EPÍLOGO

Yo había andado de una parte a otra como un loco. Era una triste imagen de lo que había sido. Flaco, hambriento, deshechas las ropas, con una barba crecida, no sabía a dónde acudir ni a dónde acogerme. No tenía en Berlín ni un sólo amigo. La familia ­Schneider había desaparecido como un símbolo de la suerte que corrieron millares y millares de familias alemanas. Aoke Janinen también había caído. Había perdido el contacto con otras personas más o menos conocidas y con los que habían sido mis compañeros de residencia. Durante horas y horas en mis alucinantes correteos por las ruinas de la ciudad había buscado los franceses de la colonia de Frohnau, que en mi corazón un día había lanzado la esperanza de poder atravesar las líneas de combate y llegar a mi querida España. En mi vida he rogado al cielo con tanto fervor como en aquellas horas de desesperación en que entre informes montones de cadáveres yo parecía un cadáver más. Y sin duda alguna el cielo se apiadó de mí, puesto que un atardecer me encontré con un francés que supo darme razón de un grupo de compatriotas suyos que con sus mujeres y niños se disponían a intentar el paso por las líneas rojas para llegar a las líneas norteamericanas que se encontraban detrás de aquellas, al sur de la capital.

Los acontecimientos que precedieron y siguieron a mi salida de Berlín los recuerdo como un sueño de pesadilla. Aun ahora no sé explicarme por qué azares caprichosos de la suerte logré escapar de las ruinas de la capital.

Me deshice de mi documentación y me uní a un grupo formado por un centenar de hombres, mujeres y niños franceses y con ellos atravesé las ruinas de la capital dirigiéndome hacia Potsdam. Este grupo iba dirigido por dos personas cuyo nombre será difícil que se borre de mi memoria, se llaman Mr. Petit y Mr. Gignon. Estos señores parlamentaron con las tropas rusas. Estas nada quisieron saber de nosotros y nos invitaron, no con demasiados buenos modales, a pasar a la retaguardia, tratándonos como un estorbo que querían quitarse pronto de delante. Y esta fue nuestra salvación. Caminamos yo no sé cuantos kilómetros siempre entre ruinas y desolación por entre tropas rojas y columnas de prisioneros alemanes, hasta llegar junto al Elba, en los alrededores de Magdeburgo. Allí pasamos por un puente militar de barcazas y nos encontramos ya en las líneas norteamericanas. Los norteamericanos no hicieron gran caso de nosotros, pero nos dieron comida y algunas mantas para abrigarnos y pudimos proseguir nuestro viaje hacia Francia.

Me haría interminable si quisiera aún describir las mil penalidades que tuve que soportar hasta llegar a territorio español, pero todo lo di por bien empleado cuando pisé el suelo patrio.

No creo que nadie se admire si digo que al llegar a España me pareció entrar en un país de ensueño, cuya existencia me parecía imposible después de tantos sufrimientos. Me pareció renacer a una nueva vida y mis amigos llegaron a creer que había enloquecido al verme llorar como un niño lanzando vítores a España y al hombre que había ahorrado a nuestra patria los horrores inenarrables de una guerra que nunca, ni la fantasía española, tan desbocada, logrará imaginar.

© Herederos de Antonio Ansuátegui

© Edición: José Luis García Martín

© 2016. Espuela de Plata

Diseño de cubierta: Editorial Renacimiento

Fotografía de cubierta: Alzando una bandera sobre el Reichstag, 2 de mayo de 1945, de Yevgueni Jaldéi

Maquetación ebook: elalambrestudio.com

ISBN: 978-84-16034-71-0

 


PRÓLOGO

Antes de ahora no he cogido la pluma para dirigirme al público, aconsejo, por tanto, a quienes gusten de galas literarias y de profundidades filosóficas, que no lean este libro. Estas páginas interesarán tan sólo al que quiere hechos y detalles para sacar luego la conclusión por sí mismo.

Me he puesto a escribir por insinuación de mis amigos, que creen que cuanto les he contado en íntimas tertulias puede interesar al público en general, deseoso de saber detalles de la gran tragedia acaecida en Berlín. No ha sido fácil convencerme para este cometido, ya que sólo con dolor y lágrimas he vuelto a recordar los trágicos momentos vividos últimamente en Alemania.

