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Soltando amarras

Resumen

La medicina contemporánea es capaz de llevarnos hasta edades muy avanzadas, con una alta probabilidad de que sobrevengan enfermedades crónicas e incurables como cáncer, diabetes o demencias. Estas enfermedades suponen un enorme sufrimiento físico y psicológico además de la aniquilación de la persona, como en las demencias. Es paradójico que justamente cuando la medicina permite un aumento enorme en la expectativa de vida, a veces con buena calidad pero a menudo con pérdida de la autonomía, de la dignidad o de la persona misma, cada día más gente clama por acortar el plazo o apresurar la muerte. Nunca antes la humanidad se había encontrado ante este dilema porque nunca antes se había dispuesto de una medicina tan poderosa. Pero al final de la vida, es posible que la medicina se torne en un enemigo que alarga el sufrimiento y no en un aliado de la salud y de la voluntad del paciente.

Dentro del proyecto de vida, el proyecto de muerte escogido en forma coherente con los valores y modo de vida de la persona es una de las ganancias de la modernidad.

En cuanto a las alternativas para el modo de morir, la autora se aparta de la psiquiatría y psicología tradicionales y plantea como posible opción el suicidio racional, que no obedece a ninguna enfermedad mental o depresión, sino a una mirada realista a las condiciones de muerte en la vejez o en enfermedades terminales.

Palabras clave: Suicidio, aspectos sociales, ancianos, conducta suicida, eutanasia, suicidio asistido.

Letting Go

Abstract

Thanks to the power of modern medicine, we now live to very advanced ages, leading to a high probability of facing chronic and incurable diseases such as many forms of cancer, dementia, and diabetes. These diseases cause a great deal of physical suffering in addition to the virtual loss of identity in the case of different forms of dementia. It is paradoxical that just when modern medicine is able to greatly extend life expectancy, sometimes with a high quality of life but often with a loss of autonomy and personal dignity, an increasing number of people seek to hasten death. Humanity has never before faced this dilemma because never before have people had access to such powerful medical practices. At the end of life, however, medicine can become an enemy that prolongs suffering, rather than an ally of the patient’s health and free will.

Voluntary death, if undertaken for coherent reasons and in keeping with a person’s values and lifestyle, can also be one of the benefits of modernity.

In discussing alternative ways of dying, the author distances herself from traditional psychology and psychiatry and suggests rational suicide as a possible option, not as a response to mental illness or depression, but as a considered response to the more common experiences of terminal illness and death at an advanced age.

Keywords: suicide, social factors, the elderly, suicidal behavior, euthanasia, assisted suicide.

Para citar este libro

Guzmán Cervantes, E. Soltando Amarras. (2016). Bogotá: Editorial Universidad del Rosario.

DOI: dx.doi.org/10.12804/th9789587387612

Soltando amarras

Eugenia Guzmán Cervantes

Guzmán Cervantes, Eugenia

Soltando amarras / Eugenia Guzmán Cervantes; Carolina Ospina Lleras, prólogo. - Bogotá: Editorial Universidad del Rosario, Escuela de Ciencias Humanas, 2016.

 xviii, 236 páginas -- (Colección Textos de Ciencias Humanas)

Incluye referencias bibliográficas.

ISBN: 978-958-738-760-5 (impreso)

ISBN: 978-958-738-761-2 (digital)

DOI: dx.doi.org/10.12804/th9789587387612

Suicidio - Aspectos sociales / Ancianos - Conducta suicida / Eutanasia / Suicidio asistido / I. Ospina Lleras, Carolina / II. Universidad del Rosario. Escuela de Ciencias Humanas / III. Título / IV. Serie.

362.28   SCDD 20

Catalogación en la fuente – Universidad del Rosario. Biblioteca

JDA  julio 25 de 2016

Hecho el depósito legal que marca el Decreto 460 de 1995

 

 

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Colección Textos de Ciencias Humanas

 

© Editorial Universidad del Rosario

© Universidad del Rosario, Escuela de Ciencias Humanas

© Eugenia Guzmán Cervantes

© Carolina Ospina Lleras, por el “Prólogo”

 

 

Editorial Universidad del Rosario

Carrera 7 No. 12B-41, of. 501 • Tel.: 2970200 Ext. 3114

Bogotá, Colombia

editorial.urosario.edu.co

Primera edición: Bogotá, D.C., septiembre de 2016

 

ISBN: 978-958-738-760-5 (impreso)

ISBN: 978-958-738-761-2 (digital)

DOI: dx.doi.org/10.12804/th9789587387612

 

Coordinación editorial: Editorial Universidad del Rosario

Corrección de estilo: Rodrigo Díaz Lozada

Fotografías de páginas internas y de cubierta:
Eugenia Guzmán. Archivo personal.

Diagramación: Martha Echeverry

Diseño de cubierta: Miguel Ramírez, Kilka DG

Desarrollo ePub: Lápiz Blanco S.A.S

 

Hecho en Colombia

Made in Colombia

 

Los conceptos y opiniones de esta obra son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no comprometen a la universidad ni sus políticas institucionales.

 

Fecha de evaluación: 24 de abril de 2016

Fecha de aceptación: 20 de mayo de 2016

 

Todos los derechos reservados. Esta obra no puede ser reproducida sin el permiso previo escrito de la Editorial Universidad del Rosario

Autora

 

 

 Eugenia Guzmán Cervantes

 

 La autora estudió bacteriología y microbiología y posteriormente psicología en la Universidad Nacional de Colombia, uniendo su interés por la biología con el estudio de las funciones mentales en el humano. Es neuropsicóloga, M.A. de la Universidad de Iowa. Fue la primera persona en ejercer esta sub-especialización en Colombia en el Instituto Neurológico. Posteriormente se vinculó a la Universidad Nacional como docente de neuropsicología y psicología biológica de donde se pensionó como profesora titular. También fue miembro consultor del servicio de Neurología en la Fundación Santafé de Bogotá durante más de 20 años. Ha publicado artículos y cinco libros de neuropsicología. En 1983 recibió el segundo premio de la Academia de Medicina auspiciado por la editorial Planeta por su libro Neuropsicología que fue el primero sobre este tema escrito originalmente en español.

