Portada: El hijo de todos. Louise Erdrich
Portadilla: El hijo de todos. Louise Erdrich

 

Edición en formato digital: abril de 2017

 

Título original: LaRose

En cubierta: ilustración de © Raúl Allén

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Louise Erdrich, 2016

All rights reserved

© De la traducción, Susana de la Higuera Glynne-Jones

© Ediciones Siruela, S. A., 2017

 

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Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17041-76-2

 

Conversión a formato digital: María Belloso

 

Para Persia

y cada LaRose

Índice

DOS CASAS. 1999-2000

 

COGEDLO TODO. 1967-1970

 

WOLFRED Y LAROSE

 

MIL PUNTOS DE ATAQUE 2002-2003

 

LA CELEBRACIÓN

 

 

Agradecimientos

DOS CASAS
1999-2000

La puerta

Landreaux esperaba allí donde los límites de la reserva partían en dos un tupido matorral —cerezos silvestres, álamos temblones y robles achaparrados—. Dijo que no había estado bebiendo y después no hubo señales de ello. Landreaux era un católico devoto que también respetaba las tradiciones, un hombre capaz de matar un ciervo, dar gracias a Dios en inglés y realizar una ofrenda de tabaco a otro dios en ojibwa. Estaba casado con una mujer todavía más devota que él y tenía cinco hijos a los que intentaba alimentar y llevar por el buen camino. Peter Ravich, su vecino, poseía una extensa granja, que había logrado poco a poco uniendo antiguas parcelas adjudicadas a los indios; cultivaba campos de maíz, soja y heno en la linde oeste. Tanto Landreaux como Ravich, y también sus esposas que eran medias hermanas, se intercambiaban bienes y servicios: huevos por municiones, viajes al pueblo, ropa para los niños, patatas por harina; ese tipo de cosas. Sus hijos jugaban juntos, aunque estudiaban en colegios diferentes. Corría el año 1999 y Ravich se había referido al cambio de milenio, a cómo había preparado fuentes de energía alternativas, comprado un software especial para el ordenador y hecho acopio de provisiones; incluso había llenado un viejo depósito de combustible que estaba enterrado al lado del cobertizo. Ravich creía que algo iba a suceder, pero no lo que en realidad ocurrió.

Landreaux había seguido la pista del ciervo durante todo el verano, aguardando el momento para cazarlo cuando estuviera bien cebado, justo después de cosechar el maíz. Como siempre hacía, le daría una parte a Ravich. El ciervo tenía costumbres fijas y se sentía seguro en su recorrido. Se detenía y observaba hasta bien entrada la tarde. Después, se atrevía a salir antes del anochecer, cruzaba los límites de la reserva para explorar los márgenes de los campos de Ravich. Ese día se acercó por el camino y se detuvo para olisquear el aire. Landreaux se encontraba a favor del viento. El ciervo se giró para observar el maizal de Ravich, ofreciendo a Landreaux una diana perfecta. Era un cazador extremadamente hábil; se había iniciado en la caza menor de la mano de su abuelo cuando tenía siete años. Landreaux disparó con absoluta seguridad. Cuando el ciervo salió huyendo, comprendió que había alcanzado otra cosa; se le había nublado la vista en el momento de apretar el gatillo. Solo cuando se acercó para comprobar y bajó la mirada, se percató de que había matado al hijo de su vecino.

 

Landreaux no tocó el cuerpo del muchacho. Dejó caer el rifle y atravesó el bosque corriendo hasta la casa de Ravich, una granja de tono tostado con un gran ventanal y un porche. Cuando Nola abrió la puerta y descubrió a Landreaux intentando balbucir el nombre de su hijo, cayó de rodillas y señaló hacia la planta de arriba, donde tendría que estar, pero no estaba. Acababa de comprobarlo y había visto que no se encontraba allí, y se disponía a salir a buscarlo cuando oyó el disparo. Intentó mantenerse a cuatro patas. Después, oyó a Landreaux al teléfono, explicando a su interlocutor lo que había sucedido. El hombre soltó el aparato cuando ella intentó abalanzarse a través de la puerta. Landreaux la abrazó con fuerza. La mujer lo golpeó y le clavó las uñas para intentar soltarse, y todavía seguía forcejeando cuando llegaron la policía tribal y los servicios de urgencias. La mujer no consiguió cruzar la puerta, pero vio cómo el personal sanitario se precipitaba campo a través. La ambulancia avanzaba detrás lentamente por la senda de hierba del tractor que se adentraba en el bosque.

