M. Essad Bey


Petróleo y sangre en oriente


Traducción del alemán de Gustav Adler



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Diseño de cubierta: Equipo Renacimiento

Texto revisado por Gabriel García Santos

ISBN ebook: 978-84-16034-48-2



EN LA TIERRA DEL FUEGO SAGRADO

MIS ANTECEDENTES

Hace cuarenta años, Bakú no era más que una pequeña ciudad perdida en el desierto. No existían aún las calles europeas, y hubiera sido inútil querer buscar un refugio contºra los rayos implacables del sol bajo la sombra raquítica de algún árbol agostado por la sequía. La ciudad entera se componía de agrupaciones desiguales de casuchas de adobe y unos cuantos palacios bárbaros, de murallas enormes, que apenas eran suficientes contra el calor abrumador. No había que buscar en Bakú las cantarinas fuentes que adornan todos los patios orientales; el agua, transportada desde muy lejos en pieles de carnero, era exclusivamente para beber.

Cuando el calor se hacía insoportable, las clases altas de la ciudad abandonaban sus casas, buscando un ambiente más suave a orillas del mar.

De la brillante cinta de villas, paseos y restaurantes que hoy se extiende al borde del agua, nadie tenía entonces la menor idea. Sólo había una estrecha faja de playa pedregosa, lamida por unas olas sucias y ridículas, impregnadas del petróleo que llenaba toda la comarca. Se respiraba un penetrante olor a putrefacción.

Un solo edificio se alzaba imponente junto a la playa: el presidio, donde gemían un sinnúmero de penados bajo la directa vigilancia del Estado. Sólo la flor y nata de la ciudad tenía derecho a pasearse junto a las pétreas murallas de la prisión aprovechando su fresca sombra, pues en aquella época los personajes de Bakú no sabían procurarse las comodidades que podían con sus inmensas riquezas; hasta más tarde no aprendieron aquellos cresos bárbaros a hacer surgir con sus millones alegres surtidores y frescos jardines de las arenas rojizas del desierto.

Un caballero, muy joven aún, tocado con un enorme turbante oriental y un ambarino rosario entre los dedos, sin el que ninguna persona importante de Bakú osaría salir a la calle, paseaba un día su aburrimiento junto a los tristes muros de la cárcel. Su inteligente semblante tenía la expresión cansada y soñadora del oriental, animada por la chispa de fiebre que brillaba en los ojos de todos los magnates del petróleo. Como la tarde fuese calurosa en extremo, el señor se ceñía cada vez más, en su paseo, a las oscuras piedras del triste edificio para no desperdiciar nada de su sombra. Los enrejados ventanucos de las celdas aparecían siempre desiertos a aquellas horas, en las que les estaba terminantemente prohibido a los presos importunar con su presencia a los magníficos señores, que no gustaban de inoportunos testigos de vista.

Aquella tarde, sin embargo, un rostro curioso osó aparecer entre los hierros de una de las ventanas para contemplar de cerca al apuesto paseante. Pertenecía aquél a una muchacha de ojos profundos y misteriosos que se clavaron enérgicos en el poderoso, que, absorto en la contemplación del mar, no paró mientes en la curiosidad que despertaba, pero no pasó inadvertida a sus guardaespaldas, dos gigantescos mocetones armados hasta los dientes. En Bakú, todos los dueños de pozos de petróleo salían escoltados por varios criados, fieles guardianes de sus importantes existencias. Y ahora, la inusitada osadía de aquella presa preocupaba seriamente a los esbirros del gran señor.

No siempre resulta fácil ejercer la importante tarea de guardián de un potentado; es necesario cavilar mucho. Al fin, uno de ellos tomó la resolución de acercarse al amo y exponerle sus temores.

Una reclusa le contemplaba con insistencia. ¿Qué deseaba el señor que se hiciera?

Volviose éste hacia la ventana y dejó escapar una alegre carcajada. Se encontraba ante una cara casi infantil, alumbrada por dos pupilas negras y penetrantes. ¿Qué mal podría desearle aquella beldad, casi una niña?

Acercose a los hierros que enmarcaban la cabeza de la muchacha, para preguntarle en el dialecto del país:

—¿Por qué estás presa?

La interpelada no respondió.

—¿Cuánto tiempo llevas encerrada? –volvió a preguntar el señor, en ruso esta vez.

—Tres meses –respondió, mientras recorría su rostro una dulce sonrisa.

—¿Y cuánto tiempo tienes que permanecer aún?

