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portadilla

Un amigo en la ciudad

Para mi viejo camarada Tron, que sabrá perdonarme.

El principio

1

Podéis pensar lo que os venga en gana, pero hoy sé que con veintipocos años tuve más que un sueño premonitorio y experimenté los que se podrían considerar mis últimos instantes de vida. Yo era un anciano gordo y algo borracho, y estaba con una niña de dos o tres años, muy rubia, en un salón más bien pequeño de paredes desnudas. Infinitos mosquitos de muchos colores golpeaban las ventanas desde la calle. Esa niña rubia era mi nieta. Traté de que no percibiera mi malestar –un ataque al corazón– y avisé al portero mirando al techo, pero sin hablar, como si allí se encontrara un interfono invisible que me proporcionara una comunicación telepática.

–¿Puede usted subir, por favor? –vine a decir acompañando mi mensaje mental con toses artificiosas, como si estas hicieran posible aquel.

–Es curioso –respondió el portero, también tosiendo–. Estaba pensando en usted.

–Una premonición: memoria del futuro –le expliqué casi sin aliento–. Usted sabía que le iba a llamar.

–¿Le ha entrado algún insecto?

–No. Pero venga, por favor: me muero.

Sonreí a mi nieta, pellizqué una de sus mejillas. Le expliqué con toses que necesitaba dormir, que me encontraba muy fatigado, que esperara a mi lado, que su madre llegaría pronto. Le di uno de sus juguetes, una suerte de cubo diminuto de textura rugosa, y ella lo agitó. Entonces, apareció allí, en medio del salón, algo así como el holograma de un osito de peluche rosa, de cuyo acordeón surgió una nana sin letra. Los mosquitos seguían golpeando los cristales como un ejército que asediara mi piso, y aunque aquella situación tan extraña me causaba repugnancia, no así temor ni sorpresa. En mi «sueño» premonitorio, la humanidad llevaba casi un lustro teniendo que salir a la calle con escafandra para protegerse de esos insectos de colores.

Miré a mi nieta. Era una niña tan guapa y despierta, con esas pecas tan graciosas. Escribí en un papel: «No hay que tener miedo, mi niña. Siempre estamos viviendo. Siempre, por tanto, te querré. Un beso enorme», y se lo metí en el bolsillo del vestido.

Me dejé caer sobre el sofá. Me moría sin miedo, pero con pena, con un ardiente deseo de ver crecer a mi nieta en un mundo mejor.

Un tambor parecía recibirme en otra realidad.

Desperté con el estrépito de la batería que surgía de unos altavoces. Todo temblaba. El sofá era tan mullido como la chica que tenía debajo. La miré y forcé la tos para sacudirme el estupor. Tenía el aspecto lúgubre de todas las chicas de aquella fiesta noctámbula y siniestra, en la que mi pequeña tribu urbana se concentraba en sí misma para jugar a un esoterismo barato y medio gótico, con música de grupos como Joy Division o los Cure.

–¡Vengo de estar muerto!

Todos se rieron en la penumbra del bar, tan humosa como sofocante.

–Os lo digo en serio. Me comunico con el futuro… Un día tendré una nieta muy rubia en un mundo invadido por mosquitos de colores.

Más risas.

Nos fuimos como locos, más borrachos que drogados, a un cementerio del noreste de Madrid para continuar la juerga como siempre, buscando aventuras sórdidas y sensaciones de ruptura con el mundo adulto. Entre las lápidas algunos de mis amigos corrieron desnudos, con el cuerpo pintado de negro, pero yo preferí quedarme cerca de un pequeño mausoleo con tres chicas muy risueñas –era un chaval con buena planta, resultón–, mientras me preparaba para la huida en el caso de que vinieran los vigilantes.

Aparecieron.

