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Akal / Básica de bolsillo / 280

Serie negra

José Giovanni

A todo riesgo

Traducción: Esperanza Martínez Pérez

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Capítulo primero

Raymond no se podía quitar la chaqueta, pues llevaba escondido un Colt bajo la axila izquierda. Era primavera pero ya hacía calor. El sol se iba acercando al cénit.

—Parece que no va a llegar nunca –susurró Abel.

Los ojos de Raymond repararon en el rostro de su amigo. Desde el último altercado, parecía que las arrugas se le habían hecho más profundas.

—Tiene que pasar por aquí –dijo con voz firme.

—¡Sí, hombre! Si todo fuera como es debido, viviríamos como señores en Miami. ¡Y mira dónde estamos!

Efectivamente, Raymond «miraba». Estaba en la primera fila.

—Vamos a coger esa calle a la derecha, pasaremos más desapercibidos.

Dejaron la via 20 Settembre y cogieron la via Giolitti.

—No nos alejemos demasiado –sugirió Abel.

Se distanciaban del recorrido del cobrador quien, para llegar a la Banca Popolare di Novara, tomaba la via 20 Settembre y giraba a la izquierda por via Alfieri.

—Si seguimos merodeando por el bulevar –dijo Raymond– vamos a terminar llamando la atención.

Abel se encogió de hombros. Habían llegado a un punto en que tener diez testigos o mil contra ellos carecía de importancia.

—¿Tienes un pito? –preguntó Abel arrugando el paquete vacío y tirándolo al suelo.

Raymond le tendió su paquete. No sentía tanta impaciencia como Abel.

—Ya tendremos tiempo de meternos en el mismo follón que en Milán –insinuó.

—Y salimos del atolladero, ¿o no? Dimos con un chalado y, contra eso, no se puede hacer nada. ¿Has visto algún cobrador así en Francia?

—No estamos en Francia –puntualizó Raymond.

—Un hombre es igual en todas partes, ¿o no? Con una pipa en la tripa, todos levantan los brazos y cierran el pico.

—Pues eso no se estila en Milán.

Abel habría dado diez años de vida por ser una hora más viejo. Tenía que pensar que todo saldría bien. Lo que iban a hacer era, una vez más, la solución más rápida y menos peligrosa.

—Te digo que dimos con un chalado, no tiene otra explicación –aseguró.

Se encontraban en pleno centro de la ciudad. Aunque el tráfico era intenso, los coches circulaban deprisa por avenidas rectas y abiertas. Los transeúntes parecían no tener prisa, se detenían a mirar a las chicas. En otros tiempos, Raymond estaba tan tranquilo que era capaz de ligar con una chica cinco minutos antes de una agresión. Actualmente, ya no estaba ni para bromas ni para llevar a cabo la agresión inminente.

—Si todo va bien, nos podemos quedar un poco –dijo–. Pero si todo se va a la mierda, tendremos que despejar el patio en diez minutos.

—Nos iremos –declaró Abel deteniéndose.

Quería volver para acercarse al lugar que habían visto antes en la via 20 Settembre.

Se pusieron en marcha, pero Raymond apenas avanzaba. Se paró y tiró de la manga a Abel.

—Ya sabes que no estamos solos –dijo–. En lo que tardamos en recogerlos, nos quedaremos atrapados en la ciudad. Está cantado.

Hablaban en un susurro, sin gesticular, siguiendo una especie de instinto animal.

—Lo que ocurrió en Milán, no lo habíamos visto nunca –dijo Abel–. Y no es fácil que volvamos a verlo.

Raymond pensaba lo contrario. El tipo le había parecido natural, para nada asustado. A Raymond le había dado la impresión de que incluso esperaba que los dos atracadores huyeran. Pero no sabía cómo transmitírselo a Abel.

—No estamos seguros de nada, no es un país corriente –añadió escuetamente.

—No podemos elegir –contestó Abel.

Le ponía nervioso chalotear inútilmente.

—No es para pasado mañana –dijo Raymond, y cuánto más se acerca el momento, más raro se me hace…

Abel hubiese querido preguntarle si tenía miedo, pero se abstuvo. No se hace ese tipo de preguntas a un hombre de la calaña de Naldi.

