DRIVEN. GUIADOS POR EL DESEO

V.1: Junio, 2017


Título original: Driven

© K. Bromberg, 2013

© de la traducción, Aitana Vega, 2017

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2017

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: Valua Vitaly - Shutterstock


Publicado por Principal de los Libros

C/ Mallorca, 303, 2º 1ª

08037 Barcelona

info@principaldeloslibros.com

www.principaldeloslibros.com


ISBN: 978-84-16223-76-3

IBIC: FR

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

DRIVEN.

GUIADOS POR EL DESEO

K. Bromberg

Serie Driven 1


Traducción de Aitana Vega para
Principal Chic

5

Sobre la autora

2


K. Bromberg es una autora best seller que ha estado en las listas de más vendidos del New York Times, el Wall Street Journal y el USA Today. Desde que debutó en 2013, ha vendido más de un millón de ejemplares de sus libros, novelas románticas contemporáneas y con un toque sexy protagonizadas por heroínas fuertes y héroes con un pasado oscuro.

Vive en el sur de California con su marido y sus tres hijos. Reconoce que buena parte de las tramas de sus libros se le han ocurrido entre viajes al colegio y entrenamientos de fútbol.

CONTENIDOS

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Dedicatoria


Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25


Continuará

Sobre la autora

DRIVEN. GUIADOS POR EL DESEO


Colton Donavan es un piloto de carreras

rebelde y un empresario millonario.

Rylee trabaja ayudando a niños huérfanos.

Cuando se conocen en un acto benéfico, Colton

llega a la vida de Rylee como un huracán.

Entre ellos hay mucha química, pero

¿bastará para dejar atrás el dolor del pasado?



Llega la trilogía que ha vendido un

millón de ejemplares en Estados Unidos


Premio a Mejor Novela Extranjera

en el Festival New Romance de Francia


Para B., B. y C:

No dejéis de perseguir vuestros sueños.

El camino no será fácil y tal vez debáis intentarlo

durante años. Encontraréis obstáculos que superar

y críticas que ignorar. Habrá momentos de duda

y de inseguridad. Pero lo conseguiréis.

Y, cuando por fin alcancéis esos sueños,

no importa la edad que tengáis

o a dónde os haya llevado la vida,

aferraos a ellos, saboread el triunfo

y no los dejéis escapar.

Nunca.


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Capítulo 1

Suspiro en el acogedor silencio y agradezco la oportunidad de escapar, aunque solo sea por un rato, de la locura de conversaciones triviales que me espera al otro lado de la puerta. A todos los efectos, las personas que mantienen dichas conversaciones son mis invitados, pero eso no implica que tenga que sentirme cómoda con ellos. Afortunadamente, Dane comprende mi necesidad de tomarme un respiro y me envía a hacer un recado.

Deambulo por los pasillos desiertos de la parte de atrás del escenario del viejo teatro que he alquilado para el evento de esta noche y el único sonido que interrumpe el divagar de mis pensamientos es el de mis tacones. Rápidamente llego hasta el antiguo vestidor y recojo los catálogos que a Dane se le olvidaron durante la caótica y acelerada sesión de limpieza previa a la fiesta. Cuando me dispongo a regresar, repaso mentalmente la lista de cosas que hay que hacer para la muy esperada subasta de citas. Un zumbido de lo más molesto en mi cabeza me dice que se me ha olvidado algo. Pensativa, me llevo la mano a la cadera, donde suelo llevar el móvil con la lista de tareas que tengo que realizar, pero en su lugar atrapo un pedazo de organza de seda color cobre de mi vestido de fiesta.

—Mierda —murmuro entre dientes y me detengo un momento para intentar recordar qué he pasado por alto.

Apoyo la espalda en la pared y el corpiño del vestido me impide suspirar de frustración. Aunque me quede increíble, el dichoso vestido debería venir con una etiqueta de advertencia: respirar es opcional.

«¡Piensa, Rylee, piensa!». Dejo caer los hombros contra la pared y me balanceo sobre los talones de manera nada elegante para aliviar la presión de los dedos de los pies, apretujados dentro de unos zapatos de diez centímetros de tacón.

«¡Paletas! Nos faltan las paletas para la subasta». Sonrío por haberlo recordado a pesar de lo abrumada que he estado últimamente porque soy la única coordinadora del evento de esta noche. Aliviada, me separo de la pared y avanzo unos diez pasos.

Entonces, los oigo. Una coqueta risa de mujer seguida de un profundo gruñido masculino. Me paralizo, sorprendida por la osadía de los invitados a la fiesta, y, entonces, escucho el inconfundible sonido de una cremallera al bajarse, seguido de un jadeo ahogado que me resulta familiar y que procede de un camerino oscuro a pocos pasos de distancia.

—¡Ah! ¡Sí!

Cuando adapto los ojos a la oscuridad, distingo la chaqueta de un esmoquin negro tirada de cualquier manera sobre una silla vieja y unos zapatos de tacón al lado que alguien se ha quitado a toda prisa.

«No hay dinero suficiente en el mundo para convencerme de que haga algo así en público». Mis pensamientos se ven interrumpidos por un siseo masculino y entrecortado seguido de un gruñido:

—¡Oh, Dios mío!

Aprieto los párpados, indecisa. Necesito las paletas que están en el armario del almacén al final del pasillo, pero la única manera de llegar es pasar por delante del camerino de los amantes. No tengo otra opción. Rezo en silencio con la esperanza de pasar inadvertida. Me decido a avanzar con la cara como un tomate y la mirada fija en la pared opuesta y camino de puntillas para que los tacones no resuenen sobre el suelo de madera. Lo último que necesito es llamar su atención y encontrarme cara a cara con alguien conocido. Sin hacer ruido, exhalo aliviada cuando consigo cruzar con éxito.

Sigo intentando ubicar la voz de la mujer cuando llego al armario. Con torpeza, agarro el pomo de la puerta. Tengo que girar con fuerza para abrirlo y enciendo la luz. Localizo la bolsa con las paletas en el estante del fondo, entro en el armario y me olvido de sujetar la puerta para mantenerla abierta. Cuando cojo la bolsa, se oye un portazo detrás de mí tan fuerte que hace temblar las estanterías baratas que hay dentro del armario. Sobresaltada, me giro a toda velocidad para volver a abrir y veo que la bisagra de cierre automático se ha desconectado.

