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La lámpara

Biblioteca CLARICE LISPECTOR

Créditos

—¿Tú quedas?

Tal vez hubiese vuelto para quedarse pero nadie lo sabía y a su alrededor los instantes no se unían al futuro, solo, provisionales y sueltos, le decían todas las cosas y ella las comprendía. Su abuela había muerto y su padre subía las escaleras erguido, los escalones crujían. Virgínia aplazaba hasta el día siguiente el cumplimiento de la promesa de saber si él sufría y ayudarlo. Su madre había tenido leves molestias, sus dientes empezaban a estar viejos y enfermos. Y cuando se levantara de la cama todo podría estar preparado para que Virgínia volviese. Aquel tiempo en Granja Quieta era tan plácido e inexpugnable que ella admitía sin sorpresa la posibilidad de no regresar sin recorrer el campo una vez más, sin permanecer tranquila un instante más junto al río.

Miraba. En vano buscaba indicios de su infancia, del vago aire de complicidad y temor que había respirado. Ahora el caserón parecía recibir más sol. La caliza suelta de las paredes roídas había perdido la triste dulzura y mostraba solo una vejez cansada y feliz. Su padre, a pesar de seguir siendo el mismo, se había convertido inexplicablemente en un personaje, su propio personaje. Y su madre se había transformado. Su piel se había secado, había adquirido un tono arisco, se había conservado joven desde la frente hasta el inicio de la boca, pero más allá la vejez se precipitaba como si le hubiese costado contenerse. Despertaba con el rostro reposado, relleno, comía bien, bordaba, el doble mentón firme, la cabeza medio erguida con satisfacción y dignidad, haciendo de su vida una historia perfecta. Los rasgos de su rostro y de su cuerpo se habían vuelto plenos y domésticos, una gordura pálida le torneaba la figura que ahora, ya tan envejecida y rígida, adquiría por primera vez una especie de belleza, una familiaridad y una simpatía, cierto aire de fidelidad y fuerza como el de un perrazo criado en casa. Parecía haber descubierto un nuevo secreto de vida, se interrumpía un momento, se pasaba la lengua por los dientes.

—Cuando iba a Brejo Alto... —decía.

Porque durante quince días su marido la había llevado cada día en la carreta al centro, hasta que estuviese lista la nueva dentadura. Había sido necesario incluso coser a toda prisa un vestido azul de lino con varias filas de botones. Mientras se pasaba la lengua por los dientes le volvía la pequeña y apacible ciudad, con una perturbación que la llevaba a parpadear, la lengua olvidada sobre los dientes superiores, el labio arremangado. Se había vuelto una costumbre buscarse los dientes para un rápido contacto. Y ahora la caricia se repetía inconsciente como un tic irresistible que ya no parecía devolverle el recuerdo nítido de Brejo Alto sino solo un cierto gusto rápido y angustiado, un gruñido de aprobación. Al mirarla, Virgínia se sentía envarada y asqueada pensando cómo podía vivir aún aquella mujer y cómo la forma de amor que su madre ahora sentía estaba hecha de gula, de total entrega, cansancio jadeante y esperanza, por Dios, de esperanza. Sus propios pensamientos la asustaban. Virgínia reprimía su cuerpo, volvía la cabeza hacia un lado como si la desviase de sí misma. Los miraba fijamente pero los seguía viendo como en el momento de bajar del tren: los rostros ligeramente torcidos y poco familiares, como si los viese en un espejo. En la Granja se respiraba ahora una verdad simple, casi saludable y aireada. ¿Se encendería en cada cuarto un color diferente cuando se cerraban las puertas? En las vidas limpias y claras, donde ningún ángel húmedo se insinuaría jamás, el milagro se había secado como un haz de hierbas quebradizas al viento. ¿Dónde estaba lo que ella había vivido? Granja Quieta había perdido lo que tuvo de claustro. Solo durante un instante ella captaba en el aire aquella vibración antigua, aquella vida trémula de las cosas del caserón que tanto había sabido oír de niña. La Granja había subido a la superficie durante su ausencia y brillaba al sol, sus habitantes parecían resucitados, pero, sin conciencia de su propia muerte, andaban tranquilos sobre un suelo plano. ¿Qué había pasado? Ella sentía allí que cada cosa estaba libre de su presencia y de su toque; en una rebelión la vida se negaba a repetirse y a ser subyugada. Ahora la casa servía bien a su cuerpo grande y tímido, observaba ella con ligera amargura y una sonrisa que deseaba significar experiencia vivida, pero que era solo triste y pensativa. Incluso en el parque de Brejo Alto —se paró apretando el chal que volvía a llevar—, la fuente se había parado bajo la pequeña estatua del niño desnudo y sin el brillo del agua se había desvanecido el dios infantil. Un niño vivo jugaba en el surtidor seco. El vestido amarillo. Dos hoteles nuevos se habían instalado en el centro, algunos chicos y chicas atravesaron las calles con látigos y ropa de montar, observando.

