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Emiliano González y
Beatriz Álvarez Klein

viñeta de portada

EL LIBRO DE
LO INSÓLITO

(Antología)

Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 1989
Segunda edición, 1994
Primera edición electrónica, 2013

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PRÓLOGO

Por la avenida de los maniquíes desnudos que el viento del ocaso despeina, mujeres también desnudas leen en las esquinas manuscritos de lluvia, estrellas de la noche. Sábanas de luna en los cuartos adormecidos de esta ciudad nocturna, se cubren de murciélagos rojos. Las muñecas y las niñas recorren los pasillos, abren las ventanas de los recintos sagrados. Mientras, en los almacenes que la temporada navideña repleta, un niño descubre el amor subterráneo de las mujeres complacientes. Rondas bajo la luna, jardines entrelazados por medio de veredas de arena suave, iluminados por farolillos.

Albercas, prados y estanques.

Imágenes como ésas vienen a la mente al concluir este libro mágico, puente entre el sueño y la vigilia, entre una dimensión y otra.

Se inicia como una telaraña de cuentos nocturnos, con un relato en que la mujer-vampiro abre la puerta del Paraíso, y luego el lector o lectora prosigue por territorios en que las jovencitas de la Diosa enguirnaldan mañanas y colinas. Amor y brujería, espacios de juegos rituales que alumbra el sol de la infancia, el descubrimiento del primer amor, extático, lleno del incienso de las flores salvajes, en una visión de hechicería.

Unidos por una lógica secreta, que se percibe claramente en las notas, los relatos y poemas que incluimos aquí representan el fruto de muchos años de búsqueda y esfuerzo, meditaciones, experiencias. La telepatía, la premonición, los deseos concedidos han jugado un papel importante en mi vida y esta antología muestra lo esencial de mis descubrimientos en ese mundo lleno de sorpresas. Me parece que los fenómenos premonitorios que acompañaron la elaboración de este libro representan la posibilidad de acceder a un espacio fuera del tiempo, en donde el futuro y el presente son lo mismo, donde todo es intemporal. Por medio de esta antología, el lector es iniciado en esa magia.

Este libro constituye, asimismo, una Goecia, es decir, un sistema de magia erótica. Por medio de la ficción transmitimos sabiduría esotérica, prescindiendo de detalles técnicos, de todo aquello que pudiera llamarse práctica ceremonial (instrucciones), pues creemos que las ideas que son comunicadas a través de imágenes permiten a muchos crear su propio mundo con mayor facilidad que si tuvieran un libro técnico, porque en este libro de placer se unen sentidos, intelecto y emoción. El lector o la lectora se deja llevar por sus propias intuiciones creativas, permitiendo que la realidad coincida maravillosamente con sus deseos.

Por lo que se refiere a los grimorios y tratados mágicos que incluyen procedimientos teatrales, yo los leo como poesía, y en esa poesía encuentro magia. Las puertas para los rituales de Eleusis han sido abiertas siempre con diversos textos. En este libro reunimos muchos, mostrando —en las notas— las similitudes que tienen. Aventura orgásmica, la de ser iniciado o iniciada por medio de libros y experiencias de gran intensidad, en un mundo de placer maravilloso.

E. G.

PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN

Esta antología que nosotros presentamos es una sutilización y ampliación de otras anteriores: las de los mitos de Cthulhu en español. Aparte de prosa, completamos el panorama con la selección poética. Al titularla El libro de lo insólito, modificamos la experiencia de leer Las mejores historias insólitas de editorial Bruguera, donde también se alude a los Mitos. Por el estilo de su sexualidad amorosa, esta antología nuestra recuerda las cosmovisiones de Clark Ashton Smith y Lilith Lorraine. Gráficamente, se aproxima a las sensibilidades de Margaret Brundage, Finlay, y los que resultan precursores de la revista Weird Tales: Beardsley, Harry Clarke, Alfred Kubin, Norman Lindsay. En México, nuestra antología muestra correspondencias con el modernismo literario y con el gráfico de Ruelas, Montenegro, Neve. Nuestra antología es también la transformación de la experiencia de leer mi primera antología, Miedo en castellano (1973): quedan de este libro tres relatos, y la colección ya no es de autores sólo en español.

Cuando por primera vez leí el diálogo que precede El libro verde de Machen, que une los pecadores y los santos, me pareció que daba pocos datos acerca de El libro verde. Con los años he llegado a criticar aún más ese diálogo. En El retorno de los brujos, ya desde entonces, tal diálogo nos lleva después a diversos estudios opuestos a los intereses mismos de los autores del libro, Pawels y Bergier. En esta antología demostramos que El libro verde lleva a conclusiones muy diferentes. La revista Plexus, aparecida después de Planeta, se propone contrarrestar por medio de sexualidad y arte las consecuencias que tal tipo de estudio, mal encaminado, provocó a partir de la segunda parte de El retorno.

Asimismo, rechazamos el Manifiesto simbolista de Moréas. En su odio por las descripciones, aunque no pretende sustituirlas por fotografías —como Breton en el Manifiesto surrealista— Moréas se vuelve, acaso sin quererlo, cómplice de ciertos farsantes graves. Al proponer a su diablo como gentleman, comete otro error. Al proponer morfina, comete otro. Aunque la mayoría de las creaciones simbolistas —ya sean poemas, ensayos o novelas— resultan aceptables, algunos ejemplos teóricos —como este manifiesto— son dudosos ya desde la época de Nervo. Como teoría del simbolismo, preferimos The Symbolist Movement in Literature (1908) de Arthur Symons. Todas las uniones de opuestos que no sean armónicas y naturales —como el día y la noche, o el hombre y la mujer— nosotros las rechazamos.