El miedo me hizo escuchar el estrépito de disparos que eran solo gritos y pisadas, pero en menos tiempo del que había supuesto me encontré a salvo, fuera de la cerca y bajo un árbol del descampado meseteño, oscuro y despoblado que rodeaba el camposanto. El viento limpiaba nuestras ropas y silbaba. Conmigo estaba una chica de piel muy blanca, de ojos azules muy atentos y coleta de caballo resplandeciente. Era delgada y extrañamente silenciosa. Me dijo que por la mañana me había visto discutir de ciencia ficción con no sé quién y que mi postura le parecía francamente patética. Jamás hablaba en grupo, casi nunca le había escuchado decir más de dos palabras seguidas en nuestras reuniones tribales, y de repente me agredía con aquella afirmación rotunda y fuera de tono que, sin embargo, despertó mi curiosidad por ella. Una persona que no había existido para mí, casi ni como presencia, se hizo en apenas unos segundos una chica muy deseable, enormemente interesante bajo el árbol achaparrado y en la oscuridad casi completa. Los gritos de nuestros amigos en la huida se perdían en una lejanía salvadora. Estábamos ella y yo, solos.

–¿Cómo te llamas?

–Gretchen. Nombre alemán.

–¿Y dónde estabas hasta ahora?

–Donde tú no me veías, supongo.

–Ah.

–¿Sabes lo que menos me gusta de ti?

–¿Qué?

–Que te emborrachas con agua.

–Si solo fuera con agua...

Y ella sonrió.

Teníamos por costumbre, mis amigos y yo, acudir a entierros elegidos al azar de entre los que señalaban las esquelas del Abc o El País, y hacerlo vestidos de negro pero desaliñados, metiendo miedo –éramos sedicentes góticos– con el aspecto de la tribu urbana joven y orgullosa que representábamos, con botas militares y los ojos enrojecidos por los porros y ennegrecidos por la pintura. Nos mezclábamos con los familiares y amigos afligidos del muerto para no hacer más que eso, asistir, presenciar el dolor ajeno con nuestra actitud discreta pero burlesca, sostenida en la búsqueda de las miradas cómicas de los demás miembros del grupo. Solo había una chica que prefería quedarse al margen de nuestro ceremonial y esa chica era Gretchen. Fuera de la cancela del cementerio o de la iglesia, ella se mantenía no solo de espaldas a nuestro morboso juego sino también casi del grupo, al borde de la expulsión, porque aquellas acciones eran más que nada una prueba de adhesión gregaria. Yo era quien peor hablaba de Gretchen cuando no la teníamos delante. Yo era quien defendía con mayor ahínco que debía dejarnos en paz si no le gustaba participar en nuestros «rituales siniestros».

Éramos un grupo de universitarios venidos del noroeste español, y ella era la única madrileña, la única que conocía la ciudad desde niña: la más inquietante de todas las chicas que integraban el grupo formado por una veintena en los momentos más generosos y por apenas cuatro cuando la lealtad se resquebrajaba por culpa de los exámenes o las visitas familiares.

Algunos se mofaban de mí cuando escuchaban mis invectivas contra la Llamita, como la llamábamos por los reflejos rojizos de su rubia cabellera, pero en el fondo deseaban hablar del asunto para escucharme y reírse de buena gana. Entonces, de pronto, aparecía ella y sus ojos fruncidos eran como un flechazo de culpa y arrepentimiento en mi corazón indefenso por un enamoramiento imparable.

Era una chica que mataba de golpe mi autoestima, porque veía en ella todo lo que temía y amaba desde niño, cuando mi madre hablaba de Madrid como un lugar casi siempre infernal, en el que la droga y la violencia corrompían aún más su espíritu de ciudad apabullante. Ella era madrileña, o sea, admirable.

–Maldita sea, no sé qué pinta con nosotros la Llamita –decía yo.