Dejo caer la bolsa, las paletas causan un gran estallido al caer contra el suelo de hormigón y desparramarse por él. Cuando alcanzo el pomo, gira, pero la puerta no se mueve ni un centímetro. Siento pánico, pero lo reprimo y vuelvo a tirar del pomo con todas mis fuerzas. Sigue sin moverse.

—¡Mierda! —me reprendo—. ¡Mierda, joder!

Respiro hondo y sacudo la cabeza con frustración. Aún tengo mucho que hacer antes de que empiece la subasta. Por supuesto, tampoco llevo el móvil encima para llamar a Dane y pedirle que me saque de aquí.

Cierro los ojos y mi enemigo mortal aparece. Poco a poco, las largas y devoradoras garras de la claustrofobia suben por mi cuerpo y me rodean la garganta.

Me aprietan, me atormentan, me sofocan.

Las paredes de esta pequeña habitación parecen encogerse y acercarse cada vez más a mí. Me rodean. Me oprimen. Me cuesta respirar.

El corazón me late de forma errática mientras contengo el pánico que me atenaza la garganta. Se me acelera la respiración y me resuena en los oídos. Me consume y destruye mi habilidad para suprimir los malos recuerdos.

Golpeo la puerta con los puños y el miedo me hace perder el poco autocontrol que me queda, pierdo la noción del tiempo. El sudor me gotea por la espalda y las paredes se siguen acercando cada vez más. Lo único en lo que puedo pensar es que necesito salir de allí. Vuelvo a aporrear la puerta y grito exasperada con la esperanza de que alguien cruce el pasillo y me oiga.

Apoyo la espalda en la pared, cierro los ojos y trato de recuperar el aliento, me cuesta respirar y empiezo a marearme. Me dejo caer hasta el suelo y, sin querer, apago el interruptor de la luz. Me sumerjo en una oscuridad absoluta. Grito y busco el interruptor con manos temblorosas. Cuando lo encuentro, vuelvo a encender la luz y, aliviada, veo que los monstruos de la oscuridad se van de nuevo a su escondite.

Sin embargo, cuando miro hacia abajo, tengo las manos cubiertas de sangre. Parpadeo para volver a la realidad, pero no lo consigo. Estoy en otro lugar, en otro momento.

A mi alrededor, percibo el acre hedor de la destrucción, de la desesperación, de la muerte.

Oigo su respiración débil y agonizante. Jadea, se muere.

Siento ese dolor tan intenso y abrasador que se retuerce en el fondo de mi alma y que parece que nunca se irá, ni siquiera después de la muerte. Mis propios gritos me sacan del mundo de los recuerdos y me siento tan desorientada que no estoy segura de si son pasados o presentes.

«¡Espabila, Rylee!». Con la palma de las manos me seco las lágrimas de las mejillas y pienso en el año que pasé haciendo terapia para aprender a mantener a raya la claustrofobia. Me concentro en una marca que hay en la pared de enfrente, trato de respirar con normalidad y empiezo a contar. Me concentro en empujar las paredes y los terribles recuerdos lejos de mí.

Cuento hasta diez y consigo recuperar un ápice de compostura, aunque la desesperación todavía me acecha. Seguro que Dane no tardará mucho en venir a buscarme. Sabe a dónde he ido, pero la idea no consigue aliviar la sensación de pánico.

Al final, me rindo ante la necesidad de escapar y golpeo la puerta con el dorso de la mano mientras grito a todo pulmón y maldigo a momentos. Ruego que alguien me oiga y me abra la puerta. «Que alguien vuelva a salvarme».

Estoy tan nerviosa que los segundos parecen minutos y los minutos parecen horas. Me siento como si llevase toda la vida encerrada en este armario cada vez más pequeño. Abatida, vuelvo a gritar y coloco los antebrazos sobre la puerta que tengo delante. Apoyo todo el peso del cuerpo sobre los brazos, dejo caer la cabeza y rompo a llorar. Tiemblo con violencia a causa de los sollozos entrecortados que se me escapan.

De pronto, siento que caigo.

Al caer hacia delante, tropiezo con el duro cuerpo de un hombre. Con los brazos rodeo un torso firme mientras mis piernas se doblan de forma extraña detrás de mí. Instintivamente, el hombre levanta los brazos y me envuelve con ellos para sujetarme y aguantar mi peso, reduciendo el impacto.

Levanto la vista y a toda velocidad detecto una mata de pelo oscuro despeinado, una piel bronceada, un ligero rastro de barba, y entonces veo sus ojos. Una descarga eléctrica casi palpable me atraviesa cuando miro esos ojos verdes, casi translúcidos y cautelosos. Fugazmente, se ven invadidos por la sorpresa, pero la intriga y la intensidad con la que me observa me pone nerviosa, a pesar de que mi cuerpo reacciona a él inmediatamente. La necesidad y el deseo que había olvidado hace ya tiempo me dominan con solo mirarlo a los ojos.

¿Cómo es posible que este hombre que no he visto nunca me haga olvidar el pánico y la desesperación que sentía hace apenas unos segundos?

Cometo el error de romper el contacto visual y bajar la mirada hacia su boca. Frunce los labios, carnosos y esculpidos, mientras me observa con intensidad y, después, muy despacio, forma una sonrisa pícara y torcida con ellos.

«Dios, cómo me gustaría que esa boca me recorriese por todas partes. ¿En qué cojones estoy pensando? Este hombre está fuera de mi alcance. A años luz de mi liga».

Levanto la vista de nuevo y veo diversión en sus ojos, como si supiera lo que pienso. Siento que el rubor se extiende lentamente por mis mejillas debido al apuro y también a los pensamientos lascivos que me cruzan la mente. Refuerzo el agarre alrededor de sus bíceps mientras agacho la vista para evitar su mirada escrutadora e intento recuperar la compostura. Consigo volver a poner los pies en el suelo, pero accidentalmente pierdo el equilibrio y caigo más cerca de él a causa de mi inexperiencia con tacones altos. Me alejo de un salto cuando mis pechos le rozan el torso, lo que hace que me arda todo el cuerpo. Unas diminutas explosiones de deseo me hacen cosquillas en el bajo vientre.