E. G.

NOTA ADICIONAL

Saludamos, en cambio, las luminosidades de un nuevo movimiento —el premonitorismo porvenirista—. Este impulso creativo tiene sus raíces en el modernismo más audaz de los pasados noventa, y como él, se fusiona con todos aquellos -ismos en que sobre la materia triunfa la esencia del hombre, donde la ciencia y la máquina sirven al propósito del arte, y no a la inversa. Ficción científica interior, búsqueda de Libertad en la obra y en la vida, cópula del pasado remoto y la alborada del porvenir inmediato en el lecho amoroso del presente.

Este libro incluye varias expresiones recientes de este premonitorismo.

B. A. K.

Los hombres andan por caminos diversos. Quien los siga y los compare verá nacer extrañas figuras; figuras que parecen pertenecer a esta gran escritura cifrada que encontramos en todas partes: en las alas, en la cáscara de los huevos, en las nubes, en la nieve, en los cristales, en las formas de las rocas, en las aguas heladas, en el interior y el exterior de las montañas, de las plantas, de los animales, de los hombres, en las claridades del cielo, en los discos de vidrio y de ámbar cuando se los frota y acaricia, en las limaduras que envuelven el imán, y en las extrañas conjeturas del azar…

NOVALIS, Los discípulos de Saís

PRIMERA PARTE

EL SIMBOLISMO

FRANCIS BENDICK

FUE colaborador en la revista esotérica de Aleister Crowley, The Equinox, de donde proviene su relato simbólico “La violinista”. Es uno de los cuentos de vampiros más extraños que se han escrito. Su acendrado decadentismo lo aproxima al mundo lascivo de Beardsley. Hunde sus raíces en la erótica del vampirismo, uno de cuyos primeros ejemplos es “Carmilla” de Le Fanu, y evoca el ambiente de las sociedades secretas de principios de siglo, con sus rituales perfumados y verdes.

LA VIOLINISTA

LA HABITACIÓN estaba nublada de un incienso venenoso: azafrán, opopónax, gálbano, almizcle y mirra —la pureza de este último ingrediente era una maldición blasfematoria, como la burla final de un degenerado que insultara a un cuadro de Rafael colocándolo en una alcoba consagrada al libertinaje—.

La muchacha era alta y bien formada, ágil como una amazona. Su vestido, ajustado, era de una seda color oro viejo que hacía juego, sin llegar a rivalizarlos, con los bucles que ceñían su frente, brillantes y silbantes como sierpes.

Su rostro tenía una delicadeza griega; pero ¿qué significaba esa boca suya? La boca de un sátiro o de un demonio. Era una boca llena y fuerte, dos veces curvada, con los extremos vueltos hacia arriba, de un púrpura rabioso, de labios planos. Su sonrisa semejaba la mueca de una bestia salvaje.

Se hallaba de pie, violín en mano, frente a la pared. Recargada en ésta había una gran tablilla de mosaicos; muchos cuadros y muchos colores. Sobre los cuadros había letras en una lengua desconocida.

Comenzó a tocar, sus ojos grises fijos en un cuadro en cuyo centro se encontraba la letra N. Estaba escrita en negro sobre blanco; y los cuatro bordes del cuadro eran azul, amarillo, rojo y negro.

Comenzó a tocar: un aire grave, dulce, suave y lento. Parecía como si escuchara, no su propia música, sino algún otro sonido. El arco se deslizó más aprisa; el aire se tornó áspero y salvaje, irritado; luego, más veloz, como las llamas del fuego devorando una pila de heno, para suavizarse de nuevo, convirtiéndose en una endecha.

Cada vez que ella modificaba el alma de la canción, parecía fatigarse: como si tratara de tocar una frase en particular y retrocediera siempre, desalentada, en el último momento.

Ninguna luz infundían sus ojos. En ellos había concentración, había cansancio, había paciencia, había diligencia. Y la habitación estaba extrañamente silenciosa, sin responder a su estado de ánimo. Ella era la cosa más sombría bajo esa luz gris. Aun así, se debatía. Se puso más tensa, su boca se contrajo en una fea compresión. Sus ojos relampaguearon de… ¿odio? El alma de su canción era ahora toda angustia, toda súplica, toda desesperación, en un esfuerzo por alcanzar algo inalcanzable.

Se sofocó, en un gemido espasmódico. Dejó de tocar; se mordió los labios, y una gota de sangre surgió de ellos, escarlata contra el púrpura rabioso, como una puesta de sol en la tormenta. Los oprimió contra el cuadro, y manchó su blancura. Se llevó las manos al corazón, pues un raro dolor lo laceraba.

Elevó una vez más el violín, que fue cruzado por el arco. Diríanse los cuerpos de dos amantes expertos, ciegos de su amor eterno.

Ella dividía la vida de la muerte en sus cuerdas. El fénix de su melodía se alzaba, alto y más alto; peldaño por peldaño, subía la escala dorada de la música, llegando hasta la mansión de su Deseo. La sangre enrojecía e inflamaba su rostro bajo el sudor. Sus ojos estaban inyectados de sangre.

Se detuvo; mas la música siguió. Se formó sobre el gran cuadro una nube odiosa y amenazante. Por encima de la melodía se oyó un grito agudo y desgarrador.

Ante ella, con las manos sobre las caderas, se hallaba un muchacho. Tenía los cabellos dorados, y sus jóvenes labios eran rojos, y azules sus ojos. Pero su cuerpo era etéreo como una película de rocío sobre un cristal, o como pátina adherida a un ropaje aéreo; y estaba todo horriblemente manchado de negro.

“¡Mi Remenú!”, dijo ella. “¡Ha pasado tanto tiempo!”

