recuerde el alma dormida

 

 

 

 

 

 

 

 

 

COLECCIÓN

Las Hespérides

 

 

RAFAEL ÁLVAREZ AVELLO

recuerde el alma
dormida

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

© De los textos: Rafael Álvarez Avello

 

 

Santander, abril 2016

 

EDITA: La Huerta Grande Editorial

Serrano, 6 28001 Madrid

www.lahuertagrande.com

 

Reservados todos los derechos de esta edición

 

ISBN: 9788494615917

Diseño portada: Enrique García Puche para 3BIEN Comunicación

 

 

 

 

A los míos, a todos, porque me llenáis el corazón.

 

 

A Belén, a Belén y a Belén.

 

 

A María la alta.

 

 

A Jorge Manrique y al resto de personajes reales de esta historia,
para que me perdonen.                                                                               

 

 

 

 

Primera parte

 

1.

 

En gloria estés y gloria des… pero dime muchacha: ¿qué es la gloria? Toda la vida fui detrás de ella, persiguiéndola junto a Jorge, mi hermano, y a ninguno se nos apareció. Jorge, un día cualquiera, montó en su caballo y se fue, y yo hace ya tres años que vine a este monte sin saber el motivo. No huía de nadie, vine escapando de todos. En el castillo sólo me aceptaban como viejo pero a escondidas me llamaban loco por ser descreído. De los viejos se esperan recuerdos obsesivos de otros tiempos o, quizá, palabras sabias a las que no hacer caso. A mí las palabras me salen impías cada vez que abro la boca. Porque, muchacha, de la vida yo no he llegado a entender nada.

¿A qué has venido? Una jornada entera has debido tardar en encontrarme; el páramo parece que no termina nunca. Se hace cansado a pie, más cuando da el viento de invierno en la cara. Traes la nariz y las orejas rojas. Y habrás saltado piedras bordeando el riachuelo. No hay otro camino. Esos zapatos que llevas de señora están llenos de barro. Algo del traje también lo está. Intentas cubrirlo con un manto de aldeana pero yo veo los brillos de la seda. Muchacha, no me engañas, tú no te has criado en el campo, tú eres mujer de ciudad o de castillo, sólo hay que ver con qué cuidado sacas las manos para calentarlas al fuego. Dime ¿quién eres?, ¿qué quieres de mí?

«Vengo con un encargo», has dicho… ¿Quién te lo ha pedido?, ¿qué misión es esa?… Te quedas callada pero me miras. Yo conozco esa mirada. Las cejas altas, tu forma de acercar la cabeza y bajar un poco la barbilla, como si quisieras tocar con los ojos. No eres una mujer tímida. Te vistes como una señora pero tu mirada es salvaje, de quien nada teme. A algún hombre habrás dejado sollozando en una esquina después de mirarle con tus ojos de fuego. Pero, debes saber, a mí no me asustan, yo me crié con mujeres como tú. Mujeres de guerra con tu mirada y tu mismo pelo rojo y rizado, insumiso a los peines y a las cintas. Quieres parecer una mujer delicada pero tu pelo y tus ojos te traicionan. Podrías ser Manrique, ¿eres una Manrique? Sigues callada y lo cierto es que no lo creo. Algo tienes de ellas pero también hay algo poderoso en ti que no lo es. Jamás conocí a una Manrique con el cuello fino ni con una figura tan esbelta.

Sonríes y niegas con la cabeza… «Cuéntame la historia», me pides. Qué historia, ¿la nuestra? ¿Ese es tu encargo?… «Por ahora», contestas misteriosa. Buena condena para una muchacha el tener que escuchar historias de viejos. Buena suerte, en cambio, la mía. Hablo a solas demasiado y ni mis oídos ya me escuchan. Anda ven y acomódate sin urgencias; pégate al fuego y tápate con una manta, y bebe un sorbo generoso de vino. Contar mi historia es contar la historia de los Manrique. También la de Castilla. Una historia que no creerás unas veces, otras te dolerá, pero también llegará a hacernos reír. La vida acaba siendo un cuento trágico y cómico… Llorar y reír, a eso se reduce todo.

Mi historia tiene la rara virtud de poder contarse desde el principio sin que importe demasiado saber lo de antes, e incluso lo que ocurrió al mismo tiempo de que empezara. Comenzó en un día concreto y en una hora, y ese único hecho cambió la vida de quienes lo vivieron. Aquello que ocurrió —quizá ya lo hayas imaginado— fue una muerte. La de mi abuelo Pedro, el padre de mi padre. Mi abuelo era un hombre de huesos anchos y cortos, pelo rojo encrespado y carnes magras de la guerra. Tres días antes andaba subiendo riscos y aguantando sin descabalgar la carga de cualquier caballero. Después se sintió mal y al cuarto día su cuerpo se hinchó y la piel de su torso y de su espalda acabó cubierta de manchas oscuras. Nadie se lo esperaba. Él mismo murió con cara de sorpresa. A mi abuelo lo envenenaron por cuando corría el año de mil cuatrocientos treinta y nueve. En el siglo antiguo… No hace que falta que saques los dedos; hace ya setenta y tres años.

La muerte viene en un día y en una hora, es un instante cualquiera; pero golpea, aturde, te deja sin habla. A sus hijos, jóvenes todavía, les dejó sin poder reconocer el propio castillo. Seguía siendo el mismo, con las mismas almenas, con la misma torre vigía, pero veían, en cambio, una mole de piedra sin vida. Pedro ya no estaba. ¿Qué hacer?, se preguntaron. ¿Qué será de las guerras empezadas?, ¿qué hacer con las alianzas?, ¿cómo calmar la rabia de ver a tu padre mal muerto? Eso se preguntaron todos y quien más su hijo Rodrigo. Sí, Rodrigo Manrique, el famoso. Aún no debía pasar de muchacho y desde luego no llegaba a ser hombre. Sería más joven que tú ahora. En aquel instante su vida ya nada tenía que ver con esa otra que parecía llevarse consigo su padre. ¿Qué hacer? se volvió a preguntar y no encontró respuesta… Esperar —podrías decir tú— a notar el alivio del tiempo; y no te faltaría razón. Pero ¿qué ocurre hasta que pasa ese tiempo? Es un tiempo tardo y puntiagudo; un tiempo sin prisas por pasar… La juventud de Rodrigo le hizo impaciente, mezcló su ira con su rabia y enloqueció… Me miras extrañada y dices: «no es suficiente para enloquecer». Piensa en esto: ¿no son acaso la ira y el miedo dos formas de locura?

