Cubierta

La inconcebible aventura del hombre que fue otro

Manou Fuentes

Traducción de Dánae Barral

MalPaso
BARCELONA MÉXICO BUENOS AIRES

A Patricia

1

Todo se marchita para alejarse del peligro, conservar lo que tenemos e ir tirando en paz.

Chateaubriand1

La única singularidad que Édouard Pojulebe podía reivindicar en el transcurso de su existencia era el apellido que le había tocado. Excepto por este detalle, cuya importancia veremos a continuación, nada lo empujaba a salir de la banalidad. Un físico inocuo, una conducta discreta y el deseo de pasar inadvertido habían trazado de antemano su destino.

Durante sus primeros años escolares aún se pasaba lista en voz alta. Pojulebe había vivido muchas veces aquella experiencia y conocía bien la risa contagiosa que desencadenaba la simple lectura de su apellido: «Audibert… presente, Brettignier… presente, Chabrier… presente…». Cuando la lista llegaba a la letra pe, la pesadilla se hacía realidad una vez más: «Paturet… presente, Pelletier… presente… Pojulebe…». En cuanto se pronunciaba aquel nombre se desencadenaba la hilaridad en el aula. Los niños se volvían dándose codazos: «¿Pojulebe? ¿Quién es? ¿Quién es…?». Lo buscaban con la mirada y se partían de risa, lloraban de risa, hasta que el maestro, cansado del alboroto, ejercía su autoridad y, alzando la voz, mandaba callar a sus alumnos. Pojulebe nunca había entendido cuál era la gracia de su apellido. Lo que sí sabía era que aquel nombre se le había pegado a la piel y había grabado en su alma una herida de la que no se atrevía a hablar. Ni en la escuela, donde por supuesto evitaba el asunto, ni tampoco en su casa, donde nadie parecía afectado por llevar un apellido tan cómico que hacía carcajear al resto del mundo. No quería ofender a su padre (de quien había heredado el ingrato legado) ni entristecer a su madre (que nunca había mostrado molestia alguna al respecto): Édouard había cargado la pesada losa en silencio.

Con el paso de los años, y a pesar de este espinoso asunto, Pojulebe había ido ganando seguridad. Sus notas escolares reflejaban que era un chico aplicado e inteligente, con una cierta tendencia a la reflexión. Sus profesores de literatura mencionaban sus aptitudes para el análisis y la síntesis de textos, elogiaban la corrección de sus exposiciones, e incluso leían en voz alta algunos párrafos de sus escritos. Aun así, estas pequeñas hazañas no incitaban a Pojulebe a fanfarronear. Los otros, que no dejaban pasar la más mínima ocasión de burlarse de él, deberían haberlo tomado como ejemplo.

Aislado de los juegos, Pojulebe había aprovechado su forzada soledad para observar la manera de ser de los demás y adaptar su actitud hacia ellos en función de sus conclusiones. La sobriedad de su comportamiento y la costumbre de la burla diaria habían acabado por debilitar el entusiasmo de sus compañeros, aunque Édouard habría renunciado con gusto a esta triste victoria a cambio de pasar inadvertido.

En cuanto a su familia, es curioso, pero Pojulebe tenía pocas cosas que decir. Había crecido a la sombra de unos padres modestos, serios y benevolentes. En casa nada le preocupaba. Protegido por el amor que le profesaban sus progenitores y por el orden inmutable de las cosas que reinaba en la casa, nunca había sentido la necesidad de mantenerse a la defensiva, como le ocurría en el colegio. Nada le empujaba a utilizar su perspicacia para protegerse. Los Pojulebe estaban convencidos de que su hijo había tenido una infancia feliz.

Por supuesto, en su casa no había mucho espacio para la fantasía y el humor. Allí nunca se oía una voz más alta que otra, y Édouard no recordaba haber reído ni una sola vez. Nada de frivolidades, poca fantasía y ninguna extravagancia, éstas eran las reglas estrictas en que se basaba el equilibrio del hogar.

Hijo único, Édouard era el centro de todas las atenciones. Nunca salía sin un pañuelo en su bolsillo ni sin la merienda en su cartera. En invierno, su madre le daba un montón de consejos, y lo abrigaba con una bufanda y un gorro tricotado que él se quitaba en cuanto llegaba a la esquina de la calle siguiente. Porque en su clase nadie llevaba un gorro semejante, ni siquiera en los días más fríos. Una vida familiar perfectamente reglamentada, sembrada de recomendaciones de prudencia desde su más tierna infancia, sumadas a una sólida educación clásica, habían forjado su carácter. Los años de enseñanza secundaria y universitaria transcurrieron para él sin ningún problema. Apoyado por un padre instruido, que trabajaba como documentalista en una biblioteca a las afueras de París, obtuvo sin problemas sus diplomas y no tuvo dificultad alguna, llegado el momento, para encontrar un puesto de trabajo honrado.

Pojulebe había vivido siempre cómodamente. Se alojaba en una casa con jardín, cedida por su familia, y trabajaba como administrativo en una empresa comercial. Además de su sueldo disponía de algunas rentas heredadas que le permitían vivir con desahogo y mirar al futuro sin preocupaciones. Las pocas aventuras que había vivido en su juventud no habían tenido continuidad, y su afición por la soledad y su discreción característica lo habían conducido irremediablemente a la soltería. Esta situación, sin embargo, no le había supuesto problema alguno. Édouard había optado por la soltería sin apenas planteárselo, ya que, aunque él no lo sabía, ése era sin duda su estado natural.