La ropa de Esmeralda tenía el mismo olor agradable de frescura y sal. Ella se adornaba, se cuidaba y quemaba perfumes en su cuarto y tan activa era su preparación que el tiempo se acumulaba mientras ella creía que vivía minutos. Usaba con voluptuosidad la ropa femenina, sus senos se escondían como joyas entre encajes y volantes, las gruesas piernas pálidas brotaban de anchas faldas. Ella miraba con sorpresa los vestidos simples, las sedas lisas y el pelo corto de Virgínia.

—Has aprendido poco en la ciudad, Virgínia —le decía.

Con la edad parecía haberse precipitado en su verdadero cuerpo y Virgínia adivinaba por qué los hombres podrían desearla. Vicente, sí, Vicente se volvería para mirarla con atención, sin saber que su rostro de repente se volvía masculino y duro... —Ella había visto tantas veces esa expresión suya en la calle—. ¿Por qué Esmeralda no se casa?, se encogía de hombros con indiferencia. Su rostro, redondo en la parte superior, se resolvía en una punta deliciosamente femenina, casi repugnante para otra mujer, de tan atractiva y tan destinada a los hombres como era. Y tenía todavía otras marcas. Una minúscula boca arqueada y dura, casi en el mentón, como un juguete desaprovechado, una boca pálida siempre viva, los ojos un poco saltones, negros. Algo en ella inspiraba el deseo de pisarla y de maltratarla incluso sin rabia. Alrededor de los ojos las finas arrugas, la piel de un color tímido a pesar de madura y casi pasada. Aquella fuerza latiendo con la altivez de ser la única mujer. Daniel no hacía nada, dejaba a su padre el cuidado de la tienda. Tostado por el sol, cazaba, nadaba en el río, tenía ahora unos músculos fuertes y brillantes, vivía con ferocidad y calma en su propio cuerpo. Ella lo miraba de lejos; ¿cómo acercarse? Con pereza y cansancio le decía pequeñas cosas inútiles, apenas se encontraban. Él no parecía sentir la falta de Rute, además nadie hablaba de ella. Sin embargo dentro de cuatro meses volvería para pasar un semestre con Daniel. Virgínia consiguió algunos momentos de su hermano; fueron al balcón, se apoyaron callados, distantes.

—Daniel —dijo ella.

Le gustaría hablar de Vicente.

—¿Eh? —preguntó él.

Él nunca había sabido preguntar ni escuchar, eso era verdad. Ella pensaba: no tenemos nada que ver el uno con el otro, nada. Y con una tranquila apatía miraba el aire transparente. Era casi el final de la tarde.

—¿Lo has pasado bien? —le preguntó finalmente.

Él la miró rápidamente y no respondió. Ella se llenó de un sentimiento difícil y frío, vio su traje blanco tan almidonado y estrecho de hombros, el pelo muy liso, insistió por pura brutalidad:

—¿Lo has pasado bien?

—Tú solo has sabido engordar, pero sigues siendo la misma Virgínia: de una vulgaridad y de una falta de comprensión que da pena. Vete al diablo, hija.

Se quedaron un momento pensativos. Al final él dijo:

—Me voy a andar.

Ella siguió asomada al balcón; lo vio salir, se encogió de hombros. Él andaba duro y claro. Andaba, andaba, los pasos se sucedían en el silencio del camino pisando hojas húmedas y espesas. Se metió por los senderos, avanzaba sin prisa. El caserón había desaparecido, él andaba. Atajó camino, cruzó la nueva carretera, entró en las primeras calles de Brejo Alto. En la calle estrecha cubierta de hierba algunas gallinas picoteaban en el crepúsculo. Él andaba pisando las piedras secas. La oscura calle en declive se abrió hacia un retal de río luminoso, incoloro y frío, toda la basura de Brejo Alto se amontonaba negra en sus orillas; se puso las manos en los bolsillos, frunció el ceño como ofendido por la evidencia de las cosas. Estaba ahora en una plaza de muros altos, tranquila y llena de un aire claro como el patio de un convento. A aquella hora las ventanas se cerraban; alguna que otra, entreabierta, mostraba en el alféizar una almohada no recogida. Brejo Alto parecía construido de piedra pálida, hierro colado y madera húmeda. Las casas se inclinaban viejas y renegridas como después de un incendio, las hierbas crecían en manojos en los tejados inclinados. Él siguió, se atusó el pelo negro, fino y repeinado, entró en el centro comercial; de las tiendas aún abiertas venía un olor sofocante a lugar sombrío por donde andan cucarachas viejas, grises y perezosas, un olor a bodega. De los hilos del telégrafo colgaban trapos sucios y papeles. Vio la iglesia. Con un movimiento rápido se sacó las manos de los bolsillos; entró en la humedad penumbrosa pisando con pies cautelosos y tranquilos el pavimento de ladrillo. Una vela encendida ardía bajo el altar de san Luis, delgado y delicado. Leyó: No Tirar Papeles al Suelo y entonces salió, las manos en los bolsillos; el aire aún era claro; él andaba. De repente los vio: eran cinco personas que se acercaban. Se paró, se arrimó a la pared. La mujer era flaca, el escote excesivamente ancho, un hombro asomaba por un desgarrón; llevaba unas zapatillas azules y la cabellera se encrespaba como un enorme dibujo alrededor de la cara morena y delgada. Llevaba de la mano a una cría pequeña que se arrastraba con un trozo de pan en el puño cerrado, lloriqueando. Frente a la madre iba una niña de unos doce años, alta y seria, metida en un vestido negro demasiado grande, con cara de viuda. Una chica delgadita y viva daba saltitos alrededor de su madre, cogía una piedra, roía un panecillo mientras se secaba los mocos con el brazo. Detrás de todos un niño de unos nueve años, con la gorra enterrada hasta la mitad de la frente, una mochila colgada del hombro. Cinco personas, dijo él a media voz. El grupo se paró delante de la hilera de casas iguales. La cría pequeña dejó de llorar, se lamió la mantequilla de los dedos. El niño se acercó, se quitó la gorra con cansancio. Él, la niña de negro y su madre miraban las casas con los rostros contraídos por el resto de neblinosa claridad. La madre, cogiendo la mano de la niña más pequeña que se había sentado en el suelo, titubeaba. Las casas pintadas de rosa. Dirigió los ojos hacia una terraza, la examinó. Una mujer gorda y blanca hacía ganchillo meciéndose. El niño de la gorra y la niña de negro miraban a su madre esperando. Esta paseó otra vez los ojos por las casas, por la mujer que se mecía. Después tiró de la pequeña por el brazo y dijo en voz baja, ronca:

—Aquí no.

Pero ¿por qué no?, se preguntó Daniel perturbado, casi encolerizado. La niña de negro volvió a andar. La madre arrastró a la pequeña que se frotaba los ojos soñolientos. El niño se enderezó la mochila en el hombro, se puso la gorra de un manotazo. La niña delgadita y viva daba saltitos adelantándose en una carrera, esperando roer el panecillo o retrasándose en algún portal. El grupo fue disminuyendo y desapareció. Él había visto, había visto. Suspiró profundamente como si despertase y sus ojos tenían realmente la ciega luminosidad de los ojos que vuelven del sueño. Una débil bombilla empezó a parpadear en el aire incoloro y afilado del crepúsculo. Antes de desviar la mirada oyó un rumor calle arriba. Se volvió y al principio no vio nada porque el otro grupo se acercaba a contraluz. Poco después se fue aclarando su visión y con una exclamación ahogada reconoció a dos soldados que conducían a un preso, empujándolo, parando a veces para golpearlo. El grupo se acercaba, él se pegó a la pared. Una sensación de náusea le llenó la boca de una saliva que parecía sangre. El preso iba entre los dos soldados con los ojos rojos y parpadeantes, la boca abierta, el rostro marcado por las manos de los guardias. Daniel se encogió: pasaban a su lado, el preso soltó un gemido y uno de los soldados lo empujó con un puñetazo en la espalda. Daniel cerró los ojos profundamente, apretó con palidez los dientes. Una deliciosa extrañeza se apoderaba de él dándole asco y fuerza, un extraordinario sentimiento de cercanía. Se le ocurrió derribar a los soldados y liberar al hombre, pero con los ojos inmóviles él se sentía más capaz de derribar al hombre y machacarlo con los pies, con los pies. Sonrió de repente acariciándose el labio superior como si retorciese un imaginario bigote. El prisionero y los soldados desaparecieron tras una esquina... Con un sobresalto observó la calle otra vez vacía y conteniendo un juramento se dirigió casi corriendo por donde había visto desaparecer a la mujer y a sus cuatro hijos. Avanzaba arrimado a las paredes... dobló la esquina, sí, allí estaban, alejándose al fondo de la calle... Él se apresuraba, sus pasos resonaban, y el miedo de no alcanzarlos lo hizo gritar llamándolos. La mujer se volvió, vaciló un instante en la calle desierta, el grupo se paró. Daniel se acercaba, los alcanzó poco después con la respiración jadeante, los ojos brillantes. Ahora veía de cerca a la mujer, observaba su piel oscura y sucia, aquellos ojos inquietos, cansados. Asustado, se metió la mano en el bolsillo, sacó una moneda... Se la tendió a la mujer con brusquedad. Sin despegar los labios ella lo miró con asombro, iba a coger la limosna pero con una repentina desconfianza se paró, le respondió:

—No, gracias.

Un sentimiento de ira y de sorpresa le asaltó. Los dos se miraron silenciosos; él la maltrataba arduamente con su mirada dura. Un momento después, Daniel dijo casi con delicadeza porque sabía que la había sometido:

—Tome.