¿Callas?… Sigues sin creer que ese gran Rodrigo pudo enloquecer de joven. Motivos tenía, te aseguro: con la muerte de Pedro se convirtió en cabeza de familia en los malos tiempos del rey Juan segundo de Castilla. Y sin ser el hijo mayor: el mayor era Diego; un hombre con fama de bueno para unos y de pusilánime para otros. Tampoco era el segundo: ese era Íñigo y no estaba porque andaba ya arrastrando sus sotanas por la corte del entonces príncipe Enrique. Los demás eran una mujer: Aldonza, y otros dos hermanos niños aún. Uno tras otro lo fueron llamando para refugiarse de sus miedos en la fuerza que sólo él tenía; y él fue sumando cada uno de esos miedos a los suyos propios hasta acabar tan lleno de angustia que al fin enloqueció. Se le vaciaron los ojos de mirada, me dijeron… Con esos ojos quedó mirando el fuego que calentaba la estrecha sala donde dormía.

A los dos días pareció despertar, pero en vez de atender a razones, comenzó a dar carreras por el castillo, pidiendo vino y gritando y amenazando a quien no se lo diera. Nadie se atrevió a negárselo o a reducirle: ni Mencía —su mujer de entonces—, ni cualquiera de sus hermanos, ni ningún otro de los caballeros del castillo. Sólo uno le intentó quitarle de las manos ese vino que bebía como si fuera aire. Aquel buen hombre fue Manuel, mi otro abuelo…

¿Cómo dices?… Tienes razón, ya comienzan a ser muchos los nombres de esta historia, de poco vale que siga si no sabes quién es quién. Mi abuelo por padre es Pedro: el envenenado. Su hijo es Rodrigo: el loco. Mi otro abuelo, el de madre, es Manuel: aunque hasta ahora no ha pasado de ser vasallo fiel de Rodrigo.

Antes de seguir, déjame preguntarte: ¿no te extraña ver cómo los grandes señores dejan que otros críen a sus hijos? Ellos pasan media vida ansiándolos como herederos y si no los logran no paran hasta encontrarlos, porque sin ellos quedan en nada y lo saben: son el fin de una estirpe. Nunca permitirán que les culpen de estériles. Antes apalearán y echarán de la casa a su esposa por no parírselos y retarán a muerte a quien lo diga. Pero en cuanto lo consiguen y los hijos les nacen, ellos se marchan, abandonándolos en las cocinas, enzarzados en los consejos de los vasallos viejos y en las densas faldas de las amas que los crían.

Fue Manuel el vasallo que puso Pedro al cuidado de Rodrigo cuando en su insensatez de niño abandonó los pechos grandes y llenos de su ama de cría. Desde entonces le alentó en sus primeros ejercicios de hombre, también escuchó paciente sus preguntas y sus primeros amores. Tenía Manuel palabra escasa, aunque oportuna. Pero la sequedad de su boca la reparaba con sus manos: de niño acariciaban a Rodrigo la cara, el cuello, surcando su pelo con dedos que dejaban estelas —yo vi a Rodrigo, muchos años después, hacerse surcos en el pelo antes de las batallas para calmarse—. En las noches de fiebre, Manuel se acostaba a los pies de su cama y se quedaba sin decir nada. Una mano dejaba caer Rodrigo para tocar su rostro. Entonces se dormían los dos.

Aquel Manuel no abandonó a Rodrigo en la locura; lo acompañó, se encargó de darle de comer con la ayuda de Juana: su hija, una niña todavía, pero con suaves formas y palabra dulce. Cuando Rodrigo despertó y comenzó con sus carreras, Manuel le siguió aunque sin encontrar forma cabal de calmarle, mientras esquivaba los pertrechos que Rodrigo le lanzaba en cuanto le salían al paso… Imagínatelo, un loco tirando teas, platos y vasos, mientras el otro procuraba parapetarse detrás de la fragilidad de un taburete puesto del revés. Supongo que, además, Rodrigo, haría ruidos incomprensibles. Y el otro, incapaz de tirarse sobre él para reducirle, intentaría calmarle diciéndole palabras llenas de razones y de respeto cuando atravesaban estancias llenas de caballeros o de otra gente:

—Calme, cálmese mi señor, no hay peor cosa que perseguir a quien no se ve. Acabará persiguiéndose a sí mismo y dándose vueltas. Cálmese, que no tiene fin —le diría Manuel mientras se cruzaban con otros caballeros.

Y quizá otras distintas cuando estuviesen solos:

—Rodrigo, párate. Deja ya de romper vasos y platos: habrá luego quien haya de comer en las manos…

Me vuelves a mirar incrédula. «Ese no puede ser el gran Rodrigo Manrique», dices. Poco puedo hacer por convencerte… Aunque, espera, quizá sea bueno hablar de algo importante, así me entenderás como narrador y a Rodrigo como loco. En la primera juventud es frecuente que la vida te supere, tanto ahoga que hace creer que la vida ha cortado todos sus caminos, y piensas: «el único destino es morir». E incluso un escalofrío te recorre y te deja a solas con la idea de acabar con la vida: matándola, matándote. Pero la tienes aferrada; ni siquiera puedes dar el primer paso; «esa vida» es lo único que eres y te das cuenta… No digas que no: tú acabas de pasar la primera juventud. También habrás sido alguna vez una suicida frustrada; una suicida de deseo, como lo hemos sido todos. Sobrevivimos, es verdad, aunque el sufrimiento permanece durante días y cuesta deshacerse de él… La vida no tiende a recobrar el sentido por sí sola, tampoco desde la soledad.