A mis padres que me educaron en los principios del respeto por las ideas ajenas y que me legaron una buena genética.

A todos los médicos que me han ayudado a llegar hasta los 73 años en buena salud y sin grandes traspiés y en quienes he podido y puedo confiar.

Agradecimientos

 

 

 

En primer lugar, deseo agradecer a Juan Felipe Córdoba Restrepo, director de la Editorial Universidad del Rosario, por el apoyo que me brindó desde que le expliqué la idea general del proyecto de este libro hasta el final. También doy las gracias por las críticas, sugerencias y precisiones que hicieron al manuscrito original los siguientes profesionales de diversas áreas y con diferentes concepciones del final de la vida: Martha Restrepo, Leonidas Castro, María Elvira Franco de Harker, Francisco Cavanzo, Julio Portocarrero, Fernando Álvarez Rojas y Carolina Ospina Lleras. Todos ellos contribuyeron en forma sustancial a que este texto tuviera su forma editada.

Prólogo

 

 

 

Muchas veces, al terminar un libro más, me he preguntado por qué tantas personas se empeñan en contribuir a la deforestación de nuestro planeta llenando página tras página, cuando en realidad no están diciendo nada, porque no tienen nada que decir. Me refiero principalmente a la literatura y los ensayos literarios, pero tengo entendido que también en otros campos se publican un sinfín de estudios, monografías y ensayos que poco o nada aportan a nuestra comprensión del mundo y de nuestra circunstancia. Afortunadamente, también hay muchos libros recientes que bien merecen el sacrificio de uno o dos pinos noruegos. Soltando amarras  es uno de ellos.

La muerte y la vejez, “viajera de la noche”, nos conciernen y preocupan a todos. Y desde luego sobre estos temas también la cantidad de poemas, novelas, ensayos, libros de autoayuda y hasta tratados es abrumadora. ¿Es posible entonces abordar estos temas sin repetir lo que se ha venido diciendo hasta la saciedad desde hace más de dos mil años? Difícil pero no imposible; siempre es posible variar la perspectiva desde la cual nos enfrentamos a esas dos realidades ineludibles. Este libro lo intenta, al analizar específicamente la alternativa del suicidio como parte de un “proyecto de vida”: el “suicidio racional”.

El análisis abarca un resumen histórico de las diversas actitudes ante el suicidio a lo largo de la historia, pero se concentra en los dilemas que los avances de la medicina nos obligan a enfrentar. Todos queremos vivir, pero ¿vivir cómo? Tal es el problema. Me sorprendí al ver el gran número de artículos citados en este libro que tratan de este tema. Médicos y psicólogos le han dedicado mucho tiempo y trabajo, pero por fuerza lo que exponen y las conclusiones a las cuales llegan se divulgan y discuten en los medios académicos y profesionales. Soltando amarras lo presenta en forma accesible al lector común.

El “suicidio racional” como final lógico de un proyecto de vida es una posibilidad que no todos estamos preparados a aceptar, pero que por lo menos deberíamos considerar. Como el libro bien lo dice, los humanos somos los únicos seres vivientes que tienen conciencia de la muerte; los animales simplemente dejan de vivir. Por lo general, tratamos de esquivar la realidad de la muerte y el miedo que nos produce, pero tarde o temprano tendremos que enfrentarla. Entonces, ¿por qué no hacerlo antes de que morir se convierta en un proceso doloroso y largo? Si somos libres de escoger cómo quisiéramos vivir, ¿por qué no podríamos también escoger conscientemente nuestro final? Como dice Montaigne, “la muerte es sin duda el acto más significativo de la vida humana [...] es solo un instante, pero tan importante que voluntariamente daría varios días de vida para poder experimentarlo a mi manera”.

Carolina Ospina Lleras

Londres

Julio de 2016

Introducción

 

 

 

Vosotros sois dioses;
y todos sois hijos del Altísimo…
Pero como los príncipes,
vosotros todos caeréis.
1

(Traducción del francés de la autora)

La muerte no se nos da fácilmente hoy en día a nosotros los nuevos príncipes urbanos, con acceso a la medicina y que vivimos en medios relativamente protegidos de la violencia armada y/o de los asesinatos personales.2 En general, vivimos hasta edades bastante avanzadas (setenta y cinco o más años), con acceso a una medicina muy poderosa, la cual tiene el costo de que al final de nuestras vidas padeceremos de enfermedades largas, crueles y que menoscaban la integridad y dignidad física y mental de las personas. En este sentido, la medicina en la vejez es poderosa, es capaz de aliviar (no de curar) muchas dolencias, pero también puede ser muy peligrosa.

Este libro trata de diversas opciones que tenemos los viejos3 para enfrentar la muerte, que no sean la de esperar a que lleguen las enfermedades terminales y a que la medicina las trate hasta donde sea posible. Las trata, sí. Difiere la muerte, sí, pero con demasiada frecuencia a costa de una merma atroz en la calidad de vida del viejo y de sus familiares. Suena extraño, pero existen otras opciones que no son las de dejarse llevar hasta el final, sino por ejemplo la de informarse a cabalidad por parte de dos o más expertos sobre cuál es el tiempo de vida estimado en una de tales enfermedades, con y sin terapias, y cuáles son los efectos secundarios de los tratamientos en caso de que se decida dejarse tratar. Así, una opción ante una enfermedad terminal es la de no hacer nada, disfrutar lo que queda de vida útil y esperarla (la muerte). Existen otras opciones, como la eutanasia, pero esta no se aplica sino cuando se estima que no quedan más de seis meses de vida, o recurrir a la ayuda que puede prestar otra persona para terminar con la vida (ilegal, excepto en unos pocos países cuando esta se proporciona por parte de un médico; además, es censurada por todas las religiones occidentales).

