BREVE HISTORIA
DE LAS BATALLAS NAVALES
DE LA
ANTIGÜEDAD

BREVE HISTORIA
DE LAS BATALLAS NAVALES
DE LA
ANTIGÜEDAD

Víctor San Juan

Colección: Breve Historia

www.brevehistoria.com

Título: Breve historia de las batallas navales de la Antigüedad

Autor: © Víctor San Juan

Director de colección: Luis E. Íñigo Fernández

Copyright de la presente edición: © 2017 Ediciones Nowtilus, S.L.

Doña Juana I de Castilla, 44, 3º C, 28027 Madrid

www.nowtilus.com

Elaboración de textos: Santos Rodríguez

Diseño y realización de cubierta: Universo Cultura y Ocio

Imagen de portada: A CASTRO, Laureys. La batalla de Accio (1672). National Maritime Museum, Greenwich (Londres).

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

ISBN edición digital: 978-84-9967-858-0

Fecha de edición: Abril 2017

Depósito legal: M-6571-2017

Para el velero Pequeño escota

y su esforzada tripulación

Introducción

Desde el punto de vista naval, ¿qué hay en realidad en la Antigüedad antes de Cristo aparte de la famosa batalla de Salamina, que enfrentó a griegos y persas, y la batalla de Actium, en la que Octavio Augusto se libró decisivamente de Marco Antonio cuando puso en fuga a su escuadra unida a la de Cleopatra? La pregunta resulta interesante, y tal vez deberíamos apelar a la honradez del lector para que, antes de poner en la balanza el resto del ejemplar que tiene en sus manos, lo cierre y reconozca cuáles son sus conocimientos de este período. Ni una sola de las personas a las que interrogué mientras lo estaba escribiendo supo decirme absolutamente nada más, y sólo las muy cultas y reflexivas llegaron a contestar lo ya dicho: Salamina y Actium. Ni una más. Con humildad he de reconocer que yo mismo, antes de emprender esta nueva aventura literaria divulgativa, me encontraba igual. Nuestros conocimientos navales de la Antigüedad antes de Cristo son paupérrimos, por no decir inexistentes.

Sin embargo, la Edad del Hierro, que abarca este período, estuvo llena de batallas y campañas navales. En este compendio, necesario resumen, he reunido veintisiete, pero fueron más, y no son difíciles de encontrar. La humanidad, por algún extraño motivo, ha preferido relegar a los empolvados anaqueles del olvido nuestros principios, los balbuceos navales de las primeras civilizaciones, despejando estanterías para contener batallas y hechos más recientes. Investigar en la Antigüedad marítima, sin embargo, resulta apasionante. En ella encontramos tres grandes potencias navales (Fenicia, Grecia y Roma) y, al menos, cinco grandes civilizaciones –añadiendo Egipto y Persia– que se aventuraron allende las aguas con sus increíbles barcos, de los que hallamos siete tipos genéricos, para descubrir nuevas tierras, comerciar, fundar colonias, desalojar a los rivales y, finalmente, conquistar a punta de espada, a sangre y fuego, las tierras de habitantes precedentes.

Pero ¿cuál fue el motivo para tanta lucha? Durante estos mil años largos que vamos a repasar, se luchó por el delta del Nilo, las costas orientales del mar Egeo, la esplendente ciudad de Atenas, la isla de Corfú, la disputadísima isla de Sicilia, numerosas islas griegas del Egeo, Córcega, Hispania y, finalmente, el cetro del gobierno del mundo. Para ello, numerosas armadas, con barcos construidos concienzudamente y marinos bien preparados, afrontaron las olas y caprichos meteorológicos del mar Egeo, el Jónico, el Tirreno y el Mediterráneo oriental y occidental, pagando a veces un altísimo precio; aguas, en efecto, todas del Mare Nostrum romano, pero que, con justicia, hay que decir que antes fue griego, cartaginés, fenicio e incluso egipcio y persa. Restos de barcos de todas las nacionalidades salpican su lecho y forman ya, tras dos mil años, parte de él de una manera tan sumamente indistinguible que apenas hemos podido recuperar algún resto desvaído, valioso para la arqueología como moneda de oro.

La Antigüedad tuvo, también, grandes marinos y almirantes con los que navegaremos en estas páginas, como Ramsés III, Hannón, Artafernes, Temístocles, Caio Duilio, Jantipo, Agripa, Trasíbulo, Aderbal, Marco Atilio Régulo y un largo etcétera. Ellos nos mostrarán los avatares navales y la táctica y estrategia que distinguió cada instante de la historia; pero tal vez el rasgo más singular de lo antiguo en lo que nos disponemos a sumergirnos sea lo moderno que resulta. En efecto, muy pocos saben que en los dos episodios más conocidos que podemos mencionar de este período (Salamina y Actium) destacaron como almirantes, grandes mandos navales, con criterios y flota propias e influencia notable en cada batalla, dos notables mujeres: la reina Artemisia de Halicarnaso en la batalla de Salamina y la propia reina de Egipto, Cleopatra, en Actium, circunstancia que pronto, muy pronto –tal vez antes de lo que pensamos– vamos a ver en los puentes de nuestros barcos y operaciones navales del siglo XXI. Así puede resultar, en efecto, la Antigüedad de sorprendente y conectada con nuestros tiempos.

