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El último explorador

Diez aventuras inéditas

Alberto Chimal


Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 2012
Primera reimpresión, 2012
Primera edición electrónica, 2013

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Acerca del autor


ImageAlberto Chimal (Toluca, Estado de México, 1970) es maestro en literatura comparada por la UNAM. Ha ganado el Premio de Cuento Benemérito de América y el Premio Nacional de Cuento que otorga el INBA. Entre sus obras destacan Gente del mundo (1998), Grey (2006), la novela Los esclavos (2009) y los libros de cuentos El viajero del tiempo (2011) y Siete (2012), antología de su obra breve publicada en España. Es considerado uno de los mejores escritores de su generación.

ÍNDICE

I. LAS AVENTURAS

Las ciudades se levantan

Cómo vio la luz

Polo

León

Hoteles

La concurrencia

Los trabajos y los días

Así perdura la Atlántida

Nos

II. LOS ENEMIGOS

Adiós

El asombro

El segundo intento

La confusión

El primer intento

El tercer intento

Hola

A Raquel,
la que sí y la que siempre

I. LAS AVENTURAS

¿Había acaso un pionero más audaz que pudiera ir allí, hacha en mano, a desmontar aquellas umbrosas espesuras?

JULIO VERNE

Y escuché y vi cosas tan horrendas que los vagabundos de la Tierra fría nunca las han conocido.

WILLIAM BLAKE

Las ojeadas meramente superficiales que pude echarle no me dijeron nada en absoluto.

AUGUST DERLETH

¿A quién le va a creer usted, a mí o a sus propios ojos?

CAPITÁN JEFFREY T. SPAULDING

Las ciudades se levantan

Horacio Kustos encontró a Antón Vodia, creador de la teoría y la práctica de las anástrofes, no sin sorpresa: estaba en su casa (en la de Vodia), entre una fábrica de jabón y un terreno baldío, en un barrio a medio vaciar de Chicago. La puerta de entrada estaba abierta. Vodia se levantó, para saludarlo, del sillón en el que estaba sentado. Su voz era suave. Se notaba que nunca había sido delgado pero tampoco terminaba de ser redondo. Tenía poco pelo en la cabeza y su barba era rala y con muchos huecos. La camisa de manta que llevaba le quedaba pequeña.

Kustos temió que hubiese habido un error, pero Vodia le expuso los conceptos básicos de su trabajo y le anunció que llegaba a tiempo para ver una demostración.

—¿Cuándo será?

—Yo creo que ya —dijo Vodia, y la tierra comenzó a temblar y los dos salieron deprisa, justo en el momento en que dos altísimas torres (aunque de arquitectura menos bella que espectacular) brotaban del baldío y se elevaban a gran velocidad, entre nubes de polvo y un estruendo como címbalos y trompetas.

—Esta taumaturgia —explicó Vodia— usa un principio… no muy complicado, debo reconocer, vea qué fácil salió esto, para volver a levantar edificios que se han venido abajo, como en este caso, o anular los efectos nocivos de un rayo que le ha caído a alguien, o… Tal vez anástrofe no sea la palabra más adecuada… es un poco pretenciosa… Lo opuesto de catástrofe, ya sabe…

Los edificios, ya completamente fuera del suelo, venían llenos: se escuchaban gritos desde el interior, y la mayoría (pensó Kustos) eran de júbilo.

—Así que si usted necesita que arregle algo, sólo dígame. Se puede hacer fácil. Que deje de haber pasado, que despase, como quiera decirlo…

Kustos no respondió de inmediato. Él y Vodia se acercaron a los dos edificios y pudieron ver a las primeras personas que se animaban a salir de ellos. Casi todas iban de oficinistas, con trajes severos y camisas (los hombres) o blusas blancas (las mujeres). Y muchas, en efecto, parecían de lo más alegre, y miraban el barrio desastrado y la tierra contaminada como si fueran el paraíso terrenal, pero otras tenían caras largas o de franco disgusto. Varios lloraban y uno se puso a patear la fachada del edificio.