—Mañana estaremos en las mismas –dijo–. Necesitaremos aún más pasta si cabe.

—Escucha –dijo Raymond Naldi mirando a su amigo a los ojos–, ¡llevamos mucho corrido juntos! Parece que hay que ir a por todas y luego salir del atolladero como se pueda. Es muy gordo lo que ha pasado en Milán, y te recuerdo una vez más que no estamos solos. Así que he estado pensando en algo para salvarles en primer lugar, para que luego no tengamos de qué arrepentirnos.

—¿Eso has pensado? –murmuró Abel. (Y sintió que tenía que darlo todo)–. Siempre he creído que pensabas largarte solo, continuó.

—Pues también se me ha pasado eso por la cabeza –confesó Raymond–. En estos casos, se piensa en todo, aunque no se quiera.

La mano de Abel estrechó el hombro de Raymond y regresaron al Fiat que les esperaba en la avenida, aparcado en dirección a la salida de la ciudad.

Se sentaron tranquilamente en el coche. Les pareció oportuno no tener que arrancar a toda velocidad ante una multitud atónita bajo la amenaza de las armas.

Llevaban viviendo en Turín dos semanas en un chalet que les costaba muy caro, aunque no lo merecía. Cruzaron el Po por el puente de Umberto I. La casa estaba ubicada a unos dos kilómetros del río, un poco antes de la plaza Adua. Era un lugar tranquilo, a las afueras de la ciudad. No tenía garaje pero, entre la verja y la escalinata de la entrada, podían aparcar el coche.

Abel y Raymond metieron el Fiat. No era un coche robado, pero no querían dejarlo a la vista.

En Italia, un Fiat estándar pasaba desapercibido. El coche era propiedad de un amigo de Raymond que se pegaba la gran vida en Pescara, en la costa del Adriático. Se lo había prestado pero, conociendo la situación de Raymond, sabía que tenía pocas posibilidades de recuperarlo.

Raymond y Abel solían utilizar matrículas falsas.

Con el ruido del motor, Thérèse asomó por la cocina, y los chicos, que jugaban a los dardos en una puerta vieja, en la parte trasera de la casa, corrieron al encuentro de los dos hombres. El mayor se llamaba Hugues; tenía catorce años. Marc, el pequeño, diez. Se parecían a su padre. Como él, eran bastante taciturnos y duros físicamente. Raras veces se quejaban. Thérèse sufría porque rehuían sus caricias, pero demostraban con creces una madurez precoz, el amor que sentían por sus padres y la sorpresa que dejaban traslucir cada vez que había que hacer las maletas. Llevaban seis meses sin ir a la escuela.

Abel Davos se acercó a Thérèse y la besó de soslayo en la frente, cerca de la sien. Era hermosa, pero no del tipo de mujer que atrae las miradas de los hombres. Poseía una belleza secreta, de rasgos finos y proporcionados. Se la iba descubriendo poco a poco. Miró a su marido con ojos sombríos.

—No hemos hecho nada –dijo este–. (Se volvió hacia sus hijos que escudriñaban a los dos hombres sin decir nada.) Hugues, llévate a tu hermano. Id a jugar…

No parecían encantados con la idea.

—Mamá os llamará –dijo Thérèse acariciando la nuca del mayor.

Raymond ya se había desplomado en el único sillón del comedor, cerca de la ventana, y recibió a la pareja distendido. Abel y él ya se habían puesto de acuerdo en el coche.

—¿Qué te parecería hacer un viajecito? –preguntó a Thérèse.

—La próxima vez, avisadme para que no deshaga las maletas –protestó.

—Yo creo que sí –dijo Abel.

Sentía una imperiosa necesidad de poseer un techo estable para su compañera y sus hijos.

Casi no les quedaba dinero y ella no se atrevía a preguntarles. Se limitaba a escuchar lo que Abel tuviera a bien contarle al respecto, sin más. Desde el asunto de Milán, pensaba que debería haberse quedado en Ginebra con los chicos.