El autor

Inventario de batallas navales de la Antigüedad

  1. Batalla del delta del Nilo (1190 a. C.). Los egipcios de Ramsés III contra la horda de los Pueblos del Mar.
  2. Batalla de Alalia (535 a. C.). Los etruscos y fenicios contra los griegos focenses por Córcega.
  3. Batalla de Lade (494 a. C.). Primera Guerra Médica: los griegos jonios contra el Imperio persa por Mileto.
  4. Batalla de Artemisio (480 a. C.). Segunda Guerra Médica: los griegos contra el Imperio persa por el paso de las Termópilas.
  5. Batalla de Hímera (480 a. C.). Los griegos corintios contra los cartagineses por Sicilia.
  6. Batalla de Salamina (480 a. C.). Segunda Guerra Médica: los griegos contra el Imperio persa por Atenas.
  7. Batalla de Micala (479 a. C.). Segunda Guerra Médica: los griegos atacan la flota persa en Jonia.
  8. Batalla de Cumas (474 a. C.). Segunda Guerra Médica: los griegos derrotan a los etruscos en aguas de Nápoles.
  9. Batalla de Eurimedón (468 a. C.). Los griegos atacan de nuevo la flota persa en Jonia.
  10. Batalla de Prosopitis (454 a. C.). Los persas derrotan a la flota griega ateniense en aguas de Egipto.
  11. Batalla de Síbota (433 a. C.). Guerra del Peloponeso: los siracusanos contra los corcirios (Corfú).
  12. Primera Batalla de Siracusa-Plemirio (413 a. C.). Los griegos siracusanos contra los griegos atenienses.
  13. Segunda Batalla de Siracusa-Gran Puerto (413 a. C.). Los griegos siracusanos contra los griegos atenienses.
  14. Tercera Batalla de Siracusa-río Anapo (413 a. C.). Los griegos siracusanos y los espartanos contra los griegos atenienses.
  15. Cuarta Batalla de Siracusa-isla Ortigia (413 a. C.). Los griegos siracusanos y los espartanos aniquilan la expedición ateniense.
  16. Batalla de Cinosema (411 a. C.). Los griegos espartanos contra los griegos atenienses en los Dardanelos.
  17. Batalla de Cícico (410 a. C.). Los griegos espartanos contra los griegos atenienses en el mar de Mármara.
  18. Batalla de Notion (407 a. C.). Los griegos espartanos contra los griegos atenienses al este de Samos.
  19. Batalla de las Arginusas (405 a. C.). Los griegos espartanos contra los griegos atenienses al este de Lesbos.
  20. Batalla de Egos Potamós (404 a. C.). Los griegos espartanos aniquilan la flota ateniense.
  21. Batalla de Cnido (394 a. C.). Guerra de Corinto: los atenienses y los persas contra los espartanos.
  22. Batalla de Embala (356 a. C.). Guerra de los Aliados: los atenienses contra Mausolo y sus aliados.
  23. Batalla de Milas o Milazzo (260 a. C.). Primera Guerra Púnica: los romanos contra los cartagineses por Sicilia.
  24. Batalla de Ecnomo (256 a. C.). Primera Guerra Púnica: los romanos contra los cartagineses por Sicilia.
  25. Batalla de Drépano (249 a. C.). Primera Guerra Púnica: los romanos contra los cartagineses por Sicilia.
  26. Batalla de las islas Egadi (241 a. C.). Primera Guerra Púnica: los romanos contra los cartagineses por Sicilia.
  27. Batalla de Actium o Accio (31 a. C.). Los romanos imperiales de Octaviano contra los aliados romano-egipcios de Antonio.

1

Sumerios, babilonios y asirios

LA LLUVIA DE LA IRA

Si está pensando en salir hoy a la calle, puede que no fuera mala idea llevar el paraguas; no se trata de ningún pronóstico meteorológico, sino de un presagio, pero no íntimo ni personal, sino bíblico nada menos. En efecto, al consultar el libro de los libros, la Biblia –que con justicia debe abrir este trabajo– leemos que como la Tierra estaba toda corrompida ante Dios y llena de violencia a causa de los hombres, decidió aquel exterminarlos; la fórmula sería ahogarlos a todos en un Diluvio incontenible. Así pues, y vista la situación actual del planeta, puede no ser mala idea tomar precauciones.

