Portada: Una vida de repuesto. Boris Fishman
Portadilla: Una vida de repuesto. Boris Fishman

 

Edición en formato digital: septiembre de 2016

 

Título original: A Replacement Life

En cubierta: fotografía de © Stephen Morris / Stocksy United

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Boris Fishman, 2014

© De la traducción, María Porras Sánchez

© Ediciones Siruela, S. A., 2015

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-16854-57-8

 

Conversión a formato digital: María Belloso

 

A mis abuelos y mis padres

 

La escritura es un acto de venganza.

 

REINALDO ARENAS

Capítulo 1
Domingo, 16 de julio de 2006

El teléfono sonó justo después de las cinco. Una sombra azulona se extendía por el cielo: sin escrúpulo alguno, el día se disponía a comenzar. ¿Acaso no acababa de hacerse de noche? El cuerpo le indicaba que así era. El sol, en cambio, se adivinaba en el recuadro de color cobalto de la ventana y las grandes torres del Upper East Side se preparaban para su baño de oro.

¿Quién podía equivocarse al marcar a las cinco de la mañana de un domingo? El teléfono fijo de Slava nunca sonaba. Incluso los teleoperadores le habían dado por perdido, un logro nada desdeñable. Su familia ya no lo llamaba porque él se lo tenía prohibido. En su estudio, milagrosamente asequible incluso para un empleado júnior de una revista del Midtown, los ecos campaban entre el escaso mobiliario: un futón, un escritorio, una lámpara de techo decorada con vides forjadas en hierro (regalo de su abuelo que no pudo rechazar) y un televisor antiguo que nunca encendía. De vez en cuando imaginaba que atravesaba las paredes como un espíritu de Poe y se reía amargamente.

Pensó en levantarse, atacar el día por sorpresa. A veces se levantaba más temprano de lo normal para inspirar el aire del parque Carl Schurz antes de que el sol avivase la peste a porquería, crema solar y mierda de perro. Mientras los camiones de basura impregnaban el aire de pitidos, él se apoyaba en la barandilla con los ojos cerrados, el río a sus pies todavía negro, amenazador y nocturno, para oler el salitre de un arcano e intocable océano. Madrugar siempre lo llenaba de esperanza, la clase de optimismo que solo estaba disponible antes de las siete o las ocho, antes de acudir a la oficina.

El bendito teléfono volvió a sonar. Derrotado, extendió el brazo para cogerlo. A decir verdad no le desagradaba que lo llamaran. Incluso si resultaba ser un teleoperador, habría atendido con seriedad su pregunta sobre fondos destinados a educación.

—Slava —susurró en ruso una voz acuosa: su madre. Sintió rabia, después algo más indefinido. Rabia porque les había pedido que no lo llamaran. Lo otro porque ella últimamente lo obedecía—. Tu abuela no está —anunció. Entonces rompió a llorar.

No está. Faltaban palabras. En ruso, no necesitabas un adjetivo para completar la frase, pero en inglés sí hacía falta. En inglés, su abuela podría estar viva.

—No lo entiendo —dijo él.

Llevaba semanas sin hablar con su familia, puede que un mes pero, en su cabeza, su abuela, que padecía cirrosis en silencio desde hacía años, seguía confinada en su cama de Midwood, como si el recuerdo se correspondiera con la realidad hasta que volviera a verla, hasta que él autorizara cualquier cambio. El estómago, hasta entonces en calma, se le revolvió.

—La ingresaron el viernes —explicó su madre—. Pensamos que era otro problema de hidratación.

Slava se quedó mirando el edredón que le cubría los pies. Raído y fino como una camisa vieja. La abuela lo había lavado a mano innumerables veces. Los Gelman lo habían traído consigo desde Minsk, no fuera a ser que en América no vendieran edredones. Y no se vendían, al menos no como este, que tenía una oca entera dentro. La funda se abría por la mitad, no por el lado. En una ocasión, una chica se quedó atrapada ahí en un momento clave. «Lo siento, creo que necesito reiniciarme», había dicho ella. Les había entrado la risa y habían tenido que comenzar otra vez.

—¿Slava? —musitó la madre. Estaba asustada, hablaba en voz baja—. Murió sola, Slava. No había nadie con ella.

—No digas eso —la tranquilizó él, aliviado por la reacción irracional de su madre—. Ella no lo sabía.

—No dormí nada la noche anterior, por eso me marché —puntualizó su madre—. Se suponía que tu abuelo iría esta mañana. Y entonces se murió. —Comenzó a llorar de nuevo, los sollozos se mezclaban con los mocos—. Le di un beso y le dije: «Mañana nos vemos». Slava, por Dios, debí haberme quedado.

—Ella no se habría dado cuenta de que estabas allí siquiera —alegó él con voz espesa. Notaba que le subía el vómito por la garganta. La mañana azul se había vuelto gris. El aparato de aire acondicionado resoplaba desde la ventana, mientras la humedad aguardaba en el exterior, como un ladrón.

