Título: El Clan de los Imagineros.

Autor: Antonio José Rojas López.

 

© Antonio José Rojas López, 2017

© de esta edición, EDICIONES LABNAR, 2017.

 

Imagen y diseño de cubierta por Ediciones Labnar

 

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ISBN: 9788416366163

Código BIC: FV-5AQ

 

Primera Edición: Marzo 2017

 

 

 

 

 

De los misterios, el amor.
El de un marido a su mujer.
El de un padre a sus hijos.
El de un hermano.
El de un hijo a sus padres.

 

Y al ocho, siempre eterno, Semper fidelis.

 

 

 

 

 

Al final, sé muy bien que si pido copas me saldrán espadas.

Al final, sé muy bien que el destino guarda cartas en la manga.

Mi nombre no importa, dónde vivo sí.

El incansable discurrir de nuestra propia rutina nos hace diferentes a unos de otros.

 

El destino hizo que conociera la verdad que aguardaba bajo el suelo que piso una mañana clara de finales de octubre, junto a él. Llevábamos una eternidad compartiendo momentos, espacios y circunstancias, pero nunca habíamos compartido aquel secreto que inevitablemente nos unía. Éramos dos transeúntes desorientados por la voracidad del día a día, inconscientes de que algo más que un simple lazo de sangre soldaría nuestra existencia para toda la eternidad.

Aquella arriesgada mañana, él estaba pensativo. Su mente, siempre racional, viajaba de un lado a otro tropezando una y otra vez con la inconsistencia del comportamiento humano, pero su mirada delataba una confianza inusual en lo que estaba a punto de acometer. El reloj marcaba poco más de las nueve cuando, sin dudarlo lo más mínimo, me cogió del brazo y con su habitual tono existencial me condujo hasta un lugar apartado.

Cuando yo apenas contaba con nueve años le vi nacer, crecer y convertirse en un hombre metódico y calculador, entusiasta y exigente, indeciso pero contundente, con un gran corazón ávido de justicia, sereno y paciente, pero, por encima de todo, vulnerable.

Nunca olvidaré aquella mañana de octubre. Fue entonces cuando supe verdaderamente quién era.

Cada segundo de nuestra vida es tan importante como el siguiente y cada rincón de nuestra alma abriga un sentimiento confundido. En mi interior siempre ha existido una batalla no acabada entre la fe y el sentido común, entre el mal y el bien, entre la misericordia y la venganza. Una batalla que ha dejado decenas de cadáveres con diferentes formas de culpabilidad no resuelta.

Aquella mañana de octubre, mi vida cambió para siempre.

 

De lo que en aquel lugar apartado me hizo partícipe tendréis conocimiento en estas páginas.

De cómo cambió mi vida desde aquel preciso instante el único espectador soy yo.

 

Mi nombre no importa, dónde vivo sí.

 

 

Quien da testimonio de lo que en esta Villa aconteció hace ahora un año, fue designado cronista por su excelencia el Arzobispo Andreu, el 2 de junio de 1620.

 

Maese López y Ortiz es mi nombre; habiendo nacido en la capital del reino, por avatares de la suerte acabé en tierras de marisma.

No es historia sabida por terceros; yo mismo presencié cómo un pueblo entero vivió tan singular hecho.

Llegando a la villa el 7 de marzo, cuando el parduzco cielo se tornaba noche y donde pronto comprendería la tragedia tan repetida en nuestra santa tierra, de epidemias, hambrunas y pobreza que mermaron a una población débil de espíritu y frágil de conciencia.

Extramuros de la ciudad me topé de bruces con lo que los lugareños llamaban la plaza de los ajusticiados, y válgame que su nombre no impresiona menos que su imagen, llena de tristeza y olor rancio a castigo y sufrimiento. Regida por un patíbulo, la plaza era un poco extraña en su construcción, la cual pude contemplar más tarde desde una ligera elevación cercana: dos triángulos invertidos, entrelazados ambos; y no sería esta la única forma que viese en la villa.