La reclusa no tuvo tiempo de responder; un oficial de la prisión había entrado en la celda y bramaba, esgrimiendo su enorme pistolón:

—¡Atrás o disparo!

La linda cabeza desapareció para dejar paso al rostro airado del carcelero, que saludaba solícito al gran señor.

—Siento muy de veras que os haya importunado la reclusa con sus molestas peticiones. Toda severidad es poca con esta gentuza.

El magnate asintió distraído y preguntó el número de la celda que ocupaba la reclusa. Se despidió del oficial y, en vez de continuar su paseo, traspuso el enorme portón del presidio. A solas ya con el director del establecimiento, trató de informarse de la identidad de la muchacha.

—Se trata de una peligrosa delincuente –respondió el director de la cárcel–; la cárcel es un leve castigo para lo que merece.

—¿Cuál es su culpa?

—Es miembro del partido bolchevique de Rusia y vino a Bakú a sembrar la agitación entre los obreros bien disciplinados. Afortunadamente, y gracias al inapreciable trabajo de la policía, hemos podido encarcelarla antes de que organizara una huelga.

El magnate, joven e inexperto, nada sabía del peligroso partido ruso, ni alcanzaba a comprender la culpa de la bella revolucionaria.

—Desearía que se dejara en libertad a la muchacha –ordenó con la mayor naturalidad.

El regente de la prisión sonrió con benevolencia. De ser una vulgar ladrona, accedería gustosísimo a su petición; pero tratándose, como se trataba, de un reo político, no podía servirle, como hubiera deseado.

El semblante del señor se ensombreció durante un segundo tan solo. En seguida, dejando a un lado el ambarino rosario, mostró a su interlocutor una bolsa repleta de oro.

—Óigame bien –exclamó con enérgica decisión–: si no suelta a la, muchacha, la sacaré yo mismo. Cuento con muchos más hombres que los que hay aquí dentro.

El empleado meditaba. En realidad, nada significaba el puñado de soldados a sus órdenes comparado con los innumerables guardianes y servidores de aquel magnate del petróleo. Tenía, además, instrucciones de sus superiores de mantener las mejores relaciones con los señores de la región. Y, por otra parte, allí estaba la apretada bolsita esperando su decisión. Al cabo, preguntó, iniciando la avenencia.

—¿Para qué demonios quiere usted una revolucionaria que ha delinquido contra el Estado?

El interpelado frunció su despejada frente y, tras breves instantes de reflexión, respondió con entonación profunda y tranquila:

—Para casarme con ella.

Leguleyos de luengas barbas y ojos de ardilla escribieron largos protocolos donde quedó asentada la legalidad de todos los caprichos de aquel joven omnipotente. Las hembras y los chicos desaparecieron para continuar vegetando en alguna aldea que el gran señor les regalaba magnánimo, y por fin pudo celebrarse la boda, y la peligrosa bolchevique pasó a ser reina de un palacio oriental.

Creo que está de más decir que el gran señor era mi padre, y mi madre la bella rusa.


EL ÚLTIMO TEMPLO DE ZARATUSTRA

La zona petrolífera de Azerbaiyán es el rincón más europeizado del viejo Oriente. Todos los secretos de las industrias occidentales tienen allí representación; hay motores Diesel, autos, luz eléctrica, máquinas incontables. Y, sin embargo, en medio de aquel mundo hipermoderno, rodeado de tanques de acero galvanizado, se conserva el símbolo más maravilloso de Azerbaiyán, el misterioso templo de Zaratustra. Se halla éste enclavado en Surachany, el punto más rico en petróleo de Bakú, y, a pesar de su escaso sentimentalismo ha sido respetado por los magnates.

No son ellos los primeros en respetar el divino templo de Surachany; el omnipotente Gengis Kan ordenó no destruir ni una sola piedra del templo cuando conquistó Bakú, por emular a su glorioso ascendiente Harun-al-Rashid. Muchos años antes había visitado el templo el romano Pompeyo, envidioso, sin duda, de la gloria del Gran Macedonio, que había sido el único extranjero que alcanzó el privilegio de presentar sus ofrendas ante el fuego sagrado de las orillas del Caspio. Porque aquel edificio, de insignificante apariencia entre las imponentes torres del petróleo, guarda bajo su vulgar cúpula la llama viva que fue durante siglos el punto central de una de las primeras grandes religiones: el culto al fuego que predicara el gran Zaratustra.