A Rodrigo le ocurrió: se encontraba vencido. Él no podía sustituir a Pedro ¡no era Pedro! Entonces, sin ser capaz de estar vivo ni de poder matarse, decidió, y en eso tuvo culpa, entregarse a la locura. Es como andar por el borde de un precipicio, puedes cuidarte de no dar un paso en falso, pero si lo das, no dejas de caer hasta llegar al fondo. Se abandonó, fue cobarde, creyó que la forma de escaparse era huir de sí mismo.

Falta algo aún antes de seguir. Tú, ¿en qué crees?, ¿crees en el azar o en el destino?, ¿tiene la vida algún sentido?… No me mires a mí: yo no sé qué contestar. A veces diría: «no», pero entonces ¿para qué existe todo?; y otras diría: «sí» y mentiría porque nunca lo he encontrado… Mil cosas pasaron y esas mil cosas dieron a nuestra vida cada vez un nuevo rumbo. Cosas inesperadas, cosas innecesarias que hicieron de nosotros lo que quisieron. Me persiguen ahora, muchacha; aquí. Una detrás de otra; empezando por las más antiguas. Y sigo sin conseguir entenderlas… Puedes decirme tú por qué Rodrigo; en sus carreras de loco; entró en la sala de armas y, en cambio, no se detuvo en la cocina o en alguno de los otros salones. Por qué si no era necesario. Por qué, en sus prisas se paró a abrir una puerta difícil de desatrancar. Por qué, en aquel rato, no le volvió la cordura. ¿Tiene sentido?, ¿puede tener sentido lo que a nadie hizo bien?

Perdóname. No quiero cansarte. Dame el vino, es buen amigo y me hará olvidar todas esas preguntas. También queso para empaparlo. Azuza las brasas hasta hacer lumbre y volvamos a donde estábamos… Calla, muchacha, calla. No quieras contestarme. Demasiadas preguntas son. Dejémoslas o se acabarán encelando y no hablaremos de otra cosa… Sigamos, habíamos dejado a Rodrigo con la mente perdida encerrándose en la sala de armas después de haber corrido por el castillo. Salió distinto. Salió grotesco: vestido de cota, con espada y daga desenvainadas; medio vestido de piernas, pero sin calzón. Producía más risa que espanto y por si fueran pocos los males, Manuel, mi abuelo, después de días gritándole buenas razones, al verle salir armado y medio desnudo, cambió sus súplicas por burlas… No me preguntes cuáles, no las oí y no tuve forma de saberlas… ¡Muchacha insistente! Mezclaría su desnudez con los motes con que se presentaban los caballeros a los torneos; serían como: «caballero de ariete menguado» —ese seguro—… «y de las lunas crecientes», por las nalgas. Algo hiriente para quien anda mal metido en sus calzones.

De aquella manera comenzó el más extraño de los duelos: Rodrigo, mal vestido, lanzando espadazos que se perdían haciendo círculos en el aire o se quedaba sin fuerza cuando se acercaban al cuerpo de Manuel. Mi abuelo se había criado entre guerra y guerra; sabía protegerse y era ágil todavía para saltar mesas o cruzarle sillas. También para guardarse mucho de no perderle la distancia. Me contaron —y te lo digo para ser justo— que mientras huía, Manuel dejó las burlas y comenzó con los insultos… Y no, éstos no te los repito, porque no son para los oídos de dama honesta… Siguieron corriendo y peleándose sin que hubiese nada capaz de detenerlos. Al contrario, incluso el cansancio se conjuró del revés y alargó la pelea en vez de detenerla. Rodrigo tropezaba y jadeaba por llevar tanto peso encima. Manuel se reía cuanto más se tropezaba Rodrigo. Y así, rabioso uno y burlón el otro, siguieron recorriendo el castillo sin darse cuenta del peligro que estaban corriendo. Ninguno de los dos se paró a pensar que aquéllos no eran ellos y aquello no era lo que sentían. Y, por no saber parar, se arrepintieron siempre.

Terminaron instalados con su pelea en la sala principal, donde se encontraban los familiares de Rodrigo. No se movieron, no sé por qué, quizá aturdidos al ver a Rodrigo tan loco, o tan armado… Yo los entiendo. A los furiosos o se les tira un tonel de agua fría encima o se espera a que se enfríen solos. Y el furioso era el señor… Rodrigo logró al fin acorralar a Manuel en una de las esquinas de esa estancia desgraciada, levantó la espada a dos manos hasta subirla por encima de su cabeza y después la descargó contra mi abuelo… No le alcanzó —no te preocupes— quizá algo le quedaba de conciencia. En cambio fue mucho más ágil Manuel; adivinó donde iba a parar la embestida, se agachó y dejó que el golpe se estrellara contra el muro. El peor parado de los dos resultó Rodrigo: desequilibrado perdió el arma y rodó por el suelo hasta quedarse tumbado panza arriba, con las vergüenzas al aire. Nadie habló, me dijeron. Ni siquiera Manuel. No hizo falta.

Pero la tragedia tenía que venir. Eran demasiadas cosas fuera de su razón: la mala muerte de Pedro, dos hombres que se amaban persiguiéndose, la locura inmensa. Rodrigo se levantó con los ojos hinchados, miró a Manuel, los miró a todos buscando sonrisas que habían desaparecido, y otra vez alocado y sin sentirse desnudo, salió estrellándose contra quienes tapaban las puertas, dándoles patadas. «Enloqueció», «dejadle», «tiene la cabeza vacía», «ya le pasará», debieron pensar.