A pocos metros de la plaza, había un hospedaje para los enfermos y peregrinos que rondaban aquellos lares. Tres puertas franqueaban una muralla de una piedra caliza oscura, con marcas de algún cantero diluidas en el tiempo. La muralla, la defensa principal de la población en los últimos años, seguramente fue centinela de cuantas almas allí moraban, las cuales, a pocos metros, contemplaban lo que aún quedaba de un antiquísimo templo, casi desapercibido.

Arremolinándose alrededor de estas edificaciones, había casas de fábrica empobrecida que, apiñadas, daban la impresión de ser el núcleo urbano.

A un costado, erguida sobre una base del mismo color y misma piedra que las murallas, se alzaba la capilla de la Vera Cruz, donde un pequeño cimborrio mostraba la devoción por la cruz, patente con solo penetrar un metro en el interior de la capilla.

Poco tiempo pasó hasta que percibí con extrañeza que algo sobrevolaba el ambiente. El posadero, dos frailes que malvivían en el hospedaje para enfermos y algún que otro vecino me alertarían de lo que acontecería al día siguiente.

Amaneciendo con lluvia por doquier, todo se convirtió pronto en un lodazal, un grisáceo panorama que auguraba un presentimiento, aún no sabía si bueno o malo.

No antes del mediodía, quise visitar la capilla de la Vera Cruz, a la cual accedí desde la calle de la Cañada Real. Dos portones, de más de cuatro metros de altura y dos de anchura, me recibieron y cobijaron del agua. A pesar de su planta pequeña, la altura del templo sobrepasaba lo lógico según la función del mismo. Capiteles alegóricos de caballeros y animales de fábula circunscribían dos de los tres altares.

En el más occidental, una imagen de Cristo en el momento de su muerte. Sobre la parte alta del retablo volvía a encontrarme con aquellos triángulos; «extraño», pensé.

Como dije, otro altar solitario, con la madera sin terminar de tallar, a medio policromar, emergía al final del crucero con aires de protagonista principal. Justo delante, el mayordomo de la cofradía titular de la capilla rezaba y lanzaba plegarias. Pero ¿a quién?

Desde atrás pude entender que aquellas plegarias provenían de un alma inquieta. Sin preguntarle, pude atisbar entre sus dedos el dibujo a carboncillo de una figura. Era un papel raído y amarillento, en el que destacaba la majestuosidad de aquella silueta; la de un crucificado que cambiaría mi vida. Le pregunté quién era, y el mayordomo, volviendo sus llorosos ojos, me respondió: «quien devolverá la fe a mi gente».

Tras meditar sus palabras, comenzó a narrarme una historia peculiar; esta empezaba con la epidemia que, a principios de siglo, asoló la comarca entera y dejó a su paso familias enteras destrozadas por un mal que arrancaba vidas sin piedad alguna.

Pero lo más asombroso estaba por llegar.

Este hombre, de mirada pausada y gesto sabio, me contó cómo aquel mal les dio de lado tras colocar una cruz en la entrada sur. Una cruz llegada mucho tiempo atrás a la capilla de la Vera Cruz en manos de un peculiar monje. Pasado el tiempo de muerte, aquellos vecinos prometieron realizar el crucificado más adecuado para retribuir a Dios por aquel milagro. Una talla sin igual, la más majestuosa que el hombre hubiese visto.

Pronto, hombres, mujeres, niños y ancianos dieron cuantos bienes poseían. Dinero, algún enser de plata y las escasas riquezas que tenían fueron entregados a un mercader de Sevilla, quien dio palabra de regresar con el encargo realizado.

Pero no fue así. Desgraciadamente, tras perder sus escasas posesiones, más tarde perdieron el ánimo y finalmente la fe.

No encajaba en todo aquello la ilusión y el optimismo que percibí a mi llegada entre el gentío que vivía alborotado en aquellos días.

Y es aquí donde conocí el milagro.