Finalmente, la otra opción, que constituye el tema principal de este libro, dedicado casi exclusivamente a la vejez, es el suicidio racional, es decir, la determinación tomada por una persona, en forma autónoma y libre, sin coerción por terceras partes y justificada bien sea por la presencia de una enfermedad dolorosa, incurable o mortal, o bien sea por circunstancias vitales también muy penosas, como la gran soledad de la vejez, cuando no la pobreza, el abuso o simplemente el cansancio de vivir, o también para escapar antes de que estas condiciones asociadas con la vejez se presenten. Otros peligros nos acechan en la vejez o en la enfermedad terminal, dentro los cuales debe incluirse la medicina como medio de prolongación innecesaria y dolorosa de la vida; la psiquiatría, a la que horroriza la sola idea de que alguien tenga ideas de suicidio; y las leyes, que imponen condiciones a veces muy justificadas, y a veces no tanto, para la eutanasia y el suicidio asistido.

Soy perfectamente consciente de que en muchos sectores el tema del suicidio racional se acoge con poco entusiasmo y parece una idea demencial. No lo es si el fundamento que subyace a este suicidio es coherente con los valores, creencias y actitudes de la persona en el pasado. Con un poco que se consulten fuentes académicamente autorizadas de leyes, bioética, filosofía, psicología y medicina, esta idea ya comienza a filtrarse en la sociedad, de manera particular en sectores que valoran altamente los conceptos de autonomía personal y libre determinación.

El suicidio racional no necesariamente tiene que ver con el concepto de “enfermedad mental”, como en ocasiones lo concibe la medicina actual, y en particular la psiquiatría y la psicología, que han colonizado la mayor parte de los territorios que pertenecen al sufrimiento humano, trivializándolos bajo el nombre de “depresión”. Si bien muchos suicidios se cometen en estados mentales alterados, también hay muchos que son enteramente razonables y comprensibles.

En el caso del suicidio racional, cabe considerarlo un plan a largo plazo, un proyecto de final de la vida que comienza a elaborarse muchos años antes de que se tome la decisión. A este respecto, en Colombia la Corte Constitucional explicita que hay un derecho fundamental que es el de morir dignamente, pero la norma que legaliza y regula la eutanasia se queda corta para garantizar la dignidad al final de la vida. Y, justamente, el suicida racional desea morir con dignidad. Si espera, nadie le garantiza que no muera en circunstancias muy penosas. Es un derecho individual y es un deber de los demás no interponerse ante este deseo cuando la decisión ha sido tomada racionalmente y en forma autónoma.

Las sociedades occidentales urbanizadas se han convertido en sociedades analfabetas en cuestiones de la muerte, lo que se debe en parte a que tienen impresa en su cultura la idea de que la muerte es el peor de los males de la humanidad. Sí, es el peor mal en el niño, en el joven, en Romeo y Julieta, en aquellos que tienen dependientes económicos o psicológicos, en las víctimas de la guerra, pero no lo es, repito, en la vejez y ante perspectivas de enfermedades o condiciones de vida muy penosas. Además, el gran poder de la medicina contemporánea de llevarnos con buena salud hasta edades bastante avanzadas, nos hace pensar que somos inmunes a la muerte o que esta se presentará algún día, pero que es mejor no pensar en ella. La lista de estrategias para no pensar en la muerte o en el suicidio es tan larga como largas son las vidas, pero por lo general la muerte se ha convertido en un tabú social, como lo fuera el sexo hasta hace poco. Además, los usos y costumbres actuales, que llevan a la gente a morir en un hospital o en hogares para la vejez o para enfermos terminales, nos han distanciado de la muerte y de los muertos.

Este libro es fruto de prolongados interrogantes que me he planteado, durante toda una larga vida en contacto con los médicos, lo médico y en particular con pacientes con enfermedades cerebrales, pero no soy médica sino psicóloga de formación básica, con especialización en neuropsicología.4 En él trato de compartir con el lector las inquietudes que nos asaltan a la mayoría de las personas de la tercera edad respecto de lo que nos espera hasta la partida final. Al menos entre mis próximos, pocos desean hablar de “eso” (léase la muerte, ya que no la enfermedad, porque finalmente todo el mundo acepta la enfermedad, como si al final de esta no nos topáramos de narices con “eso”). Y cuando insisto en que, por el contrario, hay que discutir muy seriamente “eso”, y sobre todo de lo que nos espera antes de “eso”, aquellos que me aprecian se preocupan y piensan que estoy deprimida y que debería ir al psiquiatra. Como si estos dignos profesionales pudieran espantarla a ella, a la muerte. Por otro lado, hay personas que afirman que no le tienen miedo a la muerte, sino “al morirse”, es decir, a la enfermedad y al trance final. Pero a final de cuentas, la mayoría espera hasta el final, sea lo que sea lo que nos vaya a matar.

Para los no creyentes en una vida posterior, el problema del más allá termina con la enfermedad y la muerte (ya de por sí angustiosas, incluso si todavía no se vislumbran), pero como la mayoría de la gente cree en algún tipo de vida posterior, este problema va atado con frecuencia a la negación del suicidio. La muerte, entonces, se vincula íntimamente con las creencias, y por supuesto con la religión, puesto que una vez que el cuerpo carece de vida, el ser pasaría a otra dimensión. Pero ni las religiones, ni el derecho ni las leyes, ni la filosofía tienen una respuesta veraz y comprobable, ya que nadie ha tenido la experiencia del más allá.