No obstante, el implacable Dios del Antiguo Testamento decidió hacer una excepción: había un agricultor, un tal Noé, que halló gracia a sus ojos y, por tanto, se salvaría de la quema si se atenía estrictamente a singulares instrucciones divinas: construir una embarcación descrita en la Biblia hasta cierto punto. Teniendo en cuenta que un codo son 42 centímetros, tendría 126 metros de eslora, 21 de manga y 12,6 de puntal, con un tambucho en el combés que los costados debían remontar un codo al menos, salvaguardándolo. Interiormente, se pensó con tres cubiertas: sollado, primera batería y segunda batería, como un navío de 74 cañones. Pero, desde el punto de vista marinero, contemplamos con estupor que Noé recibió la consigna de abrir una enorme puerta en el costado como acceso al interior. En fin, puede que la cosa no fuera tan grave teniendo en cuenta que este bajel (bautizado universalmente como el Arca de Noé) no estaba destinado en absoluto a navegar, sino sólo a flotar y llevar a bordo a Noé, sus tres hijos y consortes respectivas, machos y hembras de las especies impuras y dos septenas de las puras. En otras palabras, en realidad el Arca era un atestado zoológico flotante carente de propulsión, por lo que, con suerte –si no fallaba la estanqueidad de la puerta ni la del tambucho–, flotaría a la deriva en medio de la catástrofe que se avecinaba.

Así sucedió. A pesar de que Noé no debía estar para muchos trotes, pues tenía seiscientos años, emprendió animoso la tarea encomendada, para la que Dios le concedió un plazo de sólo una semana, transcurrida la cual, «se rompieron todas las fuentes del abismo, se abrieron las cataratas del cielo y estuvo lloviendo sobre la tierra durante cuarenta días y cuarenta noches». El Arca flotó sin mayores problemas, afortunadamente, puesto que el agua llegó quince codos por encima de los montes más altos. De ser esto cierto y teniendo en cuenta la altitud del Everest, la inundación alcanzaría un nivel calculado en 8.888,3 metros sobre el nivel medio actual del mar, lo que no está nada mal. Como es lógico, desahogada la ira divina, las aguas tardaron mucho en bajar; ciento cincuenta páginas del cuaderno de bitácora después, la cumbre del Everest volvió a surgir sobre la lámina de agua, y el Arca, al albur de vientos y corrientes, fue a parar a los montes Ararat, donde tocó fondo de nuevo tras su increíble peripecia. La edad hace al hombre prudente, así que Noé estuvo lejos de abrir la polémica puerta inmediatamente; tal vez, quién sabe, le había cogido afecto al barco salvador, pues no abrió el Arca hasta cuarenta días después, y lo hizo no sin precauciones. Soltó entonces un cuervo, que no fue muy útil; así pues, liberó una paloma, que volvió rápidamente a bordo mostrándole que la inundación aún imperaba. Una semana después volvió a soltarla y la paloma trajo una ramita de olivo, hallazgo esperanzador. Por fin, otra semana más tarde, la paloma partió de exploración y ya no regresó, lo que se interpretó como el mejor de los síntomas. Noé sacó del Arca a su familia y a los animales, hizo un altar donde sacrificó algo indeterminado y Dios, gustándole el olorcillo (así lo dice la Biblia), consintió en hacer las paces con el hombre y concertar con él una alianza, con el bello símbolo del arcoíris, antes de decirle aquello de «llenad la Tierra, procread y multiplicaos». Estas nuevas instrucciones, es sabido, se han cumplido casi al pie de la letra.

Lo cierto es que a Noé el viaje en barco debió de sentarle bien, pues vivió otros trescientos cincuenta años, aun echando una canita al aire de vez en cuando. Sus hijos poblaron la Tierra y del Arca, primera embarcación descrita de la historia, nunca más se supo, aunque algunos creen haber encontrado algún pedazo. Uno de sus hijos, Cam, engendró a Cus, que a su vez tuvo otro famoso hijo, Nemrod, que fundó Babel –es decir, Babilonia– en tierra de Senaar. Se trataba de una ciudad preciosa, en la que pronto se construyó una torre de ladrillos con la nefanda pretensión de llegar a los cielos; así que Dios decidió confundirlos haciéndoles hablar diferentes lenguas, con lo que la obra quedó a medias y la humanidad fragmentada para el resto de su historia. La peripecia de Noé tal vez no pueda ser aceptada al pie de la letra, pero lo cierto es que en la cultura anterior a Babilonia, la sumeria, alrededor del año 3000 a. C., aparece un a-ma-ru ba-ur-ra-ta (‘diluvio universal’) del que se salvó un tal Ziusudra de Shuruppak, el cual fue avisado a tiempo por el dios Enki. Debe tratarse de la versión sumeria del propio y longevo Noé. Pero ¿quiénes eran los sumerios?

ORÍGENES DE LA CIVILIZACIÓN

Al margen de la Biblia, en conceptos puramente científicos, las primeras evidencias de navegación se remontan entre siete mil y seis mil años antes de Cristo. Pero la civilización propiamente dicha, es decir, el conjunto de ciencias, ideas, costumbres y creencias que configuran la cultura de un pueblo, no se detecta con claridad hasta el famoso año 3000 a. C., la misma fecha aproximada del Diluvio, lo que confirma en cierto modo las tesis bíblicas. En esta época, surgieron tres civilizaciones en los cauces de cuatro ríos: la egipcia en el Nilo, los sumerios entre el Tigris y el Éufrates, y la civilización del valle del Indo. También se pudo producir, aparte del Diluvio, una gran perturbación geológica atlántica y otra en el Mediterráneo que afectaría muy probablemente a las islas de Chipre y Creta, entre otras. En la última, un terremoto obligó a las gentes a refugiarse en cuevas, lo que dio origen a la civilización minoica en plena Edad del Bronce.