Estaba satisfecho con su suerte. En el despacho, su cortesía y su humor invariable eran reconocidos por sus colegas. Incluso alguna vez, debido a su carácter diplomático y conciliador, le habían pedido que intercediera en algún que otro litigio.

Los sábados, tras ordenar su casa y hacer los recados de rigor, Pojulebe aprovechaba el tiempo libre para disfrutar. Tenía la costumbre de ir al mismo restaurante todos los fines de semana. Al caer la noche leía una novela y luego se dormía plácidamente después de doblar su ropa, cerrar los postigos y echar el cerrojo de la puerta.

No debe inferirse de todo lo expuesto que Édouard Pojulebe era un inadaptado a la vida moderna o que hubiera excluido de su entorno las nuevas vías de conocimiento. Había aprendido a valorar los nuevos medios de comunicación, disponía de televisión y ordenador con pantalla plana y había instalado wifi. Su visión del mundo había evolucionado y, aunque vivía solo, no estaba al margen de los problemas de sus contemporáneos.

Ayudado por ese bagaje de conocimientos, Pojulebe a veces alteraba sus reservadas costumbres. Tomaba entonces la palabra ante los parroquianos de un bar y se animaba a dar su opinión sobre algún tema social. En resumen, ponía en práctica, lo que era raro en él, una suerte de elocuencia. Experimentaba así el delicioso placer de ver en la mirada de los demás un signo de admiración hacia él. Cada vez que lo lograba tenía la tentación de repetir tan deleitosa experiencia, y sus sucesivos logros, reflejados en el espejo de los ojos de los demás, lo animaban a seguir. Algunas veces, cuando contaba una anécdota cómica, su audacia superaba todas sus expectativas, y las carcajadas que provocaban sus disquisiciones lo llenaban de satisfacción. No hay que decir que todo ello ocurría sólo muy de vez en cuando, fundamentalmente porque su prudencia familiar lo alertaba y le dictaba el momento de abandonar la discusión. En cuanto se olía el más mínimo peligro de conflicto se batía en retirada y renunciaba inmediatamente a sus tentativas de seducción.

Édouard Pojulebe no lamentaba aquel aislamiento voluntario que, durante toda su vida, le había impedido tener un amigo verdadero. Al contrario, su existencia, protegida de cualquier tipo de responsabilidad que implicara algún riesgo, le parecía un traje confortable, sólido y resistente al tiempo…

2

Cuanto más nos escondemos, más desagradable nos resulta ser descubiertos.

Søren Kierkegaard2

En un momento de su metódica y ordenada vida, ocurrió algo que alteró su tranquilidad cotidiana. Aquel día, Édouard salía, como de costumbre, del restaurante, cuando un hombre se acercó tambaleándose y se derrumbó sobre él. Más exactamente sobre su espalda, de modo que Pojulebe no pudo verlo venir. Como el hombre amenazaba con desplomarse del todo con su cuerpo flácido y pesado, Édouard intentó torpemente sostenerlo inclinándose hacia delante y sujetándolo con todas sus fuerzas. Finalmente pudo tenderlo en la acera poniéndole la mano derecha debajo de la cabeza para evitar que golpeara contra el suelo. Obsevó entonces la palidez de la cara y su extraña mirada. Tenía unos ojos indefinibles, sin duda grises, en cualquier caso muy claros, pero lo que más lo horrorizó es que su mirada se clavara en la suya, como si aquel hombre aterrorizado quisiera decirle algo.

Aquel insólito momento fue interrumpido por algunos curiosos: «¿Qué pasa? ¿Está enfermo? ¿Lo conoce? ¿Está borracho?». Las preguntas llegaban de todas partes. En medio del barullo, una voz se impuso sobre las otras y propuso llamar a un médico. Era el camarero del café, que, atraído por el alboroto, se había convertido en la voz cantante de la colectividad intrigada. Obtenida la aprobación general y satisfecho de su intervención, el camarero volvió a toda prisa tras el mostrador para telefonear. Los labios del desconocido tendido en el suelo murmuraron algo. Pojulebe acercó el oído. A pesar del bullicio que los rodeaba, oyó con claridad las palabras de aquel hombre: «No me suelte… No se preocupe… Está en mi bolsillo… ¡Sí, le digo que está en mi bolsillo!».

Justo en ese momento se oyeron las sirenas de la ambulancia y poco después los sanitarios ordenaban a la multitud que se apartara. Dos hombres de robustas manos trasladaron con delicadeza al enigmático paciente a una camilla. Entonces el hombre le agarró la mano con fuerza y le cuchicheó de nuevo: «¡Sí, le digo que está en mi bolsillo!».

Pojulebe estaba desconcertado. Tenía que tomar una decisión urgente y no sabía cuál. De pronto, mientras se cerraban las puertas rojas detrás de la camilla, se le ocurrió preguntar tímidamente, pero con la suficiente firmeza como para hacerse oír, si podía acompañar al paciente en el furgón.

—¿Es usted de la familia? —le preguntó el jefe de los sanitarios.

—No, en absoluto. Pero yo estaba presente cuando se cayó y me ha pedido que lo acompañe.

—¡No es posible, ya ve que lo están reanimando! Puede ir a verlo al hospital.

Las puertas se cerraron bruscamente, el vehículo arrancó acompañado por la estridencia de las sirenas, la multitud se dispersó y Pojulebe se quedó sin saber qué hacer. Alguien le tiraba de la manga. Era el camarero del restaurante, que, mientras comentaba lo ocurrido, le ofreció un reconstituyente. El fuego líquido en la garganta le hizo recobrar el ánimo.

—¡Cuando pienso que se ha caído justo encima de usted…!