Espetó palabras terribles a Landreaux, palabras que no recordaba. La policía tribal estaba allí. Ella los conocía.

—¡Ejecútenlo! ¡Ejecuten a este hijo de puta! —gritó.

Cuando Peter llegó y habló con ella, al fin comprendió: los médicos lo habían intentado, pero fue en vano. Peter se lo explicó. Sus labios se movían pero ella no oía las palabras. Él estaba demasiado sereno, pensó ella con la mente desatada, demasiado sereno. Lo que quería era que su marido se abalanzara sobre Landreaux y lo matara a golpes. Lo tenía muy claro. A pesar de ser una mujer bajita y retraída, que nunca había causado el menor daño en toda su vida, quería ver sangre derramada. Aquella mañana su hija de diez años estaba enferma, no fue a clase y se quedó en casa. Todavía con fiebre, bajó las escaleras y entró en la habitación. A su madre le disgustaba cuando su hermano y ella desordenaban las cosas, sacaban todos los juguetes de la caja y los dejaban tirados por el suelo. Muy despacio, la hija fue extrayendo los juguetes de la caja y los fue esparciendo. Su madre lo vio, se arrodilló bruscamente y recogió todos los juguetes. Luego reprendió con severidad a su hija.

—¿Podrías no desordenarlo todo? ¿Eres capaz de no ser tan desordenada?

Una vez recogidos los juguetes, se puso de nuevo a chillar. La hija sacó otra vez los juguetes. La madre los guardó sin contemplaciones en la caja. Cada vez que su madre se agachaba para recoger los juguetes, los adultos apartaban la mirada y hablaban en voz alta para cubrir sus palabras.

La muchacha se llamaba Maggie, por su tía abuela Maggie Peace. Tenía una piel clara y luminosa y el cabello castaño; le caía sobre los hombros en ondas un tanto pícaras. El pelo de Dusty era de un tono rubio quemado por el sol, el mismo color que la piel del ciervo. Vestía una camiseta ocre y era temporada de caza, aunque eso no habría importado en el lado de la linde donde Landreaux había disparado al ciervo.

 

Zack Peace, jefe de la policía tribal en funciones, y Georgie Mighty, forense del condado y enfermera jubilada de ochenta y dos años, ya estaban desbordados. La víspera se había producido una colisión frontal a las dos y media de la madrugada, justo después de que cerraran los bares, y ninguno de los fallecidos en el accidente llevaba abrochado el cinturón de seguridad. El médico forense del estado viajaba por la zona y se detuvo en la reserva para despachar todo el papeleo. Zack estaba peleando con ese tipo de cuestiones cuando recibió el aviso sobre el asunto de Dusty. Hizo una pausa para apoyar la cabeza en el escritorio antes de llamar a Georgie, que convenció al médico forense del estado para que se quedara unas horas más y examinara al muchacho a fin de que la familia pudiese organizar las exequias lo antes posible. Ahora Zack tenía que llamar a Emmaline. Como primos, se habían criado juntos. Intentaba contener las lágrimas. Era demasiado joven para este trabajo, y además tenía demasiado buen corazón para ser policía tribal. Dijo que se pasaría más tarde. Por ello Emmaline se enteró mientras sus hijos estaban todavía en la escuela y se fue a casa a esperarlos.

Emmaline se acercó a la puerta y observó a los chicos mayores mientras bajaban del autobús. Caminaron hacia la casa con la cabeza gacha, agitando las manos por las altas hierbas al cruzar la cuneta, y supo que ya se habían enterado. Hollis, que vivía con ellos desde que era pequeño, Snow, Josette y Willard. Nadie en la reserva se llama Willard sin que le caiga encima un apodo. Así que Willard era Coochy. Ahora su hijo pequeño bajaba a duras penas para reunirse con ellos: LaRose. Tenía la misma edad que el hijo de Nola. Se habían quedado embarazadas al mismo tiempo, pero Emmaline había acudido al hospital del Servicio de Salud Indio. Transcurrieron tres meses hasta que conoció al bebé de Nola. Pero ambos niños, primos, habían jugado juntos. Emmaline sacó unos sándwiches y calentó la sopa de carne.