No me guía ninguna tesis política ni pretendo echar las culpas a unos o a otros, o descargar de ellas a alguien. Creo que sólo la historia, podrá dar con el tiempo un juicio desapasionado sobre las cosas y yo me limito a reproducir cuadros y escenas por mí vividas. Si estos cuadros o estas escenas son incompletos es que mi visión lo ha sido también en el momento de vivirlos.

Escribo aún con el dolor en el alma por tantos sufrimientos como he presenciado y por tantas torturas como yo mismo he sufrido. Quisiera que estas páginas fueran acogidas con la misma buena voluntad como yo las he escrito. Son modestas pero verídicas y me dolería muchísimo que fueran causa de polémicas o falsas interpretaciones.

¡Que Dios se apiade de la humanidad y dé un descanso eterno a las víctimas innumerables de esta guerra!

EL AUTOR

Antonio Ansuátegui

Los cien últimos días de berlín

Edición de José Luis García Martín


Espuela de Plata MMXVI · Biblioteca de Historia


TESTIMONIO DIRECTO

¿Quién fue Antonio Ansuátegui? De él solo sabemos lo que nos cuenta en su único libro, aparecido en julio de 1945, apenas dos meses después de la derrota de Alemania. El 7 de octubre de 1943 había llegado a Berlín para estudiar ingeniería en la Universidad Técnica de Charlottenburgo. Muy poco después comenzaron los grandes bombardeos que destruyeron la ciudad, pero tuvo tiempo de conocer un Berlín «que respiraba aún calma» y cuya vida era casi normal «a pesar de encontrarse en el tercer año de guerra».

Cuando su universidad berlinesa fue destruida, trató de continuar sus estudios en Breslau, pero pronto las bombas aliadas llegaron hasta allí. Se trasladó después a Dresden y, cuando ya el país era invadido por el este y el oeste, volvió a Berlín para ser testigo de la hecatombe final. La razón no fueron las simpatías ideológicas. Antonio Ansuátegui no tiene nada en común con Miguel Ezquerra, otro español que fue testigo de los últimos días de la capital del Tercer Reich y que dejó constancia de ello en un libro: Berlín, a vida o muerte. Miguel Ezquerra había luchado en la División Azul y luego, tras diversas peripecias, se alistaría como voluntario en las ­Waffen-SS, alcanzando el grado de SS-Hauptsturmführer, ­equivalente al de capitán. Las razones de Ansuátegui para volver a Berlín fueron otras, que nada tienen que ver con la política: se había enamorado de la hija de uno de sus profesores.

Antonio Ansuátegui no se nos muestra como partidario ni tampoco como detractor del régimen nacionalsocialista. Aunque viene de la España de Franco, y más de una vez alude a la tranquilidad de su país frente al desastre alemán, no se refiere para nada a la ideología triunfante en la guerra civil. Es, claramente, un hombre apolítico, un testigo imparcial, todo lo imparcial que se podía ser en aquel lugar y en aquellos momentos.

Pocos meses después del libro de Ansuátegui, a comienzos de 1946, se publicó otro que, de algún modo, lo complementa y le sirve de contraste, Lo que sé de los nazis. De su autor, Luis Abeytua, un represaliado inspector de Aduanas que acabó en Berlín como corresponsal y traductor, sabemos muchas más cosas (su libro ha sido reeditado con un excelente prólogo de Ricardo Martín de la Guardia) que de Antonio Ansuátegui, quien, tras la publicación de su única obra, parece esfumarse. Solo ha reaparecido fugazmente, convertido en personaje de ficción, en una novela de Ignacio del Valle, Los demonios de Berlín (2009).

Luis Abeytua llegó a Berlín en una fecha especialmente significativa: el 10 de noviembre de 1938, en la madrugada de «la noche de los cristales rotos», el primer gran estallido de violencia antisemita en la Alemania nazi. Regresó a España más o menos por los mismos días en que Antonio Ansuátegui aterriza en el aeródromo de ­Templehofer-Felde. Tenía otra cultura que el estudiante de ingeniería y su libro constituye un espléndido análisis, a ratos novelado, de lo que significó el nazismo. Pero de cómo se vivía en Alemania en los años peores de la guerra no puede dar testimonio directo.