Él le susurró al oído.

Tras ella, la luz titubeó y se extinguió.

El espíritu colocó el violín y el arco sobre el suelo.

La música prosiguió —una melodía jadeante y tórrida como águilas enloquecidas alrededor de una cabra montañesa, como serpientes atrapadas en un incendio en la jungla, como escorpiones atormentados por muchachas árabes—.

Y en la oscuridad ella gemía y gritaba al unísono. No esperaba esto: había soñado con un amor más apasionado, con una lujuria más fiera y fantástica que los amores mortales.

Pero ¿esto?

¿La pérdida verdadera de una castidad verdadera? ¿La degradación, no sólo del cuerpo, sino del alma? ¿La flama ondulante al blanco vivo, envolviendo helada su corazón? ¿Este relámpago quebrado que la rasgaba? ¿Esta tarántula del fango que reptaba por su espina?

Sentía la sangre correr desde sus pechos, y la espuma en su boca.

Luego, de pronto, se encendieron las luces, y ella se encontró de pie, girando, con la cabeza inclinada sobre el hombro del muchacho.

Nuevamente él le susurró al oído.

En su mano izquierda había una cajita de ébano, y en ella, una pasta oscura. Le untó un poco de ésta en los labios.

Y por tercera vez le susurró al oído.

Con una sonrisa de ángel —sólo que sutil— el muchacho desapareció, succionado por la tablilla. Ella se volvió, sopló sobre el fuego, avivándolo. El calor de las llamas era amigable. Ella se echó en un sillón. Ociosamente tocó algunas melodías anticuadas y simples.

La puerta se abrió

Un joven alegre entró, sacudiendo la nieve de sus pieles.

“¿Te aburriste mucho, pequeña?”, dijo animoso y confiado.

“¡No, querido!”, dijo ella. “Estuve tocando un poco el violín.”

“¡Dame un beso, Lilia!”

Se inclinó y puso sus labios sobre los de ella: entonces, como herido por un rayo, se desplomo exangüe: un cadáver.

Ella lo miró perezosamente a través de sus ojos semicerrados, con esa sonrisa suya que era una mueca.

Versión de Emiliano González y Beatriz Álvarez Klein

ALFRED NOYES

“EL TREN de medianoche” de Alfred Noyes es uno de los cuentos más perfectos que se han escrito sobre el tema del doble, sin rodeos ni detalles innecesarios. Su estructura simbólica e iniciática nos comunica el necesario escalofrío, la momentánea “suspensión de la incredulidad” que es esencial para gozar de un buen relato fantástico. Noyes, poeta inglés (1880-1958), es autor de algunos cuentos de horror incluidos en Sombras ambulantes (1918) y El jugador oculto (1924). “El tren de medianoche” no figura en ninguno de estos libros. Fue descubierto en una revista literaria por Dorothy L. Sayers.

EL TREN DE MEDIANOCHE

ERA un libro antiguo, empastado en tela roja. Lo había encontrado, a los doce años, en la biblioteca de su padre, en uno de los estantes superiores, y contra todas las reglas, lo había llevado a su habitación para leerlo a la luz de una vela, mientras el resto de la vieja casa isabelina, llena de crujidos, se hundía en la oscuridad. Así había sido siempre la escena para Mortimer. Era su habitación una pequeña alcoba aislada, en la que la luz de dos cabos de vela robados ahuyentaba las tinieblas que habían invadido el sueño de los otros. Entonces, a diferencia de ellos, sus mayores, sentía vivir cada fibra y cada nervio de su joven cerebro con una intensidad especial. El tictac del reloj de la planta baja, el latido de su propio corazón, todo eso lo llenaba de un sentimiento de profundo misterio.

El antiguo libro ejercía sobre él una rara fascinación, si bien nunca logró captar con exactitud el sentido de la historia. El tren de medianoche era el título del libro, y había en la página quince un grabado insoportable para el niño. Lo horrorizaba. El pequeño Mortimer no había entendido nunca por qué la imagen le producía esa impresión. Ciertamente era un niño imaginativo, pero de ningún modo enfermo. Y pasaba la página quince como había pasado antes los rincones sombríos de la escalera, cuando aún no tenía seis años, o como el personaje del Viejo marinero, que, tras de haber mirado una sola vez en torno suyo el camino desierto, sigue su marcha sin volver jamás la cabeza. Aparentemente no había en la imagen nada que pudiera justificar ese pavor obsesivo. La penumbra que bañaba la imagen: eso era lo más impresionante. Mostraba el andén de una estación ferroviaria desierta, iluminado por la luz de una bombilla; un andén desierto que sugería un empalme perdido en una región aislada. No había sino una silueta en el andén: la silueta oscurísima de un hombre de pie a unos cuantos pasos de la bombilla, con el rostro invisible, vuelto hacia la negra boca de un túnel que, por alguna secreta razón, sumergía al niño en un abismo de terror. El hombre parecía escuchar. Tenía la actitud de un hombre en tensión, a la espera de algo, quizá de un drama espantoso. En lo que el niño había podido leer o entender del texto, nada había que justificara la impresión de pesadilla que evocaba la imagen. De cualquier manera, no podía resistir a la fascinación del libro ni enfrentarse a la imagen en el silencio y la soledad de la noche. Y para no verla más, la sujetó a la página anterior con ayuda de dos alfileres largos. Después decidió leer la historia hasta el final. Pero siempre se dormía antes de llegar a la página cincuenta; los contornos de lo que había leído la víspera se desvanecían; y a la noche siguiente comenzaba de nuevo y, una vez más, se dormía antes de llegar a la página cincuenta.

