carlos, y su hermano Fernando, para ocupar el trono.

—Entonces…

—Se repitió la función, tal como te dije antes, Jacques. Con apenas diecisiete años, Carlos I de España desembarcó en una aldea asturiana, arropado por su séquito, entre los que estaba su preceptor, Adriano de Utrecht (designado por su abuelo paterno, el emperador Maximiliano) y Guillermo de Croy, señor de Chièvres, al que hizo famoso un dicho que le retrata por completo: «Sálveos Dios, ducado de a dos, que monsieur de Xevres se topó con vos». ¿Lo entiendes? Le hablan a la moneda, advirtiéndole de que evite un encuentro con este cortesano y colaborador de Carlos.

Reímos ambos con ganas.

—Sálveos Dios –dije maravillado.

—Sálveos Dios –me respondió mi maestro divertido.

—Sálveos Dios –nos pareció a ambos escuchar. ¿Sería el eco?

—Carlos –dijo el señor De Nemours para terminar– visitó a su madre en Tordesillas, tomó las riendas del reino en Valladolid y luego viajó a Barcelona, para tratar de hacerse con el título de emperador que acababa de dejar vacante Maximiliano por defunción. Lo compró con la ayuda del banquero Fugger. Pero ya antes, en 1518, había firmado, casi desde la cima de medio mundo, las capitulaciones para descubrir el otro medio.

—¿Cómo fue ese prodigio, señoría?

Mi maestro parecía cansado; viendo que el mayordomo del comandante García del Postigo se aproximaba en la oscuridad, me dijo:

—Creo que tendrá que esperar para otro momento, querido Jacques.

—¡Por el amor de Dios! –rogó el mayordomo apurado– tengo que rogaros, monsieur De Nemours, que acudáis a ocupar vuestro puesto en la camareta, pues la cena está servida, y el comandante echa chispas; sabéis que no le gusta esperar.

Mi maestro sonrió sardónico, pero sus palabras no acompañaron su actitud:

—Ofrecedle mis más sentidas disculpas. Iré inmediatamente.

Haciendo una expresión resignada, que quería decir «hasta mañana», mi amo se despidió siguiendo los pasos del mayordomo. Pero, antes, exclamó al cielo:

—Y era francés.

Dejándome luego solo en la oscuridad de la cubierta. Como no sentía grandes ganas de comer, y la perspectiva de lo que me esperaba en el sollado tampoco era de mi agrado en exceso, decidí prorrogar mi estancia en cubierta; no era una buena decisión. Las noches de mar, aun tropicales, son frías, mucho más para el que las vela quieto, sin realizar ejercicio o tarea alguna. El sollado, aun maloliente e incómodo el camastro de paja lleno de piojos, con el ambiente amenizado por los ronquidos de algún compañero, acaba siendo siempre, por difícil que resulte creerlo, la mejor solución. No obstante, había algo en la noche, la paz de una navegación estable, el tibio céfiro que acariciaba el rostro, o puede que el inusual silencio imperante en la cubierta –¿sugeriría algún misterio?– que tentaba a permanecer recapacitando en silencio sobre todo lo que mi maestro había contado. ¡Cuán profundos eran sus conocimientos! me dije una vez más, extasiado.

Volví a la realidad. ¿Me engañarían mis oídos? Pardiez ¿no estaba escuchando algo parecido a la respiración de un animal, puede que un dragón surgido del fuego del averno? Ansioso, inquieto, con estrépito, aquel jadeo perentorio acabó por envolverme haciéndome sentir un brusco arrebato de pánico. Al fin, el monstruo salió de las tinieblas, como no podía ser de otra manera: un enorme perrazo de aguas negro como el betún corría solo y a su antojo por cubierta, deteniéndose ante mi persona para olfatearla a conciencia; satisfecho, al parecer, con el examen, lamió luego con franqueza y fruición mi mano diestra, que no me atrevía a retirar. Fue entonces cuando escuché la llamada:

—¡Tiba! ¡Tiba! –llamó una voz desde el pozo del combés. Emergió entonces de aquel lugar el más peculiar individuo que había visto yo hasta entonces; peculiaridades, no es menos cierto, en las que los tipos españoles resultan maestros consumados, como si para cada uno de ellos, esfuerzo infinito, se hubiera roto el molde del anterior y construido otro. Describiré como pueda al inquisidor del can: la su cabeza era redonda, y enorme, efecto incrementado por una cabellera salvaje e inabordable para el peine, radialmente expandida y de color indefinido entre el ceniza, castaño y cano; la nariz, como el codaste de un barco, no parecía sino esperar la pala del timón y sus machos, para los que tenía sendos agujeros, a fin de contar con algo que pudiera dar rumbo y derrota a aquella figura por lo demás enjuta, balbuceante y desabrida, que avanzaba dando tumbos aparentando ir a chocar o caerse contra algo. Cuando estuvo algo más cerca, aprecié que su cuerpo y vergüenzas estaban cubiertas tan sólo con harapos, de los que emergían mugrientos manos y pies, cual sarmientos de un ramillete de hinojos. Pero lo más impresionante eran sus ojos, cuencas inmensas y cadavéricas rellenas de globos oculares estremecedoramente blancos que parecían ir a desprenderse de su lugar cayéndose por falta de sujeción. Aquellas esferas brillantes y espeluznantes movíanse al compás como parejas de baile al son de las diminutas pupilas, capaces, no obstante, de clavar y taladrar a quien pudieran dirigirse.