—¿Qué va a pasar ahora? —preguntó Snow con voz tranquila mientras la miraba.

El rostro de Emmaline se anegó de nuevo en lágrimas. Tenía la frente en carne viva. Cuando se había arrodillado para rezar, cayó en la cuenta de que se estaba golpeando la cabeza contra el suelo; y ahora el miedo manaba por todos sus poros.

—No lo sé —respondió—. Voy a ir a la policía tribal y me quedaré con vuestro padre. Ha sido...

Emmaline se disponía a decir «un accidente tan terrible», pero se llevó las manos a la boca y rompió a llorar, empapándose el cuello de la blusa, pues ¿qué podía decirse de lo sucedido? —algo innombrable—; y Emmaline ignoraba cómo ella o Landreaux o alguien, sobre todo Nola, podrían seguir viviendo.

 

Minuto tras minuto, transcurrió un día, y luego dos. Zack volvió a casa, se sentó en el sofá y se mesó la tupida cabellera.

—Vigílalo —dijo—. Tienes que vigilarlo, Emmaline.

Esta creyó entonces que se estaba refiriendo a la posibilidad de que Landreaux se suicidara. Negó con la cabeza. Landreaux vivía para su familia y mostraba una preocupación casi obsesiva por sus pacientes. Era ayudante de fisioterapia y estaba estudiando para ser técnico de diálisis. También era cuidador personal, tras formarse en el hospital del Servicio de Salud Indio, que confiaba en él. Emmaline llamó por teléfono a los pacientes de Landreaux. Eran Ottie y su mujer Bap. Cuando telefoneó al encantador anciano llamado Awan, un paciente terminal, y explicó a su hija que Landreaux no podría acudir, la hija dijo que se pediría un permiso en el trabajo para cuidar de su padre hasta que Landreaux volviese. Sin embargo, percibió en la voz de la hija un tono fatigado y poco sorprendido. Quizá Emmaline estuviera paranoica —tenía los nervios a flor de piel—, pero le había parecido que la hija de Awan había vacilado y a punto estuvo de decir lo mismo que Zack. «Tienes que vigilarlo». Emmaline pensó que sería porque apreciaban a Landreaux, pero más tarde comprendió que ese era el motivo solo en parte.

Hubo una breve investigación y varias noches en vela antes de que a Landreaux lo pusieran en libertad. Zack cogió la llave de Emmaline y guardó el rifle en el maletero del coche. En cuanto Landreaux salió de las dependencias de la policía tribal, Emmaline se dirigió con él a ver al cura.

El padre Travis Wozniak les cogió las manos y rezaron juntos. No creía que fuera a encontrar las palabras, pero surgieron. Por supuesto que surgieron. «Incomprensible». «Su Juicio». «Inescrutables». «Sus caminos». Había tenido años y años de experiencia, incluso antes de hacerse sacerdote. El padre Travis había sido marine. O lo seguía siendo. Equipo de Desembarco de Batallón 1/8, 24 de mayo. Había sobrevivido a los bombardeos de los barracones de Beirut, Líbano, en 1983. Las gruesas cicatrices que le surcaban el cuello, como una fuerte soga que le recorría la piel dibujando lazadas, lo marcaban por fuera y también por dentro.

Cerró los ojos y apretó las manos con más fuerza. Se mareó. Estaba harto de rezar por las víctimas del accidente de coche, harto de añadir «abrochaos el cinturón» al final de cada sermón, harto también de tantas otras muertes prematuras, y se preparó para caer de rodillas al suelo. Se preguntaba, como hacía todos los días, cómo podía seguir adelante fingiendo ante tanta gente a la que quería. Intentó serenarse. «Llora con quienes lloran». Las lágrimas surcaban las mejillas de Emmaline. Ambos enjugaban con impaciencia las lágrimas de sus rostros mientras hablaban. Necesitaban toallas. El padre Travis tenía pañuelos de papel y un rollo de papel absorbente. Cortó varios trozos. Dos días antes, había hecho lo mismo con Peter, aunque no con Nola, cuyos ojos se hallaban resecos por el odio.