Pasaron los años; Mortimer creció, lo olvidó todo: libro e imagen.

Sin embargo, un día llegó a encontrarse, poco antes de la medianoche, en el andén de una estación de trenes, en un empalme aislado. Y cuando el reloj de la estación dio las doce, recordó…

Recordó como un hombre que saliera de un sueño prolongado… Allí, bajo la única, siniestra luz, en el largo andén, se hallaba la silueta oscura y solitaria que ya conocía. Un hombre cuyo rostro invisible estaba vuelto hacia la negra boca del túnel. Parecía escuchar, tenso, al acecho, exactamente igual que treinta y ocho años atrás.

Pero Mortimer no sentía ya el pavor de aquel entonces. Iría hacia la silueta solitaria para desenmascararla, para ver al fin ese rostro que se le había ocultado por tanto tiempo. Caminaría con calma, hallaría un pretexto para abordar al desconocido: le preguntaría, por ejemplo, si el tren venía retrasado. Sería algo simple para un adulto actuar así. Pero sus manos estaban crispadas cuando dio el primer paso, como si también él estuviera tenso, al acecho de algo. Lentamente, presa una vez más de la obsesión de sus recuerdos, se dirigió hacia la silueta, la pasó y se volvió de súbito para abordarla. Y entonces vio… sin hablar, sin poder hablar: la silueta… era él mismo… sus ojos se toparon con… sus ojos, como un eco de burla, su propia mirada viviendo en su propio rostro pálido lo miraba… Todos los músculos de su corazón se estremecieron, como si la misma descarga los fuera a paralizar. Lo invadió una ola de pánico. Se volvió, jadeante, y luego se precipitó en una huida ciega, atravesó la sala de espera de la estación, corrió hacia el largo camino iluminado por la luna. Los alrededores parecían totalmente desiertos. La luna reflejaba sobre toda el área su propia desolación.

Se detuvo un instante y entonces oyó, como el eco de los suyos, los pasos entrecortados de un ser que lo seguía y atravesaba en ese momento la sala de espera. Después, sin sentir vergüenza, se abandonó a su angustia: empapado en sudor como una bestia acosada, echó a correr a lo largo del camino, lívido, entre dos hileras interminables de álamos fantasmas que se respondían una a la otra a través de una distancia aparentemente infinita. A un costado del camino, las aguas de un canal recto y largo reflejaban inexorablemente cada uno de los álamos. Oía resonar los pasos a su espalda. Parecían lentos, pero implacables. Más allá, cerca del camino, vio una casa blanca de ventanas oscuras y una puerta que imitaba la expresión de un rostro humano. Pensó que si llegaba a tiempo a la casa, podría encontrar abrigo, una oportunidad de escapar.

Los pasos que respondían a los suyos resonaban todavía lejanos cuando se arrojó, sofocado, contra la puerta: sacudió el picaporte, quiso abrir, pero fue en vano. No había timbre ni aldaba. Con los puños golpeó la madera hasta que le sangraron los nudillos. Al fin, oyó pisadas en el interior de la casa. Esas pisadas bajaron lentamente la escalera. Despacio, una mano tiró del cerrojo de la puerta. Una silueta alta apareció en la sombra. Tenía una vela en la mano, pero de tal manera que le resultaba difícil a Mortimer distinguir el rostro de esa silueta. Después, horrorizado, comprendió que el rostro estaba cubierto por una capucha.

No cambiaron ni una sola palabra. Mediante un gesto, la silueta lo invitó a pasar. Cuando Mortimer lo hizo, la silueta volvió a colocar el cerrojo tras de sí. Luego, invitándole de nuevo con un gesto, la silueta cruzó delante de él para subir la escalera carcomida.

Entraron en una pieza donde ardía el fuego en la chimenea. En cada lado del vestíbulo había un sillón. Y cerca de uno de ellos, una pequeña mesa de roble sobre la cual descansaba un libro antiguo, empastado en tela roja. Era como si el huésped hubiese sido esperado por mucho tiempo y todo estuviera listo para él.

La silueta señaló uno de los sillones, colocó la vela junto al libro y se retiró sin una palabra, echando el cerrojo de la puerta.

Mortimer miró la vela, que le pareció familiar. El olor de la cera derretida lo llevó de nuevo a la pequeña habitación de la casa isabelina de su infancia. Tomó el libro, temblando. Lo reconoció de inmediato, si bien hacía mucho tiempo que había olvidado la historia. Recordó de pronto la mancha de tinta sobre la página del título. Más tarde, sintió un estremecimiento al llegar a la página quince, que había prendido con alfileres para ocultarla cuando aún era niño. Los alfileres seguían ahí. Tocó nuevamente los alfileres que sus dedos de niño asustado habían puesto en ese lugar.

Volvió a comenzar el libro. Estaba resuelto a leerlo ahora hasta el final y a descubrir el significado de todo aquello. Sentía que todo estaba en esas páginas, negro sobre blanco.

El tren de medianoche era el título del libro. Y mientras leía, las cosas se aclaraban lenta, inexorablemente.

Era la historia de un hombre que en su infancia había encontrado un libro, una de cuyas imágenes lo aterrorizaba. Había crecido, perdiendo ese recuerdo. Pero una noche, sobre el andén de una estación desierta, se hallaba en la misma escena representada en la imagen; veía la silueta solitaria bajo la bombilla, y luego de reconocerla, emprendía la fuga, horrorizado. Se refugiaba en una casa al borde de la carretera; era conducido a una pieza donde lo esperaba el libro. Finalmente, se ponía a leer desde la primera hasta la última línea… Y ese libro llevaba también por título El tren de medianoche. Y era la historia de un hombre que en su infancia… Así, para siempre, al infinito. No había salida posible.