En la edad antigua fue Azerbaiyán la tierra sagrada para los que profesaban el culto al fuego, y en las costas de Bakú desembarcaban diariamente miles de creyentes que acudían en peregrinación para ver por sus propios ojos la llama viva y maravillosa. Sobre el territorio ejercían su influencia autoritaria los sacerdotes de Ahura Mazda u Ormuz, que tenían el privilegio de proteger a los creyentes contra el maligno espíritu Angra Mainyu o Arhimán, y de decretar cuál de las dos poderosas ciudades, Bizancio o Bujara, había de ejercer la supremacía sobre todo Oriente. Ahura Mazda, el fuego, brota convertido en gas de las entrañas de la tierra, que encierra un tesoro de petróleo. Todavía hoy continúa ardiendo el fuego sagrado de Zoroastro, que no se extinguirá mientras quede una gota de petróleo bajo el suelo de Bakú. Es un maravilloso fenómeno de la naturaleza esta llamita que flamea incansable a través de los siglos, y que ahora los turistas europeos, tan alejados del espíritu de Mazda, aprovechan para encender sus cigarrillos Muratti.

En los siglos en que floreció el culto al fuego, sólo los sacerdotes y los grandes señores gozaban del privilegio de venir a postrarse ante la mágica lengua de fuego; la gran masa de fieles se contentaba con hacer sus reverencias ante la cúpula del templo que cubre la llama divina. El emperador de Persia, que más de una vez fue dueño de Roma, acudía con frecuencia a postrarse ante los sacerdotes y a besar el polvo sagrado ante la puerta del templo. En más de una ocasión, y después de haber sufrido una derrota, fue destituido por los sacerdotes el emperador que no había sabido serlo.

Ellos eran también los que nombraban al nuevo emperador del Irán, convirtiéndolo en rey de reyes, después de hacerle jurar la defensa del fuego sagrado y la destrucción de la hegemonía prepotente de Roma. Esta soberanía duró hasta que los árabes, después de asesinar al último emperador del Fuego, el desgraciado Yazdegerd, dispersaron a los sacerdotes y degradaron al gran dios de Zoroastro hasta dejarlo convertido en un fenómeno interesante. Con esto terminó la sagrada trascendencia del país y la larga generación de soberanos, entre los que habían figurado nombres tan insignes como Ciro, Cambises, Darío y Artajerjes: los tres primeros figuran en los libros de Herodoto, y del último hace mención la Biblia.

Los adoradores del fuego se pasaron al islam, y muy pronto olvidaron el significado de la palabra Azerbaiyán: «La tierra sagrada del fuego eterno». Los últimos partidarios de Zoroastro huyeron a la India y a Persia, donde continúan fieles a las creencias de sus antepasados. Su templo fue convertido en una taberna, donde se reunían los artistas del país para burlar durante la noche la prohibición del islam e ingerir alcohol en grandes cantidades. Los dos últimos sacerdotes del fuego que aún vegetaban por los alrededores del templo fueron expulsados por un kan blanco que les acusó de borrachos e idólatras.

Los adoradores del fuego no han olvidado, sin embargo, su templo, y desde la India y Persia peregrinan con regularidad hasta Bakú para visitar la meca de sus mayores. Hoy día cuenta esta religión con unos 110.000 creyentes, practicantes de los extraños ritos que han provocado serios conflictos en el mundo industrial mahometano, donde trabajan muchos obreros que rinden culto al fuego. Estas agitaciones se han resuelto siempre satisfactoriamente, pues no existe nada más inocente que las prácticas de los parsis, como ahora se llaman los continuadores del gran Zaratustra. Estos devotos orientales viven hostigados por el temor constante de volverse impuros. Para no mancillarse, jamás usan tenedor ni cuchillo, y ponen un cuidado especial en que los alimentos no les rocen siquiera los labios. Parten, pues, las viandas en pequeños trozos, que depositan sobre la palma de la mano, y que luego ingieren pausadamente, introduciéndolos con los dedos en la boca. Beben también realizando prodigios de habilidad para conseguir que los labios no se les humedezcan siquiera.

Todas las mañanas se lavan los pies y las manos con orines de vaca, murmuran entre dientes salmodias antiquísimas, y acarician constantemente el cordón sagrado que pende de su turbante. Cuando muere un parsi, su cadáver no puede ser quemado, enterrado ni sumergido en el mar, para no contaminar el fuego, la tierra ni el agua. Los cadáveres parsis son depositados en las torres del Silencio –la más famosa es la de la India– para que los devoren los buitres. Los parsis aseguran que, además de templos religiosos, las torres del Silencio son una importante medida de higiene.

