Venance Konan

Robert y los Catapila

Traducción de Alejandra Guarinos Viñals

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Título original: Robert et les Catapila (del volumen Robert et les Catapila, recueil de nouvelles)
© NEI-CEDA éditions, 2005

© de la traducción: Alejandra Guarinos Viñals, 2013

© de la edición: 2709 books, 2013
Sociedad limitada unipersonal
Arpón, 18 – 03540 Alicante
www.2709books.com
info@2709books.com

Imagen de la cubierta: Johnston, A. Keith, The mountains, table lands, plains & valleys of Africa, Edinburgh, William Backwood and Sons, 1852. De la David Rumsey Map Collection, www.davidrumsey.com.

Coordinación editorial: Marina M. Mangado

La editora quiere expresar su agradecimiento a Albert, Begoña, Carmen, Fulgen y Óscar por su colaboración en este proyecto.

ISBN: 978-84-941711-0-9

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede realizarse con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones de reproducciones provisionales y de copia privada previstas por la ley.

Número de copia: 2709BW - Fecha: 27.09.2013

 

No se sabe muy bien en qué año llegó al pueblo. Tan solo que ha pasado mucho tiempo desde entonces. Aquí, los años se parecen tanto que siempre nos equivocamos cuando queremos contarlos.

Llegó delgadísimo, como todos los de su raza, en busca de una tierra menos dura que aquella que lo había visto nacer y donde, según nos contó, nada, absolutamente nada, crecía. Contaba incluso que allí, cuando uno se encontraba con un árbol tenía que andar durante kilómetros antes de ver otro. Lo mirábamos con los ojos muy abiertos pero sabíamos perfectamente que exageraba.

Fue Robert quien se lo encontró por la ciudad y lo trajo a nuestro pueblo. Se lo presentó al jefe de la tierra como su amigo, mejor dicho, como su hermano, y le dio un trozo de bosque que había heredado de sus padres. Condujo a su amigo a lo más profundo del bosque, donde solo se aventuran los cazadores más intrépidos debido a las bestias salvajes, y le dijo:

—Puedes empezar a trabajar la tierra a partir de ese árbol grande hasta aquel reguero de agua.

Era un buen trozo de bosque pero Robert estaba convencido de que su amigo no podría trabajar más que una pequeña parte. Robert nunca nos dijo la cantidad que le dio su amigo a cambio de ese trozo de bosque, pero durante algunos días fue un hombre próspero que invitaba a beber a todo el mundo, algo que hacía siempre que tenía dinero.

Por aquel entonces, nuestro pueblo era minúsculo y estaba perdido en medio del bosque. Sacábamos de ese bosque los recursos básicos. Nuestras necesidades no eran enormes y el bosque nos proveía de sobra. Nos daba berenjenas, tomates, pimientos, granos de palma, bananas, taros, ñames, gombos, carne. En resumen, todo lo que necesitábamos para alimentarnos. Nuestras mujeres cultivaban algo de arroz en las inmediaciones del pueblo y lo vendían para comprar otras cosas que el bosque no podía ofrecernos. Algunos hombres cultivaban también café y cacao pero no eran muchos.

El amigo de Robert se fue y regresó después con uno de sus hermanos pequeños, tan flaco como él y con un nombre tan impronunciable como el suyo. Robert les dio permiso para construirse una cabaña al lado de la suya. Dos días más tarde, la habían acabado ante la sorpresa de todo el pueblo. Y empezaron a ir al bosque. Se iban muy temprano por la mañana, incluso antes de la salida del sol, y no volvían hasta tarde, cuando ya era de noche. Nunca participaron en las veladas que organizábamos por las noches en las que cantábamos y recitábamos poemas, bebíamos vino de palma y copulábamos con las chicas detrás de las cabañas. Robert le insistió a su amigo para que viniera con su hermano a beber con nosotros, pero se negaba siempre con la excusa de que estaba cansado. Nos parecían raros pero, en el fondo, no eran más que gente de otra raza, distintos a nosotros y dejamos de interesarnos por ellos.

