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Índice

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Prólogo

EL MÁS BELLO AMOR

Honoré de Balzac. La muchacha de los ojos de oro

Théophile Gautier. La muerta enamorada

Edgar Allan Poe. Ligeia

Charles Baudelaire. La Fanfarlo

Jules Barbey d’Aurevilly. El más bello amor de don Juan

Auguste Villiers de l’Isle-Adam. Vera

Émile Zola. Por una noche de amor

Guy de Maupassant. Minué

Guy de Maupassant. La felicidad

Marcel Proust. La confesión de una joven

Antón Chéjov. Del amor

Antón Chéjov. La dama del perrito

Notas

Créditos

Prólogo

«En qué medida en el amor importa la cuestión de la felicidad personal: todo eso es algo desconocido y cada cual puede interpretarlo como mejor le parezca. Hasta la fecha solo se ha afirmado del amor una verdad indiscutible, a saber, que “es un gran misterio”, todo lo demás que se ha escrito y dicho no propone ninguna solución, sino que se limita a plantear cuestiones que siguen sin resolver. Así, la explicación que parecería convenir en un caso no se ajusta a decenas de otros, de modo que lo mejor —en mi opinión— es estudiar cada caso por separado, sin tratar de generalizar».

Chéjov, «Del amor»

Los estudios psicológicos han abundado durante el pasado siglo XX en averiguaciones, indagaciones, pesquisas y análisis sobre qué sea el amor. Y han llegado a conclusiones sobre las causas de la atracción sexual entre personas, después de dividir químicamente las regiones cerebrales que intervienen en ese hecho: el hipocampo, el hipotálamo y el córtex del cíngulo interior, áreas que al parecer se activan para permitir al otro penetrar en nuestro yo mientras se desactivan la amígdala y el córtex frontal, que pisarían el freno para no tener en cuenta la negatividad resultante del análisis de la otra persona. El hipotálamo produciría dos hormonas claves —la oxitocina y la vasopresina— para que el amor romántico invada el pecho de los enamorados y lleguen a tocar el cielo de la felicidad en un estado de éxtasis que podría durar, si no eternamente, al menos el tiempo suficiente para dar la impresión de felicidad a la pareja1.

Si deben apreciarse en lo que científicamente valen los esfuerzos de la neurobiología, la psiquiatría y la psicología durante el pasado siglo, en última instancia solo parecen resolver ecuaciones generales sobre la química que se ejerce en el cuerpo y en el cerebro de las personas, y no aportan gran cosa a la opinión que Antón Chéjov plantea en el epígrafe: «de modo que lo mejor es estudiar cada caso por separado, sin tratar de generalizar». Y casos particulares son lo que la cultura occidental ha analizado a través de poetas, novelistas y dramaturgos desde fechas tan remotas como los siglos VIII y VI antes de Cristo si nos atenemos a las datas más verosímiles para el Cantar de los Cantares, canto de amor conyugal atribuido al rey Salomón que figura incrustado en la Biblia; o para los amores que desencadenaron la guerra más famosa de todos los tiempos, la de Troya, causada por el rapto de una mujer, Helena, «antorcha» en griego, la mujer más bella del mundo; esta, hija de Zeus, que se había metamorfoseado en cisne para seducir a Leda, ya había sido raptada por Teseo y Pirítoo; mancillada, no pudo volver a Atenas, su ciudad. Más tarde se casó con Menelao, rey de la Esparta micénica. Fue en esta corte donde los reyes acogieron de forma muy hospitalaria al príncipe troyano Paris; y fue, según la mitología, la diosa Afrodita la que sembró el amor por este en el pecho de Helena, raptada poco después por el troyano según unas versiones, llevándose consigo su tesoro personal; según otras, en ausencia de Menelao ambos se fugaron para refugiarse en Troya después de pasar los Dardanelos, en la península de Anatolia (actual Turquía). En esa guerra por el amor de una mujer no solo se enfrentaron los hombres; dioses y diosas tomaron partido por uno u otro bando hasta convertirse algunos en protagonistas de la contienda. Es La Ilíada atribuida a Homero la que nos cuenta los avatares de la guerra que por Helena y su tesoro entablaron varios pueblos aqueos. Arqueólogos e historiadores parecen haber demostrado que el canto épico de Homero tiene por base algunos hechos bélicos ocurridos entre 1300 y 1100 a. C., es decir, siete u ocho siglos antes de la datación del poema homérico.

Lo que aquí nos interesa del hermoso poema homérico no es la mítica guerra de Troya, sino que sea una pasión amorosa la que desencadene esa larga lucha entre pueblos con un asedio de la ciudad de diez años de duración; sabemos, por boca de Helena en el final del poema, que fueron veinte los años que vivió enamorada de Paris, de quien Homero da una mala imagen: huye del enfrentamiento directo con Menelao, y, para no ser vencido y muerto, Afrodita tiene que intervenir y hacerlo desaparecer; además, antes de morir en la pelea, se convierte en matador del mayor héroe de los griegos: una flecha de Paris guiada por Apolo hiere en el talón a Aquiles, y esa muerte no redunda, desde luego, en fama para el troyano. Desde la muerte de Paris, el destino de Helena se rehace: cuando su marido Menelao ya tenía la espada levantada, fue incapaz de matarla al ver sus pechos desnudos. Y se la llevó consigo de vuelta a Esparta donde reinaron felizmente, aunque no sin que ciertas leyendas no seguidas por Homero sometieran a juicio a Helena y pretendieran sacrificarla tras la guerra de Troya como causa remota de la cruel contienda. De nuevo intervino Apolo, por orden de Zeus, para salvarla y convertirla, durante su vida, en diosa entre los hombres.