Con o sin creencias la otra vida, de lo que muchos viejos hoy en día no se salvan es de los dolores de la enfermedad. Cuando hablo de dolores, no me refiero solo a los dolores físicos, que en general se pueden paliar con sedantes y analgésicos, sino al sufrimiento psicológico de la soledad, el abandono, el abuso, la pobreza, la minusvalía y el menoscabo infligido por los sucesivos tratamientos médicos, que se justifican en una edad y una etapa determinada de la vida y de la enfermedad, pero que carecen de objeto y justificación ética una vez llegados a la vejez avanzada.

Este libro está dirigido a un público general. Cubre muy diversas áreas de muy diversos campos del conocimiento. Ahondar en las minucias de cada área del saber, por ejemplo, la neurobiología de los lóbulos frontales, la teoría de la toma de decisiones, el funcionamiento cerebral de los neurotransmisores y de los fármacos psicoactivos o de la legislación, no solo sobrepasaría mis capacidades si no que haría que el texto fuera innecesariamente denso y que se apartara de su objetivo principal que es el de compartir mis reflexiones respecto del suicidio racional con la mayor cantidad posible de gente y en la forma menos pretenciosa y más sencilla posible.

He creído conveniente organizar este ensayo como un planteamiento de interrogantes, la mayoría de los cuales no tienen respuesta precisa y tajante. Para aclarar en lo posible un panorama que toca muchos aspectos de muchas disciplinas y ciencias, en el capítulo I comienzo por una vista general de cómo evolucionó el cerebro, desde el de nuestros tatarabuelos de hace cuatro millones de años hasta el de hoy en día, que nos permite tener una visión del futuro como algo muy lejano y un deseo de trascender esta vida. Si se prescinde del discurso religioso, que no debería intervenir en aspectos de la ciencia, nuestra proyección hacia el futuro, con todos los planes, proyectos y deseos que conlleva, es posible gracias al desarrollo único del cerebro humano. Este cerebro nos ha traído hasta el siglo XXI, con todo el confort y la tecnología de que disfrutamos muchos, pero también ha hecho de nosotros el único animal que muere. Los demás seres están y luego no están. Este poder cerebral de anticipación y de cálculo de costos y beneficios también ha hecho que seamos el único animal que se suicida.

En el capítulo II exploro cómo reflexionamos acerca de la muerte. Individualmente, es importante tener en cuenta la historia de la civilización que cada cual hereda, incluyendo por supuesto la religión. Aunque no hayamos sido educados en ninguna fe, en general la cultura imparte unas nociones éticas y unos valores derivados de la religión de nuestros padres o abuelos, por lo cual presento breves argumentos sustentados por las tradiciones filosóficas y religiosas. Otro aspecto que debe tenerse en cuenta es que a raíz de los cambios tecnológicos, de comunicación y de modalidades familiares y demás, las creencias en el más allá han perdido un espacio que ha sido suplido por la religión de la medicina y las creencias en su poder casi sobrenatural (propiciadas por la gran industria médica, farmacéutica y tecnológica, por los medios sensacionalistas de comunicación y por los perversos sistemas privatizados de salud). Hago particular énfasis en nuestra cultura occidental, urbana, en la tradición judeocristiana y en la filosofía renacentista de los siglos XVII y XVIII, que se desliga de los dogmas religiosos y “descubre” que somos individuos autónomos, con poder de decisión y de libre determinación, incluso para escoger cómo y cuándo moriremos.

Los enciclopedistas no se percataban aún de que no somos ni tan autónomos, ni tan libres como pareciera, pues esto vendrían a aclararlo la sociología y la psicología en los siglos XIX y XX. De hecho, sin embargo, hoy en día, las personas se sujetan menos a los dictámenes de las religiones y saben que mediante grupos de presión pueden incluso hacer que las leyes cambien. Por ello, hace unas tres décadas vuelve a presentarse en el derecho, en la medicina y la psiquiatría, en la psicología y la religión, la discusión sobre el suicidio en ciertas circunstancias como opción racional: no esperar a la muerte y, antes bien, ir a su encuentro. “Si no puedes vencer a tu enemigo, alíate con él”.

El capítulo III aborda las teorías sustentadas en la evidencia de la psicología científica respecto de las emociones del ser humano. Estas son muy complejas, se encuentran en la urdimbre del tejido social y cerebral y cumplen con funciones adaptativas importantísimas para la supervivencia. Además, para la psicología no existen fronteras claras entre lo que se considera normal, excéntrico, desviante o francamente patológico, pues las emociones y los pensamientos están en constante cambio en sus cualidades e intensidades. Es como el clima: a veces llueve, o sale el sol o hace frío o hace calor, y todo ello es normal, sin distinción tajante entre “buen” tiempo y “mal” tiempo. Pero hay un límite para la “normalidad” del tiempo, como por ejemplo el calentamiento mundial, que ese sí no es normal y necesita intervenciones drásticas.

El problema es que con la medicalización de cualquier emoción que sea algo “extrema” (aunque las circunstancias lo ameriten), el vocabulario para denominarlas ha quedado reducido a su mínima expresión. Hoy en día, la gama del sufrimiento humano, que es amplísima y sin la cual no existirían la literatura, el drama, grandes espacios de la música y demás artes, queda reducida a un término escueto y repetitivo: depresión, trastorno de ansiedad y dos o tres más. Lo cual, hablando del suicidio, lleva a que, según la medicina, todo proyecto o pensamiento acerca del final de la vida, o toda idea de suicidio, responde, necesariamente, a una depresión, a un trastorno de ansiedad o a una enfermedad mental. No niego que en muchos casos, tal vez en la mayoría sea así, pero no en todos. Tampoco niego que en sociedades afluentes y con Estados que protegen al máximo a sus ciudadanos se cometen innumerables suicidios impulsivos, injustificados y que lesionan profundamente a los terceros próximos: suicidios en niños (que son los más terribles de todos) o en jóvenes y adultos, por motivos más o menos fútiles o por estados emocionales dolorosos pero que tal vez son pasajeros y que no necesariamente califican como “enfermedades mentales”. También expongo algunos principios básicos derivados de la investigación psicológica en lo referente a la toma de decisiones ante la incertidumbre y de la íntima relación entre la identificación de un problema, el análisis de riesgos, la comunicación de estos, su relación con las emociones y la toma de decisiones ante altos niveles de incertidumbre. Todo ello se basa en fundamentos de la psicología basados en la evidencia experimental con humanos y con animales.

