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Un mundo infiel

Julián Herbert

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Índice

 

 

 

CUBIERTA

PORTADA

ÍNDICE

DEDICATORIA

LA NOCHE ANTES...

CUMPLEAÑOS (1)

HISTORIA DE UN PAR DE PIERNAS (1)

EL EXPERIMENTO DE DOC (1)

CUMPLEAÑOS (2)

HISTORIA DE UN PAR DE PIERNAS (2)

MARIANA

EL EXPERIMENTO DE DOC (2)

HISTORIA DE UN PAR DE PIERNAS (3)

CUMPLEAÑOS (3)

EL MAYOR

HISTORIA DE UN PAR DE PIERNAS (4)

CACERÍA

CUMPLEAÑOS (4)

UN MUNDO INFIEL

CRÉDITOS

COLOFÓN

 

 

 

Para Ana Sol, que lo escribió conmigo

 

Para Pedro Moreno, Gerardo Segura y
Luis Humberto Crosthwaite, sultanes del swing

 

 

 

 

La noche antes de que un tren le arrancara las piernas a Ernesto de la Cruz y Doc Moses soñara con un venado muerto y Plutarco Almanza tuviera la desgracia de toparse con el hombre de las botas grises, Guzmán se enderezó en la cama con una aureola de vértigo envolviéndole la cabeza. Sus oídos zumbaban, las imágenes del bisturí y las escaleras aún volaban en sus ojos como papel quemándose y los latidos de su corazón repercutían en la piel con un golpeteo intenso y regular. Le tomó algunos segundos tranquilizarse. Luego encendió la lámpara de mesa, se caló los anteojos e indagó la hora en el reloj del buró: era más de medianoche. Acababa de empezar el día de su cumpleaños. «Treinta», dijo en voz baja, con el corazón latiéndole deprisa. A su lado, Ángela dio un respingo y lo abrazó. Una hebra de saliva escurría de sus labios.

—Estás temblando, amor. ¿La tuviste otra vez?

—Ésta fue de las peores.

—Ay, Gusanito. Pero si ya tu mamá te lo explicó.

—Según ella. Pero no. Algo me hicieron en esa casa, Ángela. Algo cabrón.

Mientras hablaba, Guzmán percibió lo infantil y llorosa que sonaba su voz. Por eso usó al final una expresión dura, una palabra que le devolviera la sensación de ser un hombre adulto y valiente. Ángela se frotó los ojos con el borde de la sábana.

—Ándale, pues. Cuéntamelo.

Guzmán carraspeó.

—Yo estaba recién casado. Pero mi mujer no eras tú sino Poly, una güerita muy flaca que conocí una vez en Guanajuato. Ya ni la recordaba.

—Te pregunté por el sueño —dijo ella dándole un codazo.

—Estamos acostados y en eso llaman a la puerta. De algún modo, yo ya sé que es el Mayor y que con él viene el otro, el médico.

—¿Cómo sabes que es médico?

—¿Ya vas a empezar?

Ángela se cubrió la boca con el dorso de la mano.

—Tengo miedo pero de todos modos abro. Son ellos. Me preguntan por un sacacorchos que, según esto, me dieron a guardar. Les digo que sí, que podemos ir por él, que lo tengo allá arriba. Subimos algunos peldaños. Yo voy al frente. Al principio es una escalera cualquiera, una casa cualquiera. Pero poco a poco voy reconociendo sus formas: mosaicos amarillos, paredes descarapeladas, un barandal café... Y luego el descansillo a mitad de camino, tan raro con su resumidero negro al centro. Me doy la vuelta porque sé lo que viene y veo el cuerpo del Mayor tirado en el piso, sangrando, con la cara rajada. Poly, mi mujer de pesadilla, se carcajea sentada en el último escalón. El médico me enseña el bisturí. Me dice: «Tú tranquilo, no quiero matarte, nada más quiero hacerte llorar». Y comienza a bajarse la bragueta, ¿tú crees?...

Ángela roncaba suavemente.

Guzmán se levantó sin hacer ruido, se calzó unas sandalias y fue hasta la cocina. En la penumbra iluminada apenas por la luz del alumbrado público que se filtraba por las ventanas, tanteó sobre la mesa hasta dar con la cajetilla de cigarros. Extrajo uno y lo encendió con el piloto de la estufa. Luego fue a la sala y, corriendo la cortina del ventanal, miró hacia la calle. A esa hora, envuelta en la niebla, la ciudad parecía una foto en blanco y negro. Pensó que, por lo menos en otoño, Saltillo tenía siempre esa apariencia, ya fuera de día o de noche. La única excepción eran, quizá, los atardeceres sobre el Cerro del Pueblo, cuando toda la luz se teñía de violeta y las partes opacas del paisaje ardían en un profundo naranja antes de volverse completamente oscuras. Permaneció así durante un rato, fumando y evocando los colores del atardecer, con los ojos cerrados pero asomado absurdamente a la ventana, hasta que la idea de que acababa de cumplir treinta años se hizo nítida de nuevo en su cabeza. Sintió una sorpresiva punzada de angustia. Apagó la colilla del cigarro contra el cancel de la ventana. Echó una última mirada a la calle. En la jardinera que había al frente de su casa brillaba, recortado por una luz casi carnosa, el brote de sábila plantado por Ángela hacía sólo unos meses, el verano anterior.

Regresó a la cama. Empujó con la cadera el cuerpo de su esposa y se metió debajo de las colchas. Entre el caos de ideas que pasaba por su mente mientras intentaba retomar el hilo del sueño, recordó un viejo proyecto personal. Una vez, pocos días antes de casarse, se le ocurrió contar el número de mujeres con las que se había acostado durante toda su vida y resultó que eran veintinueve, lo que le pareció, tomando en cuenta la exagerada opinión que tenía de sí mismo, una cifra ridícula; así que desde entonces se había autoimpuesto una pequeña penitencia, un proyecto a futuro que le permitiría tener una boda feliz pese a haber descubierto lo mal amante que era: el día que cumpliera treinta años, Guzmán planeaba acostarse con la mujer número treinta de su vida. «No sería mala idea», pensó ahora, justo antes de volver a conciliar el sueño.

El balbuceo de Ángela lo sobresaltó:

—Feliz cumpleaños, mi amor.

CUMPLEAÑOS (1)