—Me perdí el juego —decían los inconformes—. Y tenía un palco.

—Me perdí el baile.

—Yo tenía acciones de la aerolínea y no las pude vender.

—Yo había apostado por el equipo que ganó.

—¡Yo esperé años a que estrenaran esa película!

—¡Yo le dije que no se endeudara y en cuanto ya no estuve allí, él hizo lo que quiso!

—¡Yo no tendría que haber venido a las torres!

—¡Yo estaba de vacaciones solamente!

—¡Y ni siquiera estamos en la misma ciudad!

—¿Sabe usted qué es pasar tantos años mirando nada más, viendo todo de lejos, sin poder comunicarse, sin poder pedir una pizza, sin poder salir?

—¿Sabe qué es ver —le dijo uno a Kustos, tomándolo de la camisa no sin cierta violencia— cómo la mujer lo olvida, se casa con otro y le va mejor de lo que le fue con uno?

—¿Saben que el hippie ese fue el que nos trajo de vuelta? —dijo otro, con la peor intención, señalando a Antón Vodia con el dedo.

La cosa no pasó a mayores y Vodia pudo huir —fue justo antes de que empezaran a llegar la policía y las unidades móviles de la televisión— porque la anástrofe no estaba completa: cuando la turba se apartaba del resto de los retornados y se iba a echar sobre Vodia, y sobre Kustos, para lincharlos, fue el nuevo estruendo como címbalos y trompetas, y fueron de hecho dos estruendos, y allá arriba los dos edificios (sin que se dañara su brillante superficie) vomitaron cada uno su avión, y ambos aviones se alejaron volando para atrás algunos centenares de metros y luego bajaron despacio, como la proverbial hoja de otoño, hasta quedar en el suelo, intactos y limpísimos y (así dijeron los reportes) sin una gota de combustible en sus tanques.

Mucho después, Kustos acompañó a Vodia a la estación del tren en Novosíbirsk y lo vio subir en el expreso que lo llevaría hasta Mongolia. En aquel par de meses, además de cruzar medio mundo, Vodia había adelgazado (por primera vez en su vida), se había habituado a usar traje y se había afeitado la cara y la cabeza; sin embargo, cuando estaba a punto de subir al vagón (de “desaparecer para siempre”), todavía se volvió y preguntó a Kustos:

—¿Realmente cree que había personas enojadas también en los aviones?

Cómo vio la luz

1

CUERPO DE FLACO, RALA BARBA NEGRA,
OJOS BIEN SEPARADOS EN LA CARA,
MANOS MUY GRANDES Y RODILLAS GRUESAS,
NARIZ QUE NO TERMINA DE APUNTAR
DERECHA HACIA DELANTE
; BIEN PLANTADO,
TIENE VOZ AGUERRIDA, LA PACIENCIA
BREVE
, LOS OJOS DE UN SOSIEGO IGUAL
A LA VELOCIDAD DE SUS DOS PIERNAS
.
GRAN ENEMIGO DE LOS MAPAS, SIEMPRE
SEDIENTO DE SABER
, PUEDE CONTAR
HISTORIAS ESPANTABLES E INAUDITAS
.
AQUÍ ESTÁ YA DESCRITO

2

—No me diga, no me diga; lo que le cuento le suena demasiado raro.

… Y aquí está: Horacio Kustos, el aventurero que tuvo el infortunio de nacer tarde en los siglos. De venir del tiempo de Polo el de la China, Magallanes o sus otros iguales (sus adláteres de libro de aventuras, inclusive), tendríamoslo ahora por viajero valiente, prodigioso explorador, y sus descubrimientos no serían menos rememorados que los de otros héroes del mar o la curiosidad.

(¡Y sus historias! Llenas de prodigios, prueba de muchos años de viajar de polo a polo y a los otros polos y a toda longitud y latitud del mundo, no serían nada menos que las de aquellos grandes del pasado…)

Tal como están las cosas, sin embargo, y en este tiempo hastiado y aburrido, le cuesta hallar a alguien que lo escuche.