—Dejó este mundo completamente sola. —Su madre se sonó la nariz. Se oyó un empellón en el auricular—. Entonces —anunció ella con ferocidad repentina—, ¿ahora sí que vendrás, Slava?

—Por supuesto —aseguró él.

—Ahora sí que vendrá —reiteró ella maliciosamente. La madre de Slava poseía el récord mundial cuando se trataba de pasar a toda velocidad de la ternura a la grosería, pero nunca había empleado ese tono ni siquiera para reprocharle que abandonara a la familia—. ¿Por fin has encontrado una buena razón? La mujer que se habría dejado la piel por ti. La mujer a la que no viste más que una vez en todo el año pasado, Slava... —Entonces cambió el tono para dar a entender que su opinión le daba igual—: El entierro es hoy. Han dicho que hay que celebrarlo antes de las veinticuatro horas.

—¿Quién lo dice? —preguntó él.

—No lo sé, Slava. No me preguntes esas cosas.

—No somos practicantes —protestó él—. ¿Vais a enterrarla también amortajada o cualquier otra tontería de esas que hacen? Oh, no importa.

—Si vinieras, quizá podrías dar tu opinión —refunfuñó ella.

—Iré —aseguró él con voz queda.

—Ayuda a tu abuelo —le pidió ella—. Tiene una nueva cuidadora. Berta. De Ucrania.

—Vale —respondió él, tratando de ser de ayuda. Le temblaban los labios.

Su abuela no estaba. Nunca había imaginado esa posibilidad. ¿Por qué no? Llevaba años enferma. Pero él siempre había tenido la certeza de que lo superaría. Había superado cosas mucho peores, había superado lo inimaginable, ¿por qué no aguantar un poco más?

Ella no era la típica abuela que te revolvía el pelo dos veces al año (¿o no había sido? El nuevo tiempo verbal, ese embajador hostil, presentaba sus credenciales). Ella lo había criado. Había saltado al césped con él para jugar al fútbol hasta que otros chicos acudían. Fue ella quien lo descubrió enrollándose con Lena la Cachonda entre las moreras y quien se lo llevó a rastras a casa (su abuelo en cambio se habría frotado las manos y le habría dado instrucciones como un entrenador a su boxeador, mientras Lena le hacía una media llave con su busto formidable, pero la abuela no quería saber nada de sinvergonzonerías). Cuando estalló el reactor nuclear, la abuela maldijo al abuelo por dar la lata con la radio, intercambió uno de sus abrigos de visón (que, a decir verdad, el abuelo había adquirido en el mercado negro) por el Lada Zhiguli del vecino, e hizo que el padre de Slava se llevara a toda la familia en el coche a Lituania, donde estuvieron una semana alojados y alimentados a cuenta del visón.

Slava la conocía con el cuerpo. La boca la conocía, pues le había dado de comer a cucharadas. Los ojos la conocían por las caricias de los dedos abotargados. La abuela había pasado el Holocausto. ¿Pasado el Holocausto? ¿Como quien pasa un examen o pasa el balón? La gramática resultaba incorrecta. ¿Resistido el Holocausto? ¿Vivido, sufrido, superado, aguantado? Los participios se quedaban cortos. La verdad es que ella nunca contó nada y nadie la molestó con preguntas sobre el tema. Con solo diez años, Slava no acertaba a explicárselo. Por aquel entonces ya se había empapado de la lógica americana y creía que era preferible saber a no saber. El día que ella faltara nadie conocería su historia. No obstante, nunca se atrevió a preguntar. Se lo imaginaba. Perros ladrando, alambradas de espino y un eterno cielo gris.

—Adiós, Slava —lo interrumpió su madre. Le hablaba como si apenas lo conociera. Se escuchaban interferencias en la línea. Tenía la sensación de que eran las únicas personas que hablaban mientras otros ocho millones dormían. Lo atormentaba lo irreal de la situación. Sin rodeos: la abuela se había ido. La abuela no estaba.

¿Durante cuánto tiempo permanecieron en silencio? Aunque conversaran, solo había silencio entre ellos. Por fin, con voz lejana, su madre apostilló:

—Nuestra primera muerte americana.

 

Abajo, en la portería, Rich desaparecía en el armario de los paquetes.

Slava se apresuró a adelantarse a él, lo disgustaba tener que acercarse con remilgos mientras Rich (Ryszard, oriundo de Polonia), Bart (Bartos, oriundo de Hungría) o Irvin (Ervin, oriundo de Albania) se aproximaban penosamente. A Slava le gustaba abrirles la puerta a los señores mayores, no viceversa. No obstante, Rich, Bart e Irvin ocuparon su puesto con entusiasmo cuando lo conocieron, mirándolo entre admirados y resentidos... Un inmigrante como ellos que había progresado en el mundo. En una ocasión, Slava intentó persuadir a Rich para sostener la puerta por sí mismo, pero el hombre levantó el dedo índice para advertirle que se estuviera quieto.