Sin salirnos de esta última, sabemos que el Diluvio se produjo para los arcaicos sumerios sobre el año 3150 a. C., coincidiendo con el llamado Período de Jemdet-Nasr (por el yacimiento cerca de la ciudad de Kish), donde se encontraron cimientos de templos, cerámica, ídolos, esculturas, máscaras e incluso lo que se piensa que pudieron ser confortables palacios. Las pruebas del Diluvio junto a esta civilización son inapelables porque en la ciudades de Ur, Kish, Lagash, Nínive y Uruk se ha hallado una capa uniforme de arcilla de ¡cuatro metros! de espesor, huella de aquel cataclismo ocasionado por lluvias torrenciales, el desbordamiento del Tigris y el Éufrates o puede que por un maremoto. La inundación bíblica queda así demostrada, aunque olvidando el Everest como parámetro para calcular la subida de las aguas, que lógicamente se estima, para toda la Baja Mesopotamia, en siete metros y medio.

El caso es que el Diluvio y la civilización son buen punto de partida, aceptado durante años, para el tiempo histórico en que hemos de rastrear las primeras batallas navales. De hecho, si damos un salto a través del océano Atlántico, encontramos a la civilización maya, cuyo preciso calendario arranca exactamente el 12 de agosto de 3113 a. C. Su religión, muy precisa astronómicamente, fue fundada por el rey-sacerdote Kukulkán, que se decía descendiente del mismo Sol; buen argumento a favor de sus cálculos. Pues bien, tras el cataclismo y sobre el año 3300 a. C., los arqueólogos parecen tener claro que los supervivientes del Arca, con otros que hubieran podido quedar por las cumbres, se establecieron en Dilmun, ubicada en la actual Baréin (Emiratos Árabes del golfo Pérsico) para fundar las primeras sociedades sumerias organizadas. Entre los años 2900 y 2700 a. C. gobernaron los veintitrés reyes de la dinastía de Kish, y de 2700 a 2550, la docena de monarcas de la dinastía de Uruk. Entre los últimos, dos personalidades peculiares: Dumuzi, el rey pescador (shu-ku), y el gran Gilgamesh, que convirtió Uruk en ciudad-fortaleza. Transcurrieron luego, en el Dinástico Arcaico III (2550-2340 a. C.), las primeras dinastías de Ur, Lagash, Umma, Awan, Kish y Khamazi. Por fin, en 2334 a. C., un rey poderoso y transgresor, Sargón de Akkad, fundó el Imperio acadio.

Los inicios de Sargón nos retrotraen de nuevo a la Biblia, pues es el primero cuya historia comenzó como la de Moisés, es decir, un bebé salvado de las aguas que terminó rescatado por alguien de la Corte y codeándose con el trono, cuando no ocupándolo él mismo. Se trató de un rey guerrero que puso los cimientos de un imperio que duraría hasta 2154 a. C. Los acadios dejaron el primer rastro marítimo comprobado, pues el hijo de Sargón, Rimush, tuvo a su vez un descendiente, Manishtushu, que protagonizó la primera expedición pirática conocida, allá por el año 2254. Para obtener gloria y minerales preciosos (plata y diorita), Manishtushu armó una flota con la que asoló treinta y dos enclaves del golfo Pérsico y logró un fabuloso botín con el que retornó a Dilmun, o tal vez al Nar Marratum, como era conocido el Shatt-al-Arab, unión, en el curso bajo, de los ríos Tigris y Éufrates, para continuar por este último hasta Ur y Uruk, solar de los abuelos. Nadie lo sabe, como tampoco qué barcos usó este rey pirata acadio, cómo se manejaban (a vela o remo) o dónde los construyó.

1.1.-KON%20TIKI.tif

Balsa de troncos Kon-tiki, con la que el antropólogo noruego Thor Heyerdahl quiso demostrar la teoría de las migraciones precolombinas al ámbito polinesio utilizando una reproducción de estas embarcaciones ancestrales.