—No, más bien no le entiendo —dice el vecino, escéptico y de mueca; los dos conversan en el corredor del edificio de departamentos; Kustos acaba de intentar contarle su aventura más sosa—. ¿Qué mamadas son ésas? ¿Es como de una serie? Mi mujer es la que ve series jaladas, yo no les entiendo, yo nomás veo el futbol.

En el pequeño departamento en el que Kustos vive en estos días están las evidencias: recuerdos de lugares donde el sol se pone varias veces cada día, orbes de vidrio que contienen monstruos, un bibelot de inanidad sonora (rarísimo)… Pero por más que trata, Kustos no logra que sus visitantes, de por sí muy escasos, vean su cámara de maravillas y le crean que todo es verdadero. No sirven tampoco las relaciones que redacta el hombre para sus patrocinadores, y de las que a veces guarda copia: hojas amarillentas, discos viejos, cintas magnetofónicas, pilas y alteros que crecen siempre que Kustos regresa de sus viajes extraños…

—Se supone que nada más tendría que hacer los reportes para los patrocinadores, eso es lo que viene en el contrato, pero ¿de verdad estará tan mal, digo yo —dirá Kustos—, que me quede con un recuerdo de vez en cuando? Hasta sirven de respaldo, creo. Y bueno, tampoco es que nadie me esté reclamando… A ver, mire, se lo explico de otro modo. Le voy a ser sincero. Lo que pasa en realidad es que han pasado muchos meses, creo que casi un año, sin que me llegue ningún nuevo encargo, ningún aviso de dónde dejar los reportes que se van acumulando, no sé por qué, y esto ha pasado ya antes, alguna que otra vez, pero de todos modos he empezado a no… sentirme bien. A cualquiera le pasaría, ¿no?, estando inactivo tanto tiempo… Y cuando me pongo peor, la depresión, todo eso, me pregunto si de veras esto vale la pena. ¿Me entiende? Esto de venir aquí con ustedes es como un intento de hacer que valga más la pena, que la gente sepa también de esto, que le sirva a alguien más, ¿no? Y claro, es terapéutico, y además si me pagan…

Pero no es bueno aquí el adelantarnos, que esto que dice Kustos va en el cuarto capítulo. Mejor:

Cuando trabaja, Kustos viaja y observa, verifica noticias que le mandan sus mecenas y sus otros amigos y también descubre muchas cosas. Luego entrega reportes: deja tres hojas A4 en un buzón de Praga; deja una servilleta húmeda y llena de letra nerviosísima en las manos de un proxeneta en Cali; deja dos cintas de “voces reales de los seres del más allá” en el mostrador de piedra de un baño público en Johannesburgo, etcétera. Horacio Kustos va adonde le indiquen, pues en el misterio los sitios son así y las circunstancias.

Pero los misteriosos valedores que patrocinan sus descubrimientos nunca se muestran ni usan para nada (que pueda verse) lo que se les da, y ahora, que además llevan ya tiempo de desaparecidos, Kustos siente que poco a poco el mundo se desgasta: en el departamento, del que sale cada vez menos, no enciende las luces; todas las noches en penumbras, largas, huelen a seco y cada vez más viejo, pues toda la riqueza y la memoria de los escritos y de los objetos —las islas, los países, las criaturas, la mínima y tudesca ciudadela construida en una cama, los jardines del otro Edén, que no es para los hombres, las mil noticias de la plenitud del mundo—, todo queda sin saberse, sin nadie que se entere, desconcierte, llene de ira o llene de terror, pues hasta hoy no hay nadie que haya oído alguna historia o visto un artefacto y no se haya burlado, o indignado de la credulidad de “algunas gentes”, o sospechado un truco: una maniobra para venderle bienaventuranzas, alguna pócima curalotodo, un método de la felicidad…

Los monstruos, piensa Kustos, las altísimas bóvedas. No se escucha. Está cansado.

—Ya le dije que yo nomás veo futbol —dijo el vecino cuando se marchaba, y es vieja la ciudad, y fea y triste, y por una ventana puede verse que allá abajo, en la calle, cada paso de los peatones alza un polvo amargo, del color del olvido.