—Slava, ¿cómo es todo? —preguntó Rich desde las profundidades del armario. Acababa de encerar el vestíbulo y, Slava, ya próximo a la puerta, hacía crujir el suelo a cada paso. Con la precisión de un bailarín, el voluminoso polaco emergió entre la espesura de bolsas de la tintorería y cajas de mensajería y accionó el picaporte—. Bonito día, por favor, ¿okey? —comentó con un desdén conmovedor.

Nuestra primera muerte americana. Bonito día, por favor, ¿okey? Al salir del edificio, los «y si» del día presentaron sus tentadoras alternativas. Rich conseguía llegar primero a la puerta, la línea 6 de metro seguía siendo insuficiente para transportar a la muchedumbre del Upper East Side y la abuela seguía viva, rascándose despacito las heridas ataviada con su albornoz, en el barrio de Midwood. Sí, tenía las vías biliares obstruidas, tenía la bilirrubina alta —Billy Rubin era un chico medio judío, ¡nunca le haría daño!—, pero seguía con ellos, desdentada y gruñona con el abuelo.

Desde la última vez que Slava había acudido al sur de Brooklyn, hacía casi un año —su madre era una observadora inclemente—, una nueva torre de apartamentos crecía en la esquina contigua a su bloque, dos restaurantes en su manzana habían sido clausurados y habían reabierto con otro nombre y un concejal se había visto obligado a dimitir a causa de un escándalo sexual. Una vez en Brooklyn, cuando el metro salió a la superficie a la altura de la estación de Ditmas, Slava vio pasar las mismas tiendas de arreglos y los mismos establecimientos de comida rápida, la misma música retumbando en las ventanillas tintadas de los Camaros destartalados, el mismo concejal corrupto en las vallas publicitarias (el vicio de este otro eran los sobornos). Esta gente había venido a América para que la dejaran en paz.

Alguien que desembarcara procedente de Manhattan divisaría una ciudad extranjera. Los edificios eran más pequeños y las personas más grandes. Iban conduciendo a todas partes y, para la mayoría, Manhattan era un tostón resplandeciente. A medida que el metro se aproximaba a Midwood, las mercancías mejoraban y los precios eran orientativos. Aquí, donde un dátil sabía a chocolate, era toda una virtud persuadir al tendero —chino, en lugar de coreano; mexicano, en lugar de árabe— para que te rebajara el precio que indicaba el letrero. Aún era un mundo en proceso de creación. En algunos de los barrios, el tiempo medio de residencia en el país no llegaba a los doce meses. Estos americanos recién nacidos apenas si gateaban. Algunos, no obstante, ya habían encontrado la tetilla de la prosperidad americana.

El abuelo vivía en el primer piso de un edificio de ladrillo color tostado donde los inquilinos eran o viejos de la Unión Soviética o mexicanos que les impedían pegar ojo. Como cobraba una pensión, no le estaba permitido trabajar oficialmente. A los Kegelbaum, del 3D, les revendía salmón que les compraba a los mayoristas cuando iban a entregar la mercancía a los establecimientos de productos rusos. ¿Por qué ibas a pagar 4,99 dólares en la tienda si podías pagar 3 en la acera? Los chicos del camión de reparto se reían y le regalaban bacalaos y platijas.

En la puerta contigua a los Kegelbaum vivían los Rakoff, una familia de judíos americanos. Ellos contemplaban horrorizados el marisco que asomaba chorreando de la bolsa de malla que solía llevar el abuelo. Los Aronson (soviéticos, 4A) le compraban al abuelo la nitroglicerina que su médico le recetaba sin necesidad a cambio de una botella de coñac Courvoisier mensual. A los mexicanos (2A, 2B, un apartamento ilegal en el sótano) el abuelo les cortaba el pelo, pues no les interesaban ni el salmón ni la nitroglicerina. La grasa con la que cocinaban estos recién llegados nunca llegaba a agotarse antes de que él se la repusiera. Naturalmente, cada nueva entrega incluía menos cantidad que la anterior.

Slava remontó los escalones hasta el primer piso y se detuvo frente a la puerta del abuelo. Un día cualquiera se oiría su televisor desde los buzones de la planta baja; un acto de venganza contra los mexicanos, que se pasaban el fin de semana estrellando botellas vacías de Budweiser hasta el amanecer. El interior estaba en silencio, mientras al otro lado de la puerta el día discurría en toda su gloria, como cualquier otro.

La puerta se abrió sin necesidad de llamar. Normalmente el abuelo echaba tres cerrojos; en esta parte de Brooklyn, los oriundos de la antigua Unión Soviética todavía codiciaban la fortuna ajena. Pero era un día de luto. Pedía compañía, como los personajes de Tolstói de los pueblos, que colgaban luces en el exterior de la casa después de cenar.