—Hum…

—En fin, en La Pitié ya saben lo que tienen que hacer… Cuidarán de él. Una vez llevé a mi madre a Urgencias de ese hospital y la dejaron como nueva.

—¿Está en La Pitié? —preguntó Pojulebe.

—¡Pues claro! ¿No ha oído al médico? Pues lo ha dicho bien alto: «A La Pitié, directo a Reanimación!».

Pojulebe comprendió entonces que lo ocurrido le había paralizado el cuerpo y petrificado la mente.

—¿Ha dicho cómo se llamaba? —se apresuró a preguntar.

—Ni idea —respondió el camarero secando los vasos enérgicamente.

Pojulebe estaba hecho polvo. Envidiaba la vitalidad del joven que ahora tarareaba alegremente una cantinela de la radio.

—¡Es salsa, me encanta! Voy a clases, ¿sabe usted…?

—¿Ah, sí?, qué bien.

Pojulebe se despidió rápidamente y salió del restaurante. Necesitaba aire. El calor, el ruido de la vajilla y la música lo agobiaban. No entendía qué le estaba pasando ni por qué sentía una angustia tan profunda. ¿Qué había querido decir aquel hombre con la palabra «bolsillo»? «¡Está en mi bolsillo!» ¿Acaso no significaba esta expresión que la partida estaba ganada o que todo estaba atado y bien atado? ¿Por qué le había dicho aquel hombre que no se preocupara, como sugiriéndole que mantuviera la sangre fría? ¿Estaba él mismo, Édouard, metido en algún asunto sospechoso que ignoraba? El desconocido también le había rogado que no lo soltase. Pero él lo había abandonado a su suerte en contra de su voluntad.

Pojulebe no podía olvidarse del asunto. Ningún otro acontecimiento lo había marcado tanto. Recordaba la salida del restaurante… la conmoción… el desplome del cuerpo… la mirada fija en sus ojos. Las palabras fatídicas resonaban en su cabeza: «¡No me suelte… No se preocupe… Está en mi bolsillo… Sí, le digo que está en el bolsillo!». Las palabras del camarero, habitualmente poco acertadas, también lo perseguían. ¿No había dicho tras el incidente «¡ha tenido que caerse justo encima de usted!» o algo parecido? Y la palabra Pitié, ¿por qué vibraba sin cesar en su alma como un mal presagio del destino?

Pojulebe se apresuró a volver a su casa para alejarse del lamentable suceso, cuyo significado y repercusión era incapaz de comprender. ¿Por qué aquel hombre le había dirigido una mirada suplicante? ¿Temía ir solo al hospital? ¿O tenía miedo de otra cosa? Después de darle algunas vueltas al asunto, Pojulebe consiguió calmarse un poco. A fin de cuentas, ¿no era cierto que el desconocido había podido contar con la eficacia de los servicios de urgencias, que habían acudido con gran rapidez? ¡Sin duda había sido un simple desmayo pasajero! Y en todo caso, aunque el desconocido acabara muriéndose… ¡tampoco iba a ser el primero ni el último!

3

Estaba atónito de sorpresa, en un abismo de asombro.

Anatole France3

Tumbado en su cama, Édouard revivía el misterioso episodio y sentía que su oscura confusión se agrandaba. Quería tranquilizarse. Tenía que reconocer que jamás las palabras y la mirada de un ser humano lo habían afectado tan profundamente. No obstante, lo inconcebible estaba ahí, adherido a él, nunca había vivido algo parecido ni en su alma ni en sus carnes. Édouard buscaba una palabra para describirlo, «pavor», «agobio», «angustia», «espanto», sin acabar de encontrar la más adecuada. Todas le parecían apropiadas para su nuevo estado. Con la esperanza de que se esfumara aquel recuerdo funesto, así como sus males imaginarios, valientemente volvió al trabajo y a su rutina.

Los días pasaban y nada se atenuaba. Dormía intranquilo, tenía pesadillas, digería más lentamente la comida y se veía obligado a comer con frugalidad incluso los sábados. De hecho, a pesar de que le daba vueltas al asunto incansablemente, no encontraba ninguna explicación racional que justificara ese oscuro desasosiego. No podía dejar de pensar en ello.

De acuerdo, ese tipo lo había atormentado con la historia del bolsillo. De acuerdo, él lo había abandonado a su suerte en el furgón. Pero de esos dos episodios él no se sentía culpable. Édouard no sabía qué hacer, y no tenía a ningún confidente con quien compartir su inquietud. A pesar de que su espíritu estaba en desorden y su cuerpo descompuesto, tomó la firme decisión de que no se le notara nada. Haciéndose el fuerte tanto en su puesto de trabajo como en el restaurante, nadie se percató de su malestar. Por curioso que pudiera parecer, el hecho de estar tan intensamente afectado sin que nadie se diera cuenta le dio un punto de vista inesperado sobre el mundo. Desde esa perspectiva inédita, su asombro iba creciendo. Édouard veía ahora a los humanos como canicas engrasadas atrapadas en un invisible tarro cósmico. ¡Un verdadero baile de locos! Esas incontables moléculas parecían trotar, rodar, chocar sin orden ni concierto, cual virtuosas acróbatas. ¡Qué extraña danza para su nueva mirada! En esta rara pista de baile, algunas de esas canicas, no se sabe muy bien por qué, tal vez cansadas por el desorden o presas de una modorra inesperada, vacilaban un instante antes de lanzarse al vacío. Hoy era su turno: resbalar por las paredes, caer hasta el fondo del tarro sin ninguna rama a la que agarrarse para atenuar el impacto del choque.