En el silencio, las pilas de papel y los estantes llenos y despreciados le recuerdan a Kustos el inmenso mausoleo que visitó, una vez, en un país situado entre el ocaso y el crepúsculo.

3

Ahora bien:

—¿Pero qué tanta madre tiene usted aquí? —le dice otro vecino, técnico en laminado para pisos; Kustos (desesperado, pues lo está: hoy, como pocas veces, ha llegado la Angustia negra, sorda y destructora: se ahueca la existencia ante sus ojos, y las cosas se alejan) lo ha obligado a entrar en su guarida y revisar media docena o más de sus reportes—. Con perdón. ¿Usted de qué trabaja o qué?

—No, bueno —empieza Kustos—, es…

Y el otro contesta:

—Mire, a mí estas cosas no me gustan, yo no leo ni nada, pero un amigo mío trabaja en uno de estos pasquines… Un periódico, pues. O semanario, ni sé. Ya sabe, luego sacan de esto…

—¿Cómo que de esto?

—Sí, sacan cosas como esto que usted escribe…

—¿Cómo? ¿Parecido a lo que yo escribo?

¿Cuarenta años, cien, dos mil quinientos?

Kustos (diría) ya lleva eternidades trabajando tan sólo para dar gusto a su ignoto patrocinador, quien paga bien pero no dice nada y acaso le permite conservar las evidencias de sus aventuras pues piensa que jamás van a tener (¡nunca jamás!) un reconocimiento, ni el lector más humilde, ni la fe de nadie en lo que el hombre ha descubierto en viajes y más viajes portentosos.

Y ahora, en su departamento infecto, ¿está por alcanzarlo la Fortuna, gorda y sonriente?

—O sea, a veces. A veces sacan cosas así, de lo que usted… los sacan como en la sección de la tarde, cuando les sobra espacio, ahí con el crucigrama o el sodoku o como se llame la cosa… Si quiere le paso el dato para que lo vaya a ver, a mi amigo, igual y…

Loco de alegría (súbitamente loco, entiendan todos, porque la sola posibilidad de publicar así sus muchos textos no se le había ocurrido nunca), Kustos apenas oye las indicaciones que el vecino le da: la dirección del edificio adonde debe ir, el nombre del empleado de limpieza que allí trabaja y que tal vez conoce a alguien…

Y de pronto ya no puede tenerse inmóvil por más tiempo, y dice gracias a su vecino, y sale y cierra la puerta con dos vueltas de su llave y ¡como un rayo hacia las escaleras…!

Y tras unos minutos vuelve, y abre, y su vecino dice mientras sale:

—Pendejo.

4

Segunda toma de la gran conquista de los medios impresos: Kustos llega, armado con doscientas o trescientas páginas escogidas, al periódico.

Y piensa (¡qué obviedad y brillantez la de la idea de publicar aquí!) que de una vez será mejor que hable con alguien de los jefes: por ejemplo, con algún editor.

—Porque además, la verdad no lo oí bien, es decir, a mi vecino, así que ni siquiera sé cuál es el nombre del amigo —explica Kustos a la recepcionista, en cierto punto de un parlamento más bien prolongado.

—Pero es que, señor, el licenciado —empieza la mujer, pero no puede decirle nada más a Horacio Kustos, quien habla rápido y apasionado:

—Se supone que nada más tendría que hacer los reportes para los patrocinadores, eso es lo que viene en el contrato, pero ¿de verdad estará tan mal, digo yo, que me quede con un recuerdo de vez en cuando? Hasta sirven de respaldo, creo. Y bueno, tampoco es que nadie me esté reclamando… A ver, mire, se lo explico de otro modo…

Pero como el lector ya leyó esto, pasemos a que Kustos se entusiasma y propone, de pronto, una columna:

—Porque mire, realmente la cosa es que tengo tal cantidad de anécdotas, de escritos, de notas, pues, sobre tal cantidad de cosas que… Mire. Le voy a enseñar. Podría ser una columna semanal. ¡Una columna diaria! ¿Ustedes publican diario? Sería una bomba. Déjeme poner aquí mi carpeta, ¿puedo mover estos papeles, le molesta si los pongo aquí en el suelo, tantito?, y le voy mostrando… Ahora que venía pensé incluso que se podría hacer una selección, digo, según sé a ustedes lo que les interesa no es tanto el periodismo o la investigación sino más bien vender a como dé lugar, ¿no?, el entretenimiento disfrazado de información… A fin de cuentas lo de hoy, ¿verdad?, lo que es…

—Señor, le digo, el licenciado…

—Pero le digo, incluso así, la columna puede difundir, digamos, todos los hallazgos que son verdad, de hecho todos los míos son verdad, pero que estén relacionados con algunos temas de venta segura.

—Señor, para que el licenciado lo reciba tiene que tener cita…

—Mire, por ejemplo: la pareja de Coventry que rompió violentamente al saber ella que él también era ella (es decir, los dos eran el mismo), tras un cambio de sexo y un viaje hacia atrás en el tiempo; la cofradía de Agboville, ¿ha oído hablar de Agboville?, bueno, si no le pasará como a mí, un lugar nuevo, pensé cuando supe, algo interesante… ah, pero le decía, la cofradía de Agboville que está compuesta por botes de pintura en aerosol y de ideología ultraconservadora, y que es muy interesante porque se dejan vender a personas de izquierda para rociarles los ojos y grafitearles las paredes, o si no los múltiples casos que hay de equipos raros de futbol, fíjese, como éste, por ejemplo, que todos son el mismo, y que por eso juegan bien coordinados… a este caso, por cierto, llegué por unos viajes que hice a Hungría y a varios lados por el estilo…

—¡Oiga, ya!

—Y todo es baratón, ¿no?, vulgar, si quiere. No es para intelectuales. Pero precisamente por eso… Seguro que vende, ¿sabe?, seguro que… ¡Por supuesto que se da cuenta!, ¿verdad? Yo no soy una persona inocente o tonta, le aseguro que no, entiendo que el mundo puede no pensar como uno y que puede ser hasta muy extraño todo esto, pero ¡precisamente, señorita, precisamente su periódico o pasquín o revista, lo que sea, lo que sea está bien, precisamente anda buscando novedades! ¿No? ¿No es así? ¿No se trata de que la gente se distraiga, que desconecte un rato el cerebro…?

—¡Ya…! ¡Licenciado…!

—¿No quiere cosas nuevas? Esto es nuevo. Nuevecito. Y por lo tanto… por lo tanto disculpe que me exalte, me siento un poco como algún jefe que he conocido, un capo, digamos, así les dicen también ellos… Me refiero a los del Intersticio, ¿sí los conoce?, son una banda terrible, a lo mejor ya escuchó hablar de ellos porque siempre que hablan se ponen como yo, como locos, y entonces… También les dicen los Hombres del Espacio, ¿sí ve por qué? Espacios… intersticios…

5

Entonces, es decir, tras largo rato del plan de Kustos; muy, muy aturdida la secretaria y muy, muy fastidiados todos los otros que escuchaban, dijo el editor —el boss, el Jefe Máximo— tras de la puerta gris de su privado:

—¡A ver, ya, Cristi! ¡Ya que pase!

—Pero, licenciado…

—Que entre, carajo, ya, lo que sea para que se calle.

Y Kustos entra: alegre, la barbilla en alto, caminando despacito como si oyera música de fondo —la Pompa y circunstancia de Edward Elgar o la marcha nupcial de Felix Mendelssohn— y va derecho a la sillita humilde que mira al escritorio de nogal y al gran sillón de cuero en el que está sentado, muy severo, el editor.