Dentro de la casa flotaba una neblina dulce y se oía ruido de platos en la cocina. Slava se desprendió de los zapatos y caminó de puntillas por el pasillo hasta divisar el salón. El abuelo estaba sentado en el sofá beis, mesándose el cabello ceniciento. En la calle, las mujeres solían fijarse en el abuelo —vestido con cachemir italiano, las manos y los antebrazos surcados por tatuajes azulados—, antes de dignarse a mirar al nieto que lo llevaba del brazo. Hoy el anciano iba con unos pantalones de chándal y una camiseta interior, y parecía un vejestorio. Movía los dedos de los pies como si quisiera asegurarse de que el mundo seguía en su sitio.

El sofá siseó cuando Slava se sentó junto al abuelo. Yevgeny Gelman se quitó las manos de la cara y se quedó mirando a su nieto como si fuera un desconocido y considerara una afrenta encontrarse con otra persona estando ausente la mujer con la que había pasado medio siglo. Slava era consciente de que un millón de diabólicos trastrocamientos les aguardaban.

—Tu abuela se ha marchado —gimoteó el abuelo, hundiendo la cabeza en la camisa almidonada de Slava. Dejó escapar un sollozo y se retiró con premura—. Es un buen traje —alegó.

—¿Ha llamado mamá? —preguntó Slava. Esas palabras en ruso parecían pronunciadas por otro: nasales, taimadas, agramaticales. La última vez que había hablado en ruso había sido con su madre, un mes antes, aunque él seguía maldiciendo en ruso y continuaba maravillándose en ruso. Ukh ty. Suka. Booltykh. No existía equivalente en inglés que las mejorase.

El abuelo escrutó la cara de Slava en busca de las trazas de la pena.

—Mamá está donde Grusheff —explicó—. Me pidió que llamara a la gente para contárselo. Los Schneyerson van a venir. Benya Zeltzer aseguró que intentaría sacar tiempo. Posee tres tiendas de alimentación.

—¿Hay alguien ayudándola? —preguntó Slava.

—No lo sé. Ese rabino, ¿Zilberman?

—Sabes que Zilberman no es rabino —replicó Slava.

El abuelo se encogió de hombros. Había preguntas que no debían formularse.

Zilberman no era rabino. Al igual que Kuvshitz no era rabino, ni tampoco Gryanik. Estos inmigrantes soviéticos merodeaban por las salas de espera del hospital, habían aprendido un poco de hebreo y se presentaban oportunamente para ennoblecer el fallecimiento de personas como la abuela, ofreciendo indicaciones para llevar a cabo un entierro acorde con la Torá a cambio de unos honorarios mínimos. Y ¿por qué no? Sus hermanos y primos cargaban con muebles, conducían ambulancias desde el amanecer, pintaban paredes hasta que les sangraban los dedos... ¿Quién de ellos era el más listo?

¿Acaso estos hombres no ofrecían exactamente lo que sus clientes demandaban? ¿Acaso no atendían, siguiendo el modelo americano, las necesidades del mercado? Sus compatriotas habían pasado demasiados años inmersos en el ateísmo soviético como para observar los ritos judíos ahora que eran libres de hacerlo, pero querían un toquecito de tradición, una gotita sagrada, un forshpeis1. Cuando Zilberman et alii entraban en escena, se transformaban temporalmente en Moisés, Chaim, Mordecai. Estos artistas de la zona gris elegían de forma selectiva las prácticas rituales que más les convenían. Como indica el rito judío, aconsejaban que el entierro se realizara lo antes posible. En cuanto a que el ataúd fuera un simple cajón de pino y que no hubiera adornos florales..., ¿de verdad era necesario? Puede que el fallecido no hubiera sido millonario, ni tampoco una personalidad internacional, pero él o ella habían sido el pilar de una familia, la víctima de alguna guerra mundial, un receptáculo de sabiduría. Esa persona merecía algo mejor que una caja de pino barato. En Pompas Fúnebres Grusheff —Valery Grushev creía que, gracias a las dos efes su apellido sonaría como si sus ancestros hubieran emigrado con la aristocracia que huyó de los bolcheviques vía Francia en 1917— tenían féretros de abedul bielorruso, de secuoya californiana, incluso de cedro libanés. ¿Acaso los que lo habían conocido en vida no merecían una oportunidad de despedir al fallecido por última vez en un velatorio? Por cada hito del duelo, Moisés y Chaim se llevaban comisión.

—Te ayudaré si quieres —se ofreció Slava.

—Casi he terminado —aseguró el abuelo—. Tampoco hay tanta gente a la que llamar, Slava.

En la cocina una cacerola cayó sobre otra, interrumpiendo el sonido del grifo abierto. Una mujer se maldijo por su torpeza. El abuelo levantó la cabeza, volvía a tener la mirada alerta.