—Vamos a volver a Francia –anunció Raymond.

—¿A Francia? –balbuceó–. (Se pasó una mano por la frente.) ¡Pero eso es imposible, a ver si os aclaraís!...

—Es lo mejor –explicó Abel encendiendo un cigarrillo–. Lo he hablado con Raymond y es la mejor solución.

Los ojos de Thérèse iban de uno a otro y se detuvieron en los de Abel.

—Como quieras –contestó–. Pero, una vez allí, ¿dónde iremos?

—A mi casa –respondió Raymond–. Tú y los chicos. No podéis seguir de un lado para otro. Abel y yo nos arreglaremos mejor en Francia. Tendremos cuidado, no te preocupes.

—¿Es en París? –preguntó.

—No, mis viejos tienen una granja a las afueras de Toulouse. Abel y yo no podremos acercarnos, pero te daré una carta para ellos.

La invadió una tristeza infinita. Tendría que vivir con extraños, lejos de Abel, sin noticias, limitándose a leer con avidez los periódicos.

—Para ese viaje, no hacían falta alforjas, se limitó a decir.

En esos casos, Abel, de por sí poco locuaz, no decía nada. Pero Raymond no era fácilmente impresionable.

—No te preocupes –dijo a Thérèse–. No es definitivo, ¿eh?... Claro que si hubiésemos pillado la pasta aquí, hubiésemos podido esperar unos años, y miel sobre hojuelas. Pero… aquí todo ha salido mal. Rematadamente mal.

Sabía que Naldi se la había jugado en la banda de Pierre Loutrel[1], y para que reconociera que las cosas no iban bien, tenía que ser una situación realmente preocupante. Sin embargo, Francia representaba una amenaza. Estaban esperando a Abel y, si daban con él, era hombre muerto. Thérèse no tenía ganas de decir nada más.

—Vamos a comer y te irás delante con los chicos –le anunció su marido–. Nosotros no hemos terminado todavía. Hay un tren directo a Ventimiglia. Mañana por la noche llegaremos. (Sacó unos billetes del bolsillo, unas cincuenta mil liras y se las dio a su mujer.) Cógelo.

Ella apretó los billetes en la mano.

—¿Y tú? –preguntó.

Sabía que era todo lo que quedaba de Milán.

—Mañana iremos al banco –bromeó Raymond.

Ella miró a Abel. Su rostro hermético traslucía tristeza. De repente, le encontró envejecido. Era más bien alto y ancho de espaldas. Creía que nada era corriente en él. Quizá se debía a la mirada. En los ojos de su marido, Thérèse encontraba a un hombre que nadie conocía, al que era inútil intentar conocer, hasta tal punto le parecía diferente del que toda la prensa llamaba el enemigo público.

—Voy a llamar a los niños –dijo saliendo de la habitación.

—Todo se arreglará en unos días –aseguró Raymond.

Abel esbozó un gesto evasivo. En la mesa no abrió la boca. Disimuló ante las miradas atentas de sus hijos. Thérèse dirigía gestos forzados a Raymond, que adivinaba hasta qué punto resulta difícil intentar sonreír cuando se tienen ganas de llorar.

Hacia el final de la comida, anunció a los niños que iban a coger el tren de la tarde.

—¿Volvemos a Ginebra, mamá? –preguntó Marc.

Era la eterna pregunta, y siempre la planteaba como quien reclama un bien perdido.

—Mejor todavía, cielo –respondió.

Para Thérèse también era siempre lo mismo. Cada vez que se marchaban, les repetía las mismas palabras. Abel, nervioso, se fue de la habitación; Raymond seguía comiendo.

—Tío Ray, ¿vienes con nosotros? –preguntó Hugues.

Antes de responder, miró a Thérèse.

—¡Por supuesto! –dijo–. Nos quedamos todos juntos. ¡Y vas a ver mi pueblo! ¡No te haces idea de lo bonito que es! Nunca he visto nada igual.

—¿Cómo es? –preguntó Marc.

Raymond abrió la boca para iniciar la explicación pero volvió a cerrarla sin articular sonido. No existen palabras para describir el sitio más bonito de la tierra.