Estos adoradores del fuego, creyentes de una de las religiones más antiguas del universo, no son, como podría esperarse, una raza de nómadas incultos y bárbaros. Los parsis índicos son modernos banqueros, grandes industriales o arrojados bolsistas; a ellos solos debe la India su actual desenvolvimiento en el mundo de la industria y las finanzas. La mayor parte de los yacimientos mineros de la India están explotados por esta secta de comerciantes que aceptan todos los negocios, excepto los relacionados con el petróleo de Bakú, que para ellos es sagrado e intangible. Con razón se les llama «judíos indostánicos». Los que habitan en Persia, en cambio, no tienen tan aguzado el espíritu comercial, pero gozan de un alto rango jerárquico como súbditos del Shah, que por su cultura y devoción hacia su real persona les ha concedido el honor de ser los exclusivos cuidadores de los espléndidos jardines de su harén.

En Azerbaiyán han fundado un magnífico asilo, pues aunque habitan lejos de allí, el territorio sigue siendo para ellos sagrado, y en él actúan como bienhechores de la humanidad. Ya son muy raras las veces que los parsis acuden a postrarse ante la llamita mágica de sus mayores. El último templo de Zoroastro ha sido hasta tal extremo olvidado de los humanos, que una expedición científica que recorría el país llegó a creer que lo había descubierto. Los sabios occidentales que la integraban enviaron a Europa una pretenciosa memoria dando cuenta de su importante hallazgo arqueológico.

El templo sigue siendo aún hoy un lugar estratégico para los habitantes de la ciudad, a pesar de que la avidez de los coleccionistas europeos lo haya despojado de algunos de sus atributos más característicos.

Aunque el diminuto templo parezca completamente olvidado de los humanos, nada hay tan perdurable como el lugar donde se ha adorado a alguna divinidad. El hombre siempre refluye a él, y sobre sus ruinas anida de nuevo la cultura. El que haya recorrido el Asia Menor sabrá que la mayoría de las mezquitas se alzan sobre cimientos de antiguas iglesias, y las excavaciones demuestran que éstas se construyeron sobre ruinas de templos griegos o romanos, que, a su vez, aprovecharon las fundaciones ciclópeas en las que se había dado culto a algún dios babilónico. Hay, pues, lugares en los que a través de los tiempos los hombres han adorado hasta una docena de dioses distintos. Ahora, poco a poco, van desapareciendo las mezquitas para dejar lugar a las fábricas donde se rinde culto al dios ultramoderno del acero.

También al templo de Zoroastro lo ha aprisionado la industria del petróleo. A pesar de todo, una nueva secta, de las mil que en Oriente nacen sin que se sepa bien cómo y se extienden rápidamente, para desaparecer sin dejar el menor rastro en la copiosa nomenclatura de las religiones, se ha apoderado del templo sagrado de los parsis. Y es que en el fondo del alma oriental se aposentan todas las divinidades, desde las remotas Astarté y Ahura Mazda, hasta el dios del profeta Mahoma.

Esto demuestra que la fe sólo muere en apariencia para renacer de nuevo, como ha sucedido en el templo de Zaratustra de Azerbaiyán.

La secta que ahora ha tomado posesión de él merece párrafo aparte.

Un día, la policía de la zona petrolífera dio cuenta al Gobierno de que durante la noche sucedían cosas muy extrañas junto al templo abandonado de Zoroastro. Se escuchaban ruidos sospechosos; un brillo pálido de antorchas desgarraba la oscuridad, y entre el pesado silencio se percibía claramente un lento susurro de voces contenidas. Había, pues, motivos sobrados para presumir que se trataba de una imprenta furtiva, o de una guarida de salteadores cuando menos. A la noche siguiente, cuando los signos extraños volvieron a hacerse palpables, la policía, con amplios poderes del Gobierno, se decidió a registrar el templo abandonado. Los representantes de la autoridad prestaron aquella noche un precioso servicio a la ciencia, descubriendo una religión desconocida y por catalogar aún.

En el patio del fuego eterno había una multitud de hombres sentados en el suelo alrededor de una mujer desnuda, que se mantenía inmóvil ante la llama divina de los parsis. Los fieles se acercaban por turno a la vestal y le besaban reverentes los senos, mientras los demás salmodiaban lentamente sus rezos. De las paredes del templo pendían atributos de todas las religiones conocidas, alumbrados por la luz vacilante de cien antorchas. Junto a un panzudo relieve de Buda, se destacaba un icono ruso, y un fauno de barro, símbolo de los adoradores de Lucifer, o un retrato relamido del Shah de Persia, que también era adorado como un dios por aquel cúmulo de fanáticos.