Se equivocaron. No hay hombre peor que el humillado —bien lo sé— su entendimiento nublado para la sensatez es capaz de saber con certeza qué es lo peor, lo más dañino. Y eso buscó Rodrigo: el único punto frágil de Manuel. El único donde podía hacerle daño. Buscó a Juana, a su hija. La misma que le había alimentado cuando sus horas negras: la de tersas formas, la de pelo negro, la de piel suave y mirada cálida; Juana

Fue fácil encontrarla. Estaba junto a las demás sirvientas, en las cocinas. Aguardaba ansiosa a saber de la suerte de la pelea, andando inquieta de un lado a otro. Daba pasos rápidos y sus ojos —grandes y negros— estaban menos perplejos y más asustados que los de las demás. Tenía miedo, aunque no le sorprendía. Conocía a Rodrigo por haberlo cuidado. Sabía cómo eran las cicatrices de su cara de haberlas tocado para abrirle la boca, y su cuerpo de cuando lo abrazaba con fuerza para que no se cayera. Rodrigo era un hombre, no solo el amo. Lo sabía como lo saben las mujeres… incluso cuando son inexpertas. Si ella le tocaba la cara, a él le cambiaba la respiración y su sudor se volvía más agrio. Se retiraba pudorosa cuando estaba sola, no por lo que le provocaba a Rodrigo, sino porque, moribundo o loco, le hacía sentirse mujer.

Él la vio y se le acercó. Juana no huyó; ya había pasado a su lado muchas veces aquel día; sólo se pegó contra la pared, encogiéndose para evitar los golpes. Rodrigo seguía pegando a quienes tenía cerca. Cuando la tuvo al alcance de su mano no la miró, aparentó seguir, pero después la agarró con fuerza y la tiró delante de él. Un instante tardó en levantarla y llevársela en brazos. Es posible que llegaran a cruzarse las miradas… Juana lloró y gritó, llamando a su padre entre torpes intentos por soltarse del fuerte abrazo de Rodrigo. De nada le valieron, quedó tirada en el suelo de la cámara mientras su señor dejaba atrancada la puerta. Quizá llegase a oír a su padre estrellándose inútilmente contra aquella mole de roble hecha para resistir traiciones y asaltos. Quizá, también, oiría cómo Manuel suplicara después a Rodrigo… No sé si llegó a pensar que el loco por mucho que lo parezca mientras lo alimentan y se esté quieto, nunca es loco del todo.

Algo deberías saber de los hombres… no sé si contarlo… Entiéndelo, para escuchar algunas cosas es necesario tener los oídos más correosos, más curados por los vientos crudos y fríos de la vida… «Tengo veinte años» —dices—. Veinte años son pocos. Y no sabes qué te voy a contar, pero este dolor del brazo me viene del corazón y me resisto a llevarme secretos conmigo. Demasiado me han pesado ya en esta vida como para seguir cargando con ellos en otra, si es que existe… ¡Aprende tú! La humillación excita en los hombres las ganas de mujer… No me preguntes motivos. Será porque nos da un extraño alivio humillarlas más de lo que nos sentimos nosotros. O, quizá, creemos que la humillación hay que pasarla, transmitirla, para deshacerse de ella. No hay razón que nos justifique —te repito—. Y en esta historia aún hay más: su humillación no sólo hizo nacer el dolor en Juana, también me engendró a mí… Sí, yo soy hijo de Rodrigo Manrique… Entiendes ahora por qué no quería contártelo; en aquella cámara Rodrigo le desgarró las ropas y las carnes y la tomó, dejándola rota y distinta… Le arrancó lo que aún guardaba de niña y lo que le quedaba de muchacha. Sus deseos, sus ilusiones, incluso sus incertidumbres. Hasta el amor tímido que sentía por el hijo de un herrero. ¿Quién la podía querer ahora? Era manceba del amo a la fuerza. Nada más.

Miras al fuego y te callas; te ofendes conmigo por ser tú mujer y yo hombre. Siempre esta historia ofendió a toda mujer. Sé que no me hablarás durante un rato… Vuelve a mirarme con tus ojos oscuros si quieres que continúe…

… ¿Ya?… «Quiero saber qué ocurrió con Rodrigo y Juana», dices. Me alegra oírlo, eres fuerte… Rodrigo acabó abriendo la puerta. Manuel entró desesperado a la cámara, apartándole de un golpe y corrió a donde estaba tirada Juana. La abrazó entre sollozos pidiéndole perdón con palabras suaves como un arrullo, mientras acariciaba su cara y su pelo. Juana al principio balbuceaba cosas incomprensibles y lloraba; después se fue callando hasta quedar muda. ¿Qué… qué se puede hacer cuando algo así ocurre? Nadie lo sabe. Manuel recogió con cuidado a su hija del suelo intentando tapar su desnudez y con ella en los brazos cruzó la puerta. Sólo le quedaron fuerzas para maldecir a Rodrigo:

«Yo te maldigo —le dijo—. A que arropes a tus hijos, pero en muerte, y después los veas morir. Sufre cada vez que ames, sabiendo que tu amor mata a quien amas. Sufre por lo que le has hecho a Juana. Sufre por cualquiera que sufra, aunque no le hayas hecho nada. Sufre por lo que me has hecho a mí. Y larga vida tengas».

No, no las repitas muchacha, es maldición, se quedará en el aire buscando cuerpo en donde meterse. A mí me lo contaron cuando crecí, como un secreto… Manuel recogió sus pertenencias y después se marchó del castillo a una vieja casa perdida en el monte. A esta misma en donde estamos tú y yo. Una casa de madera incompleta donde el viento entra por las rendijas. Nadie pudo retenerle, ni siquiera arrancarle una palabra. Rodrigo le siguió pidiéndole perdón y rogándole que se quedara en el castillo. Pero él se desterró. Se desterró sin ser un desterrado. Hay heridas que no pueden curarse.

Ya sabes quien soy yo: el hijo no deseado por su padre y engendrado en el dolor de su madre. No es poco para no haber nacido todavía. Aunque para mi desgracia aún hay más… Sí, aún. Juana murió en mi parto… Me miras incrédula, debes crees que esto es un cuento. ¿Te parece imposible tantas desgracias para aquella pobre mujer? Pues son verdad. Así fueron; no hay otra respuesta. Ni siquiera tengo motivos para culpar a las malas artes de Manuel como comadrona, o a la locura de Rodrigo. Muchas mujeres mueren en los alumbramientos, o en las fiebres del puerperio que les asaltan en los días de después.