El mayordomo de la Vera Cruz sacó una carta con un dibujo y unas iniciales.

 

Yo, Juan de Mesa, maestro imaginero, os hago saber que será en la tarde del ocho de marzo de 1624, y no otro día ni en otra hora, cuando llegará vuestra imagen crucificada de Jesús, para salvación de las almas cristianas de esta villa.

 

Sevilla, 23 de diciembre de 1623.

 

No podía creerlo, aquella historia superaba los mandatos de la razón, aquel escultor en este pueblo. Increíble. Por supuesto, después de diez años de rezos y plegarias.

¿Cómo puede ser comprensible?

No salía de mi incredulidad, ni tampoco, a pesar de su fe, el pueblo. No podían creer tales afirmaciones, aunque el tiempo les daría la razón.

Tras salir de la capilla, me dirigí hacia el antiguo patio de sementales, frente a los restos del antiguo templo, del cual os hablaré más tarde. Quiso el azar que en aquel instante me encontrase con una guarnición de soldados muy especial. Extintos parecían, y la realidad seguía superándome. Su cruz bermellón en el pecho me hizo detenerme frente a ellos. Hombres recios, de ojos afilados y calma imperturbable.

El medio día había sucumbido a la negrura de la tormenta que a punto estaba de desatarse, aunque daba igual. La gente seguía llegando desde todos los puntos de la villa hasta el barranco del buen aire, donde el barro ya era acuciante.

Los doce caballeros salieron a caballo empujados por una fuerza que los llevaba a ello, y una orden taxativa que les hizo estar allí. Bajo la lluvia, bajaron decididos por aquella pendiente endiablada, con dificultad y peligro pero con un arrojo excepcional, propios de hombres curtidos en mil batallas.

Era la hora, todo se había dispuesto y urdido para ese momento.

El sonido de la lluvia pareció diluirse al oírse los primeros relinchos de los grandes caballos que a los lejos se mezclaban en el viento. El mayordomo de la Vera Cruz apareció y se postró en el suelo, agradecido a Dios, llorando, rezando, casi exhausto de tantos años manteniendo la fe intacta.

Cuatro corceles negros comenzaron a subir el terraplén que los condujese hasta lo más alto del cabezo tirando de una carreta hecha de lona aterciopelada y muy gruesa. El silencio era sepulcral, roto tan solo cuando alguno de aquellos caballos realizaba un esfuerzo más para terminar su periplo.

Los caballeros abrieron en formación el camino hasta la cima, para que la carreta prosiguiera entre el gentío. El sol terminó de ocultarse cuando el arriero mandó detener a los caballos. La multitud, imbuida de un éxtasis indescriptible, aguardaba expectante.

Tal vez, movido por mi curiosidad innata, un extraño impulso me hizo ir hasta la parte trasera de la carreta. Al despejar la entrada, un escalofrío recorrió mi alma. Aquel crucificado del dibujo había tomado forma. A su lado, un hombre pensativo me invitó a subir. A escasos centímetros de aquella maravilla, mis palabras eran pocas y las preguntas demasiadas.

«¿No esperaba esto?», me preguntó.

Sin saber qué decir, solo pude balbucear.

«Es maravilloso… todo se ha cumplido».

Y con esas palabras se desplomó sobre el torso de la imagen. No podía creer aquello. De su mano, aún caliente y temblorosa, casi caía al suelo un trozo de papel preparado para ser entregado a alguien, o no, pero que decidí aceptar yo.

La lluvia cesó su tintinear sobre la carreta y al querer bajar de ella, torpe de mí, tropecé y, sin querer, puse en funcionamiento un mecanismo de poleas que dejó al descubierto a los huéspedes del interior.