—Es difícil de explicar… Pero te tumbas a la orilla del río y ya no querrías marcharte nunca más –dijo lentamente.

—Entonces, ¿por qué te fuiste? –preguntó Hugues.

Raymond apartó el plato y se levantó. No sabía qué decir ni qué hacer. Decidió reunirse con Abel.

—¡Nos estáis molestando con tanta pregunta! –intervino Thérèse para romper el silencio–. ¡Vamos, fuera!, ayudadme a hacer las maletas.

—Si nos necesitas, estamos en la parte de atrás –dijo Raymond antes de salir.

Encontró a Abel sentado en una piedra con los codos en las rodillas, de espaldas a la pared.

—¿Están haciendo las maletas? –preguntó.

—Sí.

—¿Cuánto dinero te queda?

Raymond sacó los billetes y unas monedas.

—Creo que unas cinco mil liras.

—No he estado tan pelado en mi vida –constató Abel.

—He conocido tiempos peores, justo antes de empezar a trabajar con Pierrot. Siempre se termina saliendo –afirmó Raymond.

Recogió unos guijarros y se puso a lanzarlos, de uno en uno, a un tiesto vacío.

—Vamos a enterarnos de los horarios –dijo Abel–, nos vendría bien saber a qué hora pasa el tren por Carmagnola y Savigliano si tuviésemos que dejar el coche.

En la mente de Raymond, la única ayuda válida era la marcha de Thérèse y los niños. A continuación, coche o tren, lo mismo daba. Una persecución es cosa extraña. Juega la suerte. No da tiempo de pensar. Se actúa instintivamente, sin discernir si se está en lo cierto.

—No será lo mismo cuando nos quedemos solos –dijo Raymond.

Se encontraban entre los mejores especialistas del continente.

Thérèse se acercó a preguntarles si recogía también sus cosas.

—Sí –respondió Abel–. Mete todo. Nos quedamos con lo que llevamos puesto.

Poco después vino a anunciarles que estaba preparada. Dos maletas, una para ella y otra para los chicos. En la vida que llevaban, no quedaba sitio más que para lo imprescindible.

La portera vivía al otro lado de la plaza Adua. El hijo, que hablaba francés, no estaba en casa. Thérèse tuvo que volver y rogar a Raymond que la acompañara. Era el único que lograba explicarse convenientemente en italiano. Habían pagado el alquiler con antelación. Thérèse se inventó sobre la marcha una historia de pariente moribundo y anunció su salida al día siguiente a primera hora. La comadre no se sorprendió lo más mínimo de la separación familiar; además, nunca había visto a Abel.

En la estación de Porta Nuova, Raymond Naldi entregó una hoja a Thérèse.

—Es la carta para mis viejos, con la dirección.

No añadió: « Nunca se sabe», porque era evidente.

Ante la sorpresa de recibir la carta allí, cuando tiempo habría para ello en Francia, no supo qué responder y la metió en el bolso. Él le presionó ligeramente el brazo y se alejó. Los chicos iban delante con Abel. Al pasar, acarició un segundo la cabeza de los chicos y luego se dirigió a la cantina.

—Te espero allí –dijo a Abel señalando con el pulgar.

Los dos hombres no tenían interés alguno en aparecer juntos, y menos en la estación de una ciudad grande, casi siempre vigilada por la policía. Y además, las despedidas en el andén no cuadraban nada con un tipo como Naldi. Huía de esas situaciones como de la peste.

Abel esperó con los chicos, en medio de las maletas, a que volviera Thérèse con los billetes y el mozo de equipajes. El tren salía dentro de cuarenta y cinco minutos.

La espera se le estaba haciendo eterna a Abel, pues ya estaba pensando en el día siguiente. Marc y Hugues seguían con la mirada la agitación que reinaba en la estación, aspirando por cada poro esa atmósfera tan especial con olor a viaje.

Ya se estaba formando el tren. En cuanto fue posible instalarse en un compartimento, Abel llevó a su hijo mayor a un aparte.