El mundo mesopotámico acadio siguió adelante con los reyes Naram-Sin y Sharkalisharri hasta 2193 a. C. Fueron monarcas conquistadores, en especial el último, que venció una invasión de los amorreos, es decir, semitas procedentes del norte de cuyo nombre conviene acordarse. Acto seguido, los acadios cayeron en la anarquía, hasta que llegó un tal Dudu para salvarlos completando una dinastía de once reyes acadios, el último de los cuales fue Shu-Durul, que cerró el período en 2154 a. C. Era ya tiempo para el surgimiento de Babilonia. Pero antes revivieron los sumerios hasta el año 2004 a. C. en las ciudades de Lagash, Ur y Uruk, es decir, la ribera del Éufrates, pues sobre el Tigris la que se encuentra, aguas arriba, es Bagdad. El rey Shu-Sin, de este período, se quejaba por carta de que no tenía barcos para llevar grano a Ur. Fue una época difícil con disgregación política, sequías, hambrunas e inundaciones. Babilonia estaba, sin embargo, a la vuelta de la esquina, fundada por los acadios de 2350 a 2150 a. C. a caballo sobre ambas riberas del Éufrates, e invadida por los amorreos en 1850. De aquí podemos deducir que la nueva y brillante metrópolis, pletórica de cultura y civilización, emergió como síntesis de Sumer y los acadios fertilizados (o removidos) por lo que trajeron del norte los amorreos.

Después de los acadios llegó a Mesopotamia –tierra entre ríos– la segunda oleada de este pueblo semita, procedente de lo que hoy es Jordania, llamado entonces Martu, país amorreo. Su nombre procedía de su dios, Amurru, y aprovechando la descomposición acadia en la proximidad del II milenio a. C., colonizaron las dinastías locales al final de la época paleobabilónica. La primera dinastía amorrea duró cuatro siglos y alcanzó su esplendor con el famoso Hammurabi, sexto rey amorreo que publicó un código y, excelente político y militar, pudo soñar con la fundación de un imperio que heredó Samsuiluna, soberano de las Cuatro Regiones. Este monarca babilonio hubo de hacer frente tanto a presiones externas (los montaraces casitas) como a los afanes separatistas de Ur, Uruk e Isin, entre otros enclaves; su hijo y su nieto se las vieron tiesas con los casitas, y Samsuditana, en 1595 a. C., sucumbió ante ellos, con lo que dio comienzo una nueva dinastía de treinta y seis monarcas y otros cuatrocientos cincuenta años, hasta la llegada de la estirpe de Isin, de la que destacó con luz propia el célebre Nabucodonosor.

Los casitas llegaron incluso a cambiar el nombre de Babilonia por el de Karduniash, y su rey Karaindash (1452-1436 a. C.) mantuvo correspondencia con el imperio del Nilo, Egipto, al oeste, y el faraón Tutmosis III el Grande, de la XVIII dinastía egipcia, hijastro de la gran reina y regente Hatshepsut, además de vencedor de los recalcitrantes cananeos en Megido y Kadesh. Por su parte, Kurigalzu fortaleció esta alianza babilónico-egipcia al lograr que una princesa casita, Tiy, desposara al faraón Amenhotep III, bisnieto del gran Tutmosis. Todo este esplendor diplomático se apagó sobre el año 1208 a. C., cuando el rey elamita Kitén-Khutrán atacó el sur de Mesopotamia. Elam eran las tierras delimitadas entre el Nar Marratum (estuario del Shatt-al-Arab), las orillas del golfo Pérsico y las montañas de Irán. Territorios muy pronto denominados como País del Mar (el golfo Pérsico, se entiende), de donde llegó la renovación al trono babilónico a la vuelta del milenio a. C. y caldo de cultivo para que, en las estribaciones de los montes –donde se alza la ciudad de Susa– ,podamos localizar el origen de un nuevo y gran pueblo marítimo para el próximo capítulo, los persas, cuyos antecedentes con el Imperio medo y el reino aqueménida (por el rey Aquemenes) se sitúan precisamente en este momento. Sobre las orillas del golfo Pérsico, en Elam, delimitamos así las raíces de uno de los protagonistas de la primera gran batalla naval de la Antigüedad, Salamina, en 480 antes de Cristo.

Antes, sin embargo, Elam tenía que zamparse la Babilonia casita. Kitén-Kutrán, como sabemos, inició la tarea llevándose a Elam un auténtico convoy de obras de arte, consistente en tesoros como el Código de Hammurabi, la Estela de Naram-Sin y el Obelisco de Manishtushu, el célebre rey pirata acadio. Pero Babilonia se vino arriba con Nabucodonosor y devolvió la pelota a Elam, que fue conquistada. Tras el gran monarca, sin embargo, decayó el poder babilonio, y en la propia ciudad, sometida a calamidades, se registraron incluso prácticas de canibalismo. El País del Mar, finalmente, logró imponer una breve dinastía de 1024 a 1004 a. C. con tres reyes, de los que el primero fue Simbar-Shipak, tal vez antecedente (por el nombre) del legendario Simbad el Marino.