Muchas cosas nos sorprenden en Los cien últimos días de Berlín. La primera de todas que al problema judío, tan presente en Abeytua, no se alude ni una sola vez en la obra. Un anciano, que había sido albañil, al que se encuentra en Bautzen durante su regreso a Berlín, le cuenta al autor escenas «en verdad macabras». Al leer una de ellas no podemos dejar de pensar en los trenes que entonces cruzaban Alemania camino de los campos de exterminio: «Me dijo que durante uno de los trayectos de su viaje, que él logró hacer como ayudante de cocina de un batallón militar, al pasar los soldados junto a un tren detenido en una estación destruida, las madres les alargaban por la ventanilla sus hijos para que se los llevaran y los pusieran a salvo antes de que perecieran en los vagones de hambre y de frío. Él no pudo resistir y alargó los brazos a un niño envuelto en pañales que le ofrecía una madre extremadamente joven, pero cuando estuvo el pequeño en sus manos un escalofrío de horror recorrió todo su cuerpo. El niño estaba helado, había muerto de frío».

Los judíos no existen para Antonio Ansuátegui como habían dejado de existir para buena parte del pueblo; ese problema era un problema ya resuelto. Mientras los campos de exterminio funcionaban a pleno rendimiento, otros eran los problemas que les preocupaban. «Me contó también –continúa Ansuátegui– la trágica suerte de algunos convoyes evacuados por tren a los cuales la aviación enemiga había aislado en medio de las llanuras de Estonia, sin que les fuera posible avanzar o retroceder. Estas gentes que se encontraban en parajes desiertos rodeados de nieve organizaban alguna expedición de auxilio, pero cuando este llegaba, con frecuencia encontraban a la mayoría muertos de hambre y de frío después de haber consumido todas sus provisiones y haber usado como combustible la madera de los vagones».

Ansuátegui no nos cuenta toda la verdad de aquellos días, pero nos cuenta entera su verdad. No noveliza, como Miguel Ezquerra en su tardío testimonio (de 1975, treinta años después), lleno de detalles inexactos. Cierto que Ansuátegui también comete algún error. Como cuando –«un grato recuerdo en medio de las visiones inquietantes de la guerra»–, nos cuenta su visita, junto a otros estudiantes, al museo del escritor Karl May en la ciudad de Radebeul. «El mismo Karl May nos atendió mientras estuvimos en su casa», añade. Bien sabido es que Karl May murió en 1912. Pero ese error (al contrario de los de Ezquerra, que nos habla de un encuentro con Hitler cuando este ya se había suicidado) más bien añade que resta veracidad al testimonio de Ansuátegui, estudiante de ingeniería sin especiales conocimientos de literatura.

Ansuátegui se pone en el lugar del pueblo alemán y nos refiere sus sufrimientos durante los años finales de la guerra. Han pasado suficientes años para que podamos aceptarlos sin que ello suponga mostrar ninguna simpatía por el régimen nazi.

A lo largo de todas sus páginas, y de ahí el valor excepcional de este libro, Ansuátegui no quiere apartarse de su papel de testigo. Tras contarnos «la opinión general en Berlín» sobre la muerte de Hitler (habría muerto a consecuencia de las heridas recibidas mientras luchaba junto a sus soldados en el exterior de la Cancillería), añade: «De los rumores y noticias que más tarde he sabido por los periódicos sobre Eva Braun, sobre el casamiento de Hitler con esta señorita en los últimos momentos y sobre los cónclaves celebrados en los subterráneos de la Cancillería, nada he oído en Berlín y, si algo de esto es cierto, ni el más ligero rumor ha trascendido al pueblo berlinés, por lo cual yo, que durante todo el curso de esta narración he procurado atenerme a testimonios directos captados por mí, me abstengo de hacer ningún comentario sobre estos extremos».

Los cien últimos días de Berlín constituye así un espléndido reportaje, una obra maestra del periodismo escrita por un aficionado, sobre el final de la guerra en Alemania y, muy especialmente, en su capital. Nuestra visión actual de aquellos días está contaminada por todo lo que hemos ido sabiendo después: estas páginas nos ayudan a entender cómo se vivieron verdaderamente.