El capítulo IV se aparta un tanto del hilo discursivo del libro y en él relato algunos episodios de la vida cotidiana que me ha tocado vivir personalmente o en allegados y conocidos, todos ellos referentes a lo que nos retiene en este mundo. El objetivo de este capítulo es en parte el de ofrecer algunos cortos episodios tragicómicos, relacionados más o menos de cerca con la muerte, para que el lector se relaje y tome el resto del libro teniendo en cuenta el valor de los diversos significados de la vida de las personas, el valor de la risa ante la insignificancia y a la vez la importancia prioritaria de la vida y el valor de los lazos afectivos que nos amarran con tenacidad a este mundo.

El capítulo V se dedica a los avances y beneficios de la medicina desde hace unos 120 años. El progreso en la investigación biomédica es espectacular, pero casi siempre va unos cuantos años más adelante de su aplicación y de la práctica médico-paciente. Además, si bien la mayoría de los que hemos llegado a viejos sanos o relativamente sanos, gracias a la medicina y a una buena calidad de vida y de higiene, cuando no nos quedan sino unos pocos años de bienestar, deberíamos considerar los beneficios y costos de echarse en brazos de la medicina sin chistar una palabra y sin buscar segundos conceptos en circunstancias graves. Como lo digo en el primer párrafo, la medicina actual es altísimamente poderosa, pero a la vez, tiende muchas trampas por su poder para prolongar la vida en enfermedades terminales o en la vejez muy avanzada, cuando ya no hay futuro y cuando los tratamientos son superfluos. En este capítulo advierto en forma muy clara que cuando hablo de las deficiencias en la práctica de la medicina o de los médicos o de los psicólogos, recalco la responsabilidad que tiene el estamento educativo de la salud, la medicina administrada, la política improvisada y corrupta de muchos países en las deficiencias que, en ocasiones, se advierten en ciertos profesionales de la salud. De hecho, la inmensa mayoría de los médicos en Colombia son personas idóneas, comprensivas y que practican su profesión en forma ética.

En el capítulo VI se analizan las jurisprudencias de los países que admiten algún tipo de eutanasia, la terminología de las diversas formas de muerte, incluyendo la muerte natural, la eutanasia pasiva y activa, la distanasia (también llamada ensañamiento médico, el cual es muy común) y el suicidio asistido, así como las presiones económicas que se ejercen en todo el mundo y que hacen que la calidad de los servicios prestados y de la ética de ciertos médicos deje bastante que desear. Este es un tema que concierne muy de cerca a las leyes de cada país, pues por diversas razones que se analizarán, ni los médicos ni los juristas actúan siempre en beneficio de la población.

En el capítulo VII se discute la argumentación filosófica moderna y ética en pro del suicidio racional la cual se está dando desde hace unos veinte años. En este capítulo se discuten los cambios biológicos corporales y cerebrales y las condiciones de sufrimiento y aislamiento que aquejan a la vejez urbana occidentalizada y que llevan a una crisis de identidad y de objetivos en la vida. También expongo los temores que asaltan a la persona ante la perspectiva de la enfermedad y del dolor y destaco que tal vez el más temido y el que lleva a los viejos a suicidarse es el dolor que se siente en el cerebro, pero no en el cuerpo: el de la soledad, el abandono, la invalidez, la pérdida de sí mismo. Termino con un breve análisis de las estadísticas de suicidio y de las causas médicas y legales que pueden ocasionar algunos de los suicidios en la vejez: las restricciones legales y médicas para que la persona “califique” para que se le aplique la eutanasia o el suicidio asistido (en los pocos países en donde estos métodos son permitidos). Además, estos procedimientos están prohibidos en personas con demencia, que es el fantasma contemporáneo de la vejez, sin importar si es al comienzo o al final de la enfermedad. Si se tienen en cuenta estos factores y se hace un cálculo de probabilidades de llegar a una edad avanzada con buena calidad de vida y de muerte, las estadísticas muestran que esto sucede con muy poca frecuencia.

El ensayo termina en el capítulo VIII con una corta discusión que espero sea desapasionada, en la que se mencionan las trampas inherentes a la sedación profunda, la eutanasia y el suicidio asistido por un médico, y que son casi las mismas en los diferentes países donde algunas de tales prácticas son legales (incluido Colombia). También planteo interrogantes acerca de la incertidumbre de tomar la decisión de ir a saludar a la muerte antes de que esta nos encuentre, o de no hacer nada, dejarse llevar dócilmente por la medicina cuando ya no hay un futuro (o cuando ya no hay persona) y terminar como plantas marchitas con veinte tubos en un hospital, antes de que ella entre a darnos la mano hacia la nada, o hacia la otra vida para los creyentes. En este capítulo dejo en el aire el interrogante sobre la validez de prepararse para una buena muerte (moderna) o no. Esto lo resolverá el lector, en quien espero haber dejado algunas inquietudes al respecto.

Algunos gritan que no, declaran que lucharán contra la enfermedad y que esta no los vencerá. En efecto, lucharán hasta el final contra molinos de viento suministrados por la medicina actual y serán vencidos. Otros se someten a la voluntad de Dios o al destino y morirán tras toda suerte de tratamientos que no hacen sino ampliar un poco el plazo. Otros simplemente tratan de pasarla bien sin más, y ya veremos qué se nos viene encima, como el atorrante superbanquero experto en quebrar empresas, quien hacia los setenta años declaraba en una elegante comida que él desearía morirse a los 99 años entre las piernas de una chica de veinte años. Cuatro años después sufrió un derrame que lo dejó paralizado del lado derecho y casi sin habla. Lo vi en mi consultorio meses después, pero estaba tan alterado en su silla de ruedas que me agarró mi mano derecha con su mano izquierda, empezó a darme patadas con la pierna izquierda, mientras yo me defendía dándole ridículos puños de señora a la manaza que me tenía atenazada, y en este vaivén y trasegar, el pobre hombre se desequilibró en su silla mientras gritaba ¡pfuta, pfuta, quiero pfuta!…. Inútil comentar el dolor, la compasión y el horror cuando salí del consultorio a pedir ayuda.