Sin embargo, cuando Mortimer encontró por tercera vez la historia de la casa junto a la carretera, una sospecha más aguda lo invadió lenta, inexorablemente. Aunque no hubiera salida, al menos podía tratar de comprender mejor los detalles del extraño círculo en el que estaba atrapado. Pero los detalles no tenían nada de particular. Existían desde siempre. Simplemente, Mortimer nunca había captado su sentido profundo. Eso era todo.

El ser misterioso e inquietante que lo había conducido por la vieja escalera… ¿quién era?

En cuanto a esto, la historia mencionaba algo que se le había escapado a Mortimer. Este bizarro anfitrión que le había dado asilo era más o menos de su misma talla. ¿Acaso también él…? ¿Era por eso que llevaba el rostro oculto?

En el momento mismo en que se planteaba esta pregunta, oyó el ruido de la llave en la puerta cerrada. El misterioso anfitrión se le acercó por las espaldas.

Ahora estaba allí, sentado frente a Mortimer, al otro lado del fuego. Con una horrible indolencia, como una mujer que se dispone a arrancarse un velo, levantó la mano para quitarse la capucha. Mortimer sabía qué rostro era ése. Pero ¿estaría muerto o vivo?

No había sino una salida, una sola. Cuando Mortimer se precipitó hacia adelante y se aferró a su atormentador, fue atrapado a su vez por la garganta con la misma fuerza brutal. Los ecos de sus gritos estrangulados se confundieron indistintamente. Y cuando se apagaron se hizo en el cuarto un silencio tal, que habrían podido oírse… el tictac del reloj de la planta baja, el latido de su propio corazón, la queja larga y cadenciosa del mar sobre la costa lejana, igual que treinta y ocho años atrás.

Pero Mortimer pudo escapar al fin. Después de todo, quizá logró tomar el tren de medianoche.

Versión de Beatriz Álvarez Klein y Emiliano González.

ERNEST DOWSON

FUE uno de los poetas más importantes del simbolismo inglés. Como sus colegas Arthur Symons y W. B. Yeats, experimentó con el hashish, la mescalina, el ajenjo (acompañado a veces por el psicólogo Havelock Ellis). Presentamos un texto de él sobre el ajenjo, bebida alucinógena de efectos similares a los del hashish. También presentamos un poema en prosa en que Dowson se burla, con todo derecho, de una joven convencional. Sus poesías fueron ilustradas por Beardsley. Uno de los versos de su poema sobre “Cynara” (“He cried for madder music and for stronger wine”) fue transformado por H. P. Lovecraft en otro (“He cries for madder music and for stranger drugs”), en una nota sobre Leonard Cline que figura en su libro Supernatural Horror in Literature. Es interesante señalar que en la novela de Cline reseñada por Lovecraft (The Dark Chamber, 1927) se habla bastante de Dowson y de su vida. En esta novela de Cline, inspirada también por la vida de Crowley (que aparece mencionado junto con Bécquer y Éliphas Levi) y por las ideas de Osman Spare acerca de la memoria ancestral, el personaje principal, Richard Pride, viaja a través del tiempo sirviéndose de esfuerzos mentales y de viejos documentos, oye música folclórica y jazz, fuma marihuana y usa el pelo muy largo. A este respecto viene al caso mencionar una canción del grupo de música pop H. P. Lovecraft, de 1968, titulada “The Time Machine”, que al ritmo de los veinte se refería a la marihuana. Tal vez se basaron en la historia de Pride al escribir esta curiosa canción. El mundo de Dowson está dominado por la magia del color verde y por una bella obsesión erótica.

ABSINTHIA TAETRA

EL VERDE se tornó blanco; la esmeralda, ópalo; nada había cambiado.

El hombre dejó que el agua goteara lentamente en la copa, y cuando el verde se nubló, la neblina se disipó en su mente.

Después bebió ópalos.

Lo acosaron memorias y terrores. El pasado lo desgarró como una pantera y a través de las tinieblas del presente vio los luminosos ojos atigrados de las cosas que aún no eran.

Mas bebió ópalos.

Y olvidó aquella oscura noche del alma y el valle de la humillación por el que había andado titubeando. Vio azulados panoramas de países ignotos, altos paisajes y un tranquilo mar acariciante. El pasado esparció su perfume sobre el hombre; el hoy sostenía su mano como si fuera un niñito, y el mañana brillaba tal una blanca estrella: nada había cambiado.

Bebió ópalos.

El hombre había conocido la oscura noche del alma y aún permanecía en el valle de la humillación; y la amenaza atigrada de las cosas que aún no eran enrojecía el cielo. Mas por un corto tiempo había olvidado todo.

El verde se tornó blanco, la esmeralda ópalo: nada había cambiado.

LA PRINCESA DE LOS SUEÑOS

¡POBRE y legendaria princesa! En su encantada torre de marfil, esperándole con el pensamiento de que la liberara.

Porque una vez en un sueño él había visto, como si fueran flores de picas, los azules lagos de sus ojos tal si hubieran parecido estar rodeados de un enredo de sus dorados cabellos.

Y la buscó por las innumerables revueltas del bosque durante muchas lunas; la buscó por los pantanos, sin escatimar corcel o espada. En su peregrinar mató a varios magos malditos y a muchos de sus seguidores, de tal forma que al fin de la jornada su brillante espada quedó empañada y la donosura del joven oscurecida por el barro. No había escatimado corceles: sus huesos eran una blanca huella que lo seguía por las revueltas del bosque; pero aún portaba el rescate de la princesa, todos aquellos costosos y gráciles objetos guardados en un arca de ciprés; multitud de perlas y amatistas, sedas de Samarcanda, doseles de Venecia y finos tapices de Tiro.