Y los demás me miraban sin hacerme caso, escuchando en mis palabras lo contrario de lo que oían. Donde yo decía expulsión, ellos leían amor; donde yo decía insípida o antipática, ellos escuchaban guapa, inteligente, perfecta, todo lo que yo pensaba, tal vez, sin saberlo aún. La Llamita empezó a ser atractiva a los ojos de los demás y yo me tragaba los celos ayudado por las cervezas y los güiscolas de El Redentor, nuestro lugar de encuentro, un bar de Lavapiés al que acudíamos los jueves, viernes y sábados. Me parecía que el inusitado atractivo que de repente los otros encontraban en ella tenía que ver con un afán competitivo de conquista y no con una manifestación limpia de los sentimientos. Si antes no les había gustado, ¿por qué ahora sí? ¿Por qué querían estar a su lado, hacerla reír, ahora, precisamente ahora que el dolor amoroso se apoderaba de mí? Sin embargo, a preguntas de ellos, yo ocultaba mi enamoramiento cubriendo mis sentimientos con un lenguaje muy agresivo, y clamaba por su exclusión del grupo. Empleaba palabras malsonantes de las que los demás se aprovechaban para reírse con ellas en primer lugar y luego para filtrar mi animadversión aparente a la propia Gretchen y desbancar así al peligrosísimo adversario que, sin ser consciente aún, era yo. Dejé de vestir de negro, dejé de interesarme por los rituales de mis amigos. Me encerré en mi habitación del piso de estudiante que compartía con dos ingleses aburridos en el barrio de Ríos Rosas, tal vez la zona menos noble del noble distrito de Chamberí, y estudié más de lo que había estudiado nunca. Pasé de ser un joven díscolo a un joven deprimido y empollón cuando poco a poco dejé de formar parte del grupo. Solo la tenía a ella, a Gretchen, como una obsesión que lejos de permitirme actuar me encerraba en mí mismo, me convertía en un mal poeta que redactaba versos muy cursis, en un cobarde que temblaba cuando la tenía delante.

2

Fue Gretchen quien se empeñó, muchos años después, en que saliéramos de casa y lleváramos a nuestra hija rubia al parque. Caminábamos en silencio, como siempre que discutíamos. Como un vapor pegajoso, nos acosaba un calor húmedo, raro para Madrid. En su sillita de paseo, la pequeña Anita fruncía el ceño como si adivinara la tensión que nos mantenía callados. En las zonas de sombra, bajo los toldos de las tiendas o las marquesinas de las paradas de autobuses, nos detuvimos para darle agua de su biberón y ella nos arrojó una mirada azul que iluminó con su agradecimiento. Pese a ello, se quejó un rato. Algo menos que yo, que necesité desabotonarme la camisa y coger aire, resoplar como si así pudiera expulsar una angustia irreprimible.

–¿Qué te pasa, Pir? –me dijo Gretchen.

–¿Por qué me llamas así?

–Siempre te he llamado así.

–Es ridículo.

–Todos los apelativos cariñosos son ridículos si se miran desde fuera.

–Es que tú lo has dicho desde fuera.

–No es verdad.

–Perdóname, entonces. Tengo que terminar la dichosa traducción y no consigo hacerlo.

–Aún estás en plazo. No sé por qué te preocupa tanto. ¿Por qué estás tan irritable, Andrés?

No me atreví a mentar lo que me sucedía.

Entramos en el parque, un recinto vallado con césped y algún que otro árbol, pero, sobre todo, con canchas de pádel para que se desahogaran los oficinistas y los yuppies del barrio. También había un absurdo y pequeño campo de golf, ejemplo de corrupción urbanística, y una pista de atletismo cuyo trazo de caucho seguimos para llegar a la zona infantil: un espacio esquinado de arena con un tobogán, dos columpios, un castillito de madera desvencijado y dos balancines con forma de rana, el uno, y de caballito de mar, el otro. Nada más pisar la arena, muy cerca de los zapatos de bailarina de Gretchen, cayó una pelota de golf.

–Podría haberle dado a Anita o a cualquier otro niño, es indignante.

Peleona como de costumbre, Gretchen se fue a poner una reclamación en la caseta del guarda jurado.