—Ven —le pidió, asiéndose al antebrazo de Slava—. Las cosas cambian, hace tanto que no vienes.

Se levantó y se apoyó en Slava dejando caer el peso más de lo necesario.

Llegaron al umbral de la cocina cogidos del brazo, como dos novios. El abuelo tenía los lagrimales anegados.

—Berta —anunció con voz ronca—. Mi nieto.

Muertes aparte, el abuelo tenía la oportunidad de congraciarse con su nueva cuidadora presentándole formalmente a su nieto. Como si de un edificio soviético se tratara, cada altura de Berta estaba sobrecargada. Las uñas de los pies pintadas de color plata reluciente, los pies embutidos en plataformas que utilizaba de zapatillas de andar por casa, las piernas ajamonadas atenazadas por unas mallas floreadas. Slava sintió una sacudida traicionera en la entrepierna. Berta no había oído al abuelo.

—¡Berta! —bramó el abuelo. Extendió el brazo y dio unos golpecitos en la pared con los nudillos. Berta se giró. Bajo las arrugas y unos ojos pegados a la nariz donde se leía la preocupación, su rostro había mantenido la belleza inmaculada de la juventud. La piel le brilló como la mantequilla fresca.

—¡El chico! —exclamó. Sujetando en alto los guantes amarillos como si fuera a placar a un mangante, se acercó a Slava con pasos torpes y lo rodeó con sus brazos regordetes. Berta también tenía que corresponder al abuelo. Una llamada suya a la coordinadora de la agencia de enfermeras, que recibía del abuelo un regalo mensual en forma de chocolatinas y perfume, y reasignarían a Berta a un parapléjico que necesitara que le limpiaran el culo y que le dieran las gachas a cucharadas. ¡Berta, la eslava, cuyos congéneres tenían atemorizados a judíos como el abuelo! Esto (más que la profusión de carne en los supermercados americanos, la disponibilidad de tecnología avanzada, incluso la caballerosidad que empleaban los americanos para referirse a su presidente) formaba parte de la grandeza misteriosa del país que había acogido a los Gelman de Minsk. Un país que tenía el poder de convertir a los verdugos en criadas.

Berta se aferró a Slava como uno se aferra a un abrigo en invierno, provocándole una erección. En la cocina crepitaba una sartén con mantequilla y cebolla. De ahí el olor dulce. La mesa después del funeral se tambalearía bajo el peso de la comida. Las visitas tenían que verlo: esta casa estaba bien aprovisionada.

Mientras Slava abrazaba en la cocina de su abuela a una mujer que nunca había visto antes con una familiaridad que ambos fingían, comenzó a menguar la emoción por la pérdida de la abuela, como si alguien hubiera salido a hurtadillas de la habitación equivocada. Durante el funeral lo acusarían de indiferencia mientras su madre y el abuelo se abrazaban y gimoteaban. Las visitas tenían que verlo.

 

Tras dos años de intentos fallidos sin que publicaran ningún artículo suyo en la revista Century, por fin consiguió encajar los hechos. Nuestras grandes epifanías se cocinan a fuego lento pero, una vez listas, se anuncian tan repentinamente como el timbre de un horno. La ayuda del abuelo había sido inestimable. Slava había ido a visitarlos una tarde lluviosa. Habían terminado de cenar, la cuidadora había retirado los platos, la conversación había languidecido. La abuela estaba descansando. El abuelo estaba sentado de medio lado en una de las mesas del comedor, con la palma de la mano en la frente. Slava lo observaba entre los pliegues de un pequeño sofá. Él estaba pensando en las tareas del día siguiente, en la idea que barajaba para una historia.

Su abuelo abrió la palma de la mano como si estuviera convenciendo a otra persona, y exclamó:

—¿Qué? ¿Es demasiado tarde para que se dedique a los negocios? No es demasiado tarde. De tarde nada. —Hizo girar la muñeca. De tarde nada.

Vivir cerca del abuelo, de los vecinos del abuelo, de los malditos barrios habitados por rusos, bielorrusos, ucranianos, moldavos, georgianos y uzbecos... Este sería su lugar si Slava quisiera escribir para algún periódico ruso de los muchos que habían proliferado en el vecindario. Si quisiera vivir entre aquellos que decían «nosotros no vamos a América», excepto para registrar el coche y para ir a Brodvei. Si quisiera comprar en almacenes que vendían varas de abedul para azotarse en la sauna y extraños champús turcos que invertían la calvicie. Eso sí, adiós a Century. Si quería que un paramilitar le rompiera el brazo con delicadeza para poder denunciar al supermercado por no limpiar el hielo de la puerta y cobrar una indemnización, estaba en el lugar adecuado. Estaba en el lugar adecuado si quería salir con Sveta Beyn, una doctora de altos vuelos que acababa de comprar un piso de doscientos ochenta metros cuadrados con balcón. Comprado, no alquilado (en realidad, se lo habían comprado sus padres, que se habían tomado la libertad de decorarlo también: mucho lacado, mucho rococó, mucha foto de papá y mamá).