Aquellos extraños sectarios resultaron ser ignorantes labradores de los alrededores de Bakú, que, según confesión propia, no habían perseguido más fin que fundar una religión para ellos solos, eligiendo para sus prácticas el olvidado templo del fuego. Si se deseaba ingresar en la secta sólo era necesario acudir a una de sus reuniones, llevando un símbolo religioso cualquiera, ya fuera un buda o un retrato del Shah. El neófito sólo tenía que imitar las reverencias de los demás y salmodiar entre dientes sus extrañas preces. La única ceremonia de aquella religión singular, aparte de la adoración a los mil atributos que pendían de las blancas paredes, consistía en besar reverentes los senos de la vestal, símbolos del amor de la madre naturaleza.

Los esfuerzos de la policía no condujeron más allá, y hubo que conformarse con la versión de los interesados, que, sin duda, decían la verdad. Los devotos fueron puestos en libertad, con la condición de que no reanudaran sus cultos dentro de la zona petrolífera, donde tan fácilmente puede propagarse un incendio. El último templo de Zaratustra volvió, pues, a sumirse en el letargo para quizá algún día despertar de nuevo.

PRÍNCIPES DEL PETRÓLEO

Entre los comerciantes rusos es legendario el siguiente refrán: «El que vive durante un año entre los explotadores del petróleo, no vuelve a ser honrado». Sin embargo, todos estos ricos comerciantes, que hacen su testamento antes de partir para Bakú, miran con envidia a los grandes comerciantes de armas del Caspio.

Hay que confesar que no son infundadas las leyendas que corren, y que los cresos de Azerbaiyán se valen de una táctica comercial, mitad europea, mitad oriental, en la que predominan el «bluff» de los americanos y la fina astucia de su raza. Allí no hay que retroceder ante la Ley; los magnates son casi omnipotentes, y en Oriente, lo lícito se halla tan cerca de lo ilícito que casi se confunden. Entre los doscientos y pico propietarios de pozos en Bakú, apenas habrá diez tan cargados de riquezas que se puedan permitir el lujo de ser honrados.

Entre esa decena de escogidos se contaban varios mahometanos, un armenio y un sueco de apellido Nobel, hoy universalmente conocido. Este era el único que se jactaba de emplear exclusivamente métodos orientales en la lucha contra sus competidores, y aseguraba que los demás, con sus artimañas occidentales, estaban en sazón para cualquier presidio correccional europeo. Hay que reconocer, sin embargo, que esta amoralidad se observa en todos los lugares donde hay posibilidades de enriquecerse rápidamente. En los yacimientos petrolíferos de México y Venezuela, en las minas de oro de Alaska y Klondyke, y entre los buscadores de diamantes de África del sur, surgen las mismas pasiones, idéntica brutalidad despiadada, la misma astucia rapaz con que multitud de aventureros defienden lo que consiguieron con tantos afanes, y a trueque de tantas renuncias.

El pasado de la mayor parte de los colegas de mi padre se vislumbraba oscuro y confuso: unos habían sido vagabundos; otros, conspiradores o contrabandistas. Había algunos que tenían mucho que contar cuando la conversación recaía en los presidios siberianos.

Mahometanos, armenios, rusos, polacos, georgianos y suecos componían la casta privilegiada de los magnates, en la que se mezclaban los príncipes orientales con los expresidiarios y contrabandistas.

Lo más característico es la evolución que se opera de una a otra generación en aquellos mimados de la fortuna. De un padre bárbaro y corpulento, que apenas sabe leer, nace un hijo afeminado que desde la cuna acaricia la idea del suicidio como único deleite final. ¿Qué no podrá alcanzar un príncipe del petróleo? Y esta es la venganza de la suerte: aquellos hijos de la fortuna, iluminados por las culturas de Oriente y Occidente, piensan en la muerte como la sola liberación posible.

Entre las familias acomodadas de Bakú reina un antagonismo hostil, que a menudo degenera en lucha encarnizada. Estos grandes señores tienen cada uno un gran núcleo de partidarios que, para defender los intereses de su señor contra la rapacidad del vecino, organizan verdaderas batallas, en las que toma parte media ciudad. Cuando se rompen las hostilidades, la sangre corre abundante por las calles, e individuos conocidos de todos desaparecen para siempre sin dejar el menor rastro. Los bandoleros que recorren el desierto dispuestos a matar se ofrecen entonces al mejor postor, y antes de que los magnates hayan dirimido sus rencillas, hay tiempo sobrado para perpetrar una docena de asesinatos. Algunos explotadores del petróleo son, además, señores feudales, dueños de grandes extensiones de terreno en el interior, donde reinan despóticos, disponiendo a su antojo de la vida de sus súbditos.