Todo lo había traído con él hasta las puertas de la torre marfileña.

Pobre y legendaria princesa.

Porque no la liberó y el mercader de fustanes le quitó el tesoro y quebró su manchada espada en dos.

Y quién sabe hacia dónde se encaminaría, sin caballo y desarmado, a través de los pantanos y las oscuras revueltas del bosque bajo la noche sin luna, soñando con aquellos azules lagos que eran flores de pica, los ojos de la princesa. ¿Quién sabe? Porque el mercader de fustanes nada dice, pues es lento de entendederas.

Mas hay algunos que dicen que ella no quería ser libre, y que aquellas flores de pica que eran sus ojos sólo eran una charca oscura y estancada, y el glorioso cabello dorado sólo llegaba hasta la cancela de la poterna. Además, otros dicen que la torre no es de marfil y que ella no es virtuosa ni princesa.

Versiones de José María Martín Triana

AUBREY BEARDSLEY

ES RECORDADO ahora como uno de los más destacados artistas del art-nouveau universal. Impertinente, lleno de ternura y de sexualidad, Beardsley crea en su alucinante novela Under the Hill un universo de placer, en que el autor aprovecha un poco la oportunidad para criticar a su época, pero cuya principal finalidad es divertirse y gozar. En “El bosque de Auffray” mezcla las ranas con la hechicería, como Lorrain. (Más tarde, Clark Ashton Smith, en un cuento que se titula “Mother of Toads”, volverá al tema de los batracios y las brujas.)

EL BOSQUE DE AUFFRAY

A LO LEJOS, por entre los árboles, brillaba un apacible lago de plata cuyas aguas reticentes deben haber albergado los peces más sutiles que hayan existido jamás. En sus márgenes, los árboles y los estandartes y las flores de lis dormían un sueño irrompible.

Entré en un raro estado de ánimo al mirar el lago, pues me parecía como si fuera a hablar, a revelar algún curioso secreto, decir una bella palabra, si yo osara arrugar su rostro pálido con un guijarro.

Entonces el lago asumió formas fantásticas; aumentaba de tamaño veinte veces o se reducía hasta ser una miniatura de sí mismo, sin perder jamás su serenidad ni su mortal reserva. Cuando se crecían las aguas, yo me asustaba mucho porque pensaba que las ranas se habrían vuelto gigantescas, pensaba en sus grandes ojos y en sus patas monstruosas y húmedas; pero cuando las aguas disminuían, yo reía para mí, porque pensaba que las ranas se habrían vuelto pequeñísimas, pensaba en sus patas, que debían verse más delgadas que las de las arañas, y en su diminuto croar que nadie podría oír.

Quizá después de todo el lago sólo estaba pintado; he visto cosas así en el teatro. De cualquier modo era un lago maravilloso, un bello lago.

Versión de Beatriz Álvarez Klein

JEAN LORRAIN

CON su “Princesa en el aquelarre” se extiende en su obsesión por las ranas en ambiente fastuoso, obsesión que también aparece en su novela Monsieur de Phocas. Variante del antiguo relato de la Bella y la Bestia, la historia de la hermosa y perversa Ilsea es característica de su autor, delicado espíritu de la Belle Époque, amante de los bizantinismos y de la prosa artística en plena delicuescencia. Los escenarios alucinantes de “La princesa en el aquelarre” nos hacen pensar en algún palacio situado en la Hiperbórea o en la Atlántida. La conclusión del cuento, impregnado de brujería, y la moraleja surrealista, convierten a Lorrain en uno de los primeros magos modernos. Como Arthur Machen, Lorrain consigue en este cuento una mezcla de lo terrorífico y lo feérico.

LA PRINCESA EN EL AQUELARRE

A LA princesa Ilsea no le gustaban sino los espejos y las flores. Todo en su palacio era reflejos de corolas y de pétalos; hermosos nenúfares bañábanse noche y día en el agua de grandes vasos de alabastro, y en altos vestíbulos ornamentados con mármoles y bronces verdes, era una como presencia eterna de cálices y de hojas rígidas con húmeda palidez.

La princesa Ilsea no había mirado nunca a los hombres ni a las mujeres; se miraba en los ojos de todos cual en un agua más azul y más profunda, y las pupilas de su pueblo eran para ella otros tantos espejos vivos y sonrientes.

La princesa Ilsea no amaba sino a sí misma. De pie, durante horas enteras, delante del congelado alinde de los espejos, se ociaba adornando con hilos de oro y de perlas la moviente seda de su cabellera o realzando con aros y brazaletes sus gráciles brazos desnudos, en seguida que se vestía con los séricos trajes recamados de florida orfebrería, cuyos dibujos solía encomendar a tejedores etiópicos que nunca más habían de volver al país en que nacieron.

La princesa Ilsea era dejada e indolente con gracia aprendida a fuerza de estudiarse delante de los preciosos espejos. Toda su magnífica existencia la pasaba bañándose, peinándose, perfumándose, aderezándose, probando joyas, túnicas y velos, sonriéndose a sí misma y soñando con el traje nuevo, con la postura imprevista o con la tela desconocida que le permitirían distinguirse de la multitud, ser diferente de las demás mujeres. En suma, era una criatura harto frívola, ferozmente egoísta y locamente enamorada de su persona, a quien sentaban a las mil maravillas las túnicas transparentes de las islas Canarias y los collares de conchas del Extremo Oriente. Por lo demás, talle más flexible que el suyo no lo tenía mujer alguna en todo el reino.

A la princesa Ilsea no le gustaban sino los espejos y las flores.