Pero si Slava deseaba convertirse en un auténtico americano, librar su escritura de la polución que absorbía cada vez que regresaba al pantanoso caldo de cultivo del Brooklyn soviético, si Slava Gelman —inmigrante, bárbaro en pañales, con un camino que se dividía ante él como las alas desplegadas de un águila— deseaba escribir para Century, no le quedaba más remedio que marcharse de allí. Extirparse, como las piedras del riñón de la abuela.

Dejó de visitarlos, dejó de llamar, dejó que otra persona que no era él pasara las noches junto a la cama de hospital de la abuela mientras las máquinas le depuraban el hígado. La mayor parte del tiempo ella tampoco se daba cuenta. Desde que comenzara su exilio en Manhattan, donde se le resistía la publicación que había esperado que sucediese de inmediato, Slava seguía pensando en ella. Con un tenedor delante de un plato de kasha2, oteando el río que separaba Manhattan de Queens, antes de quedarse dormido.

Ese era el precio de erosionar la línea divisoria entre allí y aquí, se decía. Eran hechos consabidos, antiguos, aburridos: este inmigrante cambió de nombre para tener éxito en América. Este otro abandonó su religión. Y este de más allá rompió temporalmente con su familia, menuda crisis. Slava no se había marchado para estudiar la condición humana desde una cabaña en el bosque. Se iba a Century, la legendaria y hermética revista, aún más antigua que The New Yorker y, a pesar del declive reciente, un parangón por siempre jamás. No, Slava no cobraba igual que Igor Kraz, el proctólogo, pero tampoco se pasaba el día toqueteando tubos untados de mierda. Century había publicado el primer reportaje sobre Budapest en 1956. Había sido la primera en tomar en serio el expresionismo abstracto. Había desenmascarado a Ivan Boesky y había salvado Van Cortland Park. De acuerdo, eso no había significado nada para ninguno de los Gelman (trató de explicarles que era la Honda de las revistas americanas, un Versace, un Sony). Pero la gente culta y entendida del país —tres millones de personas en el último recuento que hicieron los del departamento de subscripciones— contemplaban Century igual que su madre contemplaba a la reina de Inglaterra: con temor, piedad y una curiosidad salvaje. Slava no escribía allí, pero los Gelman no necesitaban saberlo. De todas formas, nunca compraban la revista. Tarde o temprano Slava acabaría escribiendo para Century —evidentemente, el éxito era el éxito, incluso si permutabas escritura por proctología; lo cierto es que las cosas no habían salido como había planeado—, y entonces entrarían en razón. Aunque había que pagar un precio, se vería recompensado.

Dos días antes de que su abuela falleciera, gracias a un golpe de suerte —no fue un golpe de suerte, fue una pizca del polvo de hadas de Arianna Bock, que se sentaba en el cubículo de al lado—, le habían asignado un artículo para Century después de pasarse tres años intentando inútilmente conseguirlo por sus propios medios. Se había pasado el último día de su abuela en la tierra observando a un «explorador urbano» escalar la tumba de Ulysses S. Grant en Morningside Heights. Era una argucia para atraer lectores —todo el mundo en esta ciudad imposible tenía su manía, y escalar monumentos era la de este tipo—, pero Slava había albergado deseos de redactar un gran ensayo sobre política, continentes, amor. Por eso se despertó de tan mala manera el domingo, se había pasado escribiendo casi toda la noche del sábado mientras ella —¿conscientemente?, ¿inconscientemente?— desgranaba sus últimas horas. No había garantías, pero ¿un pie de autor en Century? Solo se le podía comparar a un pie de autor en The New Yorker. Se habían firmado contratos para publicar todo un libro basándose únicamente en un pie de autor de Century. Finalmente estaba sucediendo. Solo que él no había llegado a tiempo.

 

Pompas Fúnebres Grusheff ocupaba media manzana de Ocean Parkway. El Grusheff del rótulo cubría las dos fachadas convergentes del edificio. La amplia avenida dormitaba bajo el calor del mediodía, los pocos coches circulaban desganados por la calle. La marquesina se levantaba sobre postes dorados y unas sirenas asomaban en los cristales de las ventanas ovaladas.

La sala del velatorio era un espacio enmoquetado con una abstracción de zigzags y rayas estilo disco, bordeado de gigantescos arreglos florales, aves del paraíso y anémonas rosa flúor embutidas en vitrinas verticales que le proporcionaban a la habitación un aire a feria de ciencias. Valery Grusheff, con gemelos y pañuelo en el bolsillo, se paseaba entre los dolientes allí congregados.