—Te vas a quedar solo con tu hermano menor y tu madre. ¡Ahora ya eres un hombre! (Hugues asintió con la cabeza. Tenía un nudo en la garganta.) Hijo, quiero que sepas –siguió diciendo Abel– que tengo enemigos, muchos enemigos… Pero pronto estaremos tranquilos. No volveremos a viajar y seremos felices todos juntos…

—No te preocupes, papá, yo cuidaré de ellos –contestó Hugues.

Su joven voz sonó limpia y cariñosa. «Solo es un niño», pensó Abel, y, poniéndole las manos en los hombros, le dijo con un tono que intentó ser firme:

—Confío en ti.

Hugues se emocionó y se echó en brazos de su padre. Se reunieron con Thérèse y Marc. Abel se las arregló para no quedarse a solas con su mujer, por no saber qué decirle y no querer pronunciar palabras huecas, torpes. Levantó a Marc del suelo y le besó en las mejillas deprisa y de forma estridente.

—Obedece a tu hermano –le recomendó.

Miró el reloj; debía bajarse al andén. Estrechó un instante a Thérèse contra sí.

—Todo se va a arreglar –murmuró–. Ya verás. (Ella se puso de puntillas y se agarró a las solapas de la chaqueta.) Hasta mañana –añadió retirándose.

Ella quiso recomendarle que fuera prudente, pero no lo hizo. En lo que iba a emprender, no cabía la prudencia.

Y el tren arrancó despacio; los pañuelos se agitaban como mariposas cogidas en una trampa.

Al día siguiente, hacia el mediodía, el Fiat esperaba aparcado en una calle pequeña con el motor en marcha.

Lo habían pensado mejor y habían decidido recorrer unos cincuenta metros para evitar un posible atasco al arrancar el coche.

No disponían de chófer que embragara al segundo y ya eran insuficientes los dos solos para llevar a cabo el atraco.

El cobrador, vestido con el uniforme del banco, no llevaría evidentemente sumas importantes. Así que iría sin escolta. Raymond y Abel no conocían a nadie en la ciudad, ningún indicador con que pudieran identificar a los guardias de seguridad de paisano, señal inequívoca de sumas más considerables. Por fuerza tenían que conformarse con un simple cobrador que, al final del recorrido, no debía de llevar más de tres o cuatro mil liras.

No disponían de herramientas para llevar a cabo un robo con efracción. En cuanto a entrar en un recinto cerrado, con las armas en la mano y en pleno día (joyería y demás…), ni se lo habían planteado. Había alarmas en el suelo que se accionaban con el pie; antes de que llegaran a recoger cuatro perras, la pasma habría cortado la calle.

Era viernes por la mañana.

—El fin de semana, la gente manda la pasta con más alegría –dijo Raymond.

El plan consistía en interceptar al cobrador cuando llegara a una especie de vestíbulo con escaparates publicitarios. En cuanto le arrancaran la saca, le empujarían con fuerza hacia ese hueco.

Ese detalle, aparentemente anodino, tenía como objetivo desviar la atención de la gente. Los mirones harían corro, se aglomerarían, impidiendo que el agredido o los agredidos pudieran explicarse claramente, incluso respirar o, en cualquier caso, perseguir a los atracadores de forma inmediata.

Abel fuel el primero en ver al hombre que esperaban. Aparentemente, no llevaba armas. Desde lejos, parecía el hermano gemelo del de Milán.

También la disposición del espacio se parecía a la de Milán. Mientras caminaban al encuentro del cobrador, Raymond y Abel iban pensando lo mismo. Aceleraron el paso los últimos metros para cruzarse con su cliente en el sitio preciso.

Era un personaje de mediana estatura, más bien enjuto. Cobraba para el mismo banco desde hacía veinte años. Llegado al final del recorrido de esa mañana, pensaba que los calores no tardarían en llegar. Aunque él precisamente no tenía mucha grasa que perder. No como su mujer Angelica… De ahí enlazó con que su hijo pequeño, Giuseppe, necesitaba otros zapatos. Hay que ver la cantidad de calzado que gastaba jugando al fútbol con latas viejas y trozos de madera. Suspiró y, de repente, dos hombres que venían de frente le interceptaron el paso y le apuntaron con el cañón de una automática en el pecho.