El suicidio racional es pues la opción a la que tiene derecho la persona que no desea ascender la última cuesta, sólo para caer desde allí en el agujero negro de la impotencia mental o física de la muerte. Excepto en ámbitos de algunos filósofos griegos y romanos, y en forma más extendida durante el siglo xviii, en la época de la Enciclopedia, muchos filósofos argumentan en forma clara y explícita las razones para no descartar la idea del suicidio racional o preventivo. No es una idea que en el pasado haya sido contemplada entre el público, sencillamente porque en el pasado no existían las condiciones de higiene, nutrición, educación y vivienda, ni la poderosa tecnología médica que ha hecho que en un siglo la expectativa general de vida haya aumentado de cerca de cincuenta años a alrededor de setenta y ocho años, y que probablemente los recién nacidos de hoy vivirán más de cien años. Qué maravilla dirán muchos.

No estoy tan segura de que lo anterior necesariamente sea una maravilla. En realidad, la medicina ha alargado la duración de la vida biológica, pero no siempre su calidad, y sobre todo no ha alargado la vida mental. ¿Qué ganó el banquero mencionado antes con una atención rápida y experta por parte de la medicina? Cierto, no murió de setenta y cuatro años cuando hizo su declaración de morir a los 99 años, pues cuando lo vi ya había ganado cuatro años de vida, pero qué vida… la de él y la de sus familiares. Lo mismo les sucede a pacientes con otras enfermedades catastróficas, que matan a la persona lentamente pero no matan el cuerpo.

El argumento central del libro es presentar una alternativa para los viejos o los que comienzan una dolorosa enfermedad terminal, alternativa que obviamente no es fácil de asimilar ni personal, ni sociológica ni cultural ni religiosamente. ¿Pero es que el suicidio tiene algo que ver con la ética o con la religión? Yo diría que sí y que no y que todo lo contrario, como decía algún mandatario suramericano famoso. Este debate de tres cabezas también merece ser puesto sin tapujos sobre la mesa.

Tal vez tales reflexiones surgen precisamente porque soy psicóloga especializada en neuropsicología (no soy ni médica ni neuróloga, ni mucho menos filósofa, pero estoy familiarizada con las secuelas de las enfermedades cerebrales). Mi perspectiva general de la vida y de la muerte se la debo a mis padres, escépticos pero tolerantes hasta el tuétano, a mi amada alma máter, la Universidad Nacional de Colombia en los años sesenta, cuando se pensaba y se discutía a la luz de la ilusión (¿o delirio?) juvenil de un sistema universal que garantizara un gobierno racional y razonable, honesto y justo. También le debo estas reflexiones a mi formación en un liceo francés, ejemplo de libre pensamiento y libre expresión, y por supuesto, a algunas entrañables amistades.

Todo este caldo de cultivo me ha permitido tomar cierta distancia de la formación y visión de la enfermedad y de la muerte que tienen muchos médicos, abogados y juristas, y la población en general, mal informada y poco letrada en medicina, así como de la visión prevalente en una civilización decadente, enloquecida con el consumo (incluyendo el consumo de la medicina), materialista en el sentido de ser adicta al placer presente, el cual se escapa como la niebla en la carretera, pero que, al menos en Latinoamérica y en grandes sectores de Norteamérica, a la vez está apegada a las creencias religiosas, que imponen una profunda estructura de pensamiento en torno de la vida y la muerte. Entre ellas, la idea de que la persona no es propietaria de su vida y de que si la divinidad permite que le suceda algo irreparable y muera, tendrá su premio en la vida eterna y en la resurrección de la carne, tal como reza el Credo.

Debo advertir que no soy persona creyente, pero respeto profundamente las creencias religiosas. Soy hija de la misma sociedad decadente, soy consciente de que en cada viaje que hago estoy matando miles de peces y microorganismos, de que estoy contribuyendo al cambio climático por los miasmas que exhala el avión y de que con ese dinero podrían educarse diez niños en Colombia. Sin embargo, sigo haciéndolo porque tal es el modo de ser de los mortales: contradictorio hasta el final. Así que no es que me sienta superior a los demás consumistas decadentes, ni mucho menos; simplemente deseo compartir mis reflexiones con cierto público, sin ninguna idea moralizante ni la intención de imponer mis reflexiones. Mi deseo es el de abrir la puerta a ciertas opciones, de las cuales poco se habla (y menos aún en países latinoamericanos) y que merecen la pena ser consideradas llegada cierta edad. No son opciones fáciles, ya que nada es blanco o negro, y aquí trato de exponer lo blanco y lo negro y las tonalidades grises de estas opciones.

Desde que maduré la idea de escribir este opúsculo, siempre dije en broma que sería un libro apto solo para mayores de sesenta años, y preferiblemente sanos física y mentalmente, así como para personas con enfermedades incurables. Debería prohibirse su venta a jóvenes, a personas adultas realmente deprimidas o delirantes, mucho más si tienen familia, porque no está dirigido a ellos,5 aunque también estas personas tienen derecho a plantearse proyectos acerca del final de sus vidas.

Hoy en día, en sectores urbanos en la vejez, la muerte se acerca paso a paso, y cada paso es más doloroso que el anterior, porque nos morimos de enfermedades lentas, insidiosas, que nos erosionan en la tercera edad, como por ejemplo la hipertensión arterial, las enfermedades cardiovasculares o cerebrales, la diabetes o el cáncer. Para todas ellas hay tratamientos que pueden alargar la vida con buena calidad y en muchos otros con extremo sufrimiento y largas agonías en las unidades de cuidados intensivos.