Estos parecían maquillados para interpretar una escena donde tuvieran que aparentar diez años más; proliferaban las ojeras abultadas y los michelines en la cintura. El abuelo, trastornado pero visiblemente apenado, vestía un abrigo a pesar del bochorno y estaba apartado en una esquina maldiciéndoles entre dientes. En la Unión Soviética —donde su aparentemente insignificante trabajo de barbero en la principal terminal ferroviaria le había dado acceso a todas las mercancías que entraban en Minsk en los trenes nocturnos procedentes de Moscú, Kishinev y Yerevan—, había conseguido sandías, coñac, aparadores y visados para estas personas. Cuando la necesidad acuciaba, se aseguraban de tener a mano su número de teléfono. Pero la democrática América les había permitido conseguir sus propias sandías y sus citas médicas. Ahora a él le tocaba llamar primero a fulano o a mengano para que lo invitaran a las sobras de la fiesta del día anterior, a la que no había sido invitado. No es que llevara la cuenta de las afrentas, pero ¿no podían mostrar un poco de gratitud? Él, desde luego, no volvería a sentar las posaderas en sus sillas.

Los individuos en cuestión saludaron a la madre de Slava con la familiaridad exagerada de la gente que lleva años sin verte.

«Ahora está en el cielo». «Sé fuerte, hazlo por tu padre». «Ahora está descansando». «Sé fuerte, hazlo por tu hijo».

En un rincón, el padre de Slava se tiraba del cuello de la camisa en una silla plegable metálica, más solo que un niño abandonado delante de una escuela vacía. Estaba presente pero pasaba desapercibido, ese era su estado favorito. Ni siquiera había puesto reparos en su día cuando a Slava le pusieron el apellido del abuelo en lugar del suyo.

—Yevgeny Isakovich —saludó un hombre al abuelo. El aludido levantó la cabeza y asintió gravemente, agradecido de que alguien lo alejara de la fila del pésame. Paseó la mirada por la habitación. Por alguna razón, Slava supo que lo estaba buscando. Cuando lo encontró, enarcó las cejas. Slava se aproximó, el abuelo levantó el brazo y Slava lo enlazó con el suyo.

—Mi más sentido pésame —le dijo el hombre al abuelo, dirigiendo la mano al corazón. Llevaba una chaqueta de cuero y una coleta corta que tensaba sus rasgos arrugados de albañil. Un arito de oro le colgaba de una de las orejas. Extendió una manaza peluda y tomó la palma floja que el abuelo le tendía.

—Gracias, Rudik, gracias —contestó el abuelo.

—¿Está buscando? —preguntó el hombre.

—Sí, sí —respondió el abuelo—. Lo necesitamos.

—¿Viene a mi despacho?

—Te presento a mi nieto —dijo el abuelo, volviéndose hacia Slava.

—Rudolf Kozlovich. —El hombre le tendió la mano—. ¿A qué te...?

—Todavía está estudiando —lo interrumpió el abuelo—. En Harvard.

En el despacho, Kozlovich desenrolló un mapa azulado del cementerio Washington. Era una ciudad en miniatura surcada por avenidas y calles con nombres de árboles: Castaño, Arce, Fresno. McDonald Avenue lo atravesaba por la mitad y el atronador metro pasaba por encima.

—Junto a la tapia no me interesa —precisó el abuelo.

—La han cubierto recientemente de césped sintético —explicó Kozlovich—. El mismo que ponen en los campos de fútbol. No se ve nada desde el exterior.

—Junto a la tapia no me interesa —repitió el abuelo.

Kozlovich trazó una línea con el dedo hasta la otra mitad del plano.

—El despacho del encargado está en este lado.

—¿Y eso qué significa?

—La cuadrilla entra por aquí. Siempre hay más gente por la zona. El inconveniente es que tampoco está lejos del metro.

—¿Dónde hay más silencio?

—Por aquí hay silencio. —Kozlovich deslizó el dedo sobre un centenar de tumbas—. Están construyendo nuevos bloques de pisos al otro lado, pero las obras casi han acabado. Calle de los Tulipanes.

—Le encantaban los tulipanes —recordó el abuelo.

Kozlovich abrió los brazos.

—Estaba escrito.

Rudolf Kozlovich era un personaje conocido. Había llegado a Estados Unidos procedente de Odesa en 1977 o 1978. Exploró el terreno y trazó un plan. Un día, él y algunos peones secuestraron un camión de pieles de los grandes almacenes Macy’s. Marta, visón, zorro. Los devolvieron uno por uno en las distintas tiendas, haciéndose pasar por maridos que regresaban con un regalo que no había gustado. Cuando acabaron, se habían sacado más de cien mil dólares antes de que los almacenes pudieran descubrir lo que había sucedido. Con sus cien mil, Rudolf adquirió cien parcelas en el cementerio entre Bay Parkway y McDonald Avenue.