Y le repite todo: nuevamente cuanto ya ha dicho antes a la secre: anécdotas y notas y propósitos y diaria la columna por favor y mire que podemos ser rentables y decidí venir a verlo a usted en vez de a aquel amigo del vecino que vende de esos pisos laminados y mire aquí los dos que son de Coventry y en realidad son uno y vea las latas con vida el multiequipo de futbol los malos hombres de los intersticios y todos mis demás descubrimientos que son tan raros y es que me dijeron que en este diario sí se publicaban textos afines a mis propios textos y sólo con saberlo y entenderlo se me quitó una angustia milenaria era le juro como una persona como un fantasma terco y aburrido como una herida aquí sobre del pecho, y varias cosas más que no dijimos anteriormente porque el parlamento de Horacio Kustos en la recepción duró la eternidad y dos montones (vale decir, lo que sus propias penas) para quienes lo oían.

Y que entonces el editor se para muy, muy serio; de arriba abajo lo contempla a Kustos; y dice al fin con voz tonante y agria:

—¿De qué chingados…? ¿Qué, le parece que este periódico es el Semanario de lo Insólito? ¿O qué?

Y decretó que dos hombrones serios (y muy violentos), que con él estaban, cayeran sobre él y a los trancazos. Los guardaespaldas, claro, obedecieron, con gran dolor de Kustos, tipo bueno y de serenidad.

—Pa’ que sigas molestando al licenciado.

—Pinche pendejo —dijeron ellos.

—Ay —se quejó Kustos en más de un momento.

El editor pensó, muy satisfecho, que así disciplinar a aquel imbécil era lo menos que le reclamaba su gran realce como periodista.

—Ya, ábranmelo a la verga.

Arrellanado en su sillón de cuero, solo otra vez, oyó de lejos varios ayes muy juntos: era Horacio Kustos, mal arrastrado por los guardaespaldas, camino de la puerta de salida.

Se supo aún enojado, mas contento: libre de advenedizos y molestos y vindicada su reputación de inaccesible, de muy importante.

6

Y en este instante, sin aviso previo: como un recuerdo nimio que regresa tras muchos años de no aparecer, como un dolor que daba, de tan sordo, la pinta de ya no sentirse más… insidiosa y sutil, en fin, y artera, así llegó hasta el editor la Angustia:

Primero gris, pequeña, casi nada: sólo un vaguísimo desasosiego que aparecía en su alma si pensaba en Kustos parloteando, en su sonrisa, en sus lamentos al ser expulsado de la oficina… Comenzó a ser peor cuando advirtió, tras una o dos semanas, con cuán inusitada persistencia pensaba en Kustos: diez veces un día, quince al siguiente… y mucho peor aún cuando a sus ademanes y su voz, su estampa desgarbada, las locuras que le escuchó decir, se le agregó la idea terrible por absurda, estúpida, ridícula y tan terca como para no abandonarlo más, por más que hiciera, de que aquel loco sólo pretendía darle un mensaje…

No era la primera vez que pasaba semejante cosa: ya había tenido que sobrellevar extraños mensajeros, entre otros, de sus amigos en el narcotráfico, sus enemigos en el narcotráfico, sus muchos cómplices de la política o bien los muchos otros que lo odiaban (él era un hombre muy comprometido, en el sentido más servil del término). Y aquellos emisarios siempre empleaban palabras y ademanes misteriosos, o bien insinuaciones oscurísimas, sobreentendidos, alusiones crípticas muy semejantes (¡ahora lo pensaba el editor!) a la conducta absurda de Kustos, que además (¡sí, claro, cómo no lo había visto!) debía ser seudónimo: tan sólo un signo (¡muy, muy evidente!) de su naturaleza de custodio de informaciones, de secretos viles…

Y no podía, se entiende, preguntar a nadie de sus muchos valedores: ¿qué les diría? ¿Y a quién? ¿Cómo saber? ¿Cómo indagar y no meterse en líos?

(Don J*** no sabía —por ejemplo— que el editor se hablaba con don C***… ni viceversa…)

Poco a poco, aquella zozobra fue creciendo: no dejaba más a nuestro editor ni por las noches, ni en los momentos de trabajo duro, ni en las reuniones (dignas con su esposa, alegres con su amante, de lealtades, cábalas y murmullos con sus pares y sus subordinados, en fin, típicas de los hombres de fuste)… ni de hecho en ningún sitio, y nunca: cada rostro le parecía