—¿Qué hemos de hacer? —preguntó Emmaline—. ¿Cómo pueden seguir las cosas a partir de ahora?

Landreaux comenzó a balbucear el rosario con los ojos cerrados. Emmaline lo miró, pero tomó un rosario del padre Travis y continuó. El sacerdote no lloraba, pero los ojos de su rostro colorado lucían un delicado tono rosado y los párpados, lavanda. Las cuentas colgaban entre sus dedos. Tenía unas manos fuertes y encallecidas, porque movía piedras, cortaba maleza a hachazos y llevaba a cabo todo tipo de trabajos en el campo; eso lo calmaba. Ahora había acumulado detrás de la iglesia una gran pila de leña. Tenía cuarenta y seis años, era —obstinado— más fuerte, más profundo y más triste. Enseñaba artes marciales, practicaba ejercicios de los marines con el escuadrón de adolescentes de Dios. O solo. Guardaba unas pesas detrás del escritorio en un pulcro y ordenado montón, y un banco de ejercicios tras la cortina del monaguillo. Landreaux permaneció callado cuando acabaron. El padre Travis había pasado por todo con Landreaux: los años intentando superar la época del internado, Kuwait, después la época salvaje, la bebida y luego la recuperación a través de la sanación tradicional, y ahora esto. A lo largo de los años transcurridos en la reserva, el padre Travis había visto cómo algunas personas se esforzaban por mejorar y aun así siempre ocurría lo peor. Landreaux alargó la mano y agarró al cura del brazo. Emmaline sujetaba a Landreaux. Murmuraron juntos una nueva serie de avemarías; la letanía los volvió a serenar. En la pausa que se produjo antes de que se marcharan, el padre Travis tuvo la impresión de que querían preguntarle algo.

 

Landreaux y Emmaline Iron asistieron al funeral, se sentaron en el último banco y se deslizaron por la puerta lateral, antes de que se llevaran el pequeño ataúd blanco por el pasillo.

 

Emmaline era una mujer ramosa y bella en su angulosidad. Era todo palos y codos, con rodillas protuberantes. Tenía la nariz levemente torcida y unos llamativos ojos de loba de un verde turbio. Su hija Josette había sacado sus ojos; Snow, Coochy y LaRose tenían los ojos de su padre, cálidos y marrones. El pelo y la piel de Emmaline eran claros, pero se ponía morena con facilidad. Su marido, de piel más oscura, le había dado hijos de un intenso tono tostado. Era una madre apasionada. Landreaux comprendió después de que nacieran los niños que él pasaría a un segundo plano, pero que, si resistía, algún día volvería a ocupar el primer lugar en su corazón. Mientras volvían a casa en coche después de visitar al cura, ella dejó la mano reposando sobre su pierna, sujetándola con fuerza cada vez que se ponía a temblar. En el camino de acceso, aparcó el coche pero no apagó el motor. La penumbra les ocultaba el rostro.

—No puedo volver a casa todavía —dijo él.

Ella le dirigió su perturbadora mirada. Landreaux recordó cuando ella tenía dieciocho años, Emmaline Peace, y que, al inicio de sus años juntos, esa mirada suya, si sonreía, significaba que iban a volverse locos. Él era seis años mayor que ella. Entonces hacían auténticas locuras. Las confesaban pero no les ponían fin. Durante una temporada tenían que recuperarse de las borracheras al alimón. Y ahora sabía lo que le preocupaba.

—No puedo obligarte a entrar en casa —dijo—. No puedo impedir que hagas lo que vas a hacer.

Se inclinó hacia él, cogió su rostro entre sus manos y apoyó la frente en la suya. Cerraron los ojos como si sus pensamientos fueran uno solo. Después, bajó del coche.