Los llantos sordos se volvieron sonoros y las rodillas, cual estacas, se clavaban en el barro. Las plegarias de tantos años al fin tenían portador. En la antigua puerta del Sol del esfumado templo, bajaron con esfuerzo al crucificado, el cual, debido al viaje, venía sucio y polvoriento. De repente, la hija del zapatero, de casi once años, se acercó a la imagen y con las pequeñas manos secó sus ojos y pasó sus dedos por la cara para purificar aquella suciedad.

Fue así como el Santísimo Cristo de la Vera Cruz sentenció su presencia en Las Cabezas por primera vez.

Hoy, desde Tierra Santa, le envío esta misiva que en manos del insigne y magnífico escultor Juan de Mesa hallé.

 

No por ser cierto carece de menos valor y credibilidad que si fuese visto o escuchado. A toda la villa, la cual fue puesta en mi camino por la mano intangible de Dios.

Os preguntareis por qué traigo aquí este crucificado, por qué aquí y no en otro lugar. Vuestros nombres, este lugar, vuestras carencias espirituales, fueron puestos en mis ojos y en mi corazón una noche en la cual me fue revelada la respuesta a muchas cosas.

Aquel sueño hasta vosotros me trajo, tal vez guiado por la misma necesidad que hace al hombre acercarse a Dios.

Una imagen, una talla. Este crucificado es mi rezo y vuestra salvaguarda para que saldéis vuestra deuda con nuestro creador. Él me lo pidió.

Poco tiempo me queda de vida, lo sé. Pero terminaré mi imagen, y la entregaré a su destinatario, a esa villa a la que pertenece. Luego me tocará rendir cuentas a mí.

Honradle, y haced de la cruz vuestra luz, de la corona vuestra fuerza y de su sangre vuestra fe.

El cristo al que llamaréis de la Vera Cruz os eligió a vosotros, a Las Cabezas.

 

Juan de Mesa, 10 de septiembre de 1623

 

 

Capítulo 1

Si hablamos de casualidades, destino o libre albedrío, podríamos encender un debate que me apasiona. De cómo podemos entender el universo como una línea constante donde cada punto de energía hace surgir más energía, uniendo partícula a partícula, haciendo de cada ser un vehículo vital en su afán de supervivencia diaria. O, por el contrario, podemos mirarnos como pequeños microuniversos que gestionan su existencia a través del instinto y las emociones.

Lo sé y me lo dicen en ocasiones, pero no puedo evitarlo, no puedo corregir ese impulso que desde pequeño me lleva a querer saber el porqué de todo y que, en ocasiones, me llevó a situaciones difícilmente imaginables. Pero soy yo, a mis veintiocho años es complicado que alguien me cambie. Ya lo intentaron, y dejé regueros de cadáveres sociales por el camino. Al final entenderé que el inadaptado social soy yo, no tengo dudas.

Precisamente os estoy hablando de mi dificultad para la interacción en las relaciones humanas y ni tan solo me he presentado. Soy Mateo, os sobra con mi nombre, y me dedico a la Física, sí, y no a la Educación Física, sino a la teorización sobre la Física y los complejos mundos que abarca la mecánica cuántica. Os lo contaré muy brevemente.

La mecánica cuántica es la rama de la Física que trata los sistemas atómicos y subatómicos, y sus interacciones con la radiación electromagnética, en términos de cantidades observables. Se basa en la observación de que todas las formas de energía se liberan en unidades discretas o paquetes llamados cuantos. Sorprendentemente, la teoría cuántica solo permite, normalmente, cálculos probabilísticos o estadísticos de las características observadas de las partículas elementales, entendidos en términos de funciones de onda. La ecuación de Schrödinger desempeña el papel en la mecánica cuántica que las leyes de Newton y la conservación de la energía hacen en la mecánica clásica. Es decir, la predicción del comportamiento futuro de un sistema dinámico, y es una ecuación de onda en términos de una función de onda la que predice analíticamente la probabilidad precisa de los eventos o resultados.

¿Os habéis enterado?

¡Observo!, ese es mi trabajo…, observar el comportamiento de la energía.