—Esto, eh, lo siento.

Nerviosa, levanto las manos en gesto de disculpa. El hombre me parece todavía más cautivador ahora que lo veo en su totalidad. Es imperfectamente perfecto y sexy a más no poder con esa sonrisa que sugiere arrogancia y ese aire de chico malo.

Levanta una ceja al darse cuenta de cómo lo examino con la mirada.

—No es necesario disculparse —responde con un tono de voz rasgado y ligeramente afilado. Esa voz me trae a la cabeza imágenes de sexo y desenfreno—. Estoy acostumbrado a que las mujeres caigan a mis pies.

Levanto la cabeza de golpe. Quiero creer que está de broma, pero su expresión enigmática no me revela nada. Observa mi reacción, perplejo, y ensancha la sonrisa engreída, lo que hace que un único hoyuelo se marque en su definida mandíbula.

A pesar de haber dado un paso atrás sigo muy cerca de él. Demasiado cerca como para aclararme las ideas y lo bastante como para sentir su aliento en la mejilla y percibir el limpio olor a jabón mezclado con el sutil aroma a tierra de su colonia.

—Gracias, de verdad —digo casi sin respiración.

Observo los músculos apretados de su mandíbula mientras me mira. ¿Por qué me pone tan nerviosa y me hace sentir que debería justificarme?

—La puerta se cerró, se atascó, me entró el pánico y…

—¿Está bien, señorita…?

Me siento incapaz de responder cuando me apoya la mano en la nuca y me mantiene cerca de él. Me acaricia el brazo desnudo con la mano libre, lo que interpreto como un intento de asegurarse de que no me he hecho daño. Siento que la piel me arde bajo el roce de sus dedos mientras me doy cuenta de que su sensual boca está a apenas un susurro de distancia de la mía. Separo los labios y contengo el aliento cuando me pasa la mano por la línea del cuello y después me acaricia la mejilla suavemente con los nudillos.

Soy incapaz de procesar la confusión que siento mezclada con un fuerte deseo cuando murmura:

—A la mierda.

Segundos después, su boca está sobre la mía. Jadeo desconcertada y separo los labios ligeramente mientras absorbe el sonido con la boca, lo que le proporciona acceso para acariciarme los labios con la lengua y colarse entre ellos.

Le empujo el pecho con las manos para intentar resistirme al beso inesperado de este extraño. Intento hacer lo que la lógica me dicta. Trato de negar lo que el cuerpo me grita que desea. Quiero olvidarme de las inhibiciones y disfrutar del momento.

Finalmente, el sentido común gana la batalla entre la lujuria y la prudencia y consigo apartarlo de mí unos centímetros. Nuestras bocas se separan y respiramos jadeantes sobre los labios del otro. Me mira fijamente con los ojos ardiendo de deseo. Me resulta casi imposible ignorar el anhelo que se me retuerce en el vientre. La incesante protesta que me retumba dentro de la cabeza se rinde en silencio ante la innegable realidad de que quiero ese beso. Quiero sentir lo que durante tanto tiempo se me ha negado, lo que yo misma me he negado a propósito. Quiero actuar de forma imprudente y disfrutar del beso, ese beso del que hablan los libros, en el que se encuentra el amor y se pierde la virtud.

—Decídete, encanto —ordena—. Un hombre solo tiene un poco de autocontrol.

Esa advertencia, la idea descabellada de que alguien como yo podía hacer que un hombre como él perdiese el control, me desconcierta, me confunde de modo que no llego a pronunciar ninguna negativa. Se aprovecha de mi silencio y esboza una sonrisa lasciva antes de agarrarme el cuello con más fuerza. En un suspiro, estrella los labios contra los míos. Sondeando. Probando. Exigiendo.

Resistirme es inútil y solo lo hago durante unos segundos, luego me rindo. Instintivamente, le paso las manos por las mejillas sin afeitar hasta llegar a la nuca y le enredo los dedos en el pelo que se le riza sobre el cuello de la camisa. Deja escapar un grave gemido desde lo más profundo de la garganta, lo que aviva mi confianza y me permite abrir los labios y entrar más en él. Nuestras lenguas bailan y se entrelazan de forma íntima. Un baile lento y seductor al ritmo de respiraciones entrecortadas y gemidos jadeantes.

Sabe a whisky. La confianza que irradia rezuma rebelión y su cuerpo me provoca un ataque de lujuria en el centro de mi sexo. Una combinación embriagadora que sugiere que es un chico malo del que una buena chica como yo debería mantenerse alejada. La urgencia y la habilidad que demuestra me dan una pista de lo que podría venir. La cabeza se me llena de imágenes de sexo del que te hace arquear la espalda, encoger los dedos de los pies y agarrarte a las sábanas, y que, sin duda, será tan dominante como el beso.

A pesar de mi sumisión, soy consciente de que esto no está bien. La conciencia me dice que pare, que yo no hago estas cosas, que no soy ese tipo de chica y que cada caricia es una traición hacia Max.

«Pero es una sensación tan increíble». Entierro todo rastro de racionalidad bajo el irrefrenable deseo que hace arder cada nervio de mi cuerpo, cada respiración.

Con los dedos, me acaricia la nuca mientras me pasa la otra mano por la cadera y hace que me salten chispas en la piel a cada roce. Apoya la palma en la parte baja de mi espalda y me aprieta contra él. Me reclama. Siento que su erección crece contra mi vientre, lo que me hace sentir una descarga eléctrica entre las ingles y me humedezco de necesidad y deseo. Mueve las piernas ligeramente y las aprieta con las mías para acercarse al vértice de mis muslos y provocarme una intensa sacudida de placer. Me empuja más cerca de él y gimoteo en voz baja con ansias de más.

Me ahogo en las sensaciones que me provoca, pero no estoy dispuesta a separarme para recuperar el aire que necesito desesperadamente.

Me muerde el labio inferior mientras me agarra el culo. El placer me hace temblar. Reacciono clavándole las uñas en la nuca mientras no ceso en mi reclamo de él.