No quiero seguir adelante sin reflejar alguno de los procedimientos empleados por los príncipes del petróleo en sus prácticas comerciales.

Una de sus bribonadas más famosas fue la urdida por una de las firmas más importantes de Bakú, y que se llevó a cabo como sigue: El depósito general del petróleo se halla a la orilla del mar, muy cerca de las refinerías. Cada compañía se vale, por lo tanto, de una conducción de tubos de plomo para transportar su petróleo desde los pozos hasta un tanque particular, donde se mide antes de pasar al depósito común, que es propiedad de la sociedad refinadora. El desierto, pues, se halla cruzado por más de doscientas tuberías, por las que corre incansable la riqueza del país. Así, los propietarios tienen la seguridad de que su petróleo llega íntegro a manos de sus compradores, que sólo pagan los litros después de medirlos ellos mismos.

El gran industrial Riza, universalmente conocido, un hombre influyente que gozaba fama de ser el más digno representante de la cultura europea, tenía, como todos los demás explotadores de Bakú, un tubo largísimo para hacer llegar su petróleo hasta la orilla del mar. La conducción próxima a la suya era de una gran compañía, que sacaba petróleo en cantidades fabulosas. Un día empezaron a notar, sin embargo, que a la refinería llegaba mucho menos petróleo del que salía de los pozos. Era indudable que éste se desvanecía en el desierto. Por más que se repasaron las cañerías, no pudo hallarse el menor vestigio; y como el fenómeno se repetía invariablemente, llegó a correr el rumor de que todo era una maniobra de la sociedad para defraudar a sus accionistas. Este estado de cosas duró varios meses. Paulatinamente, otras sociedades empezaron a advertir que les robaban igualmente su petróleo. Se comenzó a tomar en serio la cuestión, y después de mil investigaciones, salió a la luz algo que llenó de asombro a toda la ciudad. Riza, el europeizado príncipe del petróleo, había conectado varias tuberías en la suya, aprovechándose así del caudal de los otros. Aquel paladín de la cultura europea aumentaba por este sistema sus ganancias de un modo fabuloso. Fue tal la indignación de los magnates del petróleo, que el Gobierno hubo de apresarlo y ordenar el paro forzoso de su industria. Sus enemigos, no contentos con ello, pedían para él la pena de muerte. No se llegó a eso, porque Riza se suicidó de un tiro en la cabeza. Sus hijos, inconsolables, pidieron el cadáver al director de la cárcel para enterrarlo con todos los honores. Ni uno solo de sus colegas del petróleo asistió al suntuoso sepelio.

En Oriente, sin embargo, el suicidio no significa la muerte, ni mucho menos. Diez años más tarde me tropecé en un café de París con un viejo alegre y simpático que estudiaba atentamente el movimiento bursátil de Europa. Era Riza, el suicida. Cuando se apercibió de que le conocía, murmuró con su más dulce sonrisa:

—Morirse no es tan fácil como parece.

Luego me contó cómo sobornó al director de la cárcel para que le consintiera hacer pasar por él un cadáver cualquiera, al que vistió con sus ropas después de atravesarle la sien de un balazo. Dejó todos sus negocios en manos de sus hijos, y él se retiró a París, donde vivía de sus rentas, haciéndose pasar por un importante emigrado político.

—La vida es demasiado bella para perderla por aquella broma del petróleo –terminó, estrechándome fuertemente la mano.

Hoy día sigue viviendo en París, como un gran señor, aquel ladrón de petróleo.

Otro representante de la industria petrolífera oriental, Musa Jakub, más ladino aún que el anterior, compaginaba su negocio con el contrabando de armas europeas a Persia. A pesar de que su industria marchaba viento en popa, no podía resistirse a la tentación del contrabando.

—Mi abuelo y mi padre fueron contrabandistas, y yo también quiero serlo –solía exclamar cuando se hallaba con su círculo de amigos.