Pero en La Ilíada, no solo Helena y Paris viven del sentimiento; son muchos más los personajes que viven o mueren afectados por la sensibilidad: un solo ejemplo, el primero que ofrece el canto épico: Laodamia, esposa del aqueo Protesilao, se suicida de dolor cuando se cumple el oráculo que había profetizado la muerte del primer griego que pisara las playas troyanas. Es decir, esos textos son el primer documento de que hace más de treinta siglos la especie humana ya tenía unos sentimientos apasionados que iban más allá del apareamiento o las necesidades fisiológicas, supuestamente la primera forma de relación de la especie durante las Edades anteriores a lo que conocemos como primeros testimonios escritos; seguimos sin saber cuándo se incorporaron al sistema cerebral unas sensaciones amorosas que podían desarrollarse en medio del afecto sereno o llevar al delirio hasta alcanzar un límite último, expresado por el anuncio del Cantar de los Cantares: «Más fuerte que la muerte es el amor».

Tampoco importa que esos poemas atribuidos al rey Salomón no hayan sido leídos por los exégetas judíos y por muchas confesiones cristianas o cabalísticas en su sentido literal, derivando su significado hacia una alegoría de las bodas místicas de Yahvé con su pueblo escogido, o del matrimonio místico de Cristo con su esposa la Iglesia, o la sabiduría simbolizada en la mujer en la cábala. El Cantar de los Cantares expresa la desesperación de dos enamorados que, obligados a separarse, se añoran en medio de esperanzas y desesperanzas, de descripciones eróticas y de una pasión sublimada.

Evidentemente, el amor, una forma de amor, había nacido mucho antes de esos siglos bíblicos o épicos; y, a partir de entonces, va a modularse a medida que la civilización consolide áreas de cultura en Occidente, pues es este mundo occidental el que atiende El más bello amor, sin que por ello Oriente y su sofisticado mundo hayan dejado de abordar el tema; desde Las mil y una noches, cuentos cuya primera recopilación se ha datado alrededor del año 850, hasta los poetas persas Ferdusi (siglo X) y Omar Jayyam (siglo XI), Attar (siglo XII), Hafiz de Shiraz (siglo XIII); si de estos, Occidente solo ha tenido conocimiento en nuestros días, Las mil y una noches ya tuvo una primera adaptación, con expurgo de escenas eróticas o sangrientas, en 1704, en francés, y poco después en lengua inglesa. No importa que en alguno de los poetas citados predomine otra temática —la exaltación del vino como camino de la alegría—, ni que en Las mil y una noches las aventuras también se impongan sobre la temática amorosa, ni que el marco que da continuidad a los relatos de Scherezade durante mil y una noches fuera agregado probablemente en el siglo XIV. Europa conoció Oriente a través de ese libro: costumbres distintas, refinamiento amoroso, delicadezas y finuras imaginativas, suntuosos decorados para la acción amorosa: todo ello bien aprovechado por la pintura, que «inventa» y refleja a partir de la imaginación ese mundo descrito por el libro, pero que crea en la mente europea una «realidad» oriental; la influencia del relato y de las imágenes a que dio lugar habían de influir de forma decisiva en el siglo XIX (Francia e Inglaterra sobre todo), dando alas a un movimiento, el Romanticismo, que pretendió renovar la mecánica erótica y libertina de la narrativa inmediatamente anterior2 dotándola de sentimientos.

Cada civilización, cada época social, cada momento histórico han vivido el sentimiento del amor de forma distinta; en los siglos XX y XXI, la cultura occidental sigue siendo un derivado del amor «romántico» tal como lo instituyeron los poetas del siglo XIX, con percepciones y sentimientos que el cine, sobre todo el norteamericano, ha difundido y exportado; las formas que vehiculan esos sentimientos pueden ser otras y adoptar técnicas expositivas nuevas, pero el paisaje del amor, sus esperanzas, espejismos, quimeras, alucinaciones e ilusiones proceden de las fuentes literarias que surgen incidentalmente del Renacimiento —por no remontarnos a Petrarca o Dante—, pasan por Shakespeare, por sus Sonetos y algunos de sus dramas, por la poesía isabelina inglesa, por trágicos franceses como Racine o Corneille, o poetas españoles como Lope de Vega o Quevedo; pero, a pesar de su profundidad en la expresión del sentimiento, no marcan pauta, no crean corrientes sociales como consiguió hacer el Romanticismo, que recorrió Europa desde principios del siglo XIX imponiendo actitudes, conductas, vestuario incluso, además del imperio de la sensibilidad3.

Ese siglo XIX romántico recoge la experiencia anterior, prima el mundo de las sensaciones y por eso sus tramas no son uniformes; se ha logrado ampliar la variedad de posibilidades, y el amor transido de purezas (o impurezas) se deja para melodramas demasiado ingenuos aunque, como La dama de las camelias, de Alexander Dumas hijo, supongan para la juventud romántica un terremoto que abre horizontes nuevos a una forma peculiar de vida. De ahí que, en El más bello amor, se haya recogido un abanico de amores que van desde la recreación de la felicidad amorosa de los cortesanos del Antiguo Régimen francés. Francia se había entregado desde principios del siglo XVII al cultivo del amor en sus variantes más extremas: en ese momento, los salones se convierten en herederos del amor cortés, de los trovadores provenzales, crean un mundo en el que las «preciosas» de Molière muestras sus ridiculeces mientras las «sabias» lucen sus conocimientos y escriben largas novelas preciosistas que idealizan el amor (Mlle. de Scudéry), hasta el punto de inventar una Carte du Tendre (Mapa de Ternura) geografía galante para la sociedad mundana donde el amor es pura conceptualización del sentimiento y de las formas de expresarlo sin el menor contacto físico.