La borsa, e presto! –le intimidó Raymond apuntando el arma contra su cuerpo.

Se arremolinaron los tres sin gestos ni gritos, de forma que la gente no tuvo tiempo de reaccionar inmediatamente.

La acción había empezado un segundo antes. La mano de Abel agarró la saca y todo se desarrolló del mismo modo que en Milán.

El cobrador se echó la mano libre al bolsillo, como si quisiera sacar un arma, gritando:

E via!... E via!...

Naldi apretó el gatillo dos veces. El italiano sufrió una sacudida y sus rasgos se tornaron en el estupor más absoluto.

El ruido retumbó entre la multitud y centenares de cabezas se volvieron. Se armó un guirigay. Abel cogió la saca y salieron huyendo, al tiempo que caía el cuerpo del cobrador.

El Fiat arrancó en tromba. Conducía Raymond.

—¡Vaya país de gilipollas! –exclamó–. Pero, ¿has visto? Con un Colt en la tripa, hay que estar pirado, ¡joder!...

—Esto pasa de la raya –dijo Abel–. ¿Qué ha dicho?

—¡Idos a tomar viento!, o algo así.

Raymond se metió por un laberinto de calles para tener más seguridad de que no les seguían. Salió al Po a la altura del puente de la Princesse Isabella.

—Ya van dos –dijo–. ¡Pero qué les pasa a estos cabrones que les da por berrear y echar mano a la pipa! Son suicidas o no entiendo nada.

—A lo mejor no está muerto –dijo Abel mirando la saca.

—Dijiste eso mismo en Milán.

—Le disparamos los dos, hoy no ha sido así. ¿Dónde le has dado?

—No lo sé. He salido pitando. Y además, me la suda. Le hemos pedido la saca, no le hemos dicho que se hiciera el héroe. Después de todo, la pasta no es suya.

Abel había terminado de contar.

—Trescientas mil y calderilla.

—Y esto no ha hecho más que empezar. Porque te digo sinceramente que tendrán que emplearse a fondo para pillarme.

Abel no respondió; caía por su propio peso. Repartió el dinero y metió los billetes en los bolsillos de Raymond.

—Una miseria –suspiró.

Se metió el dinero en los bolsillos interiores, sacó la pipa y la dejó en las rodillas. El acero azul cobalto lanzaba destellos reconfortantes.

A un kilómetro de Moncalieri, salieron de la nacional y cogieron una carretera con menos tráfico en dirección a Cariguano.

—Por aquí vamos mejor –dijo Abel que estaba hasta las narices de ver coches por el retrovisor, sin hablar de los que venían de frente.

—Mira el mapa –dijo Raymond–. No me gusta la idea de acercarnos a la frontera. Es el primer sitio al que van a llamar por teléfono. Vamos a bajar al mar.

Abel señalaba con el dedo una línea en el mapa.

—Gira a la izquierda un poco después de Savigliano, hacia Mondovi y Ceva. Pero vamos a dar una vuelta…

Thérèse y los chicos debían de estar contando los minutos. Añadió:

—No me mola ir por la costa.

—Ya veremos –gruñó Raymond–. Solo hay un buga y somos dos.

—¡No se te habrá pasado por la cabeza quedártelo para cuando seas viejo!

—No digas tonterías. Ya sabes que tenemos que deshacernos de él. Pero es mejor bajar por el mar a la puta frontera. Incluso para pasar a Francia, va a estar chupado. No es posible seguir por la frontera hasta Ventimiglia. Hay que dar un rodeo.

Y en el parabrisas trazó con el dedo un ángulo recto.

Abel no respondió pero el coche ya iba lanzado hacia Fossano y Mondovi. Que «iba lanzado» era simplemente una forma de hablar, pues el estado de la carretera provocó que Naldi sacara todo su repertorio de blasfemias; lo hacía en varios idiomas.

—Quizá tengas razón –dijo Abel al cabo de un buen rato.

Sin duda se refería a la idea de torcer hacia el litoral.