Édouard nunca había sufrido uno de esos aparatosos tropiezos en el pasado. Combinando equilibrio y destreza, sin duda favorecido por la providencia, había esquivado hábilmente a la multitud abarrotada de los otros bailarines moleculares. Hoy, sin encontrar ningún recodo, dislocado, resbalaba hacia el fondo de su caparazón roto. Olvidado. Perdido. El resto del mundo, aparentemente intacto, obstinado en su incoherente coreografía, seguía gesticulando sin él… Pojulebe descubría hasta qué punto, igual que los demás, se había tapado los ojos para ignorar los infortunios de sus vecinos. Sobre todo no enterarse de sus desgracias, ése era su confortable lema vital. ¿Qué tenía que pensar? ¿Qué debía hacer? ¿Hacia dónde convenía dirigirse para resolver su problema? Soplar… Volver a respirar… Actuar metódicamente, en silencio, paso a paso. Ésta era una técnica contrastada experimentalmente que siempre le había dado resultado. Estudiar el fenómeno sin miedo… Buscar un camino transitable… Encontrar el hilo perdido de su sensatez… Édouard había eliminado pacientemente las hipótesis irracionales que lo hacían responsable del hombre que cayó en sus brazos. No estaba en absoluto implicado en el asunto y le preocupaba comprender por qué esa caída le había generado tal zozobra. ¿Cómo podía entender lo que pasaba? ¿Acaso las extrañas palabras del desconocido lo habían despojado de su armadura infalible y habían avivado algo que dormitaba en él? Pero ¿qué? ¿O es que lo que no iba bien era su manera de tomarse las cosas?

Sentado en el sillón de su despacho, Édouard miraba las pesadas estanterías de la biblioteca familiar. A pesar de la educación clásica que le había proporcionado su padre, nunca había tenido el deseo de cultivar un jardín literario. Siempre se había conformado con los periódicos y con algunas novelas ligeras o policíacas. Édouard se decidió a levantar su pesado cuerpo y a dar una vuelta por la librería abandonada. Las obras venerables, abandonadas, estaban allí desde hacía lustros, sin haberse movido ni un ápice, derechas sobre su pedestal de madera, orgullosas de ser al fin el objeto de una nueva mirada. ¿Qué hacían en su casa aquellos objetos inútiles para él? ¿Por qué los había conservado? ¿Pues no parecía ahora que eran ellos quienes lo miraban a «él»? Dolorosamente consciente de sí mismo, Édouard iba y venía a lo largo de la habitación, ahondando en sus recuerdos. Su situación presente le recordaba algo… Un libro… Una lectura angustiosa. Lentamente, la idea iba subiendo a su espíritu como un cubo lleno de agua que sube de un pozo.

El recuerdo le sobrevino de repente con la nitidez de un cristal: ¿no era el tenebroso Roquentin, el héroe de Sartre en La Náusea, quien había dejado en él la huella que estaba buscando? El asco de ese hombre que vivía solo, sin hablar con nadie, ¿acaso no había nacido de la lectura de estos objetos que tenía ahora frente a él? Édouard recordaba claramente la atmósfera extraña de aquel libro oscuro que había leído en su juventud. Un desánimo desconocido, felizmente breve, se había instalado en la punta de su nariz después de leerlo. Édouard se había jurado no volver a frecuentar a ese antihéroe lanzado por desgracia al mundo.

Pero hoy, visto que su estado era tan deplorable como el de Antoine Roquentin, ¿no era acaso el momento idóneo para sumergirse en libros más profundos que las interminables sagas a las que era tan aficionado? Si esos libros describían tan bien las angustias de la existencia, ¿no serían el modo de descubrirle algo de sí mismo y de mostrarle un posible camino?

4

De vez en cuando conviene ser pesimista, eso evita un sueño prolongado.

François Mitterand4

Entonces, con aprensión, Édouard se puso a buscar en las estanterías aquellas obras olvidadas. Nunca hasta entonces se le había ocurrido abrir ni una sola de ellas. Sin saber por dónde empezar decidió hojear tres o cuatro. De autores conocidos… grandes autores… Algo atrajo inmediatamente su atención: en cada uno de esos libros había algunos párrafos subrayados a lápiz… Édouard, sorprendido, sin poder apartar los ojos, concentró su atención en esas líneas.


Søren Kierkegaard (Tratado de la desesperación):

Como no hay personas enteramente sanas, al decir de los doctores, podría también decirse, conociendo bien al hombre, que no existe ningún individuo exento de desesperación en cuyo fondo no habite una inquietud, una perturbación, una desarmonía, un temor a algo desconocido o a algo que no se atreve a conocer, un temor a una eventualidad externa o un temor a sí mismo…5

Albert Camus (La caída):

Tuve también algún problema de salud. Nada específico, algo parecido al decaimiento, y puede que alguna dificultad para volver a encontrar mi buen humor. Vi a médicos que me recetaron reconstituyentes. Me recuperaba y luego volvía a recaer.6

Jean Paul Sartre (La náusea):

En este mismo instante —es horroroso—, si existo es porque tengo horror a existir (…). Los pensamientos nacen detrás de mí como un vértigo. Los siento nacer detrás de mi cabeza… si cedo, ellos se colocan delante, entre mis ojos, y cedo siempre, el pensamiento crece, crece y ya está aquí, inmenso, me llena por completo (…). Yo soy, yo existo, yo pienso luego existo: existo porque pienso, ¿por qué pienso? ¡Ya no quiero pensar, existo porque pienso que no quiero existir… porque… Puag!7