La mujer titubeó. De repente extendió la mano, cogió la moneda, le lanzó una mirada oscura y difícil sin murmurar una palabra. Él la vio alejarse, mirándola con decisión y placer, con fuerza penetrante y una profunda risa interna; lanzaba un grito de triunfo batiendo las alas sobre su víctima. La noche caía lentamente. En la puerta estrecha y cerrada brillaba una placa: Sete & Snabb - Agentes de Aduanas. Una niña delgadita surgió de una esquina y como un rayo desapareció en el interior negro de una casa. Miró indeciso la calle desierta. Rute, Rute, murmuró con un sollozo seco. Las sombras de los almacenes cerrados atravesaban el suelo pálido, se extendían por la calle, alcanzaban la otra acera. Él dudaba. Y después siguió andando moviéndose en la penumbra como un vampiro.

No era solo de Daniel de quien ella se sentía apartada. En su ausencia los pequeños hechos diarios que ignoraba se levantaban como una barrera y ella se sentía excluida del misterio de la familia. Entre las conversaciones, los instantes de silencio se llenaban de reserva y de una vaga desaprobación. Parecían culparla de no seguir ausente, de haber vivido con ellos la infancia y la juventud. Se defendían de una acusación que en realidad ella no sabría hacer.

—¿Qué ha pasado de bueno? —preguntaba sonriendo falsamente.

Era tan difícil contar lo que había sucedido durante la separación... todo escapaba a las palabras.

—Bueno, todo ha sido como siempre —decían al final, molestos.

Se sentían presos unos a otros y sus ojos brillaban irritados cuando se hablaban. En realidad lo que había pasado era que habían sentido un cierto placer diario y tranquilo en comer y cenar juntos, se encontraban por los pasillos cruzándose, se comunicaban con pequeñas palabras sueltas. Vivían juntos para estar todavía juntos en el momento de su muerte; al estar juntos, si alguno de ellos muriese, todos tendrían menos miedo de morir. La fricción constante, la respiración del mismo aire había provocado en ellos lo que había en ellos de más sucinto, e intercambiaban palabras cortas. La conversación iluminaba objetos, cuestiones del gobierno de la casa y de la papelería. La costumbre les permitía intercambiar impresiones con una mirada veloz, con una media sonrisa que nunca penetraba hasta el fondo del día. Tal vez cada uno de ellos supiese que solo a través de la soledad podría liberarse, creando sus propios pensamientos íntimos y renovados; pero esta salvación individual sería la pérdida de todos. Ahora ya evitaban cualquier sensación más aguda porque no la podrían transmitir. Y para seguir poseyendo aquella seguridad asustada, de la que ignoraban que podían prescindir, se reunían sombríos, inconscientes.

Virgínia intentaba hablar con Esmeralda; quiso contarle lo que Vicente —un chico— le había dicho. Qué difícil era repetir un elogio, y como se avergonzaba ante la mirada ávida y dura de su hermana añadió deprisa, con disgusto: bueno solo repito lo que dijo... Esmeralda estuvo de acuerdo inmediatamente, impaciente y curiosa: claro, solo eres sincera... A pesar de la conciencia aguda de sus propios movimientos, Virgínia asintió con un humilde gesto de modestia que enseguida oprimió con dedos fríos de ironía su corazón sorprendido. Después ya no fue posible seguir hablando porque mientras sus palabras tropezaban ella seguía siendo mala consigo misma, apegada aún al ridículo de aquel movimiento íntimo y servil. Como si Esmeralda fuese la culpable, la evitó el resto del día con repugnancia y malestar. Por la noche la despertaron unos ruidos extraños procedentes de la cocina. Se levantó, bajó las escaleras. Esmeralda calentaba agua con una bolsa de caucho en la mano.

—¿Mamá? —preguntó Virgínia abrochándose el batín.

—No.

—¿Entonces te encuentras mal tú?

Esmeralda no respondió enseguida, contrajo la boca en un impulso reprimido de irritación, como si Virgínia la estuviese obligando a responder.

—No es nada, un dolor vago —dijo de mala gana, seca.

Virgínia la miraba con frialdad. Quería insistir pero sentía algún recelo. A Esmeralda siempre le había gustado ser empujada por los demás. Ya se iba cuando vio a su hermana, casi pidiendo socorro, apretar los labios y desviar los ojos; así daba a Virgínia la oportunidad de ver cómo sufría.

—Pero ¿qué te pasa? —indagó Virgínia.

Esmeralda abrió los ojos, la miró con una rabia sombría:

—No es nada, vete al infierno.

Así, Virgínia sintió que había vuelto a entrar en la familia. Suspiró.

—Pero si estás ahí casi llorando... —dijo.

—¿Y qué quieres?, ¿que me ría? Bonita vida la mía, ¿no?, hasta dan ganas de reír —con una sonrisa dura añadió—: ¿O quieres que escuche cosas de Vicentitos idiotas? Bonita vida tengo...

Virgínia se ruborizó sorprendida, titubeó un momento.

—¿Y quién tiene una vida mejor? —dijo con malestar, ligeramente molesta y de repente llena de sueño.

—El obispo. Déjame. Vete al cuerno.

—Vete tú también. Vives concomiéndote viva, ¿crees que no lo sé?, ¿que soy ciega?, martirizando a la pobre mamá, a los otros, acusando, royéndote como un gusano... Déjame a mí también. Nunca he tenido nada que ver con tu vida. Ni tú con la mía.

