A Charo

A Luis y Miguel

A Marita, Manolo y Marisol

La felicidad de leer a la luz de tiniebla

En una ocasión, un hombre conmovido y agradecido, ese relámpago de los ojos cuando la alegría releva al miedo, se llevó de repente la mano al bolsillo, sacó un teléfono móvil y se lo entregó al pediatra que acababa de curar a su niño, el doctor Vázquez de la Cruz. No era cualquier cosa, un mancontro. Entonces, finales del siglo XX, todavía se trataba de un aparato escaso y caro. Además, estaba claro que para aquel hombre no era un instrumento que llevara consigo como signo de novedad distintiva o algo así. Era un hombre procedente de un asentamiento marginal y dedicado de forma probable a actividades no ortodoxas. En definitiva, un «emprendedor». Para él, el aparato de comunicación era una herramienta de trabajo. Era su más útil posesión. Y se desprendía de ese tesoro para dárselo a aquel médico que rescató a su hijo del mal.

Ánxel contó el caso como suele contarlos. Como cosas de la vida en las que el narrador no es protagonista sino alguien en el que las cosas se posan. Como algo que no le sucede exactamente a él, sino al que Machado llamaría «el complementario». Un Ánxel que va con Ánxel, y que ve y oye y siente. Un ser que yo vi, con seis alas, a la manera de los esculpidos por los canteros de los sueños del maestro Mateo. Estos tenían la sabiduría de mover grandes piedras con un ligero empuje con la yema de los dedos. Y quien aquí escribe, en Luz de tiniebla, mueve de esa manera la materia del acontecer. El suave, el sutil empuje de la mirada desplaza esas rocas de sombra y misterio que son los días de la existencia. Los eleva con la imaginación hasta el taller donde los dedos del lenguaje cincelan la ficción con la forma que ella anhela, con una sabiduría amorosa e indócil, eso que es lo verdadero. Lo que no se pliega al imperio de una única voz.

El impulso del padre del niño curado, el que quiso corresponder a Ánxel con el pago de un artefacto de radiofonía, respondía, ahora que lo pienso, a un maravilloso instinto narrativo. Ánxel era un medio de rescate. A la hora de la verdad, ¿quién mejor que él para custodiar el dispositivo de escucha y transmisión?

Luz de tiniebla es una obra de rescate. Cuando la realidad se incendia, cuando se encrespa en una tempestad de olas enfermas, cuando se ciega en sombras torvas, cuando la navaja que barbea se revuelve contra la muñeca, cuando la maquinaria pesada de la historia desuella la curva de la risa y siega la planta de las «voces bajas», entonces la palabra, aquí, es la que trae en el regazo la vida. Las vidas.

Rescatar no es poco. Pero esta obra va más allá del rescate.

Luz de tiniebla va llevándonos, relato a relato, paso a paso, del frío al calor, de la intemperie a un horno comunal o a la taberna, de las de laurel a la puerta. Tiene la peculiar brasa interior del ánima, de lo que arde sin verse. Clarice Lispector habla en un cuento inolvidable sobre el deseo, en el que lo deseado tiene forma de libro, de la «felicidad clandestina» de la muchacha protagonista cuando tiene al fin en las manos el ser querido.

Siento que este es el ser querido desde hace tiempo para yo tener en las manos. Uno de los libros de cuentos que se insertan, ya para siempre, en la herencia de las mil y una noches de Galicia: Retrincos, de Castelao; Dos arquivos do trasno (De los archivos del trasgo), de Rafael Dieste; Os biosbardos (Las musarañas), de Eduardo Blanco Amor; A lus do candil (La luz del candil), de Ánxel Fole; Escola de menciñeiros (Escuela de curanderos), de Álvaro Cunqueiro; O acomodador e outras historias (El acomodador y otras historias), de Marcial Suárez…

De esa estirpe es Luz de tiniebla, de Ánxel Vázquez de la Cruz. Cuando uno lo tiene en las manos, cuando uno lo lee, siente el calórico fermentar de esa luz de la oscuridad. Y siente la inconfundible felicidad clandestina de quien es agasajado con el susurrar de la boca de la mejor literatura.

Manuel Rivas

Tiene la palabra Tui resonancias inmediatas de frontera, pero solo los que conocen bien la ciudad saben hasta qué punto eso también es verdad en el sentido de límite. Un límite en el que se cruzan la realidad y los sueños.