No era extraño verlo en el hospital o en los velatorios. Tenía una red de informadores —oncólogos, enfermeras, directores de funerarias— que habría sido la envidia del departamento de seguridad de Macy’s. Los negocios de Kozlovich eran extraoficiales, por supuesto, las propiedades se repartían entre distintos dueños que percibían un pequeño porcentaje por permitir que utilizaran sus nombres en los contratos, y el cementerio aún poseía algunas de las parcelas. Pero las de Kozlovich eran las más excepcionales y, a medida que disminuían, los precios aumentaban.

A Kozlovich también le urgía vender. Su hijo Vlad había salido del armario, había renunciado al dinero de su padre y se había mudado con su compañero sentimental a Madrid. Una vez allí, Vlad se había replanteado las cosas y había accedido a vivir de la pasta de papá, que Rudolf le proporcionaba sin objeción alguna. En lo tocante a los hijos, sus instintos depredadores lo abandonaban. Como Vlad no tenía ninguna intención de regresar para trabajar en el emporio funerario de su padre, y la exmujer de Rudolf, ex Tatiana Kozlovich, se había fugado a Westchester con un operador de bolsa que había dejado a su anterior marido a la altura de un muerto de hambre, Rudolf se había quedado solo.

—Quiero dos —dijo el abuelo.

—Yevgeny Isakovich. —Kozlovich enarcó las cejas—. ¿Una sepultura por adelantado? Está tentando al destino.

—Pues eso es lo que quiero —declaró el abuelo.

—De acuerdo, pero solo me quedan cuatro de estas. Una sepultura familiar y cuatro dobles. El resto son individuales.

—Dame una de las dobles.

—Con mucho gusto. Veinte mil.

—Quince —repuso el abuelo—. Te estoy comprando dos de golpe.

—Yevgeny Isakovich —Kozlovich frunció el ceño—, lamento su pérdida. Pero sabe que no regateo.

—Quince y... ¿tu hijo no estaba en Europa?

Kozlovich mudó la expresión.

—¿Comunicación? —preguntó con impaciencia.

—Exacto, Rudik —contestó el abuelo, levantando el dedo índice aleccionadoramente en medio del despacho refrigerado—. Comunicación. ¿Por qué estamos aquí? Por ellos. —Hundió una uña en el pecho de Slava—. Si este me dijera «Quiero ir a Europa», le construiría un avión con mis propias manos. Ese es el tipo de abuelo que soy. ¿Tú echas de menos a tu chico? Claro. Por eso te voy a hacer una oferta. Un tipo especial de teléfono. Nada más levantar el auricular ya está sonando en París.

—En Madrid.

—Lo que sea. Un medio de comunicación especial para ti y para tu hijo. Bush debe ser el único que tenga un trasto de estos. Y aunque para una persona como tú el dinero no sea problema, te diré que las llamadas son gratis.

—Un walkie-talkie —sugirió Kozlovich—. Con alcance internacional.

—Exacto. Lo más novedoso.

—Y ¿de dónde ha sacado algo así?

—Rudik... —dijo el abuelo. Por un instante se le borró todo rastro de pena del rostro. Le centelleaban los ojos—. Una chica no cuenta quién la ha besado. Es auténtico, eso es todo lo que necesitas saber. El Ejército japonés los utiliza, o algo por el estilo.

Cuando los Gelman aterrizaron en los Estados Unidos, el abuelo había conocido a un simpático compatriota que sabía dónde descargaban los camiones de la cadena de suministros electrónicos Crazy Eddie. Los dispositivos que el abuelo conseguía —microondas, lavaplatos, discos duros— eran tan modernos que ningún miembro de la familia sabía cómo utilizarlos. El abuelo voceaba por un inalámbrico que podría haber pertenecido al Pentágono como si fuera una lata conectada con una cuerda a la pared de Slava. Pero podía obtener un walkie-talkie de largo alcance de la Marina japonesa en el mismo tiempo que Slava invertía en encontrar un periódico.

Kozlovich lo miró fijamente.

—Me queda una doble en Tulipanes —declaró, finalmente.

El abuelo abrió los brazos.

—Estaba escrito.

Entonces se desveló el propósito del abrigo del abuelo: del bolsillo extrajo una fiambrera donde guardaba un rollo de billetes de cien dólares. Mascullando entre dientes, los tres dolientes contaron hasta ciento cincuenta... una vez, dos y hasta tres. El abuelo no había llevado consigo ni un billete más.

Cuando salieron del despacho, el abuelo enlazó el brazo de Slava y escupió.

—Hay que ver estos maricas. Si vas a Europa, ¿a quién se le ocurre ir a Madrid? —Lo miró como si hubiera bebido un trago de leche agria—. París, Slava. Nunca seas un aristócrata de baratillo. Demos un paseo.

 

 

 

 

 

 

 

1 Literalmente, significa «aperitivos» en yidis. También se usa en sentido figurado, como equivalente a «porción». (N. de la T.)

2 Tipo de trigo sarraceno que se come habitualmente en Rusia y Ucrania. (N. de la T.)