El siglo ilustrado acabará con la falta de sustancia erótica; muerto Luis XIV, cuyo largo reinado se había vuelto una pesada losa en su última parte por la influencia de la reina morganática Mme. de Montespan y del partido de los devotos, el Regente de la minoría de edad Luis XVI abrirá de nuevo la corte a la alegría de vivir: lo marca el retorno inmediato de los cómicos italianos de la commedia dell’arte, expulsados por Mme. de Montespan que se había sentido aludida en una de sus piezas, y explota pronto en las costumbres amorosas, alentadas por la vieja galantería: vieja en las formas, pero con un libertinaje nuevo en el fondo. Tan pronto como 1714-1716, Voltaire ya ofrece un breve relato de delicado erotismo («El mozo de cuerda tuerto»); esa delicadeza no dudará mucho: la novela libertina arrasa los primores exquisitos y con el disfraz de las costumbres orientales derivadas de la recién publicada adaptación de Las mil y una noches; o sin disfraz, huronea en las posibilidades del erotismo remitiéndose a historias francesas. Siempre está el amor por medio, pero más como acción destinada a un fin que como sentimiento; si hay elegancia en algún texto como Sin mañana, de Vivant Denon, lo cierto es que el siglo termina con los excesos relatados por el marqués de Sade4. El libertinaje y el erotismo invaden como tema la literatura; las novelas, publicadas en ocasiones fuera de las fronteras francesas, e incautadas por la policía política del régimen, tenían sus lectores precisamente en la corte, y hasta el propio capellán del rey guardaba en sus aposentos, a pocos metros de las estancias reales, y distribuía más de un título prohibido.

Si la Revolución no guillotinó ese libertinaje de las narraciones —el marqués de Sade, en apuros económicos en ese momento, hizo proliferar su producción novelesca a petición de su librero-editor, que las vendía bien—, la llegada de Napoleón y la institución del Imperio acabaron con esa libertad imaginativa; los narradores del siglo XIX tendrán que tener cuidado, y, solo bajo capas de realismo, un Balzac, por ejemplo, deslizará algunos tipos de amores prohibidos; los nombres importantes de la narrativa (Flaubert, Stendhal, Maupassant) no vuelven sobre ellos; sí lo hace uno de los grandes poetas románticos, Alfred de Musset, joven entonces de veintitrés años, que tras una apuesta escribe un breve relato burlón y lésbico, Gamiani, donde un desorden libertino que alcanza lo grotesco es, sobre todo, un ejercicio literario; y el exquisito Théophile Gautier escribirá, como diversión de grupo de solteros presidido por una amiga que admitía libertad total de pensamiento y de lenguaje, una Carta a la Presidenta, texto escatológico para ese círculo de amigos5.

El Imperio y las diversas restauraciones exigieron el retorno a los valores del puritanismo social y religioso que la Revolución había desbaratado, e impusieron el silencio cuando no la desaparición de ciertos temas; pero del más realista al más romántico, de Balzac a Musset, han conseguido leer al más extremado de los escritores, el marqués de Sade, pese a que, ya en la década de los treinta, sus libros han desaparecido y se guardan, quien posee alguno, bajo llave, en los «infiernos» de las bibliotecas particulares; no será hasta finales de siglo y principios del XX cuando uno de los principales poetas del siglo, Guillaume Apollinaire (1880-1918) se dedique a buscarlos en esos oscuros «infiernos» privados y, en la medida de lo posible, a editarlos.

Los relatos recogidos en la presente antología reproducen los ambientes en los que se movió el siglo, dentro del género de cuento o novela corta; la preferencia dada a la literatura francesa es objetiva: es la que gira y da más vueltas a las variantes del amor. Sometida a los valores de la burguesía reinante, va a referir episodios, casos, anécdotas de amantes, vistos, por lo general, en situaciones límites y en sus aspectos más diversos: desde la coquetería al crimen y al vampirismo; pocos entonan el canto del amor feliz, un recuerdo de la alegría de vivir del Antiguo Régimen, «Minué», de Guy de Maupassant, escritor apegado a un realismo duro, trágico la mayoría de las ocasiones; «La felicidad», su segundo relato seleccionado, mezcla esa dicha del amor que promete el título con la pérdida, por amor, de «la otra vida». Lo mismo ocurre en la voz más importante de lengua inglesa, el norteamericano Edgar Allan Poe, que busca lo «extraordinario» en los varios relatos en que amor y delirio psíquico se confunden: «Ligeia», «Berenice», «Eleonora», «Morella». El caso del dramaturgo y novelista ruso Antón Chéjov tiene más que ver con un realismo aletargado, donde la rutina hace del amor un ejercicio de melancolía, que va apagando los sentimientos en un lento desgaste sin que por ello desemboque en tragedia. Y en Marcel Proust encontramos una variante psicológica importante y prácticamente no abordada a lo largo del siglo: el sentimiento de culpa del sentimiento amoroso precisamente. 

Un amor en el infierno

La muchacha de los ojos de oro, con que, cronológicamente, se abre El más bello amor, pertenece a una trilogía que Balzac reunió bajo el título general de Los trece, nombre de una sociedad secreta, el grupo de los Devorantes: un mundo «al margen del mundo, que no reconoce ninguna ley y solo se somete a la conciencia de su necesidad, obrando todos juntos para uno solo de sus asociados cuando uno de ellos reclama la ayuda de todos; esta vida de filibustero de guantes amarillos y en carroza, esta unión de gentes superiores, frías y burlonas... esa religión del placer fanatizó a trece hombres que reiniciaron la Compañía de Jesús en provecho del diablo». Las tres novelas cortas que forman Los trece (Ferragus, La duquesa de Langeais y La muchacha de los ojos de oro) apenas están relacionadas en su trama, las une la aparición de los nombres de unas en otras, pero sin apenas incidencia sobre los argumentos: Ferragus, su jefe, un antiguo condenado a veinte años de cárcel que ha logrado evadirse, Montriveau, Henri de Marsay y el marqués de Ronquerolles, este solo colaborador de las acciones de la banda —se encarga de sacar de su mazmorra a Ferragus— más que personaje.