¡Exactamente lo que temía! ¡Era exactamente él, en este preciso instante! Édouard no habría encontrado las palabras para expresarlo, pero al igual que estos escritores él sentía el vértigo, la desesperación de vivir y también la angustia de estar obligado por primera vez a pensarlo. ¡Él, un individuo común, sufría las mismas sensaciones que esos príncipes del absurdo! ¡Absurdo! Ésa era la palabra que buscaba. Como ellos, estaba lleno de lagunas insondables que devoraban las certezas, lleno de caminos de interrogantes en los que temía aventurarse. Igual que ellos, se sentía al borde del abismo…

Édouard estuvo mucho tiempo consultando esos libros repletos de melancolía y tristeza con la esperanza de encontrar alguna explicación, alguna solución a su problema. Leía, releía, volvía atrás, tomaba notas… A medida que hojeaba aquellas obras, comprendía lo ingenua y estúpida que era su iniciativa. Había demasiadas cosas. No comprendía nada. Édouard era consciente de que no encontraría en esa lectura superficial de una sola noche más que una ínfima parte de la condición humana, y entendió que sólo tendría éxito en una cosa: en medir la magnitud de su ignorancia. ¡Necesitaría una vida entera!

Ante aquella ingente tarea y la estupidez de su esperanza, sintió una mezcla de torpeza y de rabia. ¡Esa clase de tarea no estaba hecha para él! Su sentido común le hacía sospechar que en esos autores había una cierta complacencia con la desgracia. ¿Acaso era normal pasarse toda una vida elaborando confusas elucubraciones, oscuras controversias indemostrables, para exhibirlas en obras monumentales? ¡Las personas normales viven, comen y trabajan, sin reflejar sus estados de ánimo en páginas interminables!

Édouard tenía que rendirse a la evidencia: alguien se había tomado la molestia, tiempo atrás, de subrayar aquellas funestas frases. Enamorado de la literatura, su padre siempre tenía en la mano algún libro, periódico o diccionario. Sin duda había sido él, y no su madre, quien había dejado la huella de aquellos insistentes subrayados a lápiz. Poco curiosa en los asuntos del espíritu, su madre nunca se interesaba por los títulos ni, mucho menos, por los contenidos de las obras que centraban la atención de su marido. Empeñada a diario en las tareas domésticas, pasaba de una labor a otra sin demostrar jamás, en ningún momento, sus emociones. Para Édouard, no había ningún indicio de que su madre quisiera expresarse, ni de que escribiera negro sobre blanco.

Pero, pensándolo mejor, ¿no había visto alguna vez una lágrima en su ojos secada ágilmente con el dorso de la mano? «Es la cebolla —decía ella—, mira, pon la nariz aquí encima.» Los ojos empezaban a escocerle, y Édouard lloraba verdaderas lágrimas ficticias que resbalaban por sus mejillas. «¿Has visto? No te frotes los ojos con los dedos, te escocería aún más.» Entonces ella se reía secándose sus mejillas con el borde de un trapo de cocina. «Vete a hacer los deberes, que ya es hora…», y Édouard se marchaba tranquilo.

Su padre, su madre… es como si estuvieran presentes en esa habitación. ¿Por qué su padre había subrayado su desasosiego con lápiz gris y su madre había reprimido sus lágrimas en los párpados? ¿Acaso se escondían el uno al otro sus penas secretas? ¿No se querían tanto como él había supuesto? La sospecha de aquel insidioso tormento familiar se sumaba ahora al extraño malestar que, desde hacía días, intentaba disipar. Su vértigo se fortalecía. Éste era el resultado de su insensata aventura intelectual: abrir bajo sus pies caminos de angustia inadvertida. Preso de una súbita rabia, Édouard cerró, uno tras otro, los libros desplegados ante él. Su investigación existencial literaria había sido de corto recorrido, y acababa en una nube de polvo seguida de una serie de estornudos.

Y a pesar de aquellos estornudos y de la obligación instantánea de sonarse, ¡su viril reacción le había sentado tan bien! ¡Maldita sea, lo que necesitaba eran soluciones sanas, y no vanas descripciones de escritores neuróticos cuya principal vocación consistía en envenenar a sus lectores! Antes de este nocivo encuentro, ¿no estaba él perfectamente bien? Agotado, Édouard decidió que al día siguiente consultaría con un médico. Y esta decisión hizo que se durmiera inmediatamente.

5

DON JUAN: ¿Y tú les has respondido que no sabes nada?

ESGANAREL (vestido de médico): ¿Yo? ¡En absoluto! He querido salvar el honor del traje que llevo. He discurrido sobre cada enfermedad y le he dado a cada uno su receta.

Molière8

Se sumerge en las Páginas Amarillas. Édouard hojea, busca, anota… La actividad lo anima. En cualquier caso es mejor que saber si la existencia precede a la esencia o si Kant planteó correctamente la Fundamentación de la metafísica de las costumbres.9 ¡Cómo le gustaría consultar a su viejo médico de familia con su raído maletín! Édouard, cuando era niño, repetía de corrillo las pociones mágicas que guardaba en él: el jarabe del Doctor Manceau, la loción de juventud del Abad Soury, el aceite de alcanfor, el yodo de árnica… Esas cosas de las que hoy no se acuerda nadie. A Édouard, de pequeño, ¡le encantaba estar enfermo!

Pero el médico ya no está, el niño que fue, tampoco, y su estado lo inquieta. ¿Qué debía hacer? ¿Un psiquiatra? ¡Jamás en la vida! De acuerdo, tiene el ánimo por los suelos… En cualquier caso ¡no está loco! ¡No, lo que ahora necesita, casi con urgencia, es un doctor bonachón y tranquilizador como el de su niñez!