 

Landreaux salió de la reserva, condujo hasta Hoopdance y se detuvo ante la ventanilla de un autoservicio de bebidas alcohólicas. Dejó la bolsa de papel con la botella en el asiento del copiloto. Recorrió varias carreteras secundarias hasta que dejó de ver luces, aparcó en el arcén y apagó el motor. Permaneció sentado con la botella a su lado durante casi una hora; después, la agarró y se dirigió hacia el campo helado. El viento retumbaba en sus oídos. Se tendió en el suelo. Intentó lanzar la imagen de Dusty al Cielo. Se esforzó con denuedo para intentar volver atrás en el tiempo y morir antes de adentrarse en el bosque. Pero cada vez que cerraba los ojos, el muchacho seguía destrozado entre las hojas. La tierra estaba seca y las estrellas brillaban con fuerza allí arriba. Aviones y satélites titilaban. Salió la luna, encendida y blanca, y al fin llegaron las nubes para taparlo todo.

Al cabo de unas horas, se levantó y regresó a casa. Una tenue luz brillaba en la ventana de su dormitorio. Emmaline continuaba despierta, mirando al techo. Cuando oyó el ruido del coche en la gravilla seca, cerró los ojos y se durmió. Se despertó antes que los niños. Salió fuera y lo encontró en la cabaña de sudación, acurrucado y envuelto en lonas, con la botella todavía en la bolsa de papel. Pestañeó al verla.

—Vaya —dijo—, un montón de whisky Old Crow. Pues sí que pensabas cogerte una buena cogorza.

Dejó la botella en la esquina de la cabaña, entró en casa y llevó a los niños al autobús. Después, vistió a LaRose y a sí misma con ropa de abrigo y buscó un saco de dormir para su marido. Mientras él entraba en calor, LaRose y ella encendieron un fuego, echaron tabaco de una petaca especial y añadieron unas piedras «abuelos», hasta calentar la cabaña. Sacaron el cubo de cobre y el cazo, las otras mantas y los filtros; todo lo que necesitaban. LaRose ayudó con todo; sabía cómo se hacían las cosas. Era el hombrecito de Landreaux, su hijo preferido, aunque Landreaux se cuidaba muy mucho de dejar que nadie lo supiera. Mientras LaRose se ponía en cuclillas con gesto muy serio sobre sus fuertes y delgadas piernas, alineando las pipas de sus padres y su propio fardo de filtros, el enorme semblante de Landreaux comenzó a desencajarse poco a poco. Bajó la mirada, la apartó, lejos, hacia cualquier punto, hondamente golpeado por el rumbo de sus pensamientos. Cuando Emmaline lo vio con esa mirada esquiva, sacó la botella y la vació en el suelo entre ambos. A medida que el alcohol desaparecía en la tierra, entonó una vieja canción sobre un carcayú, Kwiingwa’aage, para ayudar al espíritu de los borrachos desesperados. Cuando se vació la botella, levantó la vista y miró a Landreaux. Le sostuvo la mirada, extraña y vacía. Para entonces forjó sus propios pensamientos. Comprendió los pensamientos de él. Se detuvo; pálida, clavó los ojos en el fuego y en la tierra. Murmuró «no». Intentó marcharse, pero no podía, y cuando volvió al trabajo tenía el rostro bañado en lágrimas.

 

 

 

Avivaron el fuego, añadieron ocho, cuatro, ocho piedras. Les llevó mucho tiempo calentar las piedras en el fuego y también abrir y cerrar las lonas, las puertas, y meter las piedras. Pero era todo lo que tenían que hacer. Al menos todo lo que podían hacer. Salvo emborracharse, algo que no iban a hacer ahora. Ya habían superado aquello, de momento.

Emmaline tenía canciones para cuando traían los filtros, para invitar a los manidoog, aadizookaanag, los espíritus. Landreaux conocía canciones para los animales y los vientos que soplaban en cada dirección. Cuando el aire se volvió más denso con el vapor caliente, LaRose se alejó rodando por el suelo, levantó la esquina de la lona y respiró aire fresco. Se durmió. Las canciones se convirtieron en sus sueños. Sus padres cantaron a los seres a los que habían invitado para que les ayudasen, y cantaron a sus antepasados —aquellos de tiempos tan remotos que se habían perdido sus nombres—. En cuanto a aquellos cuyos nombres aún recordaban, los nombres que acababan en «iban», que significaba «pasado a mejor vida», o al mundo de los espíritus, esos eran más complicados. Esos eran la razón por la que tanto Landreaux como Emmaline se cogían de las manos con tanta fuerza, arrojando sus filtros a las piedras incandescentes antes de gritar con la voz quebrada por el llanto.