Como si en sus viejos ojos permaneciera todo lo que fue pasando en miles de años, Tui es una y muchas ciudades al mismo tiempo. Es, además, un retablo barroco de paisajes, de climas, de aromas, de gentes…

Tal armonía de contrastes cuenta con un santo patrono muy especial y representativo: San Telmo. Un aristócrata que, no obstante, se apellida González como cualquiera –San Pedro González Telmo, es el insólito nombre oficial–; un caballero que echó pie a tierra y al que sus pobres sandalias campesinas habrían de llevarlo más lejos que su caballo de capitán. Lo trajeron hasta estas tierras tan distintas a las de su infancia, a las que acabaría por ofrecer su muerte que, como está escrito, puede ser mas propia que la vida.

Aquí amó, sufrió y, cuando sintió las fiebres que iban a matarlo, tendió su manto en el río y navegó sobre tan frágil nave el que habría de ser patrón de los navegantes. Él, nacido en las vastas llanuras castellanas olvidadas para siempre del mar, ya había decidido entonces dejar la épica por la lírica, la recta por la curva, la claridad por la bruma. Un santo original que, nacido en tierras lineales y escuetas, reposa para siempre bajo las formas frondosas de una iglesia manuelina. Un santo con humor que, habiendo prometido proteger a Tui de las tormentas, permitió que un rayo desmandado desbaratase su propio campanario; la gente, lejos de perderle la fe o el respeto, tomó el asunto como una chifladura propia de una vida algo contradictoria.

Santo tan complejo no podía dejar sus reliquias al albur de una ciudad cualquiera.

Mirad Tui. Mirad la vieja señora. Alta, adusta –soberbia, dijo Camoens–esculpida en la colina. Un gesto hierático de piedra que, no obstante, se deja trepar por buganvillas y limoneros. Fingió en su momento indiferencia, incluso desdén, al tráfico incesante de bacalaos y toallas, pero miraba de soslayo, porque su entraña mediterránea vibra también con la vitalidad del comercio. Alta dama de nítidos perfiles, pero amante asimismo de las evanescencias de acuarela en las tardes de lluvia. Ciudad fuerte, ciudad de guerra que cierra un país; y, al mismo tiempo, umbral, mano abierta al otro lado del río.

Tui es, además, climas: muchos climas. Lugar de feroces inviernos de viento sur, pero también de victoriosas primaveras; de veranos de cal y fiebre sobre las vegas adormecidas; y de otoños dilatados y transparentes cuyo naufragio de hojas lleva el río…

El río. Siempre el río. Hija del río, Señora del río. Él, el Miño, baja con impaciencia infantil hasta las mismas puertas de la ciudad. Allí sosiega, se amplía, se hace viejo y sabio. A un tiempo se va y se queda, une y separa, da vida y mata. Y ofrece lo mejor de su vientre –las angulas– en las noches más turbulentas: noches de tormentas, de mareas vivas, de lunas muertas. Noches en las que la gente baja a sus orillas con candelas encendidas, en una especie de adoración primitiva y frenética.

Y mirad el gran valle: las cumbres del Aloia y el Faro, las ciudades frente a frente, el río durmiendo abajo: todo parece haber surgido de un éxtasis de la Tierra.

Pero Tui es, además, una ciudad del camino; y conoce al viajero, su canción y su afán. Pero es también una trampa para los que cejan un momento en su ansiedad de caminantes y sucumben a la tentación de perderse en el enigma de las calles que se derraman desde la catedral. La severidad de la piedra, el silencio mudo de plazas y plazuelas, la historia atrapada en la maraña de rúas siempre a punto de despeñarse en el abismo. Y del abismo, a cada poco, el destello virginal del río.

El viajero intentará en vano olvidar el misterio de una ciudad instalada ya para siempre en su memoria haciéndole señas de una nostalgia nueva.

Otero Pedrayo compara a Tui con un fruto, y añade estas hermosas palabras:

«Es una ciudad rematada, completa; los silencios de esta hora hacen crecer la impresión tal vez angustiosa de cosa perfecta».

En aquella perfección, a veces angustiosa, fui niño. En el entorno de la colina fronteriza estará siempre mi patria: Al pie de aquel río incierto que anegaba cada año las vegas, y que en el regreso, perezoso y algo melancólico a su lecho, dejaba una copiosa cosecha de peces que la gente recogía en multitudinarias y festivas jornadas lacustres. Y hasta bien entrado el verano guardaba la tierra el aroma nutricio de las aguas.

En aquellos largos inviernos de infancia, la luz era muchas veces de Tebra. Luz de Tebra –luz de tiniebla– era la denominación popular de aquella luz mortecina, derivada del lugar de donde precedía la corriente: el valle de Tebra. La luz de tiniebla era, entonces, no solo un oxímoron magnífico, sino también una no menos espléndida metáfora de aquellos años de posguerra.

Sin el asombro de aquel niño que escuchaba las historias de su madre a la luz de tiniebla no existiría este libro.