Bueno, supongo que conforme avance mi historia entenderéis algo más. A mí tan solo me llevó cinco años de carrera el posicionarme un poco, tened paciencia.

Os decía que mi nombre era Mateo y mi edad veintiocho años cumplidos hace pocos días. Estar aquí contando una historia tiene más que ver con el desorden de las circunstancias que con el complejo mundo matemático que rige mis veinticuatro horas vitales diarias.

De padre y madre catalanes, desde muy joven viví en Sevilla. Un traslado del trabajo de mi padre, militar en la base de Tablada, nos hizo residir en la amada y odiada ciudad de mi corazón. No tengo constancia emocional de mi lugar de nacimiento en la parte más rural del Pirineo Catalán.

Sarcasmo aparte, no me considero legítimo defensor de ningún tipo de nacionalismo, ni regionalismo, ni tan siquiera localismo que haga aflorar en mí el más mínimo sentido de la identidad asociada a un pedazo de tierra.

Lo sé, no puedo analizar todo como una ecuación matemática. Y como no puedo analizarlo todo seré más pragmático y os contaré qué me ha sucedido en los tres últimos meses. Más concretamente desde el ocho de marzo pasado hasta ahora mismo, víspera del día de San Juan. Cosas de la vida, quién me diría que aprendería onomásticas de santos.

Como muchas mañanas, camino de la Isla de la Cartuja a la Facultad de Ingeniería, en la que últimamente desarrollo un ensayo, al tener en obras parte de mi laboratorio en el campus de Reina Mercedes. La radio me indicaba que eran casi las ocho cuando el teléfono sonó:

—Mateo —sonó con voz firme.

—Buenos días, papá. ¿A qué debo el honor de recibir esta llamada con tanta premura mañanera?

—Deja los formalismos para tu jefe, que yo soy tu padre. ¿Puedes pasarte por la base antes de regresar a casa?

—Hombre, por favor, ¿y dejar de ver a la sargento más guapa del cuerpo? Claro que sí, dalo por hecho. ¡Dieciocho horas Zulú, señor!

—¡Anda, anda…! Que tengas un buen día.

—Igualmente, papá.

Mi padre, capitán del Ejército del Aire. Honrado, fiel a unos principios y a tres días de la jubilación. ¡Que figura! Dice que pasará su vejez haciendo maquetas de castillos. Increíble.

Aquella llamada era una más de tantas que recibía en la semana, desde hacía varios meses. Un día para recogerlo, otro para llevarle algo, otro para una pregunta. Simplemente estaba nostálgico, viendo el óbice de su vocación y, tal vez, soy yo quien le recuerda todo eso, no sé. Cosas de la edad, imagino.

Tras un día en el que no salía nada de lo teorizado en nuestras pruebas, iba dando vueltas a la cabeza cuando me topé con la entrada de la base. Joder, estaba allí como teletransportado desde la avenida de los Descubrimientos…

Carlos, un cabo de 19 años me recibía casi ofreciendo un saludo militar, al que siempre le contestaba que eso no era para mí. Me daba cuenta del respeto que la tropa tenía a mi padre y del aprecio del que sin duda se había hecho merecedor.

Subí desde el pabellón de oficiales, haciendo una pausa en la segunda planta para decirle hola a Virginia, aquella rubia de rasgos vikingos que se encargaba por lo visto de las telecomunicaciones. Me encantaba, jamás se lo dije a nadie.

Una planta más arriba, estaba él. Impoluto uniforme, hebillas doradas como el primer día y porte de galán de telenovelas. A punto de despedirse de su vida, trabajo y vocación, su despacho era armonía pura, plagado de maquetas de campos de batallas de nuestra historia. Miraba al de la derecha y me decía:

—Ahí está hijo, ese es el día que cambió nuestra historia. A la derecha la Orden de Calatrava, a la izquierda la Orden del Hospital de San Juan, los de Santiago en retaguardia y en la vanguardia el Temple. Justos, recios, casi fanáticos defensores de un ideal. Allí, hijo mío, murieron por lo que hoy debiéramos ser y por desgracia no somos.