Los cuatro pertenecen a una clase muy concreta: a la élite y llevan una vida que oscila entre la acción y el placer ocioso del dandi; este tipo social llega a Francia de la mano de un personaje inglés, George Brummell (1778-1840), que, perseguido por las deudas, hubo de exiliarse en 1816 a Francia: su pose irrumpió como un trueno entre la aristocracia y la alta burguesía, hasta el punto de dictar la moda durante varias décadas —al final de siglo se mezclará con una variante, la que aportaba Oscar Wilde—, y de dejar profunda huella en la literatura con un personaje capital: Des Esseintes, de la novela À Rebours, de Huysmans. Serán varios los escritores que jueguen al dandismo (hasta el Baudelaire joven), e incluso aborden esa figura en ensayos: Balzac, por ejemplo, describe un encuentro ficticio con Brummell en su Tratado de la vida elegante; y otro de los narradores seleccionados en El más bello amor, Barbey d’Aurevilly escribirá, inspirándose en esa figura inglesa, un ensayo filosófico que interpreta perfectamente la visión que la sociedad francesa tenía, en torno a la mitad del siglo, de una moda cuya grandeza residía «en nada de nada»: Del dandismo y de George Brummell (1845).

La redacción de las tres novelas cortas de Los trece se corresponde con un periodo concreto de la vida sentimental de Balzac, que acaba de ser rechazado por la marquesa de Castries; la figura de esta había alcanzado el fondo del desprestigio más absoluto entre la alta aristocracia a la que pertenecía, debido a su relación con un diplomático prusiano hijo del príncipe de Metternich, figura capital de la política posnapoleónica que consiguió la Restauración del Antiguo Régimen en Europa. El hijo que con él tuvo murió a poco de nacer, pero su reputación ya había quedado más que comprometida por esos amores vistos como escándalo. Algo apartada de la vida social desde entonces, desde 1831 mantuvo con Balzac una relación intensa, finalmente no consumada, pero alentada por la coquetería de la mujer; los paseos por las montañas, la exhibición pública ante todo París de la pareja y la estancia en balnearios donde la intimidad era muy cercana, concluyeron durante un viaje de la familia Castries a Ginebra: el novelista dio un paso para lograr las últimas prendas del amor y topó con el rechazo altivo de la dama a quien la propuesta pareció humillante: guerra de clases en el campo de plumas del amor. La indiferencia a la que poco después, en otro viaje a Nápoles en febrero de 1833, recurrió la coqueta para poner en su sitio al novelista ya famoso, demostró a este que solo había sido un juguete exhibido por la Castries para su propio brillo en la vida social. El dolor no tardó en convertirse en un rencor que supuró venganza en La duquesa de Langeais, retrato de tintes crueles en que pinta a su adorada como mujer sin corazón.

La novela siguiente, La muchacha de los ojos de oro, que Balzac aborda con el corazón mutilado y resentido —aunque ya ha empezado a cartearse con la que más tarde será su amor definitivo, Mme. Hanska, en este momento confidente de la evolución de su trabajo como narrador y destinataria de los comadreos que reinan en París—, va a ser una historia cruel, una especie de temporada en un abismo raro para la época; el amor a primera vista de los dos miembros de la pareja, del dandi y experto en amores depravados Henri de Marsay, y de la muchacha de los ojos de oro Paquita Valdés, es una audaz experiencia narrativa que mezcla elementos de novela sadiana y de novela gótica contrarrestados por la visión realista de Balzac que actúa como notario, como sociólogo de la vida parisina. Es la percepción de esa sociedad, realista, profusa, descriptiva, ajena incluso a la trama como es frecuente en Balzac, la que envuelve la acción, la que permite enmarcar, por la ruindad de la existencia social, unos amores prohibidos que no dejaron de sorprender, y cuyo eco llega hasta Marcel Proust, que insiste en las «anomalías» amorosas que Balzac analiza en su Comedia humana subrayando títulos como Una pasión en el desierto (los amores entre un soldado y una pantera), Sarrasine (el amor de un escultor por una mujer que resulta ser un castrato) y La muchacha de los ojos de oro, relato este que el Narrador proustiano califica de «hermosa pesadilla»6.

Balzac incorpora a un amor prohibido —la relación de la marquesa de San Real con Paquita Valdés— la heterosexualidad de esta con el protagonista, para hacer en el desenlace un canto a la violencia absoluta de un amor contrariado, con el añadido, casi rocambolesco, del reconocimiento de la hermandad de sangre que hay entre la marquesa y De Marsay mientras la víctima, sacrificada en el altar de la pasión, yace en el suelo sin despertar el menor interés de los hermanos; una vez que se han reconocido, estos ponen en práctica una voluntad indómita después de haber introducido ambos a Paquita Valdés en los infiernos de la seducción y de la perversión. Amores con una violencia que, si es habitual en la obra del marqués de Sade, exige una explicación sociológica en una novela que se quiere realista; por eso Balzac divide la juventud parisina en dos tipos: la trabajadora y la dorada, esa de los dandis ociosos entre los que figura, con su petulancia, su belleza casi hermafrodita y su marcada virilidad de acción Henri de Marsay. Pero no solo del autor de La filosofía en el tocador recibe su ascendiente el relato; también ha puesto su mira en un clima sentimental más cercano relacionado con un personaje teatral y que Balzac, sin pretensiones de denuncia, apunta: la protagonista de la explosiva pieza teatral de Dumas, Antony (1831), acababa de ser apuñalada sobre las tablas en la última escena por su propio amante; a ella alude el breve postfacio que Balzac escribió para la primera edición de La muchacha de lo ojos de oro: «Si algunas personas se interesan en la muchacha de los ojos de oro, podrán volver a verla una vez que haya caído el telón de la obra, como una de esas actrices que, para recibir sus efímeras coronas, se levantan con perfecta salud después de haber sido apuñaladas».