Mesopotamia descendió entonces una larga y caótica sima de la que se aprovechó el nuevo poderío militarista asirio, que impuso la nueva dinastía de veintiún monarcas de 747 a 625 a. C. y se estrenó en las operaciones navales, aunque (como veremos en el capítulo siguiente) la primera batalla naval que se recuerda ya se había librado tiempo atrás, en 1190 a. C., entre los egipcios y los Pueblos del Mar. (Conviene no confundir los Pueblos del Mar con el antedicho País del Mar, los elamitas, ni con el posterior Pelasgos o Pueblo del Mar, los griegos, a los que llegaremos en su momento). Entre los reyes asirios encontramos algunos conocidos: Sargón II, Senaquerib o Asurbanipal, soberanos guerreros y conquistadores procedentes de las mesetas del Kurdistán, cuyos antepasados amorreos y hurritas fundaron el pueblo de Mitanni o Khanigalbat durante el II milenio a. C. Sus puntos fuertes eran la diplomacia, la férrea estructura familiar –donde el hermano mayor era único heredero– y una sólida organización militar, basada en el empleo del metal (espadas y armaduras) y la gran innovación técnica aprovechando el invento babilonio de la rueda, el carro de caballos, objeto último del maryannu (poseedor de carro y montura). Asiria logró su prestigio militar al derrotar a fenicios, medos y arameos antes de volver su mirada hacia una Babilonia que languidecía añorando tiempos mejores y tal vez aceptó de buen grado los nuevos monarcas asirios, como Salmansar V, que reinó con el nombre de Ululaya en el llamado Imperio Nuevo.

1.2.-RA%20II.tif

Askam de cañas de papiro llamado Ra II, construido por los aimarás del lago Titicaca, con el que Thor Heyerdahl cruzó el Atlántico en cincuenta y siete días de Safi (Marruecos) a Barbados en 1970, travesía con la que demostró las tesis de las grandes migraciones.

La ciudad, sin embargo, alcanzó una nueva época dorada con Sargón II, de 722 a 705 a. C., que luchó duramente en todas las fronteras, y, en especial, contra Elam (los persas) y contra Egipto. Su heredero, Senaquerib, trasladó la capital a Nínive, sobre el río Tigris, aguas arriba de Bagdad. Los asirios tenían, como los sumerios, su propia versión de Noé, el rey Utu-nipishtim, natural de Dilmun, al que avisó también Enki de que iba a caer la mundial; el arca tuvo esta vez su capitán, Puzur-Amurri. Aunque nadie lo habría dicho, el pueblo asirio pronto demostró ser, como este último, marinero. En los astilleros de Nínive y de Turbarsip, en el Éufrates, Senaquerib construyó en 694 a. C. una gran flota durante un año. Las embarcaciones descendieron el cauce de ambos ríos y al llegar las del Tigris a Upi se izaron a tierra y mediante plataformas rodantes fueron trasladadas al canal de Arakthon para ganar luego el Sahtt-al-Arab en Bab-Salimeti. Cuando ya estaban casi dispuestas para zarpar, las sorprendió una tremenda tempestad que destrozó la flota que tantos esfuerzos (por río y por tierra) había costado. Senaquerib dio un mes a sus hombres para recuperar todo el material desmantelado, y de lo que hubiera sucedido en caso contrario nos habla el hecho de que la expedición estuvo lista puntualmente para la nueva orden de zarpar contra las costas de Eritrea, es decir, de Egipto. Un bajorrelieve descubierto en 1845 por el arqueólogo británico Austen Henry Layard en Mesopotamia y que se encuentra en el Museo Británico nos muestra la flota asiria atravesando el mar Rojo: barcos del año 700 a. C. protagonizando una de las primeras operaciones anfibias de la historia.

No muchos años después, en 612 a. C., Nínive, la capital asiria, conoció la debacle completa cuando los enemigos aliados marcharon sobre ella y no dejaron más que piedra sobre piedra y el lamento del profeta Nahum: «¡Ay de la ciudad sanguinaria! Cuantos oigan hablar de ti batirán palmas por tu causa, porque ¿sobre quién no descargó sin tregua tu maldad?». Como otros pueblos prepotentes y agresores, los asirios habían completado su trayecto por la historia y acabaron por recibir su merecido. Babilonia, sin embargo, les sobrevivió con la llamada dinastía caldea, que ocupó de 625 a 538 a. C., para darse la mano casi temporalmente con los griegos. Nabucodonosor II otorgó a la ciudad brillo inusitado y legendario; venía a ser como París o Londres, pero de Oriente. Su nombre acadio, Bab-ilani, la ‘Puerta de los Dioses’ –traducida al griego como Babylon–, se materializaba con construcciones hermosas como la reconstruida Puerta de Ishtar iraquí de nuestros días. El Templo de Marduk, conocido como Esagila, con su zigurat o ziqqurratu (pirámide escalonada) llamado Etemenanki (‘Casa del Cielo y la Tierra’), destacaba sobre los demás; hay quien ha relacionado dicho zigurat con la mencionada Torre de Babel. Una doble muralla con foso de veinte metros de anchura protegía la ciudad de invasores. Por la Puerta de Ishtar se daba paso a la calle procesional, cuyo fin eran los palacios y los famosos jardines colgantes. Por último, un puente de 123 metros cruzaba sobre el río Éufrates. Todo, para que muy poco después, en 539 a. C., un sucesor de Aquemenes, Ciro II el Grande, entrara en la ciudad y la proclamara provincia persa. Era la venganza de Elam, el País del Mar.