Otro de los motivos por los que adoraba el contrabando era por lo que tiene de arriesgado: la vida, sin riesgo, no merecería la pena vivirse; sería demasiado aburrida. El tal Jakub, con sus ojuelos vivarachos, sus piernas torcidas y sus manos enormes, es la personificación más característica del Oriente en su pintoresco aspecto comercial. El hombrecillo se pasa la vida clamando contra la falta de honradez de los demás, y achacando su triste existencia a la nobleza de sus procedimientos.

En su juventud, siendo Musa Jakub jefe de bandidos en Persia, a raíz de robar una suma considerable, denunció a uno de sus cómplices, que fue apresado por la policía mientras él se marchaba tranquilamente a Bakú en busca de negocios menos arriesgados. Aunque pronto se hizo rico y alcanzó una posición preeminente, no abandonó sus mañas, y continuó siendo un bandido de frac, que gastaba muchos miles al año en obras de caridad.

El bandido nunca pudo olvidar sus primeros pasos, y en las reuniones elegantes gustaba de gastar pequeñas bromas a sus amigos, tales como quitarle el monedero a su vecino de mesa. También sus negocios los amenizaba con chirigotas del mismo estilo. Poseía entre otros un pozo de petróleo del que ni el más hábil ingeniero hubiera sido capaz de sacar una sola gota del preciado líquido. En vista de esto, nuestro hombre decidió venderlo; pero como tenía la convicción de que no habría quien le diera por él ni un céntimo, antes de iniciar las negociaciones de venta revistió de cemento el interior del pozo, y una vez seco, lo llenó hasta los bordes de su petróleo más escogido. Bien atados todos los cabos, Jakub ofreció a Rothschild su mejor pozo de petróleo. El representante del millonario vio con sus propios ojos aquella mina de oro, de la que podían sacarse muchos barriles diarios. Pagó, pues, el potentado el precio exorbitante que le pidieron, para sufrir la triste decepción de que el primer día de explotación no fue posible sacar ni una sola gota de petróleo de aquel pozo maravilloso. Cuando al fin se puso en claro la añagaza del cemento, el representante de Rothschild trató de que le fuera devuelta la suma que había entregado a Jakub; pero éste se apresuró a quitárselo de la cabeza, asegurándole que tan risible pretensión podría muy bien costarle la vida quien tuviera tan sólo la osadía de intentarlo.

Nadie trató de poner trabas a Jakub en aquel negocio, porque Rothschild era considerado como extranjero; cuando las negociaciones eran con gentes del país, había en cambio que andar con pies de plomo para no perder el dinero, y hasta la vida.

El gran financiero oriental tenía un enemigo que había jurado matarle más tarde o más temprano. Jakub fue en persona a su casa, lo colmó de regalos y acabó proponiéndole la paz. Tratándose de orientales, este acto suponía un valor nada común. El ultrajado se conmovió tan profundamente con aquellas pruebas de amistad, que acabó olvidando su agravio para siempre. En una ocasión que Jakub salió de viaje, su antiguo enemigo decidió acompañarle hasta la ciudad más próxima para que no fuera atacado por los bandidos. Cuando se hallaron los dos solos en medio del campo, sacó Jakub su daga y asesinó con la mayor sangre fría a su nuevo amigo.

—Dios sabe lo que él me hubiera hecho a mí si yo no me adelanto –explicaba más tarde el matador.

Hay que añadir, para completar la biografía del magnate, que cuando visitaba Berlín, París o San Petersburgo, se mostraba como un completo gentleman que para nada recordaba al rufián que en Bakú amasaba millones sin reparar en los medios.

Durante la revolución fue recluido en presidio, donde hubo de compartir celda con una docena de malhechores. Cuando llegó a oídos de éstos que su nuevo compañero de infortunio era el gran magnate de petróleo Jakub, quisieron obligarle a que les diera mil tumans, unos cien riales, amenazándole en caso contrario con hacerle imposible la vida.

—¿Os debo algo? –preguntó Jakub.

—No; pero si te niegas a darnos lo que te pedimos, te cubriremos el cuerpo y el rostro de lodo.

—Podéis hacerme lo que tengáis por conveniente, pero no recibiréis de mí ni un solo céntimo.

Y Jakub cumplió su palabra. Pasó un mes entero en presidio, consintiendo que sus compañeros le cubrieran diariamente de lodo de pies a cabeza, con tal de no soltar el dinero. Llegaron a golpearle brutalmente, sin obtener mejores resultados, y al fin acabaron por echarle de la celda para no tener que soportar su odiosa presencia. Jakub aún se muestra orgulloso de su tenacidad, comentando enfático:

—Yo nada les debía, y nada les di.