Dadas estas perspectivas, algunas personas que han llegado a la vejez comienzan a optar por un suicidio preventivo cuando todavía tienen una calidad de vida biológica y mental aceptable. Incluso existen unos pocos países, de los que se hablará en capítulos posteriores, en donde es legal ayudar de una forma u otra a que estas personas aceleren su muerte.

Así pues, espero exponer en forma relativamente clara y coherente los pros y contras de estas opciones y espero que el lector comience a plantearse cómo desea que sea la última escena del último acto de su proyecto de vida.

Notas

1 Véase http://www.aelf.org/bible-liturgie/Ps/Psaumes/chapitre/81.

2 Es paradójico decir esto en un país como Colombia, azotado por masacres, desapariciones y crímenes aborrecibles. Pero en grandes sectores de las clases medias y altas urbanas hemos sido ignorantes e indiferentes a los millones de muertos por la violencia armada y violencia personal, creyéndonos a salvo de estas miserias.

3 A lo largo de este libro me referiré a los adultos mayores o personas de la tercera edad como a los viejos, término políticamente incorrecto pero que denota sin eufemismos lo que somos: viejos.

4 La neuropsicología es una especialización de la psicología que consiste en estudiar las funciones cognitivas y afectivas del cerebro. En la práctica clínica, en general se enfoca al estudio con fines pronósticos de muchas enfermedades cerebrales que alteran el pensamiento, el lenguaje o el afecto.

5 Estuve a punto de eliminar este párrafo hasta que vi una entrevista en la bbc al doctor A. Phillip Nitsche de Australia, promotor de la eutanasia, del suicidio asistido y del suicidio racional preventivo, quien ofrece talleres en todo el mundo pero a los cuales solo pueden asistir personas mayores de cincuenta años o enfermos terminales.

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Capítulo I
Un cerebro que permite el futuro

Introducción

El presente capítulo tiene por objeto dar un pincelazo muy superficial sobre los hechos cardinales de la neurobiología, tal como se la conoce hoy. Repito lo dicho en la introducción: se trata de dar una idea general de la evolución del cerebro desde los homínidos hasta el humano, de la expansión de los lóbulos frontales y del papel que estos juegan en la anticipación a corto y largo plazo, incluyendo el concepto del más allá, sin entrar en detalles técnicos de la neuroanatomía y neuroquímica del cerebro. Más que resumir algunos fundamentos de neurobiología (lo cual sería imposible en tan pocas páginas), me interesa explicar la relación entre las capacidades de nuestro cerebro y el concepto de la muerte, el de más allá y el de suicidio en la sociedad contemporánea del siglo XXI.

Intento hacer una breve y muy básica explicación sobre la evolución del cerebro humano que, siendo otra variante más de la historia evolutiva de los animales, llegó a ser capaz de construir y planear un futuro en vida de la persona y, como extensión de lo anterior, en el más allá. Esbozaré cómo el futuro inmediato (por ejemplo: abriré el grifo para lavarme las manos y después lo cerraré) y el muy remoto (cuando nazca el bebé, le abrimos una cuenta de ahorros para que vaya a la universidad) tienen un sustrato cerebral que hace posible pensar y planear este tipo de acciones. Haré una reseña lo más sencilla y comprensible posible acerca de cómo el desarrollo cerebral en el homo sapiens permitió la memoria personal, única de cada individuo, la imaginación y la creatividad, y por ende el arte, la noción de causalidad, la mitología y la proyección hacia el futuro, incluidos el concepto de muerte y el de más allá.

Gracias al lenguaje, a la capacidad de proyección hacia el futuro y a la capacidad de abstracción tenemos la noción de la muerte. Como ya lo dije, los demás animales están ahí y luego dejan de estar ahí, sin conciencia de haber vivido. Nosotros somos conscientes de vivir y, ¡ay!, también de que nos morimos, cortesía de nuestro poderoso cerebro.

La evolución

La evolución de las especies trata de los cambios que se han dado a través de dos mil millones de años, a partir de unos pocos troncos comunes, hasta llegar a la diversidad de animales y plantas de hoy en día. Para que una especie cambie, es necesario que se produzca alguna variación en su ADN original. Estas variaciones, en general, se deben a presiones externas que hacen que ante cambios climáticos, de dieta u otros, la especie original deja de ser adaptativa. Lo anterior implica que dicha especie o cambie o se extinga. Ante una variación en la vegetación, por ejemplo, de selvática a semidesértica, los animales que tengan en su ADN genes para digerir plantas duras sobrevivirán y se adaptarán a las nuevas condiciones. Los que no tienen en su ADN estos genes, se extinguirán, de modo que tras unos cientos de miles de años predomina la población de “genes” para plantas duras. El ADN en este caso pasa de generación en generación por reproducción sexual.

Las características hereditarias de los animales están codificadas en el ADN de sus células, lo que constituye su genotipo único. Cuando los rasgos del ADN se expresan en el organismo en rasgos físicos o comportamentales (el señor Pérez tiene ojos azules), se dice que ello va en su fenotipo. Para que el fenotipo se exprese hacen falta ciertas condiciones. Por ejemplo, el gen de los ojos azules se expresará en el fenotipo del señor Pérez si ambos padres tienen los ojos azules; también puede suceder que ninguno de los padres tenga los ojos azules, pero tienen genes recesivos de tal rasgo. Por ejemplo, tres de los abuelos tenían ojos azules, pero uno los tenía oscuros, por lo cual el fenotipo del padre del señor Pérez no tenía los ojos claros.