—No —dijo Emmaline. Gruñó y mostró los dientes—. Antes te mato. No.

Él la sosegó, le habló y rezó con ella. La tranquilizó. Habían bailado juntos la danza del sol. Hablaron de lo que habían oído cuando entraron en trance. De lo que vieron cuando ayunaron en un acantilado rocoso. Su hijo había manado de las nubes, preguntando por qué debía llevar la ropa de otro muchacho. Vieron a LaRose flotando por encima de la tierra. Había colocado sus manos sobre los corazones de sus padres y susurrado: «Viviréis». Ahora sabían cómo interpretar esas imágenes.

Poco a poco Emmaline se fue derrumbando. Se quedó sin aliento. Se encogió y se acurrucó junto a su hijo. Se habían resistido a utilizar el nombre de LaRose hasta que nació el último de sus hijos. Era un nombre a la vez inocente y poderoso, y había pertenecido a los sanadores de la familia. Habían decidido no utilizarlo, pero fue como si LaRose hubiese venido al mundo con ese nombre.

Había existido un LaRose en cada generación de la familia de Emmaline a lo largo de más de cien años. En algún momento durante esa época, las dos familias habían divergido. La madre y la abuela de Emmaline se llamaban LaRose. Por lo que los LaRose de varias generaciones tenían relación con ambos. Y ambos conocían los relatos, las historias.

 

 

 

En el exterior de una tienda de trueque aislada en tierras ojibwas en 1839, Mink continuaba con su incesante trapicheo. Ella pretendía conseguir del comerciante leche, ron, una mezcla de ingredientes para los espíritus, pimientos rojos y tabaco. Ya antes había conseguido hacerse con un barril a base de gritos y berridos. El ruido acababa con los nervios del comerciante, sin embargo Mackinnon se negaba a pegarle para hacerla callar. Mink provenía de una familia misteriosa y violenta, cuyos miembros también eran poderosos sanadores. Había sido la hermosa hija de Shingokii, un proveedor de suntuosas pieles. También había sido la hermosa mujer de Mashkiig, hasta que él le destrozó la cara y mató a sus hermanos pequeños a puñaladas. Su hija pequeña se arrebujaba en una grasienta manta junto a ella, intentando ocultarse. En el interior de la tienda, Wolfred Roberts, el empleado de Mackinnon, se había envuelto la cabeza en una piel de zorro para amortiguar los gritos. Se abrochó las garras disecadas bajo la barbilla. Con una letra elegante y cursiva, anotó tres artículos entre líneas. Allí en el monte, siempre tenían miedo a quedarse sin papel.

Wolfred había dejado a su familia en Portsmouth, New Hampshire, porque era el benjamín de cuatro hermanos y no había lugar para él en el negocio familiar, una panadería. Su madre era hija de un maestro de escuela y ella le había enseñado a él. Él la echaba de menos y también echaba de menos los libros; solo se había llevado dos cuando lo enviaron a trabajar para Mackinnon: un diccionario de bolsillo y la Anábasis de Jenofonte, que había pertenecido a su abuelo y que contenía descripciones lujuriosas, cosa que desconocía su madre. El chico solo tenía diecisiete años.

Incluso con el zorro en la cabeza, los chillidos le ponían nervioso. Intentó limpiar alrededor del hogar y lanzó fuera unas sobras para los perros. En cuanto entró de nuevo en el local, se armó un tremendo jaleo. Mink y su hija intentaban ahuyentar a los perros. El estruendo era espantoso.

—No salgas ahí fuera. Te lo prohíbo —ordenó Mackinnon—. Si los perros las matan y se las comen, habrá menos problemas.

Los humanos al final ganaron la batalla, pero el ruido se prolongó hasta bien entrada la noche.