Te vuelves a callar. Lo entiendo. También me asalta la tristeza al hablar de mi madre. Se me pega a la garganta. Da igual no haberla conocido. Da igual no tener más recuerdos que los de otros… Pero ten paciencia: mi historia no acaba aquí. Juana murió y yo nací; y porque yo nací también nació Jorge. Por eso siempre he dicho que Jorge nació por mi culpa. Él, mi hermano, con quien después compartí la vida. También con quien busqué esa gloria que nunca se nos apareció.

La noticia del embarazo de mi madre pronto se supo en toda la comarca. Al poco se susurraba por donde entran las noticias a los castillos: por los cuerpos de guardia y por las cocinas. Nadie la recibió bien. Ni los sirvientes, a quienes obligué a recordar a Juana y a aquel día injusto de la locura de su señor. Ni Rodrigo, para quien yo era su memoria y su castigo… Mal hijo le nací, ¿qué podía hacer conmigo? ¿Esconderme o reconocerme? Él quería purgar y llevarme a su casa, pretendía hacerme hijo. Vivirá mejor como bastardo —pensó— que vagando por un monte. Pero a Mencía, su mujer, la hice sentirse vejada… No, no por la infidelidad, ¡Dios, en esos tiempos no!, sino porque alguien le había arrebatado su función de parir, la única que le quedaba después de haber pagado el dinero de la dote.

¿Sonríes? ¿Te da ternura este viejo? A alguien me recuerda tu sonrisa… Nada dices. Dejas de sonreír y miras al fuego. Lástima… Dejemos las quejas; no nos detengamos. Nací —te decía— de mala manera y con mal arreglo para todos. Parecía alguien incapaz de traer algo bueno… No es así del todo. Yo hice sentirse amenazada a Mencía y que le exigiera otro hijo a Rodrigo. Creía Mencía que los hombres siempre vuelven a donde tienen engendrados hijos y a donde tienen mujeres arrebujándose en sus sábanas. Lo logró, engendró un hijo y Rodrigo se quedó a su lado, cuidándola con esmero de buen marido. Y el hijo que acabó naciendo fue Jorge, y yo su motivo, su culpa; como te dije.

Mencía fue mi paradoja: me lo quitó todo y después me lo volvió a dar. Logró que Rodrigo no saliese en mi busca, condenándome a vivir en un monte vacío con el único cuidado de la mirada callada de mi abuelo y de sus manos tiernas. Pero engendró a Jorge y pronto murió ella. Cinco años después enfermó de toses sin cura; los castillos son fríos incluso en verano. Empezaron en la garganta y le llegaron al pecho. Los médicos la abrigaron, encendieron fuegos, le dieron infusiones de tomillo, incluso la sangraron para purgarle la sangre. Murió Mencía joven como tantos otros morían y al saberlo mi abuelo decidió regresar para devolverme a mi padre. Fue en el castillo donde Jorge y yo nos encontramos hasta convertirnos en lo mismo, en uno solo… No exagero: su amistad la tuve siempre… Muchacha, muchas cosas crees necesitar cuando eres joven. De viejo sabes que si hay algunas son pocas. ¿El honor, el orgullo, el dinero?, ¿en qué quedaron? En nada. Soy descreído, ya lo has visto: ¿cuál es el sentido de las cosas? No lo sé, aunque me gustaría saberlo, no lo oculto. Como hombre soy yo mismo el que me desconcierto: conozco mi crueldad y mi clemencia. De los otros no me fío… La amistad, en cambio ¿por qué es tan necesaria?, soy incapaz de entenderlo, pero sí te digo que hasta cuando el resto de la vida parece no valer nada, esa amistad incompresible permanece.

Ésa es nuestra historia. ¿La quieres escuchar? Sólo te pido que me digas quién eres, y qué haces aquí perdida en el monte; tú, así: tan bien vestida… y a quién me recuerdas. ¡No serás una aparición!… La verdad: no lo creo. Para ser un espectro te sobran esos huesos firmes y la piel suave… También se te nota cansada de subir por el camino lleno de piedras. Quizá lo mejor sea que dejemos de hablar por hoy y te vayas a dormir. Ya habrá tiempo para seguir mañana.

 

2.

 

Muy cansada has debido de llegar para poder dormir en ese camastro, tiene poco de plumas y mucho de ramas. No es lecho para una dama, como tú. Ven, come algo, come sin rubores. Sólo te veré yo. Si te miro es para preguntarme quién eres y por qué consigues desvelarme… He pasado toda la noche despierto, perseguido por tu cara y por tu cuerpo; hasta me he atrevido, viejo tonto de mí, a mirarte dormida. Poco duró; el cielo se alió contigo y tapó la luz de la luna con negras nubes de agua.

Te ríes, ¿te ríes de mí?… Bajas los ojos y te sigues riendo. Calla, calla, me entra también la risa. ¿Por qué reímos?… «Para dar vida» —dices. Vida ¿a qué?… «Vida a la vida que no vemos —contestas—: al agua, a la arena, a la aridez que dentro lleva cualquiera, a los recuerdos»… Ya sé por qué ríes; ríes para hacerme volver a mi historia. Ríes también para no tener que contar nada. Ganas me dan de quedarme callado… Sigues riendo. Cualquier cosa puedo decir y te dará igual. Nunca conseguí resistirme a la risa de una mujer, de alguna forma lo sabes. ¿Quién eres tú, muchacha?

¿Dónde me quedé anoche…? ¡Ah, ya lo recuerdo!: cuando me devolvieron al castillo. Era invierno; la lluvia fría se colaba por los remiendos de mis ropas. Mi abuelo andaba despacio, sin pararse en ninguna de las casas que encontramos por mucho que yo le tirase de su capa y le pidiera un poco de lumbre para calentarme. Ni siquiera sé si alguien nos vio, la gente del campo debía vegetar al calor de sus hogares, comiéndose los salazones y los trigos del verano. Tan sólo guardo recuerdo de una mujer gorda, gordísima, que reconoció a mi abuelo cuando ya andábamos cerca. Una mujer enorme para mi altura de niño, que hablaba a gritos mientras nos intentaba abrazar… Son un misterio los recuerdos, uno llega a viejo sin saber qué ocurrió ayer pero en cambio es capaz de recordar los días de hace más de sesenta años. Aunque sea así, reteniendo sólo imágenes fugaces, como la de esa mujer a la que solo soy capaz de recordar gritando y moviendo, arriba y abajo, sus carnes sin medida.