—La pobre mamá... Te da pena, ¿eh?

Intercambiaron una mirada sin palabras, sin sentido traducible. De fría curiosidad, de odio inminente, de mutuo apoyo y placer.

—Tanto como me he sacrificado... y este es el pago —dijo Esmeralda.

—Te has sacrificado porque está en tu naturaleza sacrificarte, así como en la mía y en la de Daniel está no sufrir. Nunca he sufrido porque no quiero. Pero tú quieres tener una disculpa para tu miedo, eso es lo que pasa...

—¿Y qué culpa tengo yo? —soltó la voz de Esmeralda, violenta y sofocada.

—Haz el favor de no gritar, vas a despertar a los demás —dijo Virgínia.

Salió de la cocina; el reloj del estrecho pasillo oscuro daba las dos. Sí, ¿qué culpa? Un sentimiento lento y meditativo parecía apoderarse de ella para siempre. ¿Cómo no había presentido lo que había de rastrero en el caserón? ¿Cómo había podido dejar la ciudad? La débil luz de la cocina seguía encendida y Daniel aún no había vuelto. Subía lentamente la escalera sujetándose la falda del batín, pisando descalza el terciopelo dormido y silencioso. Al llegar a lo alto de la escalera se paró y miró abajo la oscuridad de la sala. Esperó un momento. Entonces se acordó: solía atravesar el pasillo en tinieblas sintiendo la alfombra en los pies descalzos, el cuello rígido de miedo... a cada paso una mano la agarraría de la ropa, del pelo; cuando miraba desde lo alto de la escalera veía cómo la claridad amortiguada de la sala se precipitaba incontrolable por los escalones negros, los ojos rasgados y secos; a la luz vacilante y recogida del candil ella respiraba sin ruido, el corazón latía amplio, hueco, lívido; tocaba los objetos con las manos leves, buscaba profundamente su intimidad; la madre bordaba, su padre leía, Esmeralda, entonces más dulce, miraba por la ventana la media claridad del patio, Daniel escribía en un cuaderno; la sala no estaba como oprimida; nadie la miraba y ésa era la protección que le podían dar; desapercibida, andaba despacio entre ellos, aspiraba de nuevo el fluido familiar y extraño, sentía que estaba salvada del campo vacío, negro y susurrante, del pasillo con su oscuridad cerrada; detrás de la ventana las luciérnagas violáceas se encendían y no dejaban vestigios.

Por un deseo inexplicable quiso volver a bajar la escalera. Extendió la mano en la oscuridad y en contacto con el frío pasamanos casi se alejó de lo que había de natural en su decisión; vaciló un instante como despertada por el mármol helado; al final bajo su mano caliente el pasamanos parecía animarse, se recogió con la otra mano la falda del batín largo; mientras bajaba los escalones, inconsciente enderezaba el busto abundante en una actitud majestuosa y lenta, sintiéndose inexplicablemente otra persona, alguien indefinible pero muy familiar, como un viejo deseo que ya no necesita palabras para renovarse. Un recuerdo difuso y vívido. Se paró un momento. Después se apretó el batín, caminó hasta su cuarto.

Al día siguiente, muy temprano, abrió con seriedad y calma el álbum de fotografías. Allí estaban el sombrero enterrado hasta la frente, los ojos profundos y oscuros, las poses afectadas, tan difíciles. Y de nuevo el ridículo la enternecía, la hacía caer en un sentimiento confuso y dulce que había sido tal vez el más fuerte de su vida. Es necesario no tener vergüenza de querer a la familia, esa era la sensación inexplicable. Le parecía estar viendo fotos de muertos y sin embargo veía a su madre de joven, a su padre con bigotes tensos y rostro de hombre, a sus tías que todavía estaban vivas; se le encogió el corazón con una nostalgia ansiada y triste. Amores míos, pensaba con los ojos húmedos, consciente de la falsedad de la expresión, hundiéndose más con placer. Un amor real, doloroso y amplio escapaba de su pecho y ella sonreía emocionada y benevolente con la fuerza de sus propios sentimientos. Al fin la vida, pensó en un impulso alegre y tímido, con un suspiro. Ahora contemplaba con atención las fotos donde su madre con ropa antigua y elegante mostraba las ojeras oscuras; se sentía confusa y llena de esperanza, el corazón tan alborozado y tierno como si hubiese cambiado la estación, como si de repente empezase a amar por primera vez a un hombre.