Una mañana, mientras bañaba sus miembros delicados en el agua helada de las piscinas, se le ocurrió mirar con más detenimiento del que acostumbraba los dos monstruos de bronce, puestos en cuclillas sobre el borde del pilón, que lanzaban por la rasgada boca un perpetuo chorro de agua. Ilsea no se había fijado nunca en aquellas dos ranas enormes, con rasgos casi humanos, de un singular color verde, verde broncíneo patinado por los años, cuyos ojos guarnecidos de cercos de oro eran unos ojazos de vidrio en los que brillaba un fulgor amarillento. El capricho de un antepasado de Ilsea adornó con esas ranas la inmensa sala de baños, y los dos monstruos inmobles, esculpidos por un renombrado artista ya caído en el olvido, plantados en los escalones de mármol, parecían vivir y vivían, en efecto, la intensa vida quimérica de las obras maestras.

E Ilsea, en seguida, se prendó de aquellos monstruos. Como la belleza delicada de la joven se afinaba al avecindarse con fealdad tan horrible, acabó instintivamente por decidirse a poblar los salones del palacio con ranas de losa y de metal, monstruosas y semejantes a las del pilón.

Además, todas las princesas de leyenda y las reinas mitológicas allí estaban pintadas en compañía de un animal fabuloso: Leda, debajo de un cisne; Europa, desnuda, sobre las ancas de un toro; encabritábase la cierva de los cuernos de oro que Diana sujetaba; Melusina tiraba por la traílla a un ligero lebrel; la princesa Ariana, la del hermoso cuerpo, tendíase sobre el lomo de un tigre; detrás de Juno, un pavo real abría la cola mosqueada de zafiros; sentada en un trono, Blancaflor apoyaba los pies descalzos en un león; Blismoda abrazaba un unicornio; santa Catalina pisoteaba una tarasca… Y ella, la princesa Ilsea, estaría representada con una rana al lado. ¡Toma! ¿Acaso no tenía Venus unas palomas, y un búho la virgen Palas?

¡Una rana! La grácil desnudez de la princesa, ataviada con sedas joyantes y brocados de oro, podría resultar más fina si tuviera un monstruo como aquéllos al lado suyo.

Acto continuo fueron convocados los aurífices y los escultores, y el palacio se llenó de batracios fabulosos.

Las ranas pulularon. Hubo ranas en todos los salones; las hubo que eran verdes como el color de los retoños o azules como el azul del cielo; hubo ranas de hierro, de cobre y hasta de barro vidriado, porque a los alfareros se encargó el fabricarlas, y porque no quedó en el reino un solo ceramista que no se aplicara a cocer en los hornos los colores que tiene el arco iris. Y hubo unas ranas de color de luna, hubo otras que parecían estar envueltas en lentejas de agua, y otras, en fin, que tenían estrías doradas en el vientre y que eran lechosas como los vidrios venecianos. El monstruo de plata bruñida que Ilsea colocó en el aposento tenía ojos de esmeralda; de turquesa eran las pupilas del que puso en el oratorio y que estaba hecho con una materia desconocida y, como el jade, transparente. Cuantas veces se acercaba ella a uno de los monstruos, tomaba especial postura, quedábase inmóvil, en su languidez había más soltura y estaba convencida de que su belleza cobraba animación y se acrecentaba, si cabe el vocablo, gracias a la fealdad de la rana que en cuclillas estaba junto a ella. Poníase trajes inverosímiles, de fondo verde salpicado con bordadas espadañas o azucenas o anémonas, que la desnudaban, mostrándola más desnuda que la misma desnudez, y así vestida, y coronada con hierbas acuáticas, agradábale permanecer horas enteras delante del agua muerta de los espejos.

Diríase que era una princesa encantada; y en figurarse que en realidad lo era, Ilsea experimentaba satisfacción muy grande, porque, más prendada de sí misma que lo estuvo Narciso tiempo atrás, no sólo imaginaba ser ahijada de las hadas, sino que tenía respeto infinito por su propia y delicada personita.

Ahora bien, las hadas le dieron un buen chasco.

Es el caso que, en un templado día de septiembre, como vagara bajo los podados tejos del parque, por la orilla de un canal en donde habían puesto como adornos ranas de mármol de trecho en trecho —pues en el curso de sus paseos la pereza la incitaba a reclinarse sobre el dorso luciente de esos monstruos—, distinguió grandes y flotantes cálices de un color azul pálido que nunca había visto, lotos azules como de esmalte, cuyos pistilos eran de luz, y en torno de los maravillosos cálices flotaban enormes y acorazonadas hojas. A la princesa Ilsea se le antojó tener aquellas flores.

Bajó precipitadamente algunos escalones, se inclinó para cogerlas; mas las flores azuladas estaban muy distantes. Atada a la orilla, una barca se mecía, metida la proa entre las azules florescencias; Ilsea, sin vacilar, entró en la barca, y la amarra se soltó sin que la princesa la tocara. Las flores de ensueño se hundieron en el agua, las hojas desaparecieron, y la barca, al garete, fue por lugares que Ilsea no conocía. El canal era un río, y la corriente rápida del río atravesaba campos dilatados, llanuras inmensas en cuyas lindes se alzaban hileras de álamos proceros.

¡Cuán distante estaba la princesa del antiguo parque áulico, y cuán lejos de la villa y del castillo de sus abuelos! ¿A qué tierra encantada iba a conducirla aquella barca?

Ilsea creía en las hadas y comenzó a temerlas.