Antonio Ansuátegui nos permite viajar en el tiempo, convivir con el hombre de la calle alemán –mon semblable mon frère– que apoyaba o simplemente soportaba el nazismo; nos ayuda a entender un hecho capital en la historia del siglo XX, sin maniqueísmos y sin revisionismo.

JOSÉ LUIS GARCÍA MARTÍN

A Eva Schneider, que yace bajo
los escombros de la Siemensstadt



I

BERLÍN 1943

No es precisamente Berlín una de las ciudades más hermosas del mundo aunque sea una de las más grandes, puesto que el ornato exterior ha sido sacrificado a la eficiencia industrial y económica. Ni tampoco se puede afirmar que el berlinés sea un hombre cortés en demasía, aunque en verdad no está exento de un fino sentido del humor. Pero a pesar de que no reúna estas excelencias, tanto el berlinés, como su ciudad, tienen algo que desde el primer momento cautiva e interesa al extranjero que llega a ella con los ojos dispuestos al asombro. Y aunque este algo no sea tan fuerte como el atractivo que cada alemán siente por Berlín hasta el extremo de no dejar pasar ningún año sin la correspondiente visita a la capital, con todo es bien cierto que Berlín ejerce una grande atracción sobre todos los demás países de Europa, pues es, como centro de estudios y como el primer emporium de la ciencia matemática y experimental, la meta de miles y miles de estudiantes del mundo entero.

Existe en Berlín un espíritu sutil e indefinible que envuelve la ciudad, espíritu que yo nunca he visto captado por completo en los libros que he leído sobre la misma y sus habitantes. Un espíritu que se hubiera podido definir como una potencialidad desconocida y misteriosa y que para hacerla plenamente evidente ha sido precisa la gran hecatombe que se ha vertido sobre la ciudad y que nos ha puesto al descubierto el temple y el alma más íntima de este desdichado Berlín.

Cuando se escriba la historia completa y minuciosa de los últimos días de Berlín se habrá consignado cuanto puede sufrir y soportar el hombre, hasta qué punto es capaz de luchar y defenderse y hasta dónde puede llevarle el amor por el suelo patrio y el ideal político.

* * *

Cuando yo llegué a Berlín en el año 1943, esta ciudad respiraba aún calma y su ritmo de vida era normal a pesar de encontrarse en el tercer año de guerra.

Fui a Berlín con el fin de cursar estudios en la Universidad Técnica de Charlottenburgo. Mis estudios iban a ser sobre ingeniería de caminos y en particular sobre aplicación industrial e iba allí porque en Berlín es donde se podía cursar con más perfección y aprovechamiento este tipo de estudios, pues se disponía de toda clase de medios y facilidades.

Más de uno se admirará de que yo tomara la resolución de marchar a Alemania a pesar de la guerra y de los peligros de los bombardeos, pero es lo cierto que no fui yo el único en tomar esta resolución; además me creía bastante curtido en materias de guerra debido a la guerra de España que yo había vivido desde el principio al fin. Y por otra parte es cierto que yo nunca llegué a presumir que los bombardeos de los cuales se hablaba tuvieran el aspecto apocalíptico que después comprobé en ellos.

El día 7 de octubre de 1943 aterrizaba yo felizmente en el aeródromo Tempelhofer Feld, después de haber atravesado la Francia ocupada y tranquila donde un año más tarde habían de desarrollarse encarnizadas luchas. Aún no había logrado hacerse notar demasiado la presencia del «Maquis» y nuestra escala en Marsella y Lyon se desarrolló con plena normalidad.

He de confesar que en mi interior iba preparado a contemplar, apenas entrado en Alemania, grandes destrucciones y, sobre todo, esperaba encontrarla rechinante de guerra y nerviosismo y mi sorpresa fue grande cuando contemplé el paisaje del grandioso aeródromo alemán que se me presentaba con aspecto de bucólica paz. Allí se veían alineados, como en tiempo normal, aviones de las más diversas nacionalidades y la cruz blanca sobre rojo de Suiza, alternaba con la amarilla sobre azul de Suecia, con el escudo de Bulgaria y la insignia de Rumanía y Hungría. Sólo allá, a lo lejos, en el fondo del aeródromo distinguíanse las siluetas ágiles de aves de rapiña de los aviones de caza. Estaban allí para la defensa eventual del aeródromo.