Después de empujarla un rato en el columpio, Anita quiso que la bajara. Le di su pala y el cubo para que jugara con la arena. Ella me dio, a cambio, una piedra azulona, una rama seca, un papel arrugado y sucio con una frase manuscrita, un palillo de chupachús y una colilla. Alisé el papelito para hacerlo legible. Decía con una letra angulosa, como pidiendo auxilio: ¿Por qué me evitas? Dime que no, dime que no es por lo que yo pienso. Miré a mi alrededor: madres y niños, ni rastro de presencias sospechosas. Arrojé lejos la colilla. Mi hija lloriqueó un poco. La seguí por el parque hasta que ella se encaprichó con el castillo y me pidió que la subiera y la bajara de él lo menos quince veces. Llegaron más padres con sus niños. Y aproveché el momento para volver donde el columpio y así releer el mensaje del papelito, pero este había desaparecido. Escarbé en la arena hasta que me pareció que mi acción despertaba el recelo de dos madres que cuchicheaban sentadas en el murete. Llamé a mi hija y traté de que colaborara conmigo en la excavación, pero ella no quiso, así que impidió mi coartada.

De noche, Gretchen salió a cenar con un grupo de amigas de su trabajo, procuradoras de los tribunales como ella. Yo encendí un cigarrillo cuando nuestra hija, por fin, se rindió al sueño: su respiración era un rumor suave en la oscuridad. Cuando me quise dar cuenta, el pitillo se había consumido en el cenicero. Recorrí la casa registrando cajones, pantalones, chaquetas y cestas de llaves, y no hallé ni una hebra de tabaco que llevarme a los pulmones.

Me estaba mordiendo las uñas y el timbre del teléfono me hizo levantar del sofá.

No contesté. Sin saber por qué, aquella llamada me produjo miedo y la rara pero sólida intuición de que estaba relacionada con el futuro, como si proviniera de allí con malas noticias.

Intenté describir por escrito lo que me sucedía dejándome llevar por la intuición, pero solo pude trazar unos signos muy raros en el papel: triángulos que semejaban vaginas, círculos que parecían pechos femeninos o barrigas, rayas que recordaban a cuernos de toro.

Nada.

Por la mañana, compré y añadí a mi librería, repleta ya de elucubraciones sobre universos paralelos y aventuras siderales, un libro acerca de viajes en el tiempo y demás misterios. Leí aquellas páginas con un lápiz de subrayar. Me puse de pie varias veces para pasear por el salón con el libro abierto entre las manos, como si no encontrar en aquellas páginas la clave de mi desconcierto me pusiera aún más nervioso de lo que ya estaba. Fue decepcionante llegar a la última línea. Todos los entrevistados, presuntos expertos, se me antojaron muy necios, amén de farsantes, menos uno o dos. Cerré el libro con rabia y saqué una cerveza de la nevera, luego otra, y así hasta que me pasé al brandy. Muy borracho, lancé el libro por la ventana y lo vi caer como una paloma abatida.

Gretchen me dijo que alguien había lanzado una lata de cerveza desde nuestro edificio.Y que me notaba distinto de un tiempo a esta parte, que si me ocurría algo. Guardé silencio porque la mera idea de hablarle de mi problema me provocó taquicardia y un frío agudo en las sienes, y tuve que agarrarme a la estantería para no caer. Pero ella estaba en la cocina y no presenció mi tropiezo. Que si la lata de cerveza casi golpea a un peatón. Que si el portero iba a poner una denuncia en comisaría.

Me agradaba que Gretchen intentara saber qué me ocurría, pero también me entristecía no poder responder con franqueza a sus dudas, así que salí de casa para huir de su curiosidad. Después de una larga caminata por el vecino barrio de Tetuán, bastante más proletario que el mío, donde el contraste de las callejuelas de edificios bajos y dispares, siempre vacías, y la bulliciosa aglomeración de rostros en su arteria principal –Bravo Murillo– me servía de infalible distracción, me senté a beber una cerveza en una terraza cubierta con sombrillas. Era curioso cómo la vida siempre se escapaba del camino previsto: estaba hecha de rebeldía.

Tantas veces había temido sufrir accidentes tontos, como el impacto de una maceta que se desprendiera de un balcón, un atropello en un paso de cebra o una electrocución cambiando una bombilla, y de pronto mi desgracia llegaba de manera inefable, como por ensalmo.

En casa, Gretchen me recibió poniéndome sobre el pecho, como una condecoración agresiva, un folio.

–¿Qué es esto?

–Un diagrama. Rellena los huecos vacíos, por favor.