He aquí que alcanzó a ver una maraña de plantas acuáticas y troncos de sauces, que seguidamente aparecieron unas islas, y que sentado en la orilla de una de ellas había un niño grotesco tocado con caperuza encarnada y blandiendo una larga varita de avellano. El niño enano cuidaba un rebaño de croantes ranas, al parecer muy inquieto, pues eran incesantes los saltitos de aquella grey que tenía a sus pies. “¡Ea, ranitas, haya paz!”, decía con voz monótona y temblorosa el singular pastorzuelo.

La princesa, trayendo a las mientes la leyenda, reconoció en seguida al guardador de sapos, al niño brujo, y tuvo miedo de que la barca arribara a la isla aquella.

Empero, la isla maldita ya estaba muy atrás, la barca seguía y seguía con progresiva rapidez; ahora iba costeando cerca de los mimbrerales de otra isla en donde, horca en mano, unas extrañas labriegas revolvían descoloridas parvas de heno. Esas mujeres de estatura descollada, andrajosas, demacradas, los mechones de canas desgreñados, mientras que con risa muda insultaban a Ilsea se daban con furia a recoger el heno desparramado y a levantarlo hasta el cielo. De pronto hubo cerrazón: nubes amenazadoras, semejantes a pavesas, rayaron el horizonte, y estalló la tormenta. La lluvia torrencial era tibia y helada a la vez; el maravilloso traje de la princesa perdió su lucimiento; el chubasco, por instantes más violento, siguió cayendo sobre los hombros de la aterida Ilsea, al paso que la isla de las labriegas fue alejándose.

La princesa, calada hasta los huesos, cayó de rodillas en el fondo de la barca a la sazón sacudida y zarandeada por las olas crepitantes que el turbión había desencadenado. Otra isla mostró luego sus perfiles dentro de la bruma, isla poblada de castaños sombrosos bajo los cuales columbrábase agachada entre ramas una choza miserable. Cesaba el chubasco cuando la barca atracó allí. Una afable viejecita con capuchón ornado de malvas róseas salió de la chozuela, corrió a recibir a la infortunada princesa, le dio buena acogida, y blandiendo una muleta arrastró la hermosa a su morada. En ésta abundaban los girasoles, así como en las innumerables ventanucas los enanos pintados sobre fondo de oro. E Ilsea, a quien la vieja había desnudado, enjugado y secado delante de la lumbrada, no advirtió la barba peluda ni los pies torcidos que aquélla ocultaba con las faldas. Mas entró la noche, y la princesa, que aún permanecía en pie delante de la chimenea, notó que la ungían y frotaban con una pomada rara, cuyo olor le hubiera hecho perder el conocimiento a no haber sido por el espanto que le causó ver a la vieja, desnuda también y en cuclillas junto al hogar, que se frotaba los pechos arrugados, los muslos flacos y el vientre caído.

“¡Cabrón arriba, cabrón arriba!”

En el tejado hubo gritos, el hogar echó llamas, el leño chisporroteó; dos mangos de escoba, armando gran ruido, bajaron no se sabe de qué sitio ni por qué agujero, y resoplaron, relincharon, caracolearon.

“¡Cabrón arriba, cabrón arriba!… ¡Ah, Felipe, si te cogiera!… ¡Escobón, escobón!”

Y la princesa, llena de miedo, aterrorizada, advirtió que la asían por los cabellos y la levantaban.

Bajo un cielo cargado de lluvia e iluminado por una luna de color verde, lo que vio fue un desordenado volar de brujas.

Jóvenes y viejas, delgadas y gordas, feas y bonitas, desnudas, desgreñadas, aulladoras, ora se encabritaban, ora bajaban en torbellino, ora iban a abatirse sobre el bosque lejano. En el espacio volaban también animales: un búho la rozó con las alas, un mono con pico de gallina dio rápidas vueltas en torno de su cabeza, un escarabajo estercoló al pasar cerca de ella. Debajo de la princesa, muy abajo, en los barrancos, en los senderos de los bosques, hormigueaba la muchedumbre; pasaban cojos, jorobados, ventrílocuos y malandrines; parecía que un pueblo entero iba de romería, que un alud de saltimbanquis y juglares se precipitaba a una fiesta horrible.

“¡Aquelarre, aquelarre!”

Era el aquelarre. Todos los abortos de la naturaleza estaban allí, en apretadas filas, ondeando en la campiña lunar; gente contrahecha daba saltos de sapo en los caminos, exhibidores de osos bailaban en las encrucijadas. La princesa Ilsea creía morir: la rodeó un enjambre de pavos erizados; el rabo de una rata la tocó; la olfateó una zorra; una víbora, alada como un gallo, le dio azotes, y torturada por garras, besada, mordida, lamida y a horcajadas sobre mil animales invisibles así estuvo hasta que dio un grito tremendo y despertó.

Se encontraba en la alcoba estucada y con paneles de cristal. Ilsea saltó del lecho, despavorida: la rana de plata bruñida y ojos de esmeralda, hecha pedazos, yacía en la alfombra.

Y la princesa, apenas repuesta del susto, fue a verse en el espejo.

¡Horror! ¿Duraba aún la horrible pesadilla? El alto espejo reflejaba la cama, completamente revuelta, y la alcoba vacía; mas la princesa no vio su imagen en el cristal.

Huyó del hechizado apostento, corrió por todo el palacio e interrogó a todos los espejos. La rana de metal, de losa o de tierra cocida, adorno de la habitación en donde entraba, yacía hecha añicos y el espejo interrogado no respondía.

La princesa Ilsea había dejado su imagen en el aquelarre y nunca pudo encontrarla. Las hadas le dieron ese chasco para castigar su orgullo.

Hay que precaverse de las flores que flotan en el agua y de las caras que sonríen en los espejos.

A la princesa Ilsea le gustaban con exceso los espejos y las flores.

Versión de Pedro Simón Pineda