—Dios, te deseo ahora mismo —jadea con voz ronca entre besos, lo que intensifica las sacudidas que siento debajo de la cintura.

Me baja la mano por el cuello y el tórax hasta agarrarme el pecho. Dejo escapar un suave gemido al sentir sus dedos me frotándome el pezón endurecido a través de la fina tela del vestido.

Estoy lista para decir que sí a su petición, pues yo deseo lo mismo. Quiero sentir el peso de su cuerpo sobre mí, el roce de su piel desnuda contra la mía y el movimiento rítmico de su virilidad en mi interior.

Nuestros cuerpos enredados chocan contra el pequeño hueco del pasillo. Me aprieta contra la pared mientras, desesperados, nos tocamos, nos buscamos y nos probamos. Me baja la mano hasta el dobladillo del vestido y encuentra su objetivo cuando roza los lazos de los ligueros de mis medias.

—Dios bendito —murmura de nuevo junto a mi boca mientras desliza la mano a un ritmo tortuosamente lento por mi muslo hacia el diminuto triángulo de encaje que más que tapar, decora.

«¿Cómo? ¿Qué ha dicho?». Cuando por fin ubico las palabras, retrocedo como si me hubiese dado una descarga y le empujo el pecho con las manos para apartarlo de mí. Son las mismas palabras que acabo de escuchar en el oscuro camerino. Es como un cubo de agua fría sobre mi libido. «¿Qué cojones?».

«¿Qué coño hago enrollándome con un tío cualquiera? Y, sobre todo, ¿por qué ahora, cuando estoy en medio de uno de los eventos más importantes del año?».

—No. No puedo hacer esto.

Retrocedo y me llevo una mano temblorosa a la boca para cubrirme los labios hinchados. Clava sus ojos oscurecidos por el deseo en los míos. Por un momento, la ira pasa a través de ellos.

—Un poco tarde, encanto. Yo diría que ya lo has hecho.

El sarcasmo del comentario me enfurece. Soy lo bastante inteligente como para darme cuenta de que me acabo de convertir en otra de sus conquistas de la noche. Lo miro y la suficiencia que tiene en la mirada hace que desee soltarle una sarta de insultos.

—¿Quién coño te crees que eres para tocarme así? ¿Para aprovecharte de mí de esa manera? —le suelto y utilizo el enfado para escudarme del dolor que siento.

No estoy segura de si estoy más enfadada conmigo misma por ceder de forma tan sumisa o con él por aprovecharse de mi enajenación. ¿O tal vez me sentía avergonzada por sucumbir a su increíble beso y a sus habilidosos dedos sin siquiera saber cómo se llama?

Me sigue observando, cada vez más enfadado, y me fulmina con la mirada.

—¿En serio? —se burla mientras ladea la cabeza y oculta una sonrisa condescendiente con la mano. Casi oigo el crujido de su barba cuando la roza con la mano—. ¿Así es como quieres que sea? ¿Hace un momento no ponías de tu parte? ¿No te deshacías entre mis brazos? —Se ríe con malicia—. No quieras hacerte la mojigata y engañarte a ti misma diciéndote que no lo has disfrutado, que no quieres más.

Da un paso hacia mí. Diversión y algo más oscuro brilla en la profundidad de su mirada. Levanta una mano, me pasa un dedo por la mandíbula y, aunque me resisto, el calor que siento cuando me roza reaviva un ardiente deseo en mi vientre. En silencio fustigo a mi cuerpo por traicionarme.

—Seamos claros —gruñe—. Yo no cojo nada que no me hayan ofrecido antes. Y los dos sabemos, encanto, que tú me lo has ofrecido. —Sonríe con suficiencia—. De buena gana.

Aparto la barbilla de él mientras anhelo ser una de esas personas que siempre sabe qué decir, pero no lo soy. Al contrario, pienso en la frase perfecta horas después y deseo haberlas dicho cuando debía. Sé que más tarde haré exactamente eso, pues no se me ocurre ni una sola forma de responder a este hombre tan arrogante, pero que está en lo cierto. Me ha reducido a una masa de nervios sobreestimulados que ansían que me vuelva a tocar.

—Esa mierda de damisela en apuros a lo mejor funciona con tu novio que te trata como si fueras una pieza de porcelana en una vitrina, frágil y bonita de mirar, pero que casi nunca se toca. —Se encoge de hombros—. Pero tienes que admitir, encanto, que eso es aburrido.

—No, novio no… —tartamudeo—. ¡No soy frágil!

—Ah, ¿no? —responde mientras levanta la mano para volver a cogerme la barbilla y mirarme a los ojos—. Desde luego, actúas como tal.

—¡Vete a la mierda! —Sacudo la barbilla y me libero de su agarre.

—Vaya, vaya, eres una fierecilla. —Sonríe con arrogancia y me irrita—. Me gustan las fieras, encanto. Solo consigues que te desee aún más.

«¡Capullo!». Estoy a un paso de reprocharle lo mujeriego que es. De eso no tengo duda, gracias a su encuentro con otra persona a unos metros de aquí no mucho antes de venir conmigo. Lo miro fijamente y en la cabeza me ronda la idea de que me recuerda a alguien, pero alejo el pensamiento. Estoy nerviosa, nada más.

Cuando voy a abrir la boca para hablar, oigo la voz de Dane que me llama. Me siento aliviada cuando me giro y lo veo al final del pasillo mirándome extrañado. Lo más seguro es que esté perplejo por mi aspecto desaliñado.

—Rylee, necesito esas listas, ¿las has encontrado?

—Me he entretenido —farfullo. Miro de reojo a Don Arrogante detrás de mí—. Ya voy. Dame un segundo, ¿vale?

Dane asiente con la cabeza, me giro hacia la puerta abierta del armario, a toda velocidad recojo las paletas del suelo con la mayor elegancia posible y las vuelvo a meter en la bolsa. Salgo del armario y evito mirarlo a los ojos mientras camino hacia Dane. Exhalo en silencio, aliviada porque me dirijo a terreno conocido cuando escucho una voz detrás de mí:

—Esta conversación no ha terminado, Rylee.

—Y una mierda que no, As —respondo sin girarme.