Más arriba, una maqueta del castillo de Valencia defendido por el Cid, donde perdía casi el paso del tiempo, supongo que imaginando batallas, honor y esas cosas que tanto le gustaban.

Y, casi desapercibido, un orbe, de tamaño medio, propiedad de la familia. Tenía constancia de él desde que tengo uso de razón. Y mi padre exactamente igual, y el suyo, y así remontándose a muchas generaciones atrás que lo habían recibido como regalo al ingresar en el ejército. Mi padre me contó que realizó indagaciones al respecto y casi se remontaba al siglo xvii cuando su primer ancestro identificado lo legó a su hijo. Increíble, una saga de no sé cuántos militares, ciento cinco creo, y yo rompo la cadena, la historia y, según mi abuelo, el honor. Cosas de militares trasnochados, supongo.

Aquella mañana mi padre sí tenía una misión para mí, y no era otra que ayudarle a vaciar aquel despacho.

Varias cajas entraron como pudieron en mi coche, que no era un prodigio de espacio. Casi al salir por la puerta mi padre me silbó:

—¡Ey! ¡El orbe! Ya que no será legado más, tampoco lo dejes en el olvido… Ni ahora ni nunca, por favor.

Me di cuenta que me lo pidió con sumo respeto, aquello era lo más valioso que jamás podría tener en su vida, quiero pensar que familia aparte. Me volví y, como un equilibrista, lo puse con una mano en el sillón del copiloto. «Tú ahí», pensé en voz alta.

En siete minutos estaba en la S-30, en aquella tarde de viernes de un marzo frío, donde los coches que tenían que regresar a casa ya lo hicieron y yo, con una tranquilidad pasmosa, cruzaba el puente del Quinto Centenario mientras anochecía con un orbe del siglo xvii de acompañante.

«Buen plan, chaval», me dije, cuando por alguna cosa extraña no podía dejar de mirarlo. Estaba deteriorado, con signos inequívocos del paso del tiempo, y no del mal trato, que imagino habrá sido exquisito viendo el dado por mi progenitor.

Representaba el mundo, el nuevo mundo que los viajes de Colón proporcionaron a la humanidad. Y cosa extraña en mí, me trasladé a ese mundo. La historia no era una de mis debilidades, aunque he de reconocer que siempre fui bueno en Humanidades. Pensaba al mirarlo en lo increíble que sería vivir una época en la que se cambiaron tantas cosas, donde los hombres ofrecían su vida a cambio de la inmortalidad de la historia. Aquí, mi «yo» aventurero, ese que leía de pequeño el Capitán Alatriste, ese que volaba en sueños por tierras míticas, ese que desterré por la razón.

En esas divagaciones estaba cuando aprecié una hendidura extraña. Justo en la parte que cruzaba el pliego del papiro exterior por el norte de Inglaterra, había un orificio casi inapreciable, milimétrico, que me chocó un poco. Quedó ahí la cosa hasta llegar a casa, donde, por casualidad, tenía una sonda usada para el estudio de la caja metálica y la experimentación con mecánica básica con la que, a través de una microcámara, se podían observar ciertas reacciones químicas.

Me preparé la cena, vi un rato la tele, casi me dormí y en ello estaba cuando esa curiosidad innata me puso en alerta.

23:34 de la noche de un viernes, sin mejor plan que observar un orbe centenario. Lo puse en mi despacho, encendí la sonda, la conecté al iPad y a esperar qué encontraba. Polvo, supuse, y supuse mal. Porque existía polvo, pero nada más encender la cámara, allí había algo más. ¿Qué? No tenía la menor idea, pero tampoco le iba a decir al capitán que había introducido una sonda en su emblema familiar. Consejo de guerra casero, y al destierro como mínimo.

Lo recogí todo, y a dormir, era tarde, muy tarde. Ya estaba bien de jugar a Indiana Jones.