Édouard pasa las páginas del listín con ansiedad… ¡Seguro que encuentra a alguien en el barrio! ¿Cómo elegir entre el doctor Abelard, el primero de las A, y el doctor Zoengrigen, el último de las Z? Los apellidos desfilan: Duclos, Deforge, García, Leandri… «Mira, Ronsard. Es bonito y de buen augurio… la dulzura de los jardines… las rosas que se abren…» Ronsard, Paul: 01 76 56 98 65, calle Alexandre Dumas Fils, en el 342. La elección está hecha. Su decisión está tomada. Édouard cierra el listín, marca el número y espera con un nudo en el estómago… al menos esta vez es por algo.

—Consulta del doctor Ronsard, buenos días.

Una voz femenina y joven contesta la llamada.

—Buenos días, señora… Bueno, señorita…

—¿Es para una cita?

—Sí, eso es.

—El jueves 15 a las 18 horas, ¿le viene bien?

—La verdad, no me encuentro muy bien y…

—Pues… vaya, tengo un hueco… Veamos… Mañana por la tarde, a las 14.30 horas, es una cita que acaba de anularse.

Édouard piensa con rapidez. Sabe que tiene que dar una respuesta inmediata. ¿Y su trabajo? Bueno, ya se las arreglará, nunca antes había pedido un día por enfermedad.

—Bien… De acuerdo.

—¿Usted es el señor…?

—Pojulebe.

—No lo he entendido muy bien. ¿Puede deletrearlo?

—P de Paul, O de Odile, J de Jules, U de Ursule, L de Léon, E de Édouard, B de Bernard, E de Édouard.

—Muy bien, hasta mañana a las 14.30 horas, señor Pojulebe.

Édouard está hecho polvo. La llamada lo ha agotado. Tras una cena ligera se mete en la cama, pero no puede dormirse hasta bastante rato después.

La sala de espera del doctor Ronsard está llena. Todos los asientos están ocupados, salvo un taburete cerca de la ventana. Los presentes se miran entre sí o fijan la mirada en la punta de sus pies. Édouard vive un calvario. El tipo sentado a su lado tiene la cabeza entre las manos, posición que le gustaría imitar, pero que lo pondría en una situación incómoda al estar tan juntos el uno del otro. Se queda rígido en su asiento y cierra los ojos.

Al fin llega su turno. El doctor abre la puerta, pronuncia su apellido buscándolo con la mirada, cierra la puerta, pasa detrás de su escritorio, lo invita a sentarse con la mano y se coloca en posición de escucha sin decir ni una sola palabra.

—Pues verá usted… Desde hace algún tiempo… Bueno, no estoy muy católico.

—¿Qué le pasa?

—Mire… desde que un hombre se cayó en mis brazos, estoy raro.

—¡Vaya, no entiendo nada! ¿Qué quiere decir?

Édouard está incómodo. Se da cuenta, mirando al médico, de la ambigüedad de su respuesta y su malestar se intensifica.

—No quisiera que se imagine que…

—Yo no imagino nada. Continúe. ¿Qué es lo que tiene exactamente?

—Pues, desde el día en que ese desconocido se mareó y se cayó encima de mí, tengo muchísima angustia y…

—Túmbese en la camilla.

El doctor le hace algunas preguntas sobre las circunstancias del incidente y sobre el funcionamiento de sus órganos, mientras le toma la tensión y le ausculta el tórax.

—Bien, todo me parece normal. No veo ninguna anomalía. Sólo un poco de ansiedad postraumática pasajera. Cuando digo postraumática, es una exageración. El accidentado, ¡no es usted! —dice con satisfacción.

La consulta ha durado diez minutos. Édouard está en la calle y como resultado tiene sólo una receta de un ansiolítico para el día y de un hipnótico para la noche. Desde su punto de vista, la consulta ha sido demasiado acelerada; no obstante, decide tomarse los medicamentos recetados, después de una lectura atenta de los prospectos que lo anima: las indicaciones del somnífero parecen estar escritas para él: «limitado a los trastornos severos del sueño en casos de insomnio ocasional o transitorio». El tranquilizante también indica que es «para el tratamiento sintomático de manifestaciones de ansiedad severas y/o incapacitantes», que es precisamente su caso. La coincidencia de estos dos prospectos con su estado lo reconforta. Édouard los vuelve a meter en sus envoltorios, sin detenerse, en cualquier caso, en los indeseables efectos secundarios a los que se hace referencia, por temor a que despierten en él un eco sugestivo y provoquen precisamente los desagradables efectos descritos. ¡Nunca se sabe!

Édouard siente rápidamente una mejoría en su estado, y desde entonces consigue dormir con un sueño pesado y tranquilizador. A pesar de que la pastilla de la noche le provoca un despertar espeso y aturdido, ¡la molesta opresión de su pecho ha desaparecido! Hay que reconocer que una consulta médica mediocre puede dar frutos cuando está apoyada por el extraordinario poder de la farmacopea. El sufrimiento se atenúa, la falla abierta un instante sobre la nada se oculta púdicamente gracias a la magia medicinal.

Pero, en el fondo de su ser, Édouard sabe que el expeditivo médico se lo ha sacado de encima y no ha querido ver su desesperación. Por lo tanto, no ha avanzado ni un ápice. Es urgente, si quiere salir de este callejón sin salida, encontrar otras soluciones.

6

¿Y si resulta que todo era una ilusión? ¿Si no existiera nada? En ese caso, habré pagado un precio muy alto por mi moqueta.