La idea de lo perfecto que le viene ese nombre me cruza la mente antes de que termine de recorrer el pasillo, mientras mantengo los hombros firmes y la cabeza alta en un intento de conservar el orgullo.


***


Alcanzo rápidamente a Dane, mi mayor confidente y amigo del trabajo.

La inquietud se deja ver en su juvenil rostro mientras enredo el brazo con el suyo y tiro de él hacia la fiesta. Una vez que cruzamos la puerta de atrás del teatro, dejo de contener el aliento, ni siquiera me había dado cuenta de que lo hacía, y me dejo caer contra la pared.

—¿Qué cojones te ha pasado, Rylee? ¡Estás hecha un asco! —Me mira de arriba abajo—. ¿Tiene algo que ver con ese adonis de allí?

«Tiene todo que ver con ese adonis de allí», me entran ganas de confesar, pero por algún motivo no lo hago.

—No te rías —digo y lo miro con recelo—. La puerta del armario se ha cerrado y me he quedado encerrada dentro.

Aguanta la risa y levanta la vista hacia el techo para contenerse.

—¡Estas cosas solo te pasan a ti!

Le doy un golpe en el hombro para bromear.

—Oye, no tiene gracia. Me ha entrado el pánico. Claustrofobia. Se ha apagado la luz y me ha recordado al accidente. —Me mira preocupado—. Me he vuelto loca, ese tío me ha oído gritar y me ha sacado, eso es todo.

—¿Eso es todo? —pregunta con una ceja levantada, como si no me creyera.

—Sí. —Asiento con la cabeza—. Simplemente he perdido los nervios durante un minuto.

Odiaba mentirle, pero, por el momento, eso era lo mejor. Cuanto más firme fuera, más rápido lo dejaría estar.

—Bueno, es una pena porque, joder, chica, está como un tren. —Río mientras me da un rápido abrazo—. Ve y arréglate. Tómate un respiro. Luego te necesito de vuelta para mezclarte entre la gente y chismorrear. Quedan treinta minutos para que empiece la subasta de citas.


***


Me observo en el espejo del baño. Dane tiene razón. Tengo una pinta horrible. He echado a perder el peinado y el maquillaje que Haddie, mi compañera de piso, me había ayudado a hacerme. Cojo un trozo de papel e intento limpiarme el maquillaje para reparar los daños. Las lágrimas me han dejado los ojos color amatista enrojecidos y no me hace falta preguntarme por qué ya no tengo los labios perfectamente pintados. Mechones de pelo castaño se me escapan de las horquillas y llevo la costura del vestido terriblemente torcida.

Oigo el tono bajo de la música al otro lado de la pared que camufla cientos de voces, todos donantes potenciales. Respiro hondo y me inclino sobre el lavamanos un momento.

Ya entiendo por qué Dane no se ha creído lo que le he dicho que había pasado y piensa que Don Arrogante tenía algo que ver. ¡No puedo estar más despeinada!

Me recoloco el vestido para que el escote en forma de corazón y mis más que generosas amigas vuelvan a su sitio. Aliso con las manos la tela de las caderas que se adapta a mis curvas. Empiezo a meter los mechones de pelo que se han salido del moño, pero me detengo. Han vuelto a su estado rizado natural y me gusta el aspecto suavizado que le dan a mi rostro.

Alcanzo el bolso, Dane me lo ha traído, y me arreglo el maquillaje. Me pongo algo de rímel en las pestañas, ya de por sí espesas, y me reaplico el lápiz de ojos. Ya se ven mejor. No genial, pero mejor. Frunzo los labios y los repaso con el pintalabios, los froto y luego los dejo secar.

No ha quedado tan bien como el trabajo de Haddie, pero será suficiente. Estoy lista para volver a la fiesta.




El viaje de Colton y Rylee continúa en el segundo libro de la trilogía Driven.


Capítulo 2

Las joyas, la ropa de diseño y mencionar nombres importantes son algo frecuente entre los famosos, los filántropos y los miembros de la alta sociedad que llenan el viejo teatro. Esta noche es la culminación de todos mis esfuerzos del último año, un evento para recaudar la mayor parte de los fondos que necesitamos para empezar a construir los nuevos centros.

«Y estoy muy lejos de mi zona de confort».

Dane pone los ojos en blanco con discreción cuando me mira desde el otro lado de la sala. Sabe que preferiría con creces estar en el Hogar con los chicos, con unos vaqueros y el pelo recogido en una coleta. Embozo el fantasma de una sonrisa y asiento con la cabeza antes de dar un sorbo al champán.

Todavía no he terminado de asimilar lo que he permitido de buen grado que pasase entre bambalinas y el escozor que me provocaba saber que no había sido la primera conquista de la noche de Don Arrogante. Estoy anonadada por lo inusitado de mis actos y confusa por lo molesta que me sentía. Sin duda, no podía esperar que un hombre en busca de un polvo rápido tuviese otra intención que no fuera aumentar su ya inflado ego.

—Aquí estás, Rylee.

Una voz interrumpe mis pensamientos. Me doy la vuelta y veo a mi jefe, un hombre con pinta de oso de casi dos metros de alto y con el corazón más grande que ninguna persona que hubiera conocido. Parecía un osito de peluche gigante.

—Teddy —digo con afecto mientras me inclino hacia el brazo que me ha posado en el hombro en un rápido abrazo—. Parece que todo va bien, ¿no crees?

—Gracias a lo mucho que te has esforzado. Por lo que he oído, ya están llegando los cheques. —Curva los labios y la sonrisa hace que las cejas le tiemblen—. Incluso antes de que empiece la subasta.

—Que sea una buena forma de ganar dinero no significa que tenga que gustarme —admito a regañadientes e intento no sonar como una mojigata.

Es un debate que hemos tenido incontables ocasiones durante los últimos meses. Aunque sea un acto benéfico, no entiendo cómo las mujeres pueden estar dispuestas a venderse al mejor postor. No puedo evitar pensar que los compradores van a querer algo más que una cita a cambio de los quince mil dólares de la puja inicial.