Alusión clara para la época: Adèle, la amante apuñalada de la pieza, era encarnada sobre el escenario por la famosa actriz Marie Dorval, desde 1832 amante de otro personaje clave para la vida cultural y social del periodo, la novelista George Sand, que alternaba amores masculinos (famosos como Alfred de Musset o Frédéric Chopin) y femeninos, como la Dorval7. En varios de sus títulos, pero sobre todo en La muchacha de los ojos de oro, Balzac hace que Safo, «que dormía bajo la roca de Leucade» despierte y que sus ninfas, aunque sea en penumbra, aparezcan en la literatura, porque en ese momento la capital francesa está escandalizada porque «Safo resucitó en París»8. Balzac escribe a Mme. Hanska que la literatura del momento no retrocedía ante nada, salvo ante «una pasión terrible», el safismo, el «safotismo», como lo bautizó Sade, es decir, el lesbianismo. Nuestro autor cree ser —o se declara tal en esas cartas— el primero en asumir ese riesgo de describir amores sáficos en escenas escabrosas. Pero no lo era: la literatura del siglo anterior lo había abordado en El sofá, de Crébillon, en La religiosa de Diderot, en una de las novelas ejemplares del marqués de Sade, Augustine de Villeblanche, en Las relaciones peligrosas de Choderlos de Laclos, por solo citar cuatro títulos; esos amores ocultados por la presión social ya figuraban en letra impresa. Y tampoco el incesto era desconocido: en la vida real, un importante referente literario como fue Lord Byron (1788-1824) para el Romanticismo, había hecho públicos sus amores con Augusta Leigh, su hermanastra por parte de padre, como también ocurre en el caso de Henri de Marsay: esa provocación a los valores de la alta sociedad inglesa, unido a su desastroso matrimonio, expulsó para siempre al poeta de Inglaterra, lo mismo que poco después a la hija de ambos, Elizabeth Medora Leigh (1814-1849): perseguida por la indiferencia de sus padres y el escándalo de su nacimiento, se exiliaría a Francia donde moriría a los treinta y cinco años.

Balzac se limita a dar cuenta del reconocimiento de los hermanos que ocurre ante el altar donde el marqués ha sacrificado, por celos de su hermanastro, a Paquita Valdés. Tras ese crimen, el lector puede adivinar el incesto como culminación de la hermandad.

Amor más allá de la muerte

Poco tiene que ver el siempre sorprendente soneto de Francisco de Quevedo así titulado con el significado que puede tomar desde que Dom Calmet publicara en 1746 El mundo de los fantasmas dando vida a una de las figuras que ha obsesionado a los narradores de lo fantástico: el vampiro, primero en su versión masculina y algo más tarde en la femenina. Bajo la figura del vampiro no solo se esconden temores a una irrealidad desconocida, sino la materialización de la lucha entre el bien y el mal, como ocurre en La muerta enamorada de Théophile Gautier (1811-1872), escritor que cultivó, entre otros, el género fantástico, al que se adjudica la mayor parte de sus cuentos y novelas cortas; crítico de arte, novelista, autor teatral y «poeta impecable» al decir de Baudelaire, iba a ser el martillo de la poesía romántica elaborando y practicando su teoría del «arte por el arte»; la eliminación de la escoria personal que en los versos dejaba la subjetividad de los poetas iba a convertirlo, con Esmaltes y camafeos, en precursor, si no jefe, de la poesía parnasiana.

Clarimonde —nombre cuyo significado pretende irradiar belleza y verdad— es una encarnación diabólica para el hombre de iglesia que la ve por primera vez en el momento de su ordenación religiosa; el monje, que se confiesa ya en la vejez a un colega en religión, se enamora, como también ella, a primera vista: no se trata de una vampira que resucita con el beso de Romuald, de un súcubo creado para el mal, sino de una mujer realmente presa en las redes del amor, intemporal, envuelta en un misterio casi veneciano, que lleva su pasión por ese monje hasta el punto de dejarse casi morir por no chupar su sangre. La búsqueda de la perfección en el amor no suele protagonizar, como aquí, la acción del vampiro tradicional; tierna y amante, Clarimonde no encarna la figura terrorífica popularizada —más tarde, sobre todo— de esa especie de súcubo que seduce a un joven cura de aldea convertido, por la magia de la fantasía —¿del sueño?—, en caballero veneciano. Tres años de amores entre lo vivido y lo fantástico dejan en Romuald una visión soñada, de cuya realidad duda mientras la relata al otro monje. Si la propia Clarimonde recurre al versículo del Cantar de los Cantares «más fuerte que la muerte es el amor» y terminará por vencerla. No ocurre así pese a los esfuerzos de Clarimone: Romuald, en el último instante, cuando una vez más tenía la posibilidad de resucitarla, duda, en su conciencia se mezclan realidad y sueño, verdad e ilusión: Sérapion, su guía espiritual, rocía de agua bendita una tumba en la que la amada se convierte, por la acción de esa agua, de esa duda, en un revoltijo informe de huesos y cenizas: la muerte ha prevalecido sobre el amor. Baudelaire ya ponderaba este mérito único y nuevo de Gautier, al que le gusta «resucitar las ciudades difuntas y hacer repetir a los muertos rejuvenecidos sus pasiones interrumpidas».