Woody Allen10

Édouard no sabe por dónde empezar. ¿Acaso no era cierto que él siempre había resuelto sus problemas, incluso de niño, en el silencio de su espíritu? Sin embargo, hoy, el análisis en solitario del problema no le sirve de nada. ¿Qué puede hacer? Sobre todo, no debe entretenerse con la prosa filosófica, tipo El ser y la nada11 o Más allá del bien y del mal.12 ¡El breve vistazo que dio a su biblioteca fue más que suficiente!

¿Entonces?

¡Qué diablos!, Édouard sabe muy bien que en las librerías abundan los libros dedicados a poner en forma el cuerpo y el espíritu. Se acuerda de haber lanzado con frecuencia alguna que otra mirada distraída y condescendiente a ese tipo de literatura cuando buscaba sus novelas preferidas. ¿Qué riesgo hay de engancharse? ¡No cuesta nada intentarlo! Tal vez podría encontrar una receta eficaz y apropiada para sacarlo del estado miserable en el que está ahora perdido. ¿Acaso no es eso lo que hacen los demás?

Entra en una de esas librerías enormes, pero no se atreve a preguntar cuál es su camino en ese laberinto de secciones. ¿Qué parecería? Édouard alza la mirada y lee lentamente los letreros en mayúsculas: NOVELA, HISTORIA DEL ARTE, LIBROS INFANTILES, LIBROS DE BOLSILLO, INTRIGA, CAZA Y PESCA, hasta que por fin termina localizando la sección que buscaba. Aquí está: SALUD, ESOTERISMO, PSICOLOGÍA. Y ahí llega su gran sorpresa: ¡no está solo! Aquello le parece asombroso: ¡cuánta gente interesada en aquella sección! Édouard se da un respiro parándose delante de la cercana sección de HISTORIA, un punto de observación perfecto desde el que asegurarse de un vistazo de que no conoce a nadie. ¡Nunca se sabe!

Ante tal afluencia de cautivados lectores, tiene que esperar y dar algún que otro codazo para poder acceder a los volúmenes. ¡Qué lata! Tener que aguantar este estrés, y además verse obligado a deslizarse, ponerse en cuclillas… Por si fuera poco, tiene que pedir excusas a una señora a la que desgraciadamente le ha enganchado el bolso. ¡Ah, ahora la señora en cuestión se queda de pie justo delante de los estantes que le interesan! Una señora del montón, con buen porte, de mediana edad, como él… Ella palpa los libros, los inspecciona, lee y relee todo el texto de la contraportada, hojea las páginas, lee extensos párrafos antes de volver a colocar el libro y coger otro para volver a iniciar el proceso. Édouard, bloqueado por la intrusa, espera con paciencia lo más cerca posible de los estantes y mira instintivamente la estantería. Su mirada se clava en los libros de un tal Cioran, un especialista en la desdicha, sin duda, viendo los tres títulos yuxtapuestos: Del inconveniente de haber nacido; En las cimas de la desesperación; Breviario de podredumbre.13

De no ser por esa señora tan pesada, Édouard jamás hubiera imaginado la existencia de tales calamidades. Sigue atascado, y empieza a pensar ya en huir, cuando un original título atrae su atención: Libro del desasosiego de un tal Pessoa… Qué palabra tan bonita, desasosiego… ¡En este momento él es un poco eso, desasosiego! ¡Quizá ese Pessoa haya encontrado la solución! Édouard abre el libro al azar y se fija en el siguiente párrafo:

«De repente, resuena, en el despacho detrás de mí, la llegada abrupta y metafísica del recadero. Me siento capaz de matarlo por haber interrumpido el hilo de los pensamientos que no tenía.»14

¡Madre mía! ¡De mal en peor! ¡Ese Pessoa lo inquieta particularmente! En cualquier caso, tendría que haber desconfiado al ver su foto en la portada… aquella cara triste, tipo Charlot esmirriado, flotando en sus ropas negras… ¡Y la señora gorda no termina nunca! Aunque no es exactamente gorda, se las arregla para ocupar todo el espacio. Parada en la zona de paso, entre la mesa de los libros colocados horizontalmente y las estanterías donde están colocados verticalmente. Impaciente y desesperado por la espera, Édouard ha estado todo el tiempo observando la actitud de aquella señora. Vestida con un gran abrigo de largas mangas, con un gran bolso de viaje colgado a la espalda, ha dejado en un pasillo una bolsa de supermercado voluminosa y atiborrada. La atención de la señora oscila entre los libros de la mesa y los de las estanterías, que ella lee con la cabeza inclinada y ligeramente torcida sobre el pecho, dependiendo de la colocación vertical de los volúmenes. De vez en cuando dobla las rodillas para ver el estante inferior. Su cuerpo hace una especie de imprevisible e interminable coreografía que tiene el don de poner los nervios de Édouard a flor de piel. Este rato aburrido parece que dura una eternidad… De pronto se coloca el fular, escoge un solo volumen, recoge todos sus bártulos y decide finalmente, pero como con pesar, ceder el sitio. ¡Uf! ¡Al fin solo! Entonces Édouard accede a los codiciados estantes. Veamos un poco… Para empezar… los títulos15 son directos, llamativos y con gancho. Hay tanta abundancia de recetas para la curación interior en este estante que es difícil decidirse.