Tuve la esperanza de que aquel papel contuviera una fórmula mágica con la que resolver el misterio de mi extraña zozobra. Me senté a escribir en los huecos vacíos, pero solo aparecieron aquellos signos esquemáticos que remitían a vaginas, pechos femeninos y cuernos de toro. Con aquel diagrama, ella quería conocer qué pensaba yo de la familia, del futuro, de las amistades, de nuestros años de convivencia y matrimonio, de nuestra hija Anita y de no sé cuántas cosas más.

«Pienso que mi familia es lo primero», escribí con angustia, como si un peligro grave la amenazara.

Fui a la cocina y, tras arrugarlo bien arrugado, tiré el papel al cubo de la basura orgánica sin saber por qué.

Un concierto de los Rolling Stones, al que fui a regañadientes, supuso una tregua para nuestra incomunicación de pareja. Dejamos a nuestra hija al cuidado de mis suegros, que vivían en un luminoso y amplio décimo piso del barrio de La Estrella, no muy lejos del parque del Retiro –el Central Park de Madrid– y nos dirigimos en metro al estadio Vicente Calderón.

–De jóvenes, jamás nos habríamos perdonado ir a un concierto de estos tíos –le dije a Gretchen cuando tomamos asiento en nuestras localidades de fría piedra.

Lo que parecía un conato de respuesta quedó en nada por culpa de los acordes de Satisfaction.

Situados en el segundo anfiteatro, contemplábamos el espectáculo desde arriba en diagonal.

En el escenario la banda permanecía tranquila mientras el viejo cantante corría por una plataforma que recordaba a un gran pene. Esta plataforma se introducía en el público, dividiéndolo en dos, como si la muchedumbre fuera la pelambrera púbica y movediza de una vagina gigantesca. Jagger era, así, un espermatozoide brillante que a veces regresaba hacia su disparadero. Corría como un adolescente que hubiera tomado anfetaminas. Se agitaba como si sufriera descargas eléctricas o como si alguien invisible le golpeara el culo con un chicote. Solo verlo me agotó. Tanto ejercicio no podía ser bueno y me pregunté qué sentido tenía correr de aquella manera para alguien que podría vivir cómodamente arrellanado en un sofá el resto de su vida.

–¿Te has sentido alguna vez rara, como si lo vieras todo distinto? –le pregunté a Gretchen.

Su respuesta fue aplastada por el estallido de los fuegos artificiales. Crecían y desaparecían unos monstruos hinchables con aspecto de astronautas. Keith Richards estaba en la pantalla gigante, en primer plano, como una bruja tocando la guitarra. El ruido era fenomenal, sobrecogedor y pensé que nada como la música para provocar emociones de unión. Los dedos de Richards parecían las raíces de un árbol. Cogí una mano de Gretchen, tan fría y suave como me figuré.

–¿Te has sentido alguna vez injustamente tratada por la vida?

–¡Vámonos!

La gente estaba contenta cuando terminó el concierto. A la gente, reflexioné, le gustan los finales, salvo la muerte, y es curioso, porque todos los finales son un remedo de la muerte. Mezclados con la muchedumbre, Gretchen y yo nos separábamos de nuevo, porque ella desaparecía de mi vista, se extraviaba entre tantas nucas y espaldas, y cada vez que nos reencontrábamos era como si ya hubiéramos perdido parte de la complicidad que habíamos recobrado sin palabras con la música de aquellos vejestorios. La situación me pareció un símil adecuado de la evolución de mi matrimonio, acaso de cualquier matrimonio. La convivencia obligatoria iba distanciando a las parejas hasta separarlas del todo, aunque no físicamente, y, salvo que mediara antes un divorcio, terminaba generando una relación de mutuas renuncias y tranquila derrota en la que los cónyuges rehusaban a continuar conociéndose porque ya se conocían demasiado bien, y solo de tanto en tanto recuperaban la complicidad que un día tuvieron gracias a momentos inusuales y gratificantes: una fiesta de cumpleaños sorpresa, una cena romántica en un lugar de vacaciones, el éxito de un hijo, un ascenso salarial inesperado, no sé.