En el caso de «Ligeia», cuento que en varias ocasiones su autor, Edgard Allan Poe (1809-1849), declaró su mejor relato porque en él desarrolla «la imaginación más alta», la esposa muerta ha sido vampirizada por la conciencia del marido; al pretender analizarla hasta el infinito la hace morir, porque «conocer una cosa viva es matarla», según el novelista D. H. Lawrence, quien ve en el relato una historia de la afirmación de la voluntad de amor y comprensión, que el protagonista ha vampirizado. El amor de este va más allá de sus límites, y, en su segundo matrimonio que parece de compromiso, el cuerpo de lady Rowena termina siendo una especie de concha que envuelve el alma y los ojos de Ligeia: por eso, en el último momento, Poe mezcla obsesión y locura fundiendo los temas del amor y la muerte, de la realidad y lo maravilloso, en un intento del narrador por recuperar un paraíso ideal perdido, el de su vida con Ligeia, que le exige un precio: el de la locura.

Vera, el relato más significativo de Villiers de l’Isle-Adam (18381889), se publicó en el volumen Cuentos crueles (1883), título espléndido aunque sean pocos los que pertenezcan al mundo fantástico o puedan ampararse bajo el calificativo que los titula; pese a ello, a la variedad temática y a que algunos relatos cumplen más con la crónica que con la ficción, la burla del mundo de valores burgueses que se transparenta en todos sorprendió a su amigo Stéphane Mallarmé (1842-1898), el poeta que mejor expresó en ese fin de siglo la idea del arte por el arte: «En esta obra has puesto una suma de Belleza extraordinaria. ¡La lengua realmente de un Dios en todas partes! Varios relatos son de una poesía inaudita y que nadie alcanzará: todas sorprendentes». En Vera no hay vampiro, pero sí el deseo más allá de la muerte tras un amor que arranca en un intercambio de miradas suficientes para que el conde Roger d’Athol y Vera se «reconozcan». Después de relatar de forma realista ese encuentro, el amor, el matrimonio y la muerte temprana de Vera, el protagonista se vuelve un «visionario»: una vez enterrada la esposa en la cripta, los ojos del conde ven: cree establecer una comunicación visual con la difunta, la evoca movido por un deseo que la recupera en su totalidad: rostro, miembros, ropas, objetos, sensaciones; al conde le basta el nombre, «pronunciado en voz muy baja», para que se estremezca «como hombre que se despierta»; vuelve a verla radiante, coronada por las luces de las lámparas, radiante, rescatada de la sombra que se la había llevado; las velas, cuando ella desaparece en su visión, palidecen y se apagan. Llega a «verla» con tanta realidad que, en la alucinación final, consigue que la mujer se incorpore en su lecho mortuorio y reviva por un momento. El predicamento e influencia que Edgar Allan Poe ejerció sobre la literatura europea del siglo XIX tiene en «Vera» una muestra que Villiers, asumiéndola, deriva hacia sus propias obsesiones.

El amor en sociedad

No podían faltar las pasiones «costumbristas», es decir, sacadas de la vida real, con protagonistas de una sociedad ociosa que cree y juega con el sentimiento amoroso. Ninguno mejor que Baudelaire descubre al dandi que pasea por la capital a la caza de un amor, y al que el amor devuelve una puñalada que lo sume en el ridículo. En «La Fanfarlo», el amor es doble: el de la señora de Cosmelly, de sentimientos puros hacia su marido, y el del joven dandi y poeta Samuel Cramer, que cae en su trampa: la mujer coquetea con él y lo educa sentimentalmente, gracias al fracaso, para el futuro. En medio dos personajes secundarios, víctimas de la manipulación de los anteriores, el marido es apenas una referencia, mientras la Fanfarlo, que pese a su escasa relevancia narrativa da título al relato, no deja de ser una tercera, no en discordia, sino en el mecanismo de palanca para el amor de la Cosmelly. Pero a Baudelaire le interesa, porque transcribe en ella un retazo autobiográfico en un momento en que la desilusión amorosa no ha llegado todavía. Cramer, un ocioso de carácter débil, enamorado sobre todo de la transfiguración que la poesía hace de la belleza y de la amada, lector de los románticos, se dará de bruces con la realidad de una mujer realmente enamorada, pero no de él. En ese retrato de dandi, Baudelaire echa una mirada llena de ironía sobre sí mismo: en 1847, fecha en que publica «La Fanfarlo», aunque escrita quizá dos años antes, no es más que un poeta joven con aspiraciones de gloria, que recorre las calles de París disfrazado de bohemio elegante; enamorado de la actriz Marie Daubrun, que empezó en las tablas en 1845, traspasa a la Fanfarlo sus rasgos cuando todavía no ha tragado plenamente el vaso de una pasión tóxica, como se deduce de «El veneno», poema en el que después de haber evocado el vino y el opio, de potencia virulenta, se sentirá preso de los ojos y la saliva, ponzoñosas, de la comediante:

No vale todo eso el veneno que fluye

de tus ojos, de tus ojos verdes,

Lagos donde mi alma tiembla e invertida se ve...

En tropel llegan mis sueños

a saciar su sed en esos amargos abismos.

Mas todo eso no vale el terrible prodigio

de tu saliva que muerde,

que sume en el olvido mi alma sin remordimiento,

y, acarreando el vértigo,

la trae desmayada a orillas de la muerte.

(Las flores del mal, «El veneno»).

De cabellos rubios y misteriosos ojos verdes, con una voz a veces «pura como un cristal feérico, a veces ardiente como un viento de África», dirá de ella otro poeta, Théodore de Banville, en cuya compañía viajará a Niza a finales de 1859; son varios los poemas de la sección de «Amatistas» en los que Daubrun juega un papel de musa «inconstante»9.