El gran Jakub vive hoy en Berlín, en Kurfunsterdamm, y aunque se dedica al contrabando de caviar ruso, lleva una vida de gran señor, admirado de todos los que le tratan. Hace poco vino a visitarme, despotricando quejumbrón, como siempre, de la falta de honorabilidad del género humano en general, y de las dificultades insuperables con que se tropieza en la archicivilizada Europa para realizar buenos negocios. Al despedirse, añadió con su rostro más compungido:

—Es incomprensible que haya tantos hombres que no conocen para nada la honradez, a los que todo les sale bien, y a mí, precisamente a mí, me persigue implacable la mala suerte. ¡Dan ganas de dejar para siempre de ser honrado!

Aunque Jakub sea el más destacado de sus congéneres, hay en Bakú otra porción de magnates bárbaros que se le parecen muchísimo. El lujo ostentoso y abigarrado es otra de las características de aquellos aventureros enriquecidos. En la construcción de los palacios que adornan la ciudad se han invertido sumas inconmensurables de una manera grotesca y antiestética, reflejo fiel de la bárbara sensibilidad de aquellos nuevos ricos. Isa Bey, el multimillonario con ribetes de señor feudal, se hizo construir una mansión de tres plantas que imitaba fielmente un castillo de naipes. Sobre la fachada principal del palacio aparecía grabada en oro esta enfática leyenda: «Aquí habita Isa Bey de Gandja». La mansión, que se hallaba provista en su interior de todos los refinamientos del confort moderno, carecía, por orden expresa de su dueño, de letrina ni nada que se le pareciera. Isa Bey aseguraba orgulloso que él no podía soportar dentro de su casa indecencia semejante. Hoy día el castillo de naipes alberga la sección oriental de propaganda de la Tercera Internacional.

Los elogios prodigados al gran Isa Bey hicieron perder la tranquilidad a su vecino, que deseando superar la fastuosidad del singular palacio, ideó una mansión que imitara fielmente a un enorme dragón prehistórico visto por él en un libro. La puerta era una boca enorme de abiertas fauces, por las que se penetraba en las interioridades de la casa a la luz de antorchas fantasmales.

Las mil y una noches

Por la noche, las hermosas salen a las azoteas a disfrutar del delicioso ambiente nocturno, acompañadas de pintados papagayos, con los que comparten las mil golosinas de Oriente. Los ciegos cantores entonan las dulces bajads, baladas de amor persas, y sobre pequeños tapices de cien colores danzan las tiernas cherkesias sus bailes de las montañas, plenos de dinamismo.

Durante el día permanecen las favoritas dentro de sus frescas estancias, mascando perezosas la chalwa y el lukum, hundidas entre mullidos cojines. No hay nada allí que recuerde el sucio petróleo, la sangre y la codicia rapaz de la industria del desierto; entre los alegres patios orientales, de surtidores cantarines, y los pozos de oro líquido, hay un mundo de arena rojiza. Cuando uno se siente rendido por el sueño, los eunucos le llevan hasta el lecho y quedan largo rato junto a él, susurrando a media voz leyendas antiguas y armoniosas sentencias, reflejo de la filosófica sabiduría oriental. También son los eunucos los encargados de sacar a los niños de paseo y de guardar a las mujeres cuando salen envueltas en sus velos finísimos.

Los muchachillos se sienten en la calle héroes hechos y derechos, con la la noble misión de proteger a sus hermanas de posibles malandrines. Desde los diez años no salen de casa sin su daga de fino damasquinado y una browning brillante y diminuta que muy bien puede pasar por un juguete. Y es que los niños han de acostumbrarse al manejo de las armas para luego poderse llamar hombres.

Dentro de casa, en cambio, las pistolas quedan relegadas al olvido, ya que es costumbre establecida que sean los eunucos los únicos llamados a luchar en caso de ataque. Estos gigantones duermen sobre el suelo, en la misma habitación de las criadas, y su único placer consiste en engullir golosinas de la mañana a la noche.

El señor de la mansión apenas para en casa un par de horas durante la noche. Pasa el día en la oficina, come en el club y las horas libres las pasa en alguna de las villas que todos ellos poseen en las afueras de la ciudad, y que son otros tantos lugares de placer. Sólo de tarde en tarde se siente atraído por el ambiente silencioso de su casa, impregnada de calma oriental, de golosinas tostadas y humo de kif. He aquí el lado idílico y bello de la gran ciudad del petróleo antes de ser arrollada por la ola roja.