Cuando se sentó para almorzar con todos, ella que aún no había perdido la costumbre de comer sola, de forma cuidadosa con Vicente o con extraños bien educados en los restaurantes, vio con un asombro reprimido, recuperando la impresión que tuvo durante la primera comida después del viaje, su forma de comer, masticando con la boca abierta, con un aire de placer no disimulado; tragaban con gula, apartaban el plato vacío con indiferencia y saciedad. Esmeralda apoyaba los brazos hasta el centro de la mesa; cuando algo del plato de su madre le gustaba se acercaba sin una palabra con el tenedor; la madre lo aprobaba con un gruñido rápido. Con una cierta repulsión se conmovió intensamente, no conseguía tragar la comida, con lágrimas en los ojos, tan débil y envejecida estaba por sus últimos tiempos en la ciudad, tan horrible era ver a la familia reunida comiendo silenciosa y voraz. Esa noche ella también se abandonó y en la mesa de la cena todos se parecían. Los miraba y se sentía ahora unida a ellos, sabía cómo amarlos, tan fuerte era el espíritu de la casa. Había momentos en que la sala y los cuerpos inclinados sobre los platos, aquel silencio que venía del campo, el ambiente que ningún sentimiento particular podría señalar, era comprendido intensamente por ella; se paraba con el tenedor en el aire, mirándolos contrita y feliz. Sentía una especie de renuncia que era como un paso lánguido hacia delante, notaba con una sorpresa mansa que se podría casar, quedarse embarazada, ocuparse de sus hijos, hablar alegremente, moverse dentro de una casa bordando manteles de lino, repetir, sí, repetir el destino de su madre.

Y como si todos comprendiesen que ella por fin había vuelto, las cenas se volvieron tranquilas y alegres; se quedaban a la mesa conversando, riendo, se despedían tarde andando despacio hacia los cuartos, los rostros aún sonrientes y pensativos. Solo Daniel se iba antes o incluso dejaba de aparecer en las comidas. Al día siguiente todos se encontraban, reían, vivían como en un barco. Le preguntaban qué había visto en la ciudad; Esmeralda y ella hablaban cruzando palabras que no se contradecían. Esmeralda descansaba sus grandes senos sobre la mesa y sonreía sacudiéndolos con gentileza y vivacidad; el padre masticaba sin mirarlas y sin embargo escuchaba. La comida era más abundante que en el pasado, se hablaba de cerrar la papelería, de aprovechar la Granja como hacienda para huéspedes. La madre escuchaba comiendo con gusto, los ojos pensando en la idea; Daniel cortaba la carne con precisión e indiferencia, Virgínia escuchaba a su padre con silencioso desagrado. Una vez miró a Esmeralda. Sin saberse observada paró de comer, los dientes apretados, el mentón brutalmente hacia adelante con una sonrisa fuerte mientras los ojos entreabiertos observaban algo, rígida de esperanza, casi de venganza. Sí, huéspedes, huéspedes, huéspedes, parecía decir ávido su busto lleno y emocionado. ¿Qué cuentas de la ciudad?, seguía preguntando. Las dos se quedaban a la mesa cuando todos se retiraban; se parecían ligeramente, las dos eran bastante altas y grandes. ¿Qué contar? Virgínia apoyaba el rostro en el respaldo de otra silla, se acordaba de cuando sentía fiebre y mareos, el cuarto parecía áspero y su soledad crecía con dolor mientras ella se inclinaba desde la cama sobre el suelo mirando vagamente las rayas y el polvo de las tablas de madera, pidiendo a Dios poder vomitar por fin. Y si hablase del amor ¿qué decir?, su sensación era la de haber sido abandonada mientras dormía; miró a su lado, Vicente no estaba y todavía ahora su corazón se encogía de miedo, arrepentimiento y perplejidad: había dormido demasiado. Sí, podría hablarle de una mujer que vio un día; describió a Esmeralda su ropa, solo eso, lo lujosa que era. Pero nunca podría olvidar a esa mujer encontrada en un autobús —una verdadera señora, Esmeralda—, casi la cosa más fuerte de la ciudad. Qué bonita era —Esmeralda escuchaba con la cara amargada, la juventud perdida—, qué bonita era. Pero no sabía decir más. Cómo hablarle sobre sus ojos vivos y preocupados, la boca ávida, el cuello inclinado hacia delante mostrando un rostro terriblemente egoísta y distraído de los demás. Ella venía de la calle —eso se veía—, cogía el autobús para volver a casa, los labios duros de desilusión, pero no quería auxilio, nadie podría ayudarla, despreciaba a los otros con asombro. Venía claramente de un lugar importante para su vida. El sombrero forrado de pequeñas plumas negras y suaves era ridículamente elegante. En las orejas grandes y finas, de un color moreno muy lavado, unos pendientes muy lujosos se rodeaban de instantáneas flechas de brillo dando a todo el rostro una vida áspera y amenazadora. En los dedos los ricos anillos y la alianza; ella se sentaba en el autobús, se movía con él, la mano fija en el respaldo del asiento de enfrente, la memoria lejos, el rostro orgulloso, serio, duro y ardiente pero que sería brutalmente humilde, violento y descompuesto para alguien, para alguien a quien ella aún ahora buscaba. Extendía la mano con la alianza y los anillos pensando con su rostro que tanto sabía humillar y que amaba; estaba casada y herida, eso se veía, eso se veía. Esmeralda escuchaba, sus ojos se perdían imaginando, una envidia acre e insoportable le secaba los labios. Virgínia la observaba, con sorpresa adivinaba hasta qué punto ambas estaban hechas de algo insinuante, medroso y vil, hasta qué punto eran hermanas. Con desagrado y desánimo cambiaba de tema, contaba que su pequeño apartamento tenía una escalera particular, que por su puerta pasaba también la escalera general, que todo el día oía los pasos de los que subían y bajaban. Contó que un día, volviendo de algún lugar a la hora en que se apagan las luces de la ciudad... Esmeralda la interrumpió:

—¿Cómo?