Manual del bienestar, del doctor Davis Marshall, famoso terapeuta americano cofundador junto con su mujer de un centro médico muy conocido en Michigan. Manual para la cura interior por los sabios orientales, La sabiduría del dalái lama para ignorantes, Cómo afrontar la depresión, La curación por las plantas, Los remedios de la abuela contra la ansiedad, Conozca sus impulsos patológicos a través de los sueños, Cúrese mediante el poder de su espíritu, Domestique su mente con el sabio indio Rama

Ahora su abrigo le está dando mucho calor, pero no se atreve a quitárselo. Y encima, un hombre pequeñito, tipo Pessoa, lo mira fijamente, deseoso de arrebatarle el sitio. Édouard, muy molesto por aquel descarado acoso, termina escogiendo dos o tres revistas para ir poniéndose en forma. Al menos tendrá una visión general del asunto sin gastarse demasiado dinero. Llega a la caja, donde los clientes hacen tres colas paralelas separadas por una cinta, y allí se encuentra de nuevo con la señora de antes, que espera su turno en la otra fila con el libro bajo el brazo. Édouard hace un ligero movimiento de espalda para poder leer desde lejos el título de la cubierta: Cómo sentirse en plena forma en tres lecciones. Al menos para ella será rápido.

Fuera, el aire lo reanima. Una fina lluvia le refresca la cara. Guarda la bolsa con las revistas bajo su abrigo para protegerlas, y se va directamente a casa. Después de una cena ligera —jamón, ensalada y yogur—, se va a la habitación con sus nuevas revistas, se pone el pijama y se instala cómodamente en su cama. Ya es de noche, la calle está tranquila. La lluvia se intensifica, golpea los cristales y termina formando finos riachuelos. Con la lámpara de la mesita orientada sobre la lectura, bien empotrado entre dos cojines, Édouard está casi a gusto…

Lamentablemente, el desengaño es inmediato. Un inmenso desánimo lo invade. Ninguna técnica se adapta a su reservada personalidad. ¡Qué demonios iba a hacer él en un monasterio hindú, aunque esté en la Lozère! ¿Estaría muy ridículo rapado con una toga naranja? ¿Y qué pensar de la iridología o de la imposición de las manos? ¿Qué iba a esperar del recitado interminable de los mantras? Édouard quería ir rápido y encontrar un remedio mágico para su situación lamentable. De golpe, comprende que se equivocaba en su anhelo. Se duerme sin darse cuenta, con el espíritu saturado, destrozado, sintiéndose ridículo y en un callejón sin salida.

7

La vida es un misterio que debe vivirse, no un problema que debe resolverse.

Gandhi16

Es sábado por la mañana, Édouard abre los ojos legañosos. Su cuerpo es un lastre con un peso increíble y su cerebro pura compota. No tiene ningún deseo, no sabe qué hacer y todo le parece banal. Valientemente, se despega de su cama y desayuna en la mesa de la cocina. Le aterra el fin de semana monótono y sombrío que tiene ante él. No hay más opción que continuar como de costumbre. ¿Acaso hasta hace poco no iba a su pequeño restaurante con placer? ¿Una siesta y una sesión de cine no serían suficientes para ocupar su tiempo? ¿Y los informativos de la tele seguidos de un buen programa? ¿Por qué hoy todo lo que tiene que hacer le parece tan aburrido?

Una ducha caliente y después muy fría lo reanima y fortalece su decisión de mantener el aplomo. Se viste con el esmero acostumbrado y se pone delante del espejo. Nunca se había visto tan pálido, con los ojos hinchados, el cabello mate. Realmente, todo va mal. Llega al restaurante, sin sed y sin hambre, y se sienta en su mesa habitual.

—Bueno, ¿qué vamos a tomar hoy? ¿El plato del día? —dice el camarero.

—¡Sí, sí, el plato del día está bien! —responde Édouard sin mirar la carta que está sobre la mesa.

—¡Perfecto, el plato del día! Uno del día. ¿Y además una jarrita de vino tinto?

—Sí, estupendo. Y una jarra de agua.

Édouard espera sin impaciencia el plato que ha pedido.

—Pues aquí está el manjar para el señor, una croqueta de lucio con salsa nantua, una salsa de nata y mantequilla de marisco (bogavante, gamba, cangrejo) sazonada con nuez moscada y servida con un poco de arroz basmati. Una jarrita de Côtes du Rhône y la jarra de agua. ¡Ah, me olvidaba el pan!

El camarero se vuelve y se va con paso firme. ¡Una croqueta de lucio! Édouard está apesadumbrado. El olor a pescado que desprende la croqueta le revuelve el estómago. Menos mal que el culo de vino que queda en el vaso lo sosiega. Con aprensión prueba el brebaje y pincha la croqueta con la punta del tenedor. El vino está bueno…

—Bueno, ¿y en el hospital, cómo fue?

—¿El hospital?

—Pues claro. ¿No fue a ver al señor a La Pitié?

El hospital, claro, el desconocido, la caída… la ambulancia…

—No, no he tenido tiempo. Quizá vaya esta tarde…

—¡Pues ya va siendo hora! ¡A ver si ahora nuestro hombre habrá cogido un resfriado! ¿No tiene usted apetito? —dice el camarero mientras recoge el plato.

—No. No demasiado, he debido de coger frío con la lluvia.

El muchacho, satisfecho con la explicación, añade guiñándole un ojo:

—¿Me contará mañana cómo está el señor?

Édouard sale del restaurante agobiado por esta nueva misión. ¡Qué plasta, el tío! ¡Que se vaya al diablo con sus asquerosas croquetas! ¡Si está tan preocupado por el asunto, que vaya él a informarse! Édouard está furioso consigo mismo. No es la primera vez que su cobardía le dicta huir ante los conflictos y le juega malas pasadas. Más de una vez ha pagado muy caro los platos rotos. ¿Por qué no le ha dicho la verdad al camarero? A partir de ahora no podrá librarse de su molesta curiosidad.