Llegamos a oscuras a la puerta alta del castillo y la encontramos sin vigilancia. Al centinela le pudo el frío de la noche. Mi abuelo se quedó quieto, mirándola, sin atreverse a llamar, pero le pudo su miedo a verme morir solo. Puedo recordar la cara de alivio de aquel mal soldado al vernos —la cara, nada más—, éramos un viejo y un niño buscando un lugar caliente. Sus ojos aliviados fueron los únicos testigos que me vieron cruzar aquella puerta: el final del camino para mi abuelo, en cambio, para mí, el umbral de una vida nueva. Quién lo hubiera sabido entonces.

Dentro del patio de armas del castillo unos pocos soldados dormitaban antes de volver a sus guardias protegidos en soportales de madera. Media docena de pordioseros mordisqueaban mendrugos y bebían sopa aguada al abrigo de una lumbre fría. El centinela alargó su mano cansina hacia el fuego para que fuéramos con los demás. Mi abuelo me agarró con fuerza de la mano y pareció obedecer, pero en cuanto estuvo lejos del centinela se escapó corriendo al pie de la ventana de Rodrigo. Lo llamó a gritos. Gritos estridentes en aquella noche callada por la lluvia. Extraños en él, tan silencioso… Gritó el nombre de Rodrigo, el suyo, también el mío. Y pronto convirtieron los sonidos dormidos del patio en los vivos de las carreras de la guardia y de las voces llamando a alarma. Los soldados le tiraron al suelo y le golpearon las costillas. Mi abuelo no se callaba y ellos no pararon hasta que se abrió la puerta de la torre y salió Rodrigo con sus hombres de escolta:

—¿Quién eres y por qué gritas mi nombre?

Mi abuelo no contestó.

—¿Quién eres?— volvió a preguntar con voz floja.

Rodrigo dudaba, mi abuelo estaba cambiado: envejecido y sucio, y la oscuridad le tapaba el rostro. Entonces se puso de pie y, aún callado, retrocedió hasta meterse en el cerco de luz de la hoguera. Sólo entonces le llamó:

—¡Rodrigo!

Yo era un niño menguado, de ojos abiertos que todo lo abarcaban. Que todo lo abarcaban pero no lograba entender. Rodrigo y Manuel estuvieron un rato sin moverse. Mi abuelo miraba, solo miraba, obligándole a recordar lo que fueron: sus confidencias, sus horas juntos, las guerras; también el sufrimiento de Juana. Rodrigo siguió callado.

—¿A qué vienes? —preguntó entonces alguien de la escolta—. ¿Quieres dinero?, ¿quieres tierra?

Mi abuelo no contestó, siguió mirando como si nada hubiera oído, ni aquel hombre existiera. Esperaba a que Rodrigo hablara, pero cuando al fin se disponía a hacerlo le paró con un gesto brusco de la mano. ¿Para qué hablar? Entonces Rodrigo le ofreció su sumisión con las manos, abriéndolas pegadas al cuerpo, mostrándole las palmas. Mi abuelo le contestó señalándome a mí con un gesto casi imperceptible. Y Rodrigo asintió levemente con la cabeza. Tan elocuente fue aquella conversación extraña y muda que una de las mujeres del castillo, sin necesidad de mandárselo, me cogió en sus brazos y me llevó a las cocinas… Entre ellos no pasó más. La mirada de mi abuelo se quedó conmigo hasta que me perdí en la puerta del castillo y, después, sin volver a mirar a Rodrigo, hizo un gesto de pesar y de abatimiento, se dio la vuelta y se marchó. Yo tampoco lo volví a ver; durante toda mi vida sólo guardé de él un recuerdo difuso y, algunos años, una cruz de plata labrada.

Desde aquel día dejé de ser el hijo escondido, aunque Rodrigo tardó un año en mirarme como a un hijo más. Me llevaron a las cocinas y allí viví agarrado a las faldas de María la alta, ajeno a su mundo de guerras. Yo lo miraba todo con mis ojos grandes de lechuza, bien comido y caliente, sorprendido porque me hablaban rápido y con palabras tiernas. Me acostumbré pronto a sus risas, para mí algo tan extraño, y a sus formas aceleradas. Las tareas de una comida se mezclaban con las de la siguiente. Algunos pequeños trabajos me dieron: ir a por agua, llevar pan a los soldados, dar de comer a las gallinas, pocas cosas más. María la alta no permitía que me hicieran limpiar las establos o barrer los suelos. No sé si fue el año más feliz de mi vida pero seguro que fue el más tranquilo. Rodrigo se marchaba con sus tropas a guerrear de un lado a otro, o a buscar nuevas aliados. Cuando regresaba al castillo, yo me escondía de él sabiendo, no sé cómo, que me acabaría buscando. Muchas cosas tuvieron que pasar para que lo hiciera pero un día me miró, se vio a sí mismo forzando a Juana y todo cambió para mí… Dime, muchacha, ¿qué cosas hacen moverse a un hombre? Yo te digo algunas: cualquier virtud, cualquier vicio, el amor, el odio. Y también la culpa. La culpa empuja y yo, te aseguro, fui culpa para mi padre. Un año, desde mi llegada, tardaron en rendirse sus excusas y me llamó. Culpa, culpa poderosa fui.

Un año del reinado de Juan II. Ya te he dicho que también es Castilla parte importante de mi historia. El reino entonces estaba roto en dos bandos: el de los viejos nobles fieles a los infantes de Aragón, y el del rey y sus favoritos. Para los viejos nobles el rey era el primero de ellos, nada más, juraban obediencias para después perjurarlas sin ningún remordimiento. Si no estaban de acuerdo con el rey, le atacaban y le hacían sentirse asediado. Y Juan era un rey débil:

—Maldigo la hora en que nací rey —decía entre dientes.

Una vez le escuchó uno de sus favoritos, Álvaro de Luna, y le contestó:

—Un rey es un arriero.