—No es que hayamos montado un burdel, Rylee —me reprende Teddy. Luego mira por encima de mi hombro cuando un invitado le llama la atención—. Vaya, aquí hay alguien que quiero que conozcas. Esta es una causa muy cercana y muy querida para él. Es uno de los hijos del presidente y… —Interrumpe la explicación cuando quienquiera que sea se acerca—. ¡Donavan! Me alegro de verle —dice efusivamente mientras le da la mano a la persona que está detrás de mí.

Me doy la vuelta dispuesta a conocer a alguien nuevo, pero en lugar de eso me encuentro con un desconcertado Don Arrogante.

«¡Genial, mierda!». ¿Cómo puede ser que con veintiséis años de repente me sienta como una adolescente perdida? La media hora que he pasado lejos de él no me ha servido para olvidar lo increíblemente guapo que es ni para dejar de sentir ese tirón prohibido en mi libido. Su cuerpo de más de metro ochenta está cubierto con un esmoquin negro perfectamente confeccionado que evidencia que tiene dinero. Saber que debajo de la chaqueta se encuentra un torso notablemente tonificado hace que me muerda el labio inferior con una necesidad inesperada. Sin embargo, a pesar del magnetismo que desprende, sigo furiosa.

Vuelvo a pensar que me resulta familiar, que me recuerda a alguien, pero la sorpresa de volver a verlo anula ese pensamiento.

Me dedica una sonrisa de suficiencia, claramente contento, y lo único que tengo en la cabeza es la sensación que me han provocado sus labios contra los míos. Lo que he sentido cuando me ha acariciado la piel desnuda con esos dedos que ahora sujetan un vaso. La presión de su cuerpo contra el mío. Y que había estado con otra mujer poco antes de degradarme a mí.

Esbozo una sonrisa prefabricada y fulmino a Donavan con la mirada mientras Teddy se dirige a él sin percatarse de nada.

—Hay alguien a quien quiero presentarle. Es el motor detrás de todo lo que ves esta noche. —Teddy se gira hacia mí y me coloca una mano en la parte baja de la espalda—. Rylee Thomas, este es…

—Ya nos conocemos —interrumpo con una voz de lo más empalagosa mientras sonrío. Teddy me mira extrañado, no es normal que me comporte con falsedad—. De todas formas, gracias por la presentación —continúo mientras alterno la mirada entre Teddy y Donavan y le doy la mano al último como si no fuese más que otro benefactor potencial.

Teddy aparta la mirada de mí y mi anormal comportamiento y se vuelve a centrar en Don Arrogante.

—¿Se lo está pasando bien?

—De maravilla —responde y me suelta la mano después de estrecharla durante demasiado tiempo.

Me tengo que contener para no resoplar con sorna. ¿Cómo no se lo va a pasar bien? Bastardo arrogante. Tal vez debería subirme al escenario y hacer una encuesta para ver cuántas mujeres le quedan por corromper.

—¿Ha podido comer algo? Rylee consiguió que uno de los chefs más codiciados de Hollywood ofreciese sus servicios gratuitamente —explica Teddy, siempre un anfitrión perfecto.

Donavan me mira con los ojos arrugados por la diversión.

—He probado algo mientras me daba una vuelta entre bambalinas. —Contengo el aliento al captar la indirecta—. Algo inesperado, pero exquisito —murmura—. Gracias.

Alguien llama a Teddy y este vuelve a mirarme una última vez con curiosidad antes de excusarse.

—Si me disculpáis, tengo que irme un momento. —Se gira hacia Donavan—. Me ha encantado volver a verle. Gracias por venir.

Los dos asentimos con la cabeza cuando Teddy se va. Con el ceño fruncido, giro sobre los tacones para alejarme de Donavan. Quiero hacerlos desaparecer a él y su recuerdo de la noche.

En un gesto rápido, me agarra el brazo desnudo con la mano y tira de mí para que choque con la espalda contra su cuerpo. Como consecuencia me quedo sin respiración. Miro alrededor y me alegro de que todos parezcan estar lo bastante absortos en sus propias conversaciones como para fijarse en nosotros.

La barbilla de Donavan me roza el hombro cuando me acerca los labios a la oreja.

—¿Por qué estás tan enfadada, señorita Thomas? —Tiene un cierto tono frío y mordaz en la voz que me advierte que no es un hombre al que se deba molestar—. ¿Tal vez es porque no eres capaz de dejar a un lado tu altivez y reconocer que, a pesar de lo que te dicta la cabeza, ardes en deseos de acabar lo que empezaste con este descarriado? —Deja escapar un gruñido bajo y condescendiente junto a mi oreja—. ¿O tal vez es que estás tan acostumbrada a portarte como una frígida que siempre te niegas lo que quieres, lo que necesitas, lo que sientes?

Me irrito e intento sin éxito liberar el brazo de su agarre. Menudo lobo con piel de cordero. Me quedo inmóvil cuando otra pareja pasa a nuestro lado y nos observa detenidamente para intentar averiguar qué pasa entre nosotros. Donavan me suelta el brazo y lo acaricia para que parezca un roce cariñoso. A pesar de lo enfadada que estoy, o tal vez por eso mismo, su tacto me provoca un millar de sensaciones por donde han pasado sus dedos. Se me pone la piel de gallina.

Otra vez lo siento respirar en la mejilla.

—Resulta muy excitante, Rylee, saber que eres tan sensible a mi tacto. Es embriagador —susurra mientras me acaricia el hombro desnudo con el dedo—. Sabes que quieres descubrir la razón por la que tu cuerpo reaccionó como lo hizo ante mí. ¿Crees que no me he dado cuenta de que me desnudabas con la mirada? ¿Crees que no he visto cómo disfrutabas al follarme con la boca?

Doy un grito ahogado cuando me pone la mano sobre el estómago y me aprieta más contra él para que sienta su erección contra la parte baja de la espalda.

A pesar del enfado, saber que puedo hacer reaccionar así a un hombre como él resulta estimulante. Aunque seguramente reaccione así con todas las mujeres que, sin duda, se lanzan a sus pies a diario.

—Tienes suerte de que no te arrastre de vuelta al armario donde te encontré, coja lo que me ofreciste y te haga gritar mi nombre. —Me muerde la oreja con suavidad y sofoco el imparable gemido que casi se me escapa—. Follarte y así sacarte de la cabeza. Luego a otra cosa —termina.