La relación de la actriz con Baudelaire, muy discreta, dejó su huella en varios poemas de Las flores del mal, en algún caso con protagonista controvertida; por ejemplo en «Lo irreparable»10, primeramente titulado «La bella de lo cabellos de oro»; ese título era el de una comedia de los hermanos Cogniard, inspirados en un cuento de Mme. d’Aulnoy, que permaneció en cartel cinco meses, con 150 representaciones y supuso el primer gran éxito de la Daubrun, que lo estrenó en agosto de 1847; «Canto de otoño», «El veneno», «A una madona» y algún poema más se adscriben a esa relación con la actriz, que, «inconstante», como la calificaría Banville, hizo rivales de un momento a ambos escritores, que terminaron manteniendo con esta mujer una relación ambigua, mezcla de pasión, desconfianza y desilusión11. El retrato de la señora de Cosmelly tiene antecedentes no biográficos, sino literarios: en su novela Béatrix, Balzac presenta a una mujer que, abandonada por su marido, incita a un joven La Palférine a seducir a Béatrix, causa de ese abandono conyugal; lo consigue, devolviendo el corazón del marido a Mme. du Guénic, como Cramer en el texto de Baudelaire.

Si hay un escritor que transcriba la conversación en sociedad y no quite la máscara a sus personajes, ese es Jules Barbey d’Aurevilly (1808-1889), autor, entre otros títulos de Las diabólicas, al que pertenece el relato «El más bello amor de don Juan». El volumen recoge historias de mujeres «diabólicas»; todas ellas lo son y merecen ese calificativo: «No hay ni una sola que sea pura, virtuosa, inocente. Dejando aparte los monstruos, presentan un efectivo de buenos sentimientos y de moralidad poco considerable». Además, continúa el autor, «las historias son verdaderas. Nada inventado. Todo visto. Todo tocado con el codo y con el dedo». Estos personajes femeninos van a tener enfrente a dandis: todos los masculinos de Las diabólicas lo son, como lo era el propio Barbey d’Aurevilly, que, como ya se ha dicho, dedicó un ensayo a esa moda y a su introductor en Francia, George Brummell, y se aplicó a volverse «frío» en sociedad —el café Tortoni sobre todo—, donde, con rebuscada vestimenta y gestualidad excesiva, cultivaba la ironía y el misterio, bien pertrechado de alcohol y de láudano. Como los dandis, practica la provocación, la insolencia, el placer de sorprender, porque todo es un juego aristocrático en que mujeres y hombres adoptan una máscara de misterio y sangre fría, que hace suponer unas profundidades espirituales más hondas que las de la mayoría. Esa máscara también muestra una aceptación de la moral dominante mientras por debajo se espera la sorpresa del escándalo, enigmas que tienen que ver con las posibilidades infinitas ofrecidos por la ruptura de las prohibiciones o el acceso al mal a través de un amor sin futuro.

Es el propio Barbey d’Aurevilly quien se convierte en narrador del «más bello amor de don Juan», de uno de los avatares de esta figura que nacida en El burlador de Sevilla, atribuido a Tirso de Molina, y recreado por los italianos de la commedia dell’arte, dará como fruto el Don Juan, de Molière, un personaje ya blasfemo que seduce mujeres más como forma de enfrentarse a los cielos que por afán amatorio. Barbey sitúa la conversación en el entorno aristocrático de antiguas amantes o amigas propias para contar una historia auténtica que tiene por protagonista a una niña, hija de la baronesa de Maistre. Juego de sociedad, cotilleo de marquesas celosas que remata una sorpresa: esa niña es lo bastante diabólica para imaginar un imposible, y anuncia un futuro de perversión que no tuvo lugar, al menos en la vida real, porque no es invención del autor que la hija de la baronesa no haya sobrevivido a su juventud.

La felicidad en el crimen

Este es el título de uno de los cuentos que forman Las diabólicas, de Barbey d’Aurevilly, libro que relata distintos destinos individuales presididos por unos vicios que terminan siendo castigados por los poderes divinos y humanos, y subrayan la moraleja de que el crimen no puede ser pagado con la felicidad. Barbey d’Aurevilly, que sigue en política y en moral las tesis de Joseph de Maistre, líder ideológico del conservadurismo francés del siglo, tiene poco que ver en ese terreno con Émile Zola (1840-1902), a quien se debe el paso del realismo al naturalismo en la novela, y convierte las leyes de la herencia en un rasgo caracterológico respaldado por la ciencia, aunque no tan rígido como para que el individuo no pueda operar modificaciones sobre su personalidad: fue lo que trató de demostrar en su serie de los Rougon-Macquart, formada por veinte títulos en los que los personajes pasan de un tomo a otro con tramas distintas pero imbricadas, como ocurría en La comedia humana, aunque en Balzac ese retorno de los personajes sea menor en número y en concurrencia de las tramas. En el abundante conjunto de sus relatos y novelas cortas, «Por una noche de amor» ejemplifica perfectamente el título de Barbey en una vertiente: la inocencia enamorada queda al margen del crimen, que le es ajeno. Zola encuentra muchos caracteres femeninos de sus relatos precisamente en la obra de su adversario político Barbey, al que calificaría de «católico histérico» sin que el autor de Las diabólicas se quedase atrás a la hora de criticar en sus artículos la producción naturalista «repugnante» de Zola. Además de adivinar en Barbey la influencia del marqués de Sade en esas mujeres, «criaturas fatalmente malas, malditas, nacidas para la suciedad y el crimen», Zola buceó en esas diabólicas y en el modelo narrativo de su creador. Para el relato «Por una noche de amor» parece haber tenido en mente dos textos de Las diabólicas: «En una cena de ateos» y «La cortina carmesí», esta última emparentada con un relato de las memorias de Casanova que también actúa como desencadenante de la acción en el relato zolesco. Al italiano debe una innovación: es una mujer la que comete el crimen, mientras el enamorado se vuelve un perro sumiso frente a la protagonista, encarnación de la mujer fatal y dominadora. Zola, más riguroso con los métodos narrativos derivados del realismo balzaquiano, se entretiene describiendo el entorno de los personajes, analizando sus caracteres para terminar configurando una personalidad que, en el desenlace, cumple con los frutos de la observación: Thérèse de Marsanne y sus dos enamorados, Colombel y Julien, son resultado de ese ambiente en el que se ha forjado su carácter; la devoradora de hombres, encarnación del mal, encuentra en Colombel un ser socialmente inferior al que no le desagrada ser golpeado desde que eran niños: los detalles permiten que la trama se adentre en el terreno de lo fantástico para poder justificar el cadáver que Julien encuentra sobre la cama de una Thérèse recién salida de las angelicales habitaciones de un convento. El desenlace, el más negro de todos las novelas cortas de Zola, es un ejemplo de amor desmesurado, ingenuamente desmesurado, donde el hecho mismo de ser llamado por la amada para hacer un encargo grotesco y macabro, basta par alcanzar una felicidad tan sobrehumana que no merece la pena seguir viviendo.