Juan le miró y asintió solemne. Álvaro siguió diciendo:

—Una mula necesita, su Majestad, para tanto peso. Le ofrezco mis lomos, yo llevo el peso y su majestad me guía.

Juan se descargó el peso y así, Álvaro, consiguió el poder. A los viejos nobles les cegó la ira y decidieron secuestrar al rey Juan. ¡Secuestrar al rey! Se decían unos a otros:

—En realidad, si lo alejamos de Álvaro, le estamos devolviendo la libertad.

Pero no quedó en eso, fue aún fue peor. El rey se escapó una noche y marchó con Álvaro a reunir un ejército. Y ellos, los viejos nobles, lo persiguieron hasta el mismo Olmedo. Tan pagados estaban de sus estirpes y de sus familias, que fueron a decir:

—Álvaro, míranos y danos lo que nos corresponde. Quinientos años llevamos luchando contra reyes y validos.

Pretendían lucir armas y arneses, asustar, y volverse a casa al ritmo del tintineo alegre del dinero. No lo lograron. Eran tiempos rotos, te decía. El rey se escondía en lo profundo del castillo. Los viejos nobles se paseaban con vestidos de guerra por su campamento, aunque sin ninguna gana de pelear. Y, en esas, el príncipe Enrique de Castilla, hijo del rey pero enemigo de Álvaro y de cualquier cordura, decidió salir de mañana para ver de lejos alguna escaramuza. Como no pudo encontrarlas porque todo el mundo andaba tan manso, se fue acercando poco a poco a Olmedo, hasta que alguien fue capaz de distinguir su estandarte.

—¡Es el príncipe! —gritó el vigía.

—Viene a destronarme —gritó el rey Juan.

—Ya salgo yo a defenderos —gritó Álvaro de Luna.

De esa forma empezó la pelea: metiéndose unos y otros en ella sin ninguna gana. Así como te lo digo, con un príncipe imprudente que volvió asustado al campamento. ¿Qué provoca el movimiento?, ¿la virtud, el vicio, el amor, el odio?, esta vez ninguno. La estupidez también es capaz de provocar a la vida. En fuerza poderosa se convierte, si se deja.

Ganó Álvaro. Entró por el frente de las tropas de los viejos nobles, entre los que nos encontrábamos los Manrique, sin dejarse asustar por tanto pendón colorido.

—Soy zorro —debió pensar— y estos gallinas. Cacarean alzando el buche. Quieren hacerme creer que están unidos. No es verdad, los conozco. Mataré al primero que me encuentre y los demás se mirarán unos a otros. Mataré después al gallo y saldrán huyendo con sus cabezas altas y sus crestas tiesas.

Así lo hizo. Comenzó el ataque y se enfrentó valiente a las primeras tropas. Las de los nobles menos importantes que querían aspirar a honores o a fortuna en aquella batalla. Los venció. Y, como predijo, los demás empezaron a mirarse unos a otros en vez de atacar. Hirió luego al Infante Enrique de Aragón —uno de los nobles más importantes—; no al que provocó la guerra, ese era el Príncipe Enrique de Castilla. Entonces los demás dijeron:

—«¡Ya no se para! ¡a sangre va la guerra!»

Y eso que al Infante le habían herido en la mano… Huyeron, huyeron como gallinas engalanadas —no te rías—. Hasta huyó Rodrigo, al menos así se dice en las coplas de la Panadera. Déjame que te las cante:

 

Panadera, soldadera

que vendes pan de barato,

cuéntanos algún relato

que te aconteció en la Vera.

Di, Panadera.

 

Un miércoles que partiera

el príncipe don Enrique

a buscar algún buen pique

para su espada ropera,

saliera sin otra espera

de Olmedo tan gran compaña

que con muy hermosa maña

al puesto se retrajera.

Di, Panadera.

 

El señor rey, desde que viera

como el príncipe venía,

con muy gran melancolía

luego en punto proveyera;

y mandó sacar afuera

el su pendón ensalzado

para pasar luego el vado

con noble gente guerrera

Di, Panadera.

 

¿Te sorprendes? Siempre tuve memoria para los versos y estos los oí cantar durante toda mi infancia a escondidas de Rodrigo. Empiezan como te conté: con la maña del príncipe Enrique de Castilla para empezar guerras; provocando sin quererlo a su padre y luego volviendo desencajado al puesto. Bien se retrajo cuando vio al rey Juan pasando el vado, que es como decir: salir a plantarle cara, aunque en realidad fue Álvaro de Luna. Las coplas siguen, luego, contando lo que hicieron cada uno de los nuestro bando —correr casi todos, o quedarse parados del susto— hasta llegar a Rodrigo:

 

Con lengua brava y parlera

y el corazón de alfeñique,

el comendador Manrique

escogió bestia ligera,

y dio tan gran correndera

huyendo muy a deshora

que seis leguas en una hora

dejó tras sí la barrera.

Di, Panadera.

 

Aunque peor parado quedó Carrillo, el arzobispo. Ya hablaremos de él otro día. Escucha lo que dicen de su calzones:

 

mas tan gran pavor cogiera

al ver huir labradores

que a los sus paños menores

fue menester lavandera.

Di, Panadera.

 

Fue una gran derrota para los viejos nobles pero no fue suficiente para cambiar a Rodrigo. ¿Cómo iba a cambiar? Dime ahora ¿qué es lo único que no cambia? Antes algo hemos dicho de lo que provoca el movimiento, pero ahora te pregunto lo contrario: ¿qué no cambia en los hombres? De eso no hemos hablado todavía… No sabes, dices. Déjame contarte lo que me contestó una vez mi aya María la alta cuando se lo pregunté. Ella me estaba poniendo comida en la mesa:

—Fío mío, a este cabrito puedo echarle cebolla, puedo echarle ajo, ponerle vino o quitar su grasa: siempre será distinto. Lo único que no cambia es en dónde se sostiene: el plato.

Luego me miró y me dijo:

—Tu carácter es tu plato, con el que naces, mueres; y será lo que sujete cualquier cosa que hagas.