LOS BARCOS MESOPOTÁMICOS

No sabríamos prácticamente nada –o muy poco– de las antiguas embarcaciones mesopotámicas de no ser por las investigaciones de los modernos arqueólogos y aventureros del siglo XX. Entre ellos destaca el noruego Thor Heyerdahl, universalmente famoso (película incluida) desde que, en 1947, decidió demostrar la tesis de que las islas de la Polinesia pudieron en su día ser colonizadas desde las costas sudamericanas por civilizaciones incaicas precolombinas. Para ello, construyó en el puerto del Callao (Perú) una balsa con varios troncos de árbol de balsa (valga la redundancia), sobre los que puso una caseta y un mástil bípode con una vela cuadra en la que la tripulación dibujó un gran rostro de Tiki, el antiguo dios de la isla de Pascua que, según la leyenda, cruzó las aguas. La embarcación, bautizada Kon-tiki, no destrozaría ningún récord de velocidad (de hecho, y según las condiciones, debía conformarse con derivar al impulso de la corriente, sin gobierno alguno), pero llevó a toda su tripulación intacta a su destino (las islas de la Polinesia) y pulverizó todos los márgenes previsibles de fama para un heterodoxo intento semejante. Heyerdahl, amparado por el éxito y una pluma excelente, que le permitió narrar verazmente todas sus aventuras, se convirtió en personaje de primera fila entre los investigadores navales y, en especial, entre los que estudiaban los ignotos barcos de la Antigüedad que no procedieran de la cuenca mediterránea.

1.3.-%20THOR%20HEYERDHAL.tif

Sin dejar que se nublara el objetivo científico por la arrolladora repercusión mediática de sus hazañas, Thor Heyerdahl reveló a la posteridad, con su talento e investigaciones alrededor del mundo, cómo pudieron ser las primeras embarcaciones empleadas por el hombre.

Se esté o no de acuerdo con sus métodos, hay que hacer el mayor elogio a la labor realizada por Thor Heyerdahl, pues gracias a él conocemos mucho más de las antiquísimas embarcaciones que un día pudieron surcar los mares y aún las surcan hoy debidamente transformadas. Nos parece de la mayor justicia que una de las flamantes fragatas de la Armada noruega –construidas en España– lleve su nombre junto al de exploradores como Roald Amundsen o Fridtjof Nansen. Sólo discrepamos de los imitadores, quienes, lejos de perseverar en la línea de investigación abierta por Heyerdahl, han hecho de la navegación en balsa una especie de deporte moderno para trastorno de las autoridades (algunas veces comprometidas en apoyar estos devaneos) y los servicios de salvamento marítimo, siempre pendientes de sacar del apuro a los que andan por ahí queriendo emular la Kon-tiki con varias cámaras de televisión a bordo mientras los patrocinadores esperan rentabilizar la inversión.

Lo cierto es que a Heyerdahl, de abierta mentalidad pero firme propósito, la fama no le desvió ni un milímetro el entendimiento, y las consecuencias inesperadas de sus aventuras no le transformaron en estrafalario gurú de sus propios desatinos, siempre más pendiente de rellenar la cuenta corriente que de llegar a conclusiones verdaderamente útiles, como a tantos otros ha sucedido. Permaneció siempre como inquisitivo investigador que, lejos de pretender ser alguien, sólo quería demostrar fríamente la exactitud o falsedad de sus tesis, cosa que únicamente un nórdico como él pudo haber hecho. Al final, como toda obra humana, el objetivo no se alcanzó plenamente, pero abrió tantas puertas a la futura investigación que sólo por eso debería celebrarse.

Tras la Kon-tiki (la cual, trasladada a un museo de Oslo, se marchitó tristemente al secarse) construyó otras tres naves, que entran de lleno en la categoría que a este libro afectan, es decir, pudieron ser el primer tipo de barco de guerra de la Antigüedad; en especial, del tipo sumerio al que nos hemos referido, empleado por la flota de Senaquerib. En 1969, Heyerdahl construyó, a la sombra de las pirámides de Guiza, un kaday o barco de tallos de quince metros de eslora, el Ra I, para lo que empleó como modelo los construidos por los indígenas en el lago Chad. La idea era demostrar que los barcos de haces amarrados de tallos de papiro pudieron, en la Antigüedad remota, unir las orillas del océano Atlántico, con lo que las civilizaciones habrían estado mucho más en contacto de lo que de forma clásica se venía creyendo y la propia mar, lejos de ser un inmenso foso insalvable, pudo haberse convertido en vía de comunicación y unión de pueblos remotos. El propósito, desde luego, era seductor, pero el barco, del que apenas nada se pudo ensayar o probar antes de su primera navegación de altura, no respondió a las expectativas. Trasladado a la costa marroquí para emprender desde allí la travesía transatlántica, sufrió diversos daños en los transportes, los tallos debieron secarse de forma imprevista y finalmente el Ra I, cuando tuvo que navegar, se mostró poco gobernable y, lo que es peor, completamente deformable cuando se empapó de agua salada, para acabar por descomponerse tras navegar dos mil setecientas millas por los alisios. Heyerdahl y los suyos tuvieron que ser rescatados en medio del Atlántico; aunque el investigador noruego se esforzó en demostrar que, lejos de desvirtuar su tesis, lo que había conseguido el Ra I la apuntalaba, lo cierto es que el buque difícilmente se había comportado como tal, obligando a la tripulación a asumir riesgos, y el fracaso final arrojaba un inevitable saldo negativo.