Virgínia no entendió:

—¿Cómo, qué?

Esmeralda decía casi perturbada y tímida como si tuviese miedo de tocar:

—Lo que acabas de decir.

A Virgínia le costó comprender y finalmente disimulando la sorpresa repitió:

—Las luces de la ciudad se apagan...

—Sí, sí —dijo Esmeralda con frialdad—. Continúa.

—¿No fuiste a teatros? —le preguntó también.

—A ninguno —decía Virgínia.

Una noche fue a un concierto con Vicente y Adriano; habían cenado ligeramente en un pequeño restaurante y ella se sentía cómoda, simple y alegre. En el vestíbulo del teatro se paró delante de las cálidas pieles, narices suaves y empolvadas, un frío de luz, movimientos limpios y helados. Las mujeres centelleaban tranquilas entre susurros. Ella se sentía grotescamente humana con su vestido azul de lana y los zapatos crema, el pelo suelto, la raya al lado. En un pequeño espejo de bolso observaba furtivamente su rostro serio, largo, pálido y grande, una monja fracasada con los ojos duros y martirizados. La sala de conciertos jadeaba sofocada y las notas del piano caían solitarias entre los abanicos. No conseguía obtener placer de la música pero se refugiaba en el sonido con cierta angustia, la cara blanca inclinada hacia el escenario distante, el cuerpo contenido e inmovilizado. Mientras Adriano se perdía en el fondo del palco, mientras Vicente recorría con ojos naturales aquel mundo superior; en el que nadie sabía que Esmeralda y ella podrían ser criadas, con alegría y curiosidad.

—No, a casi ninguno.

—¿De qué hablabas con la gente?

—Ah, no sé... Naturalmente no hablaba con ellos como contigo... Se intenta decir cosas agradables, mostrar que se tiene instrucción, que se sabe lo que está de moda, las costumbres de otras tierras... Mostrar que no se es hija de un cualquiera. —Se animaba moviendo los ojos, la espuma de la saliva aparecía en las comisuras de los labios—. En la ciudad si no te defiendes te quedas atrás... ¿Crees que entre aquella gente yo hablaba como ahora? ¡No! Intentaba no equivocarme, decir cosas...

Esmeralda asentía. Mientras ella, con los ojos aún fijos, se recordaba a sí misma amenazando con el dedo: si te pido un cigarrillo no me lo des, ¿eh? Y después lo pedía, la persona se lo negaba, ella lo pedía, la persona se lo negaba, así, así. Miró a su alrededor ligeramente oprimida. Poco a poco, sin embargo, recuperó una fuerza sonriente. Esmeralda asentía examinándola con más interés.

—¿Tenías novio?

—No —dijo Virgínia. Las dos mujeres se miraron firmemente a los ojos.

—¿Paseabas cerca del mar?

Le habló del mar, pensando en realidad en Vicente, en su apartamento. Quizá ella era fría para los hombres pero qué sensible era al mar. Las olas se formaban en la superficie del agua sin alterar la masa quieta y gruesa, y eso creaba en ella un impulso serio, peligroso. Las olas más grandes lanzaban aromas salados de espuma al aire. Cuando el agua batía contra las rocas y volvía en un rápido reflujo quedaba en los oídos un eco de desierto, un silencio hecho de pequeñas palabras arañadas y cortas, de arenas.

—¿Y te bañabas?

Vicente la había invitado muchas veces pero a ella le daba vergüenza. Vacilante, titubeando, parecía temer el placer que sentiría. La idea de que el mar pudiese rodearla le nublaba la vista, mientras con un profundo suspiro comprobaba cuánto le gustaría sentirlo y Esmeralda se quedaba pensativa, escuchando su silencio sin comprender. Finalmente no aceptó porque le daba miedo el mar, miedo de ahogarse. Y eso fue lo que le dijo a Esmeralda y eso era lo único que ella misma sabía.

—No, no me bañé. Da miedo.

—Ya lo sé —dijo Esmeralda.