Otra de mis sorpresas fue el trámite de aduanas. Influido por la literatura sobre espionajes, yo me figuraba estos trámites largos y engorrosos. Pero no fue así, sino que todo sucedió en forma sumamente sencilla. La explicación estaba, en primer lugar, en que Alemania había suprimido los aranceles para toda clase de mercancías y por otra parte en que los trámites de la policía podían ser sumamente elementales ya que todo individuo que se dirigía a Alemania estaba convenientemente clasificado.

Como dato curioso he de hacer notar que en el primer momento y para captarme la benevolencia del aduanero de turno, le ofrecí unos cigarrillos, que él rechazó correctamente, pero al repetir mi ofrecimiento con un trozo de jabón, el buen hombre no supo resistir y mirándome benévolamente a los ojos, exclamó:

—Esto se lo acepto agradecido, no para mí, sino para mi nena.

Como mis conocimientos de alemán no eran muchos, yo había escrito con anterioridad a mi viaje a un amigo para que me ayudase en los trámites, a los que suponía debería someterme. Este amigo, que es español, residente hacía largos años en Alemania cuyo nombre es Paco Carrillo, debía venir a esperarme al aeródromo. Pero no le vi por parte alguna y, entonces, tuve que preguntar en qué lugar podría posiblemente esperarme. Un miembro de la Gestapo, de la guardia de fronteras, con toda corrección me advirtió:

—Su amigo, señor, le espera sin duda alguna, afuera, en compañía de los soldados de guardia, porque a ningún extranjero, ni siquiera a ningún alemán, le es permitida la entrada en el recinto del aeródromo.

Esta fue la primera anomalía que observé debido a la guerra. Bien poca cosa, por cierto.

Después de un breve interrogatorio en el puesto de la Gestapo, tanto yo como mis compañeros de viaje, sin excepción, recibimos el permiso oficial de entrada en Alemania y los tickets de alimentación para una semana.

Frente al edificio central del aeródromo, nos esperaba un autocar que nos condujo al puesto de guardia y allí encontré a mi amigo.

El coche paró tan sólo unos momentos y mi amigo subió en él. Después de los consiguientes abrazos y preguntas sobre la familia y sobre España, mi amigo me lanzó, como un escopetazo:

—¿Traes coñac? ¿Traes café?

—Sí, algo traigo de todo esto.

—Pues entonces, amigo mío, eres el amo. Porque el coñac, por estas latitudes no le vemos nunca y el café se paga a mil marcos el kilo, que viene a resultar a la friolera de cuatro pesetas el grano.

—¿Entonces, estáis mal de comida?

—De ninguna manera. Comida tenemos bastante y sana. Pero artículos superfluos de los que sirven para alegrar la vida, no se encuentra ni uno.

Yo me interesé en seguida por mi morada y mi amigo me contestó:

—La cuestión de la vivienda es un problema agudísimo, que se resuelve de la mejor manera posible, ya que son muchos los extranjeros que hoy residen en la ciudad, pero en vista de que no era cosa fácil encontrarte ningún alojamiento en casas particulares, he solicitado y conseguido para ti una habitación en la Residencia de Estudiantes. Creo que te irá perfectamente, pues se encuentra muy cerca de la Universidad Técnica, en la cual vas a cursar tus estudios.

Al dejar el autocar debíamos coger el metro y tuvimos que cargar con nuestras maletas, pues en Alemania el oficio de maletero hacía tiempo que había desaparecido. Ya en el metro me interesé por los bombardeos que según había oído en España aquejaban a la ciudad y cuyas huellas no había visto aún por parte alguna.

—Ya las verás –me contestó mi amigo–. Aunque no en gran cantidad podrás ver algunas casas destruidas por las bombas inglesas.

Y, en efecto, en uno de los momentos en que el metro sale a la superficie e incluso se eleva a la altura de los edificios, pude ver alguna casa algo deteriorada en sus pisos superiores, por lo que colegí que las bombas no debían ser de mucho calibre, pues no habían tenido fuerza para destruir por completo el edificio.