Así que, ni corto ni perezoso y tras revisar serenamente sus actuaciones, menos de un año después estaba Heyerdahl con nueva tripulación y un segundo barco de tallos cruzando el Atlántico en un segundo intento. El Ra II era un askam de apenas doce metros de eslora construido por los indios aimarás del lago Titicaca, cambiando así todas las especificaciones básicas del fallido experimento anterior. El riguroso cambio se mostró insospechadamente efectivo, y el Ra II, beneficiado por toda la experiencia de su antecesor, cruzó el océano Atlántico en 1970 de Safi (Marruecos) a Barbados en cincuenta y siete días, con singladuras diarias de casi cien millas náuticas, a una velocidad media de 2,4 nudos. Lo más importante era que el barco de tallos construido por los aimarás se había comportado como tal, podía gobernarse perfectamente y, aunque adolecía de numerosas imperfecciones dada su naturaleza, en ningún momento amenazó con desmontarse o descomponerse, como le sucedió al Ra I. Heyerdahl pensó que el secreto estaba en dejar empaparse los tallos exteriores durante cinco semanas para que formaran cámaras de agua protegiendo los del interior, capaces de mantener a flote la nave. Fuera como fuese, el Ra II de haces de papiro funcionó, dejando sentado irrefutablemente que un barco de tallos podía navegar y llevar considerables pesos a bordo, aparte de las provisiones, agua y la tripulación, siempre y cuando lo construyeran artesanos avezados.

El intento tal vez más atinado e interesante de Thor Heyerdahl con un barco de tallos fue el tercero, cuando materializó, en 1978, un mashuf de tallos de caña berdi mesopotámica no lejos de donde Senaquerib hizo construir los suyos, en el Shatt-al-Arab, al que llamó Tigris. Esta vez, se trataba de demostrar que las civilizaciones del valle del Indo, el mar Rojo y el golfo Pérsico estuvieron inevitablemente comunicadas en la Antigüedad con barcos de tallos muy evolucionados. Realmente, sin pretenderlo, reprodujo al pie de la letra el que pudo ser buque de la flota de Senaquerib en el año 700 antes de Cristo.

El Tigris, en efecto, resultó un gran y hermoso barco de dieciocho metros de eslora, construido por los indios aimarás y que desplazaba alrededor de treinta y tres toneladas. La Expedición Tigris zarpó, como la flota de Senaquerib, del golfo Pérsico y el Shatt-al-Arab, viajó a Baréin en busca del reino de Dilmun, cruzó el estrecho de Ormuz para detenerse en Omán –en lo que en su día pudieron ser las legendarias minas de Magán– y luego navegó hasta Karachi (Pakistán) en el valle del Indo. A continuación surcó el mar Arábigo y el golfo de Adén, y remató su memorable viaje en Yibuti tras recorrer 4.200 millas, más que el Ra II, cuya corredera marcó al final de su periplo 3.270 millas.

Puede que algunos, tal vez esperando otra gran hazaña marinera de Heyerdahl, no entendieran el propósito absolutamente académico y cultural de esta expedición. El ya veterano explorador, comprobando el estado de guerra y violencia en que se hallaba la parte del mundo en que había navegado, tras obtener todas las respuestas que buscaba, decidió sacrificar la embarcación quemándola en intento de llamar la atención de los medios de masas en pro de la paz mundial. El Tigris, por desgracia, ardió en vano. Si hoy un buque de tallos surcara las mismas aguas, probablemente los piratas (somalíes o de cualquier otra nacionalidad) lo habrían abordado y saqueado, tal vez habrían secuestrado a la tripulación para pedir rescates, o habría sido abordado por cualquier mercante que estuviera navegando a toda máquina para protegerse de estos ataques.

Dada su ya larga experiencia en barcos de tallos, Heyerdahl y su tripulación pudieron manejar y obtener gran rendimiento de la embarcación, demostrando el nivel de destreza y pericia marinera al que pudieron haber llegado alguna vez los sumerios, babilonios y asirios con sus buques tanto mercantes como militares. En otras palabras, Heyerdahl demostró que estos pueblos, clásicamente considerados como de tierra adentro, pudieron ser marineros en muy alto grado, lo que cambiaría por completo el concepto histórico que tenemos de ellos. Fueron, además, los elamitas con los medos y luego los persas quienes recogieron este legado, por lo que el pueblo que se enfrentó a los griegos en Salamina no era típicamente continental ni utilizó completamente a los fenicios para dotarse de flota y brazo armado marítimo, sino que ya disponía de esta cultura sobre las aguas del golfo Pérsico y el océano Indico desde mucho tiempo atrás, cuando tomaron el nombre de País del Mar.