Nunca me habían hablado así, nunca creí que se lo habría permitido a nadie, pero, inesperadamente, esas palabras y la seguridad con la que las pronuncia me excitan.

Me enfado conmigo misma por la forma en que reacciono ante este presuntuoso. Sin duda, es consciente del poder que tiene sobre el cuerpo de las mujeres y, por desgracia, sobre el mío en este momento.

Despacio, me doy la vuelta para enfrentarme a él y entrecierro los ojos. Con la voz fría como el hielo, le digo:

—Oye, As, eres un poco impertinente, ¿no? Supongo que tu modus operandi consiste en follar y si nos hemos visto, no me acuerdo.

Abre los ojos como platos sorprendido por mi vulgaridad. O tal vez le asombra que lo haya calado tan rápido. Le sostengo la mirada mientras el cuerpo me tiembla de ira.

—¿A cuántas mujeres has intentado seducir esta noche? —Levanto las cejas, asqueada, cuando la culpa le aparece en el rostro por un instante—. ¿Qué pasa? ¿No sabías que da la casualidad que os encontré a ti y a tu primera conquista de la noche en el camerino pequeño de detrás del escenario?

Donavan me mira estupefacto. Continúo mientras disfruto de su expresión de sorpresa.

—¿Es que te ganó en tu propio juego y te dejó con ganas de más? ¿Te dejó con la necesidad de demostrar lo hombre que eres ya que con ella no pudiste, por lo que decidiste aprovecharte de una mujer desesperada encerrada en un armario? Venga, de verdad, As, ¿a cuántas mujeres has soltado tus frasecitas de mierda esta noche? ¿A cuántas has intentado dejar marcadas?

—¿Celosa, encanto? —Levanta una ceja mientras sonríe con arrogancia—. Siempre podemos acabar lo que empezamos y puedes marcarme donde quieras y como quieras.

Con cuidado, le coloco la mano en el pecho y lo empujo. Me encantaría borrarle la sonrisa de la cara. «Así es como te marcaría».

—Lo siento, no pierdo el tiempo con capullos misóginos como tú. Vete a buscar a alguien que…

—Cuidado, Rylee —me advierte mientras me agarra de la muñeca, con un aspecto tan amenazador como el tono de su voz—. No me gusta que me insulten.

Intento liberarme, pero no me suelta la muñeca. Para cualquiera que mire, parece que tengo la mano apoyada en su corazón con afecto. Los demás no sienten la fuerza agobiante con la que me sujeta.

—Pues escúchame —espeto, cansada de jugar y de no saber lo que siento. La rabia me supera—. Solo me deseas porque soy la primera mujer que le ha dicho que no a tu preciosa cara y tu cuerpo de «ven y fóllame». Estás tan acostumbrado a que todas caigan a tus pies, sí, lo he dicho a propósito, que consideras un desafío que alguien sea inmune a tus encantos y no sabes cómo reaccionar.

Aunque se encoge de hombros con indiferencia, noto que en el fondo está irritado cuando me suelta la muñeca.

—Cuando me gusta algo, voy a por ello —afirma sin un atisbo de arrepentimiento.

Sacudo la cabeza y pongo los ojos en blanco.

—No, lo que necesitas es probarte a ti mismo que eres capaz de conseguir a cualquier chica que se te cruce. Tienes el ego herido. Lo comprendo —respondo con condescendencia—. En fin, no te esfuerces, As, pierdes el tiempo.

Levanta una ceja y el fantasma de una sonrisa le baila en los labios. Le tiemblan los músculos de la barbilla apretada cuando me observa durante un instante.

—Vamos a dejar una cosa clara. —Se inclina hacia delante, a centímetros de mi boca y le brillan los ojos, lo que me advierte que me he pasado—. Si me interesa, puedo tenerte cuando y donde quiera, encanto.

Resoplo de la forma menos femenina posible, sorprendida por el atrevimiento, al tiempo que intento ignorar cómo se me acelera el pulso solo con pensarlo.

—No estés tan seguro —me burlo mientras trato de escabullirme rápidamente.

Vuelve a cogerme del brazo y me gira de nuevo hacia él, de manera que quedamos íntimamente cerca. Veo que le palpita la sangre en la vena de debajo de la barbilla y la tela de su chaqueta me roza el brazo cuando eleva el pecho al respirar. Bajo la vista hacia la mano que me sujeta el brazo y vuelvo a mirarlo como advertencia, pero no me suelta. Acerca la cara a la mía de forma que siento su aliento en la mejilla. Inclino la cabeza hacia la suya, no estoy segura de si lo hago como desafío o para anticiparme a que me bese.

—Por suerte para ti, me gustan las apuestas, Rylee —susurra—. De hecho, de vez en cuando me gusta disfrutar de un buen desafío —me provoca, con una sonrisa pícara en los labios. Me suelta el brazo, pero me lo acaricia despacio con el dedo. El suave tacto sobre la piel desnuda me provoca escalofríos en la columna.

—Así que apostemos.

Se detiene y saluda con la cabeza a un conocido que pasa a nuestro lado, lo que me devuelve a la realidad, pues me había olvidado de que estábamos en una sala llena de gente.

—¿Acaso tu madre no te enseñó que cuando una chica dice no, significa no?

Levanto una ceja y lo miro con desdén. Recupera la sonrisa de adulador en todo su esplendor y asiente por mi comentario.

—También me enseñó que si quiero algo tengo que perseguirlo hasta que lo consiga.

«Genial, me he ganado un acosador». Un acosador guapo, sexy y muy molesto.

Levanta la mano y juega con uno de los mechones sueltos de pelo junto a mi cuello. Trato de mantenerme impasible y resistir la necesidad que siento de cerrar los ojos y perderme en el suave roce de sus dedos. La forma en que sonríe me deja claro que es consciente del efecto que tiene sobre mí.

—¿Y bien? ¿Qué dices, Rylee, una apuesta?

Se me ponen los pelos de punta por la proposición, o tal vez sea el efecto que tiene en mí.

—Esto es una tontería.