Pasado Ceva, volvieron a girar a la derecha, hacia Boguasco y la montaña. Eran las tres de la tarde; no les había adelantado ningún coche, y solo se habían cruzado de vez en cuando con algún utilitario de la región.

Se pararon para echar un bidón de gasolina de veinte litros en el depósito del Fiat. Calcularon los kilómetros en el mapa. De Turín a Imperia, punto de encuentro con el litoral, había doscientos kilómetros. Y desde ahí, cincuenta más hasta Ventimiglia.

Arrancaron; estaban solo a sesenta kilómetros de Imperia. El motor iba suave como una mujer el día de paga.

Cuando pasaron los puertos y el paisaje se tornó uniforme, de forma que el cielo parecía confluir con el mar en la gama de azules, en el horizonte, se pusieron a canturrear. Las canciones de Abel siempre relataban destinos sombríos, pero al cantar expresaba su alegría, cualquiera que fuera el tema. Raymond tecleaba con los dedos la melodía en el volante, marcando el ritmo.

Y fue a la salida de Chuisa-Vecchia, a trece kilómetros del mar, cuando todo ocurrió.

—¡Me cago en dios! –blasfemó Raymond entre dientes.

Cuatro o cinco maderos, aparentemente de la policía de tráfico, miraban fijos al Fiat.

Obligado a reducir la velocidad por el cruce de la localidad, Raymond circulaba a cincuenta kilómetros por hora. Pero les pareció que el peligro se cernía sobre ellos como un rayo.

Uno de los de la pasma estaba en la carretera. Ni él ni los otros hacían señales de parar. Sin embargo, el tráfico no precisaba su presencia en ese lugar.

—¿Qué hacemos? –preguntó Raymond.

—Vamos despacito, mirando el paisaje –respondió Abel quitando el seguro de la pipa.

Cuando llegaron a la altura de los maderos constataron, además de la presencia de una moto de gran cilindrada aparcada perpendicular a la carretera, cierta agitación, una especie de incertidumbre procedente de una orden.

Se alzó un brazo y oyeron el alto.

—¡Dale caña! –gritó Abel.

—No entiendo nada –dijo Raymond pisando a fondo el acelerador–, no parece que estén ahí a propósito. ¿Les has visto? No acababan de decidirse. Los tipos a los que encañonas te mandan a tomar por el culo como si les estuvieras haciendo cosquillas con una ramita, y la pasma que te espera en una curva vacila como quien se está ligando a Françoise Arnoul[2]…

Era el tipo de Naldi, le gustaban las chicas con mirada expresiva. Por el retrovisor, vio que la moto les perseguía, pero seguía pensando en la mujer que acababa de recordar. Abel también había visto la moto; deseaba que no fuera la de los maderos aunque en su fuero interno no le cabía la menor duda.

—A lo mejor no son ellos –sugirió.

—¡No, qué va! –exclamó Raymond.

Desenfundó el Colt y se lo puso encima de las piernas.

Se encontraban a cinco kilómetros del litoral. El motorista se les echaría encima antes de que llegaran.

Abel se volvió para calibrar la distancia. El coche no amortiguaba bien las sacudidas y no tenía buen ángulo de tiro. El motorista circulaba en el eje del Fiat. No podían entrar al centro de la ciudad próxima, Imperia, con ese dogo pisándoles los talones.

—Frena, échate a la derecha y hazle señales de que te adelante –dijo Abel.

Raymond obedeció y el guardia de tráfico se quedó pasmado. Estaba patrullando por la zona cuando se encontró con un grupo de colegas que esperaban que un camión viniese a recogerlos. No tenían cometido alguno en ese tramo de carretera ni, menos aún, intención de parar ningún coche.

Ante el paso del Fiat, no habían hecho ninguna señal en concreto. El grupo no tenía la mollera muy despierta pero reaccionó ante el súbito acelerón del coche. De ahí la persecución del motorista, que pasaba por allí. Ahora le rogaban que pasase, creyendo quizá que solo pretendía adelantarles. «Pero qué tíos más raros», pensó.

Se colocó delante del coche y alzó el brazo. Raymond se detuvo unos metros más adelante.