—Monseñor –dijo el individuo con voz exageradamente sumisa; luego me enteré que confundía el cargo eclesiástico con el monsieur francés–. ¿No habrá visto vuecencia a un perro por estas partes? ¡Tiba! –rugió, como si no pudiera haber en el mundo cosa más lógica que ese nombre. Le respondí algo intimidado, en mi idioma:

—No le comprendo, señor.

—¿Comprar pan, monseñor? Y ¿pa qué quiere un gabacho comprar pan aquí, si los españoles se lo regalan? ¡Ay, bribón! –gritó luego, dando un manotazo que habría partido una nuez sobre la cabeza en concha del perro–. ¡Con que aquí estabas! Molestando al monseñor.

El perrazo se deshizo en baberío, fiestas a su dueño y contundentes golpes de rabo, que, como un plumero, dispensaba a diestro y siniestro, completamente al azar. Comprendiendo al fin que estaba viéndome acosado por las aparatosas demostraciones caninas, agarró al animal del collar –un pedazo de maroma, si mal no recuerdo– y lo condujo diestro a la escala del pozo, por donde su sombra oscura y peluda desapareció. Deshecho de él, el individuo harapiento tomó ciertos y artificiosos aires de respetabilidad, moderó el tono de su lengua, y, afrontándome, dijo:

—Monseñor de la Francia, joven gentile, permitid ante todo que me represente: mi nombre es Munificio, Antón Munificio, y soy en este barco Europa de la Real Armada de nuestro buen rey Carlos, y el malo y sinvergüenza de Godoy, Príncipe de las Tinieblas, uno de los más respetados suboficiales.

Procuré responder con educación:

—Mi nombre, caballero, es Jacques Pirou, y soy ayudante del señor científico del navío, monsieur Jean de Nemours.

—¿El mago? –inquirió Munificio, complacido, intuyo que por el trato de «caballero», que mi audacia juvenil le había otorgado sin ser tal vez digno de él. Abrió los ojos saltones, y su blanco resaltó hasta el punto que llegué a alarmarme. Había llamado mago, magicien, al señor De Nemours; en efecto, algo así me había parecido escuchar entre rumores de sollado.

—Sí, señor Munific –reconocí, pues no había entendido bien su apellido; a él no pareció desagradarle, aunque hube de aclarar:

—Pero el señor De Nemours no es mago, sino un ilustre científico.

—¿Cómo?

Savant. Un sabio

—¡Ah! –corroboró entrecerrando cómplice los párpados–. Pero un sabio, monseñor ¿no es un mago?

—Puede que sí, aunque no todos los magos son sabios.

Quedó divertido por mi ingeniosa respuesta, tal vez buscando en su magín un nuevo juego de palabras con el que responder. La prospección debió obtener nulos resultados, pues se tomó largo rato, y, al fin, cómplice, se me acercó precedido de una espantosa vaharada de olor a pescado, sudor y brea.

—Vuestro amo –inquirió–, ¿tiene poderes?

Había hecho esta pregunta confidencialmente, un ojo muy abierto y el otro entrecerrado, mientras posaba un mugriento dedo sobre el tajo devastado del labio, forrado de infinitas cárcavas como el terraplén de un camino:

—¿Poderes? –inquirí.

—¿Puede volar, por ejemplo?

—Oh, no –le respondí y pareció aliviado. Entonces, armándose de coraje, se atrevió por fin a preguntar lo que intuí motivo de nuestra breve conversación:

—Dicen que puede adivinar el tiempo.

Quedando luego a la espera de ver cómo reaccionaba.

—Bueno, es cierto –reconocí—, pero no lo hace por poderes, sino con un aparato.

La existencia de un instrumento al efecto pareció despertar súbitamente su atención; sus ojos volvieron a abrirse como dos ventanas.

—¿Un aparato?¿Existe tal ingenio?

—Oh, sí. Se llama barómetro.

Presa del interés, prosiguió con ansiedad:

—Decidme ¿conocéis el principio de semejante artefacto?

—Sí señor –respondí–, sencillamente, la diferencia de presiones.

—Así que la diferencia de presiones –dijo moviendo la cabeza con aire afirmativo y de haber comprendido, aun cuando fuera evidente lo contrario. Se hacía tarde, y pronto debería retirarme si no quería buscar un disgusto en el sollado; traté de hacérselo saber:

—Está bien, está bien, monseñor –dijo con amabilidad–, pero habéis de saber que un personaje culto y de grandes conocimientos como vos podría combatir el aburrimiento y la soledad ocasional en círculos y reuniones de personas ilustres que viajan a bordo de este barco.

Creí ingenuamente en su palabra:

—¿Existen tales reuniones?

—Oh, sí, señor –respondió sin duda contento de ver su cebo premiado con una hermosa pieza–, pero habéis de guardarme secreto y confidencia respecto a vuestro maestro y los señores oficiales.

Picado por la curiosidad de tales reuniones secretas, le aseguré que mis labios estaban sellados al efecto.

—No dudo de vuestra palabra, monseñor –dijo– y de que la cumpliréis fielmente. Las reuniones son en el castillo de proa, a la sombra del trinquete, sobre las cinco de la mañana, todos los días salvo vísperas y fiestas de guardar. Estaremos muy gustosos de contar con vuestra presencia.

Halagado con tales consideraciones, le aseguré que acudiría. Entonces, el estrafalario personaje se despidió con una cómica reverencia, confirmando en su saludo lo que yo ya sospechaba, antes de desaparecer por el pozo del combés.

A deu, adiós, monseñor. Que tengáis una buena noche. ¡Sálveos Dios!

El muy granuja había estado escuchando.