Mink volvió a escuchar los chillidos antes del amanecer. Su graznido agudo y lastimero sonaba ahora con más fuerza. Los hombres estaban cansados y se frotaban los ojos. Mackinnon le dio una feroz patada, a ella o a una de ellas, cuando pasó por su lado. Su voz se tornó ronca esa tarde, por lo que sus gritos resultaron aún más irritantes. Wolfred pensó que algo le había cambiado en la voz. No comprendía muy bien el idioma.

—La vieja bruja quiere venderme a su hija —explicó Mackinnon.

La voz de Mink sonaba espantosa, sugería obscenidades, mientras describía todas las cosas que la muchacha podría hacer si Mackinnon le daba solo la leche. Dirigía toda la fuerza de sus gritos hacia la puerta cerrada. Parte del trabajo de Wolfred era pescar y limpiar el pescado si Mackinnon se lo pedía. Wolfred salió y se dirigió hacia el río, donde mantenía un agujero abierto en el hielo. Percibía la gravedad de la situación y se santiguó. Aunque, por supuesto, no era católico, el gesto mostraba la impronta que habían dejado en él los jesuitas. Cuando regresó, Mink había desaparecido y la niña se encontraba dentro de la tienda, desplomada en una esquina debajo de otra manta, cabizbaja, tan inmóvil que más bien parecía muerta.

—No podía soportarlo ni un minuto más —se justificó Mackinnon.

 

 

 

Aquella noche, LaRose durmió entre su madre y su padre. Recordaba esa noche. Recordaba la noche siguiente. No recordaba lo que sucedió entre ambas.

 

Quemaron el rifle y enterraron las municiones. Al día siguiente, decidieron recorrer el mismo camino que había emprendido el ciervo. La tierra entre las dos casas estaba cubierta con matas de frambuesas en una zona que había quedado despejada por el fuego causado por un rayo que cayó sobre un roble. El calor se había propagado por debajo de la corteza del árbol, recorriendo las ramas pequeñas y las grandes, hundiéndose en las raíces hasta que el árbol no pudo contenerlo más y reventó. El fuego en las raíces había acabado con los árboles más pequeños en un círculo alrededor, pero la lluvia sofocó el fuego después. Aproximadamente un kilómetro y medio más allá de la marca de ese árbol se había criado la madre de Emmaline. En los viejos tiempos, la gente había protegido la tierra clavando estacas. Incluso un topógrafo llegó a desaparecer. A pesar de que se dragó y se rastreó el lago en el centro, hondo y silencioso, nunca se halló el cuerpo. Muchos descendientes de la tribu heredaron pequeñas parcelas, pero nadie tenía suficiente como para levantar una casa. De modo que la tierra permaneció virgen y fraccionada, salvo por las sesenta y cinco hectáreas, una parcela original, asignadas a la madre de Emmaline, que se las entregó enteras a su hija. Los bosques todavía resultaban inquietantes. Pocas personas, además de Landreaux y Peter, cazaban allí.

Los árboles crecían vigorosos: los zumaques, rojo escarlata; los abedules, amarillo chillón. De vez en cuando Landreaux llevaba en brazos a su hijo; en otros momentos, entregaba a LaRose a Emmaline. No hablaban ni contestaban a LaRose con palabras. Lo abrazaban, le acariciaban el pelo, le besaban con unos labios secos y temblorosos.

Nola los vio cuando cruzaron el jardín con el niño.

«¿Qué hacen aquí? Qué, qué, por qué, ¿por qué traen...?».

Salió corriendo de la cocina y golpeó a Peter en el pecho. Había sido una mañana tranquila. Pero eso ya había terminado. Le pidió que los sacara de su propiedad de una puñetera vez y él le respondió que sí. Le acarició el hombro. La mujer se apartó con brusquedad. La oscura grieta que se había abierto entre ellos parecía alargarse hasta el infinito. Todavía no había tocado fondo. Le daba miedo lo que le estaba sucediendo a su mujer, pero no sentía ira cuando abrió la puerta —la ira era demasiado pequeña—; además, Landreaux y él eran amigos, mejores amigos que las dos medias hermanas, y todavía aleteaba el instinto de esa amistad en él. Landreaux y Emmaline traían a su hijo con ellos, muy diferente pero a la vez muy parecido a Dusty, debido al carácter de cualquier niño de cinco años, con esa curiosidad, esa seguridad, esa confianza.