—Vamos a charlar un momento, deja el motor encendido –dijo Abel bajándose.

Abrió el capó del coche sin hacer el menor caso al madero que, bajándose de la moto, caminaba hacia ellos agitando la mano. Parecía la seña de una sanción, como si Raymond Naldi y Abel Davos acabaran de caerse de un guindo.

Andate con troppo velocità, molto velocità[3] –dijo.

Hablaba apoyando una mano en el alerón del coche. Abel le miró, levantó los brazos y los dejó caer en señal de impotencia, de incomprensión, o de lo que se quisiera. Y se sumergió de nuevo en el examen del motor.

Un motor que sonaba bien, o esto le pareció al joven policía, inclinado ligeramente sobre la mecánica. Raymond aceleró. Le gustaba el ruido del motor, el olor a aceite caliente y a gasolina. Había nacido encima de un garaje y su empleo como policía de tráfico procedía de la afición a sentirse propulsado por un motor.

Va bene a modo[4] –dijo con tono de satisfacción, sonriendo, como si el coche fuese suyo.

Llegó a olvidar el motivo por el que se encontraba allí. Los dientes blancos resaltaban sobre la tez bronceada. Era joven, pero Abel pensaba que sobraba en este mundo.

Abel sacó el arma de repente y le disparó al corazón. Durante una centésima de segundo, el hombre abrió los ojos como platos. Murió al instante. Cayó fulminado sobre el motor que giraba al ralentí. Abel le quitó el arma. Raymond se había bajado del coche. La carretera estaba desierta; en la cuneta había una especie de arroyo poco profundo delante de un murete de piedra. Allí tumbaron al madero y le cubrieron rápidamente con piedras. Raymond observó la moto; no tenía ningún signo identificativo. Era una Guzzi de gran cilindrada, que podía pertenecer a cualquier persona particular.

Pero no podía dejarla allí; el grupo de maderos debía de estar en ascuas unos kilómetros más allá.

—Voy a conducirla hasta el mar –dijo Raymond–, y la tiraremos al agua.

La misma suerte correría el Fiat, pues le parecía que ya lo tenían localizado. Abel pensó en su primera intención de no bajar hacia el mar. Ahora ya no les quedaba más remedio. No podían retroceder ni girar a derecha o izquierda. Tenían que seguir adelante, a riesgo de caer en un control a la entrada de Imperia o a la salida.

—Voy delante –dijo Raymond sentándose en la moto.

Arrancó el motor y se incorporó a la carretera. Raymond se volvió para ver si el coche le seguía. No había esperado a que Abel respondiera ni a que hiciera la pregunta que los dos tenían en mente: «Qué hacemos si encontramos un control de carretera».

Raymond ya lo tenía decidido. Embestiría a tumba abierta y giraría a la izquierda si lograba salir ileso del control. A la izquierda, al centro de Italia, para que Abel pudiera reunirse con Thérèse y los chicos que le esperaban en la otra punta. Sabía que Abel no era de los que aceptarían semejante sacrificio, así que ¿para qué discutir? No podían eternizarse junto al cadáver del madero.

Abel aceleró para acercarse lo más posible a la moto, pero Raymond le dio a entender que debía dejar más espacio entre los dos. Lo aceptó de mala gana, no se sentía bien, estaba desfondado. Ya tenían a sus espaldas varios cadáveres; pronto les tocaría a ellos. Miraba a su amigo de espaldas y tenía la impresión de que nunca volvería a ver su rostro.

[1] Pierrot le Fou número uno. [N. del A.] [N. de la T.: Pierre Loutrel (1916-1946), conocido como Pierrot le Fou, era el enemigo público número uno de Francia en los años de posguerra. Jefe de una banda de atracadores, se dedicaban a desvalijar bancos.]

[2] Actriz francesa, nacida en Argelia, caracterizada por representar en el cine personajes perversos, sensuales y seductores. Tiene una amplia filmografía en cine y televisión. [N. de la T.]

[3] Van muy deprisa, demasiado deprisa. [N. del A.]

[4] Parece que funciona bien. [N. del A.]