Volvía a preguntar y a preguntar como quien palpa angustiada sin encontrar nunca la pregunta que realmente desearía hacer. Virgínia la comprendía sin palabras mientras se miraban sinceramente profundas y hablaban de cosas diversas. Sabía que a Esmeralda le gustaría oír que un día estaba sentada en un autobús distraída y cansada; de repente los rostros inmóviles sobre los cuerpos, el calor de las ruedas, el polvo brillando seco contra el sol, súbitamente un movimiento de su propio brazo rozando en el asiento o en su seno le despertó la comprensión de la lujuria que vibraba en el aire en suaves sonidos continuos y unía con hilos frágiles y trémulos a las criaturas. Allí estaba trémula la boca de una mujer, casi llorando o tal vez casi riendo; y el cuello de otra, liso y grueso, inmovilizado por movimientos reprimidos y cerrados; y la mano de aquel hombre blanco apoyándose con alivio sobre la barra del asiento, llena de anillos que aprisionaban los dedos anchos y viejos... un instante más y el momento se resolvería en un grito sofocado, en furia, furia y lodo. Pero poco después el autobús volvía a andar, todos entraron con él en una calle sombría y silenciosa, las ramas de los árboles se balanceaban serenas. Virgínia sabía vagamente que era eso lo que Esmeralda esperaba oír, sabía que debería contarle lo que había pasado en el autobús; pero lo veía otra vez sin entender los rostros de los viajeros y solo podría pensar y decir: ¡hacía un calor!, todos estaban tan cansados, eran las dos de la tarde; solo eso. Y Esmeralda no lo comprendería.

—¿Hay muchas mujeres de mala vida? —preguntaba Esmeralda sombría, acercándose a la pregunta.

—Sí.

—Ah...

Las dos se quedaban pensativas, esperando.

—¿Y qué hacen? —volvió a preguntar la otra.

—Un día estaba yo sentada en un café y una de ellas tomaba un refresco mirando hacia los lados. Era delgada, bajita, con los ojos pintados, le faltaba un diente. Un hombre enorme estaba sentado en una de las mesas cerca de ella, se rio, le preguntó en voz baja pero yo lo oí: ¿de qué es el refresco? Ella dijo: de naranja y está ácido.

—¿Solo eso? —interrumpió Esmeralda.

—Solo eso: de naranja y está ácido. Se pararon un momento mirándose. Se miraban uno al otro, después ella dijo: ¡Está gordo! Él se rio cerrando los ojos, no dijo nada, pero después dijo: Sí, sí... Los dos entonces empezaron a reírse. Tuve miedo de que me viesen y salí.

—Ah... —Esmeralda la observaba y añadía una sonrisa donde había algún placer—. Yo me habría quedado.

Virgínia se encogió de hombros, cansada y distraída. La pensión en la que había vivido estaba cerca de una calle donde había unas casas vagamente sospechosas. Una tarde de domingo algunas mujeres, dos delgadas y con ojeras y dos más o menos gordas, coloradas, de ojos intensos, pasaron por la calle buena, pasaron por delante de la pensión, donde, en las sillas de la acera, algunas esposas se indignaron: ¡mira que venir a buscar hombre aquí!... No decían «buscar un hombre» o «buscar hombres», sino «buscar hombre». Pero no, entendía confusamente Virgínia, no era para buscar hombre. Tenían el pelo mojado, recién lavado, llevaban vestidos claros y tranquilos, y, cogidas del brazo, iban a la calle correcta a pasear en el domingo de los otros. Si un hombre las reconociese y se dirigiese a ellas cederían porque ya no admitían su propio deseo, cederían tal vez inmediatamente, sorprendidas y pensativas, con melancolía y brutalidad, riendo y divirtiéndose. Virgínia las comprendía tanto que se asustaba, súbitamente reservada y severa; se desviaba de las preguntas de Esmeralda con irritación y censura. Esmeralda la miraba atenta, los ojos concentrados. Admitía lentamente y con dificultad la existencia de Virgínia y no conseguía aceptar que su hermana fuese realmente otra mujer. Se inclinaba hacia ella, escuchaba con un cierto desprecio y un poco de ironía, a pesar de su interés. En cuanto a Virgínia, tenía por primera vez una conversación entre mujeres. Incluso sin amor ni comprensión era bueno conversar con Esmeralda. Entre mujeres no había necesidad de hablar de ciertas cosas, lo principal ya estaba dicho desde antes de nacer y solo quedaban mansas y frescas nociones íntimas que narrar, pequeñas variaciones y coincidencias. Era una conversación familiar y tonta, de alguna manera un lamento, de alguna manera una defensa; una esperanza mezclada con consejos llenos de una larga experiencia mientras los ojos se sumergían en los ojos con profundidad, absortos y casi distraídos, pesados de pensamientos lejanos; la voz disminuía, más lenta y más baja. Virgínia terminaba apoyada en la silla con los ojos vagos, en silencio, mientras la otra apoyaba la cara en la mano con el codo apoyado en la mesa. No entre las mujeres del grupo de Vicente; estas parecían especializarse en hombres, se sentían superiores y alegres de relacionarse con ellos solo como amigos, formando un grupo heroico y vagamente pervertido, sorprendido de sí mismo.

—¿Hay mucho ruido para dormir? —preguntaba Esmeralda—. ¿Y los cines? Y ese chico, ese Vicente, ¿dónde lo conociste? ¿Cómo es?

—Daniel me llevó un día y me lo presentó en una fiesta... Él... él... es solo una persona normal. No sé, no tiene nada de particular. Lleva gafas.