—Te apuesto que para el final de la noche habré conseguido una cita contigo —me interrumpe y levanta una mano para que me calle.

Me río en voz alta y doy un paso atrás.

—¡Ni en un millón de años!

Doy un largo trago a mi bebida, expectante.

—Entonces, ¿de qué tienes miedo? ¿De no poder resistirte? —Sonríe divertido cuando pongo los ojos en blanco—. Pues acepta. ¿Qué tienes que perder?

—O sea, que consigues una cita conmigo y tu ego herido se recupera. —Me encojo de hombros con indiferencia, sin ganas de participar en el juego—. ¿Qué saco yo?

—Si ganas…

—¿Te refieres a si soy capaz de resistir tu encanto arrollador? —replico sarcástica.

—Deja que me explique mejor. Si consigues resistirte a mi arrollador encanto hasta el final de la noche, entonces haré una donación. —Chasquea los dedos en el aire como si fuese algo irrelevante—. Digamos, veinte mil dólares para la causa.

Contengo la respiración y lo observo desconcertada, por algo así por supuesto que acepto. Sé que es imposible que sucumba ante Donavan y sus embaucadoras artimañas, bastardo arrogante. Es verdad que he caído en sus redes de seductor por un momento, pero ha sido solo debido al tiempo que hace que no sentía algo así. Desde que me habían besado o tocado así.

Si lo pienso, creo que nunca nadie me había hecho sentir de este modo, aunque de lo que estoy segura es de que un hombre nunca me había besado con los labios aún calientes por haber besado a otra.

Lo miro impasible e intento descubrir el truco. Tal vez no lo haya. Tal vez es tan gallito que de verdad se cree irresistible. Lo único que sé es que aumentaré los ingresos de la noche en veinte mil dólares.

—¿Esta apuesta no va a arruinar tu objetivo de la noche de conseguir alguna otra posible compañera de cama? —Me detengo y repaso la habitación con la mirada—. No pinta nada bien, As, ya vas dos a cero.

—Me las arreglaré. —Ríe en voz alta—. No te preocupes por mí, sé hacer varias cosas a la vez —bromea para intentar ganarme en mi propio terreno—. Además, la noche es joven y, para mí, el marcador todavía está uno a cero. El segundo punto todavía no se ha decidido. —Arquea las cejas—. No lo pienses demasiado, Rylee, es una apuesta. Así de simple.

Cruzo los brazos sobre el pecho. La decisión es fácil. «Lo que sea por mis chicos».

—Será mejor que vayas preparando el talonario. No hay nada que me guste más que demostrar a bastardos arrogantes como tú que se equivocan.

Da otro trago a la bebida sin dejar de mirarme a los ojos.

—Estás muy segura de ti misma.

—Digamos que mi autocontrol es algo de lo que me enorgullezco.

Donavan da un paso hacia mí.

—Autocontrol, ¿eh? —murmura mientras me mira desafiante—. Me parece que hoy ya hemos puesto a prueba esa teoría, Rylee, y no ha salido muy bien. Aunque me encantaría volver a intentarlo…

Los músculos de mi entrepierna se estremecen ante la posibilidad que promete, siento un dolor ardiente que suplica ser aliviado. ¿Por qué me comporto como si nunca antes me hubiesen tocado? «Tal vez porque nunca te había tocado él».

—Vale —acepto y levanto la mano para dársela—. Es una apuesta. Pero te advierto que no pienso perder.

Me da la mano con una amplia sonrisa iluminándole las facciones y con los ojos brillando en un llamativo color esmeralda.

—Yo tampoco, Rylee —murmura—. Yo tampoco.

—Rylee, siento interrumpir, pero te necesitamos —dice una voz detrás de mí.

Me doy la vuelta y me encuentro a Stella, que me mira con cara de pánico. Vuelvo a mirar a Donavan.

—Si me disculpas, me reclaman en otra parte.

Me siento extraña, sin saber qué más hacer o decir. Asiente con la cabeza.

—Hablaremos más tarde.

Mientras me alejo, pienso que no estoy segura de si lo que ha dicho es una amenaza o una promesa.

Capítulo 3

Estoy sentada entre bambalinas en el caos que se forma después de la subasta, pero la cabeza todavía me da vueltas. La última hora y media es un borrón. Un borrón de mucho éxito, de hecho, pero he tenido que pagar un precio muy alto: la dignidad.

A última hora, una de las participantes de la subasta de citas se ha puesto enferma. No había nadie más dispuesto a participar y los programas ya se habían repartido, donde se especificaba un número determinado de participantes, por lo que he suplicado, sobornado y rogado a todas las mujeres del personal para que ocupasen su lugar. Todas las que no eran indispensables para llevar a cabo la subasta, o estaban casadas o salían en serio con alguien.

Todas, excepto yo.

He lloriqueado, me he quejado y he implorado, pero en un giro irónico de los acontecimientos, en el que todo el personal ha disfrutado, he acabado como el lote de subasta número veintidós. Así que he tenido que aguantarme y hacerlo por el equipo, mientras ignoraba la sensación de que algo no iba bien, aunque no conseguía caer en qué.

Creedme cuando os digo que he aborrecido cada minuto. Desde la presentación estilo concurso de belleza y pasearme por el escenario como un trofeo hasta los silbidos de la audiencia y los insípidos anuncios del presentador de las ofertas de los interesados. Las luces eran tan cegadoras que me impedían ver al público, no distinguía más que el vago contorno de las siluetas. El tiempo que he pasado siendo el centro de atención se ha reducido a la vergüenza, los latidos de mi corazón retumbándome en los oídos y el miedo de que el sudor que me causaba el calor de los focos dejase marcas oscuras en las axilas del vestido.

Si hubiera estado en el otro lado del escenario, sin duda los comentarios del subastador me habrían parecido ingeniosos, habría estado feliz por la participación del público y las payasadas que hacían algunas de las mujeres en el escenario para intentar aumentar la puja me habrían parecido divertidas. Habría observado cómo subía la recaudación total y me habría sentido orgullosa de mi equipo por el exitoso resultado.

Sin embargo, estoy sentada entre bambalinas mientras intento respirar hondo y procesar todo lo que acaba de pasar.

—¡Así se hace, Ry!