Se envalentonó ante mi boca abierta:

—Y también es ese destino del que no paras de hablar con Jorge. No es la vida la que te lleva. Te lleva el carácter por la vida. Sufrirás si te sale sufridor. Gozarás si es de gozar. Dos maridos tuve —yo ya los conocía— el primero vivió llorando por más palmas que diera yo al aire o cantara, y lo enterré sin que encontrase consuelo. Al segundo lo elegí por reír, y por querer reírse hasta cuando no debía murió borracho y sonriente… Anda, cómete la cabra.

No comí, antes me hubiera comido las Confesiones de San Agustín. Le devolví frío el plato y ella refunfuñó:

—Otro día no te cuento nada.

No me preguntes aún de María la alta, ya llegaremos a ella. ¿Sabes cuál era el plato de Rodrigo?, ¿no lo has adivinado aún?… Esa fuerza desmedida suya. Todo lo hizo con su fuerza excesiva: forzar a Juana, secuestrar al rey, lucir armas en Olmedo, enloquecer. Era una fuerza engañosa porque la disfrazaba a veces de valor, otras de razón o de ley; hasta de modestia… ¿No lo crees? Todavía huyendo de Olmedo, dijo a su hermano:

—Este que corre no soy yo. Es un hombre engañado por estos nobles viejos con sus nombres ilustres y sus insignias.

Su hermano callaba, pero él seguía:

—Se creen sustentados por el cielo. Pero no: aire ¡aire! es en donde se sostienen. Viene un Álvaro hace ¡buh! y mira cómo corren.

Aquella fuerza sin límite le cegaba: él era otro de los que corrían. Aún más ciego quedó cuando llegó noticia de la muerte del Infante Enrique de Aragón. Mala le fue la herida en la mano derecha. El Infante era el Maestre de la Orden de Santiago. Rodrigo reunió a los suyos, y arrogante y sereno, les dijo:

—Los Manrique dejaremos de ser segundones.

Lo oyeron con los ojos abiertos y luego miraron al suelo. Se decían:

—La sangre que vio en Olmedo le ha nublado. Quiera Dios que se le pase.

Rodrigo, sin darse cuenta de sus caras, siguió:

—Me nombraréis Maestre de Santiago.

Tres días enteros aquellos hombres buenos se quedaron sin habla, intentando recuperar el aliento. ¡Maestre! Maestre de la Orden de Santiago: lo mismo que el Infante muerto, un hijo de reyes. La cabeza de la tropa más deseada de los reinos de León y Castilla. También de la más temida. El desequilibrio en la guerra. Luz en las tinieblas de los tiempos rotos. Monjes. Guerreros. Caballeros. Santiagos. La espada de Dios. La razón más poderosa en la guerra, la única definitiva: el sentido, su justificación, su cordura. ¿Qué se podía igualar a alzar la espada y gritar ¡Dios!?… Nada.

Rodrigo tenía una fuerza irresistible —te aseguro—. La emanaba en sus palabras y en cualquier cosa que hiciera. Su mirada. Los mismos gestos… Era una fuerza irresistible pero peligrosa. Consiguió ser nombrado Maestre de la Orden, y eso podía ser bueno, pero escindió la Orden en dos. Desde entonces muchos lo tuvieron por usurpador y sacrílego. Además, el otro bando, nombró Maestre al mismo Álvaro de Luna ¡Dios, qué enemigo más fiel!… No sabría decirte, muchacha, cuantos amigos me han sido fieles al final de la vida: dos, quizá tres. Los enemigos, en cambio, no se quedarán satisfechos con mi muerte, irán todos a bailar a mi tumba.

—Elige bien a tus amigos, pero más a tus enemigos— nos decía el propio Rodrigo.

Es un buen consejo. Ninguno de los suyos le fuimos tan fieles como enemigo le fue Álvaro… Le persiguió a donde fuera y, por él, a los demás Manrique. Luchó contra nosotros en cualquier parte y nos venció siempre… Tuvo que cambiar su suerte para que cambiara la nuestra. Hasta entonces no hubo guerra, ni escaramuza, en donde no acabásemos corridos a punta de su espada. Nos hizo huir flacos de un lado a otro, siguiéndonos por todo el reino. La única tierra que nos quedó fue la de la frontera con los moros. A aquello se nos quedó reducida Castilla… Logró quitarle a Rodrigo hasta las palabras para arengar a sus tropas. Nunca le habían faltado: «lengua brava y parlera» tenía Rodrigo, decía la Panadera. En cada huida perdíamos algo: hombres, armas, caballos. Ni siquiera nos dejaba recuperar las espadas caídas en los campos de batalla. No sé si podrás entenderlo tú, mujer y joven todavía, pero la espada es el alma de metal de los caballeros. Volvían los hombres a los campamentos desalmados de espada, sucios de la sangre de los heridos y tenían que ceñirse las espadas herrumbrosas de reserva. Mal agüero para la siguiente batalla. Antes de salir ya estábamos vencidos… Incluso hambre llegamos a pasar y se supo. No habíamos plantado las tiendas cuando veíamos huir a los aldeanos con sus gallinas o con sus cerdos… Al fin Rodrigo se quedó sin poder mirar a sus propios hombres. ¿Quién podía creer en él? Los soldados se juntaban a escondidas y murmuraban.

Se venció al fin. Al llegar de la última derrota sin su propia espada, subió a la torre vigía de la pequeña fortaleza y se puso de rodillas. Era un día de verano, lo recuerdo.

—¿Qué he hecho? —dijo—. He tenido que huir al abrigo de los moros. Cristiano yo. Cristiano viejo. Maestre de Santiago. Grito a los míos: ¡reconquista y guerra! Y saben que estamos en este desierto porque Álvaro todavía no lo ambiciona. ¡No lo ambicione nunca!… Dios, dime, ¿qué he hecho?, ¿por qué le das a Álvaro lo que no merece? Alma tiene como su nombre: de Luna, pero de Luna Nueva de noche oscura. Es un hombre impío que sólo busca riquezas para él. ¡Mírame en cambio a mí!: peleando contra moros y contra el calor de estas montañas; contra el miedo. Cuál fue mi pecado, di.