Nostalgias y naufragios del corazón

Los dos maestros del género de relato y de la novela corta, junto con Edgar Allan Poe, Antón Chéjov y Guy de Maupassant, hacen en sus obras radiografías sociales pero, sobre todo, radiografías del corazón, como a partir de 2005, hará en A la busca del tiempo perdido, Marcel Proust (1871-1922). Este, antes de que termine el siglo Proust se ha entrenado en la poesía, campo que enseguida abandonó, y en el relato breve, con un número escaso, pero significativo de ellos sobre el tema del amor, abordado desde una perspectiva bastante inédita: sentido como falta, el amor, provoca remordimientos que llevan a un suicidio, físico o moral. «El final de los celos», Violante o la mundanidad» y «Antes de la noche» tienen un componente de pecado, en el sentido más laico de la palabra, frente a normas no sociales, sino familiares. En alguno, hay crimen, pero nunca con tanta claridad como en «La confesión de una joven», escrita probablemente a finales del verano de 1894: el acto trágico no aparece en Proust como un hecho inmediato, repentino e improvisado, producto de un arrebato, de una explosión nerviosa o de un plan urdido en orden a un fin material, sino como remate de una vida en la que ha apuntado el placer. Términos como falta, pecado y crimen —con su lastre de ideas religiosas y ordenanzas sociales— se convierten en sinónimos en la mente de la indeterminada narradora12 de «La confesión de una joven», que antes de morir cuenta la historia de sus remordimientos y su voluptuosidad.

Bajo la advocación del remordimiento, el relato reúne elementos autobiográficos reforzados por la influencia que sobre Proust ejerció la lectura de las Confesiones de san Agustín: desde el amor por la madre y el dolor de verse separado de ellas hasta el tema del placer voluptuoso que genera sentimiento de culpa. Pasando, también, por la aventura amorosa que otro relato proustiano, «Antes de la noche», repite de un modo que lleva a pensar en alguna experiencia personal: la protagonista atenta contra su vida, impulsada por su conciencia de haber pecado al dejarse llevar a la homosexualidad. Pero lo importante no es esa implicación íntima de los recuerdos de infancia y adolescencia, sino esa lucha de la protagonista contra las pulsiones del deseo por un lado, y, por otro, la rigidez de una moral que retuerce ese deseo hasta asfixiarlo, encarnada en la figura de la madre.

El subjetivismo autobiográficamente absoluto de Proust contrasta con la mirada de Guy de Maupassant (1850-1893) y de Antón Chéjov (1860-1904): la de estos es completamente distinta, aunque ambos atienden a la sociedad; el francés se centra en episodios, anécdotas, sucedidos; el ruso envuelve esos sucedidos en una lenta mirada comprensiva del «alma» de sus personajes. Los dos relatos de Maupassant son, quizá, poco significativos respecto al amplio conjunto de su obra breve: no hay en ellos muestras del ambiente fantástico de terror y crimen en los que es maestro consumado, sino una evocación de la alegría de vivir del Antiguo Régimen («Minué»), de gran delicadeza evocativa; y en el segundo, «La felicidad», el sacrificio de una vida de abundancia y placeres a cambio de una existencia solitaria con la persona amada: la protagonista no cambiaría por nada del mundo la situación, porque ese sacrificio ha generado una continuidad de estados felices para ella. Es quizá el «más bello amor» de esta antología; o el más feliz.

Como en el conjunto de su obra narrativa, como en sus obras dramáticas, en Chéjov no hay amores felices: amores melancólicos, más o menos al margen de lo legal, que el escritor no ofrece en su punto álgido, sino cuando el paso del tiempo los ha convertido en rutina: tanto «Del amor» como «La dama del perrito» son amores que en un momento tuvieron su agudeza sentimental; el tiempo los ha nimbado de nostalgia, de languidez, pero a pesar de ello perviven en el tiempo. La maestría descriptiva de Chéjov para ese mundo de nobleza aburrida o de pequeños empleados que se ahogan en su ambiente, obliga casi al lector a sufrir: es un ámbito cerrado, oprimente, que agobia la lectura; el lector termina compartiendo ese ambiente, esa melancolía del amor consumado hace tanto tiempo y que se ha vuelto hábito; pero aun así, Chéjov consigue iluminar los relatos con un destello, si no de esperanza, sí de nostalgia de un momento de felicidad.

M. ARMIÑO

EL MÁS BELLO AMOR

HONORÉ DE BALZAC

La muchacha de los ojos de oro13

A Eugène Delacroix, pintor14