Al cabo de diez días, Robert terminó preguntándose qué narices podrían estar haciendo esos dos en el bosque y se fue a averiguarlo. Volvió corriendo, reunió a todos los hombres presentes en el pueblo y les pidió que lo siguieran.

—Si os lo cuento, jamás me creeríais. Venid a verlo vosotros mismos.

Y lo seguimos por el bosque.

Durante el trayecto, se negó rotundamente a responder a nuestras preguntas, solo decía:

—Venid y veréis. Si os lo cuento antes de que lo hayáis visto, me acusaréis de ser un mentiroso.

Anduvimos pues hasta el campo que Robert había dado a su amigo y lo que vimos fue realmente increíble.

—Pero, ¿cómo han podido hacer esto? —preguntó un hombre del grupo.

—Un hombre no puede hacer esto —dijo otro.

Lo que nuestros ojos veían superaba sencillamente lo imaginable. Los dos hombres habían talado todos los árboles y desbrozado todo el bosque con sus propias manos.

—¿Cómo es posible que un hombre trabaje así? —preguntó Robert.

—Parecen Caterpillars —respondió alguien.

A partir de ese día el amigo de Robert perdió su verdadero nombre, ya de por sí difícil de pronunciar. Se quedó con «Catapila», alteración de Caterpillar, y a su hermano se le llamó «Pequeño Catapila». Más tarde, cuando vinieron a instalarse con ellos más hombres y mujeres de su raza, los llamamos los Catapila. Los llamábamos así para reírnos de ellos pero ellos se sentían orgullosos de que los comparáramos con esas máquinas americanas que arrancaban árboles, enormes incluso, y aplanaban montañas.

La historia recorrió todo el pueblo y llegó incluso a los pueblos vecinos. Todos los días, los hombres atravesaban el bosque para ir a ver trabajar a Catapila y a su hermano. Por toda herramienta tenían machetes, escardillos y hachas. Verlos talar un árbol era todo un espectáculo. Se ponía cada uno en un lado y golpeaban con las hachas sin parar. Veíamos sus músculos tensos por el esfuerzo y relucientes de sudor. Una vez que habían hecho profundas muescas en el árbol, lo rodeaban para ver por qué lado tenía que caer y volvían a golpearlo hasta que el árbol comenzaba a inclinarse y se desplomaba gimiendo. Nos poníamos a aplaudir cada vez que un árbol caía con gran estruendo. Enseguida los cortaban en varios trozos y los transportaban fuera del campo. Nos decían que hacían carbón con ellos. No entendíamos por qué se tomaban tanta molestia pero, al fin y al cabo, no era asunto nuestro.

Layaban, desbrozaban, talaban árboles, escardaban, no paraban salvo para beber agua o comer una ridícula banana a la brasa. Al principio, no nos cansábamos de ir a verlos trabajar. Pero una vez que todo el pueblo, incluyendo los ancianos, las mujeres y los niños, había ido varias veces a verlos con sus propios ojos, los dejamos tranquilos porque el camino para acceder a su plantación era largo y escarpado y, al final, nos resultaba demasiado pesado. Los habitantes de otros pueblos algo más alejados nos contaron que también ellos tenían hombres de esos. Los llamamos a todos los Catapila. Decidimos que todos eran tontos. Y desde entonces decimos que un hombre grande, fuerte y no muy inteligente es un Catapila.

Un día, Robert le preguntó a Catapila qué pensaba hacer con todo ese campo. Le contestó que pensaba plantar cacao, un poco de arroz, algunas bananas, tomates, berenjenas, gombos y pimientos. Robert le dijo que era tonto por querer cultivar hortalizas y bananas, porque allí, todo aquello crecía solo.

—Aquí, basta con escupir en el suelo, para que crezca una hortaliza. Y cuando haces caca, crece un banano allí donde la has hecho —le comentó.