Landreaux dejó al chico en el suelo y preguntó si podían pasar.

—No —respondió Nola.

Pero Peter abrió la puerta. LaRose levantó los ojos hacia Peter enseguida, antes de dirigir la mirada a la sala.

—¿Dónde está Dusty?

Peter tenía el rostro hinchado, demacrado por el agotamiento, pero consiguió contestar.

—Dusty ya no está aquí.

LaRose apartó la mirada, decepcionado. Después, señaló la caja de juguetes abandonada en una esquina y preguntó:

—¿Puedo jugar?

Nola no tenía palabras. Permaneció sentada con pesadumbre y lo observó, primero con apatía y luego con fascinación, mientras LaRose sacaba los juguetes uno tras otro y jugaba con cada objeto con una concentración intensa, embrollada, original, divertida y obsesiva.

Desde el piso de arriba, olvidada, Maggie no perdía detalle de la escena. Ambos chicos habían nacido a principios de otoño. Ambas madres los habían mantenido en casa, creyendo que eran demasiado pequeños para ir a la escuela. Cuando los niños jugaban juntos, Maggie mandaba sobre ellos, los obligaba a hacer de criados si ella era un rey o de perros si ella era la reina de los animales. Ahora no sabía qué hacer. No solo con el juego, sino en la vida cotidiana. No querían que volviese a la escuela todavía. Si lloraba, su madre lloraba más fuerte. Si no lloraba, su madre le decía que era un pequeño animal sin corazón. Así que se quedó mirando a LaRose desde los peldaños alfombrados mientras el chico jugaba con los juguetes de Dusty.

A medida que Maggie contemplaba la escena, se le endureció la mirada. Apretaba los barrotes como si fueran rejas de una cárcel. Dusty no estaba ahí para defender sus juguetes, para compartirlos solo en el caso de que quisiera, para dirigir el dinosaurio rosa anaranjado, el coche favorito de Hot Wheels negro con llamas y los diminutos camiones de monstruos. Maggie quería bajar corriendo, hecha una furia, y tirarlo todo. Dar patadas a LaRose. Pero ya la habían reprendido por contestar mal a la profesora y se suponía que estaba castigada en su habitación.

Landreaux y Emmaline Iron seguían de pie en el umbral de la puerta. Nadie los había invitado a entrar.

—¿Qué queréis? —preguntó Peter.

Siempre preguntaba a las visitas en qué podía ayudarlos, pero solo Nola percibió que esa brusquedad era su manera de expresar las sacudidas eléctricas de su dolor y su profundo malestar.

—¿Qué queréis?

Respondieron con sencillez.

—Nuestro hijo ahora será vuestro hijo.

Landreaux depositó una pequeña maleta en el suelo. Emmaline se desmoronaba hecha jirones. Dejó la otra bolsa en la entrada y apartó la vista.

Tuvieron que explicarle lo que querían decir. «Nuestro hijo ahora será vuestro hijo». Y repetirlo otra vez.

Peter se quedó boquiabierto, sin aliento y anonadado.

—No —dijo—. Nunca he oído cosa semejante.

—Es la antigua costumbre —repuso Landreaux.

Lo dijo muy rápido y así consiguió articular esas las palabras. Había mucho más en su decisión, pero ya no era capaz de decir nada más.

Emmaline observaba a su media hermana, por la que sentía cierta aversión. Reprimió cualquier sonido, levantó la vista y vio a Maggie agazapada en la escalera. La cara de muñeca enfadada de la niña la golpeó. «Tengo que salir de aquí», pensó. Dio un paso adelante con un brusco movimiento, puso la mano en la cabeza de su hijo y lo besó. LaRose le dio una palmadita en la cara, ensimismado con el juego.

—Más tarde, mamá —dijo, copiando a sus hermanos mayores.

—No —repitió Peter, negando con la cabeza—. No puede ser. Llevaos...

Después, miró a Nola y vio que su rostro se había transformado de repente. Y de ella brotaba una enorme dulzura. Y el ansia, también, una codicia desesperada que la empujaba con paso serpenteante hacia el niño.