Como sucede con frecuencia entre los animales, la mutación específica en el ADN que permite la digestión de plantas duras, puede conllevar otros cambios “inesperados”. Así, es posible que el ADN que permite producir enzimas para digerir plantas duras se acompañe de cambios en los genes que codifican el color del manto o en el espesor de la cola del animal. La biología molecular puede explicar algunas de las diversas y complejas combinaciones genéticas subyacentes a estas variaciones (Butler et al., 2005).

Estas adaptaciones o cambios se dieron al azar; hoy se sabe que la mayoría de ellas no resultaban adaptativas, es decir, que el organismo no necesariamente ganaba en capacidad de reproducción, sino que perdía. El dueño de la variante o mutación “útil” era el que se reproducía y sobrevivía como especie. Tales adaptaciones periféricas o fenotípicas (repito, con frecuencia no adaptativas) se daban en mutaciones minúsculas del ADN del animal, pero al contrario de lo que se piensa, con frecuencia se daban a saltos, con cambios rápidos en el tiempo (rápido, en este caso se refiere a escalas de más o menos diez millones de años). Algunas de tales variantes resultaban en una mejor supervivencia del individuo a través de la reproducción sexual. Destaco el que resultaban, porque la evolución no muestra un objetivo final. La frase “dichas variaciones se daban para una mejor supervivencia” es incorrecta desde el punto de vista científico, ya que en evolución no hay futuro; sencillamente hay mayor supervivencia por mayor reproducción sexual. El que transmitiera genes que garantizaran una mejor adaptación a través de la reproducción sexual, se ganaba la lotería; los demás se extinguían (Allman, 2000).

La evolución y la adaptación de los individuos no implica que sea el “más fuerte” el que sobrevive. En la evolución natural, el “más fuerte” o el más grande o el más feroz no necesariamente es el que mejor sobrevive. El que mejor sobrevive es el que mejor se adapta a las variaciones ambientales, es decir, el que mejor se reproduce sosteniblemente. El ambiente puede referirse al ambiente interior del cuerpo (la biología molecular de ciertas de sus células o su estructura muscular y ósea, etc.,) o al ambiente externo, que se refiere a características climatológicas, a la dieta, la presencia de otros animales, o incluso al ambiente geológico; y así, de pequeñas mutaciones en pequeñas mutaciones, o de saltos en saltos (varias mutaciones próximas en el tiempo), millones de microorganismos, invertebrados y grandes vertebrados cambiaron y desarrollaron diversas estructuras óseas, sensoriales y cerebrales.

Por ejemplo, cuando se extinguieron los dinosaurios, probablemente por el meteorito del golfo de México, vino un gran invierno mundial por la nube de polvo que se levantó. Los pequeños mamíferos cuadrúpedos, que eran nocturnos —estrategia para no compartir el mismo nicho que los dinosaurios, que eran diurnos—, sobrevivieron, entre otras razones, porque por no haber desarrollado un buen sentido de la visión, lo que no tenía mayor función en un nicho nocturno, en cambio tenían una audición y un olfato muy desarrollados. Estos animales invadieron el nicho diurno dejado por los dinosaurios, y los afortunados hijos cuyo padre y madre tenían mejor visión diurna prevalecieron en el nicho diurno, a través de generaciones de selección natural de padre y madre con buena visión diurna. Los de escasa visión diurna tuvieron que permanecer en el nicho nocturno o se extinguieron. Los cambios en las estructuras neuronales visuales conllevaron también cambios en las estructuras originales de audición y olfato las cuales ya estaban bien desarrolladas. Con lo anterior, todo el cerebro aumentó rápidamente de tamaño, lo cual originó una mayor capacidad de unificar la información externa (huele a tigre, ruge como tigre, tiene rayas de tigre y se mueve como tigre, luego mejor me alejo).

A medida que el medio ambiente y los demás animales cambiaban y se presionaban entre sí, la selección por reproducción sexual resultó en que ciertos individuos tenían una mejor capacidad de procesar diversos datos. Así, el ADN de nuestro animalejo que desarrolló buena visión seguía transformándose a través de pequeñas mutaciones. Ahora bien, millones de microorganismos y otros animales, entre ellos grandes vertebrados como los tiburones, han permanecido estables desde hace más de 450 millones de años sin mayores cambios, probablemente porque no han tenido exigencias externas para seleccionarse y evolucionar.

Dado que en la evolución se trata de transmitir los genes, la muerte de los individuos en edad reproductiva no es una buena idea. La censura generalizada del suicidio, como quizá del aborto, tal vez se remonta al comienzo de nuestra especie y puede obedecer a que cuando es necesario que una población aumente, todos los individuos sanos, incluso los mayores, son necesarios para la perpetuación de la especie. Desde esta perspectiva, no tienen lugar los defectuosos o los inútiles. Recordemos que hace apenas dos mil años, el “viejo” no sobrepasaba los treinta y cinco o cuarenta años. Lo mismo sucedía con el aborto, ya que fuera de privar al grupo de un nuevo miembro, conllevaba un altísimo riesgo para la madre. Pero las cosas han cambiado desde el punto de vista utilitario, demográfico, sociológico, psicológico y de expectativa de vida. Hoy, como siempre, se trata de reproducirse en forma sostenible y responsable. El ejemplo más patente es que la demanda de alimentos y bienes de consumo de los siete mil millones de habitantes de la Tierra ha llevado al devastador cambio climático que sufrimos hoy en día.

En este contexto, cuando es necesario mantener una población humana estable o levemente superior, como cuando de diez hijos se sabe que sobrevivirán tres o cuatro, no es conveniente que los jóvenes (y mucho menos las hembras jóvenes) mueran. Es como una danza milenaria, en la cual el tema (no el fin) es la supervivencia del ADN a través de la reproducción sexual. Y otra vez, y otra vez y así… hasta llegar a los homínidos hace unos siete millones de años, cuando el antepasado común entre nosotros y el chimpancé actual se separó en dos linajes que dieron respectivamente los chimpancés actuales y los humanos actuales (Butler et al., 2005).

“”homo habilis“”